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Gobernanza democrática y regionalismo en América Latina
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Libro electrónico677 páginas9 horas

Gobernanza democrática y regionalismo en América Latina

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Este
libro aborda dos temas estrechamente relacionados: los retos de la gobernanza
democrática en varios países de América Latina y las dificultades de encontrar
soluciones regionales a los conflictos nacionales de mayor trascendencia. La
coyuntura política ha puesto a prueba la fortaleza de las instituciones
democráticas en muchos países latinoame
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2023
ISBN9786075645254
Gobernanza democrática y regionalismo en América Latina

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    Gobernanza democrática y regionalismo en América Latina - Guadalupe González González

    INTRODUCCIÓN

    Jean-François Prud’homme

    El Colegio de México

    Este libro es el producto de una reflexión sobre la coyuntura política que desde 2019 ha puesto a prueba la fortaleza de las instituciones democráticas en muchos países latinoamericanos. En el otoño de ese año y durante los primeros meses de 2020, en Chile, Ecuador y Colombia, vigorosas protestas callejeras, frecuentemente violentas, se dieron como reacción inmediata a decisiones puntuales de política económica. Dichas protestas ocultaban un malestar más profundo con los arreglos institucionales establecidos, la clase política y, desde luego, los efectos del modelo de desarrollo vigente.

    En Venezuela, el resultado de las elecciones presidenciales de 2018 tuvo repercusiones domésticas fuertes a lo largo de 2019. En los primeros meses del año, la proclamación del presidente de la Asamblea Nacional como presidente constitucional y su posterior reconocimiento por alrededor de 60 países creó una situación de dualidad, por lo menos de carácter formal, en el Poder Ejecutivo nacional. Este enfrentamiento entre oposición y gobierno dio lugar a movilizaciones políticas durante el año y fue un factor de tensiones entre países a nivel regional e internacional. En Bolivia, también las elecciones de noviembre fueron motivo de duras protestas sociales que terminaron con la renuncia del presidente Morales, la designación de un gobierno interino y el aplazamiento de los comicios para el siguiente año. El conflicto electoral boliviano fue otro elemento de desacuerdo entre actores políticos regionales e internacionales.

    En otros casos, como en Brasil y México, las elecciones presidenciales que se llevaron a cabo en 2018 mostraron una mayor capacidad del entramado institucional para procesar la voluntad de cambio político. En ambos casos, desde perspectivas ideológicas opuestas, el resultado electoral mostró un fuerte rechazo a las clases políticas que habían gobernado estos países en las décadas anteriores. Este rechazo se nutrió, además, de una retórica de fuerte polarización social.

    Para cerrar la descripción de esta difícil coyuntura, cabe mencionar el caso peruano, donde el presidente Vizcarra, en medio de tensiones continuas con el Poder Legislativo, terminó pronunciando la disolución del Congreso a finales del mes de septiembre de 2019.

    No cabe duda de que la enumeración de una serie de situaciones nacionales circunscritas en el tiempo no constituye en sí un factor explicativo. Muchas responden a causas propias asociadas a la historia reciente de sus respectivos países. Sin embargo, la relativa simultaneidad en la eclosión de esos movimientos de descontento constituye una señal de alarma y una invitación a reflexionar sobre la gobernanza democrática, sus instituciones y procesos en América Latina. Por ello, nos pareció importante analizar, desde la política comparada y los estudios internacionales, esas coyunturas nacionales en el marco contextual más amplio de los cambios estructurales de carácter económico, político y social que se han dado en la región en las últimas décadas, así como de las relaciones entre países. Con este fin, a principios de 2020 reunimos a un nutrido grupo de expertas y expertos provenientes de varios países del continente para reflexionar sobre la gobernanza democrática y el regionalismo en América Latina, temas que están estrechamente vinculados.

    En la antesala de la tercera década del siglo XXI, América Latina atraviesa por un periodo de reconfiguración y cuestionamiento de los dos modelos económicos y políticos, el neoliberal y el poshegemónico, que dominaron la agenda pública y la dinámica regional de los últimos veinte años. A partir de 2013, como resaca de la crisis financiera de 2008-2009 y el efecto bola de nieve de varios escándalos de corrupción, se inicia el ocaso de la llamada marea rosa de gobiernos de izquierda amparados por el auge económico de las materias primas y se profundiza el desgaste de los sistemas de partidos, los liderazgos políticos y las instituciones tradicionales de la democracia representativa. En algunos casos, el juego de la alternancia democrática da lugar a cambios que expresan una polarización en la orientación de los programas de gobierno. En un entorno de estancamiento económico, inseguridad e ineficiencia gubernamental, las ofertas políticas populistas e iliberales en ambos polos del espectro político han venido avanzando electoralmente en varios países de la región. En otros casos, como pudo constatarse en el otoño de 2019, amplios sectores de la población han manifestado su insatisfacción con las expectativas generadas por las políticas económicas de los últimos años. Así pues, la gobernanza democrática en América Latina, al igual que en otras partes del mundo, se encuentra bajo presión, sin claridad ni consensos respecto a cómo corregir el rumbo.

    Como es bien sabido, la discusión sobre la noción de democracia tiene un recorrido extenso. No es la intención explorar aquí ese debate de manera exhaustiva, pero sí resulta necesario dejar en claro qué entendemos por gobernanza democrática.

    Quizás una de las principales discusiones sobre la idea de democracia que ha surgido a nivel global y en América Latina, ha sido el intento por establecer qué la caracteriza en tanto régimen político. Claramente se ha dado una división entre las visiones más clásicas, que proponen adoptar una definición mínima o procedimental, en las que se identifica un sistema como democrático cuando se realizan elecciones competitivas con regularidad, se observa la alternancia en el poder y división de poderes, entre otros. Mientras, existen otras visiones que proponen la necesidad de avanzar hacia una conceptualización más sustantiva, en la que también cuentan el ejercicio de derechos por parte de la población y la satisfacción de las necesidades mínimas de la ciudadanía.

    En América Latina, la visión procedimental tendió a primar en los años postransición mientras que, pasado un tiempo, y con los regímenes democráticos más consolidados, el debate comenzó a re-definirse en términos de su calidad, lo cual implícitamente supuso comenzar a transitar hacia conceptualizaciones más complejas. El giro a la izquierda observado en muchos países de la región a inicios del siglo XXI contribuyó, además, a poner sobre la mesa la cuestión social. Los gobiernos identificados con esta orientación hicieron de las políticas de inclusión su bandera y plantearon, además, la necesidad de profundizar los canales de participación social como requisito para fortalecer el funcionamiento democrático. En muchos casos esto se dio, vale la pena decir, a expensas del debilitamiento del andamiaje liberal-republicano.

    Tomando en cuenta lo anterior proponemos aquí hablar de gobernanza democrática. El término de gobernanza ha tenido su origen en el campo de las políticas públicas para dar cuenta de esquemas de interacción entre el gobierno y diversos actores sociales en la toma de decisiones. En este sentido, el concepto busca contraponer esta situación de cooperación a la visión clásica de que es sólo el Estado quien debe diseñar e implementar las políticas públicas.

    Retomamos aquí esta noción para aplicarla al régimen político y proponemos entonces que un sistema democrático no debe sólo aspirar al respeto de los procedimientos y la garantía del equilibrio de poderes, sino que además debe contar con canales que vinculen a las instituciones representativas con la ciudadanía para que ésta, tanto de manera directa como a través de la sociedad civil organizada, tenga un rol activo en los procesos de discusión y se le tenga en cuenta en la toma de decisiones. Ello supone no solamente generar un marco institucional que haga esto posible, sino además asegurar un piso mínimo en el ejercicio de los derechos.

    A la reconfiguración interna se suma la situación de desorden e incertidumbre global. Se observan transformaciones de grandes proporciones y rupturas que apuntan hacia el debilitamiento del orden liberal mundial y la tensa fragmentación de los centros de poder: la creciente competencia geopolítica, económica y tecnológica entre Estados Unidos y China; la marejada nacionalista, antiglobalizadora e iliberal en Estados Unidos, con el fenómeno Trump, y en Europa con el Brexit, más los triunfos electorales de la extrema derecha; la inoperancia de las instituciones multilaterales para gestionar los problemas globales más apremiantes vinculados a la incertidumbre económica, el cambio climático, los flujos migratorios, las crisis humanitarias y la cuarta revolución tecnológica.

    En este contexto de recomposición interna y global, la capacidad de proyección externa de América Latina se ha debilitado. La región está saliendo de un ciclo de dinamismo diplomático casi generalizado y de corte eminentemente presidencial para entrar a una etapa distinta de fragmentación y repliegue. En los tres primeros lustros del siglo XXI, el despliegue de políticas exteriores activas re-dibujó el mapa de la integración regional con la creación de mecanismos tan variados como ALBA, Unasur, CELAC y la Alianza del Pacífico, que proyectaron la pluralidad político-ideológica de las coaliciones en el poder y de sus respectivos modelos económicos. Hoy hay signos inequívocos de cambio de rumbo, en direcciones opuestas, en las estrategias diplomáticas de los países más grandes de la región, Brasil y México. Hay síntomas claros de un estancamiento del regionalismo latinoamericano en casi todas sus variantes que obstaculiza la articulación de respuestas concertadas frente a situaciones humanitarias tan apremiantes como las generadas por la crisis venezolana y la escalada de migrantes y refugiados.

    El libro consta de dos partes estrechamente relacionadas: la primera trata de los retos de la gobernanza democrática en varios países de la región, mientras que la segunda alude más directamente a las dificultades de encontrar soluciones regionales a los conflictos nacionales de mayor trascendencia. Como lo podrá apreciar el lector en el capítulo final del libro, ambos temas se alimentan el uno del otro.

    El análisis de los casos nacionales inicia con la presentación de un caso atípico: el de Argentina. Juan Manuel Abal Medina nos explica por qué, a pesar de la existencia de una severa crisis económica, la transmisión de poderes entre el gobierno del presidente saliente Macri y el presidente electo Fernández se efectuó de manera suave. La gravedad de la situación económica, la responsabilidad de los principales actores políticos y la lealtad a un sistema de partidos consolidado explican, en parte, la capacidad de las instituciones para procesar la competencia política. De todas maneras, la posibilidad de polarización política sigue estando presente, sobre todo cuando se toma en consideración la diversidad de la nueva coalición dominante, la existencia de sectores radicalizados en la oposición, así como el delicado expediente de la judicialización de la vida pública durante el gobierno anterior.

    La situación poselectoral en Bolivia es el objeto del capítulo siguiente, a cargo de María Teresa Zegada. Los resultados de las elecciones presidenciales del 20 de octubre de 2020 dieron lugar a protestas sociales violentas que reflejaron el alto grado de polarización de la sociedad boliviana. La anulación de las elecciones, la renuncia y salida del país del presidente Morales, el nombramiento de un gobierno interino y el anuncio de nuevas elecciones se dieron en un contexto que reflejó la debilidad de las instituciones políticas y el descalabro de un frágil sistema de partidos. Zegada recupera el concepto de crisis desarrollado por René Zavaleta para explicar una situación cuyos antecedentes venían desde tiempo atrás y plantea los retos a los cuales se enfrenta la consolidación de la democracia en su país.

    Brasil es uno de los casos en que las elecciones permitieron el ascenso al poder de un candidato cuyo discurso se apoyó en el rechazo a la clase política establecida y a las políticas económicas de los gobiernos electos desde mediados de la última década del siglo XX. La elección de Jair Bolsonaro constituyó en gran medida un repudio a las instituciones y arreglos políticos que habían permitido la consolidación de un régimen democrático en Brasil. Rachel Meneguello examina los factores que llevaron a un retroceso en ese tema en dicho país. Desde luego, intervienen aquí factores asociados a una crisis en el campo de la representación política, de la gestión de los conflictos y del funcionamiento de las instituciones democráticas. Pero también están presentes elementos propios de los valores de la cultura política. Curiosamente, dos décadas de gobierno socialdemócrata con progreso económico y social, y acceso a derechos y beneficios para amplios sectores de la población no bastaron para consolidar las bases cognitivas de la democracia. En el caso brasileño, se reafirma la paradoja de que los mismos procedimientos del régimen democrático permitieron el ascenso de un gobernante populista de derecha que los descalifica y busca su legitimación en un discurso de exclusión y polarización social.

    Colombia experimentó durante noviembre de 2019 su primavera latinoamericana con manifestaciones callejeras y llamados a paros nacionales. Entre las demandas de los manifestantes estaba el rechazo a las políticas de austeridad del presidente Duque, pero también reclamos relacionados con la aplicación de los acuerdos de paz, la violación de derechos humanos, la reducción de las desigualdades sociales y la protección del medio ambiente. Felipe Botero explora las causas de esta inconformidad ciudadana con base en los resultados de las encuestas del Barómetro de las Américas y encuentra resultados similares a los que analizó Rachel Meneguello en el caso de Brasil. Los colombianos no están convencidos de que la democracia es la mejor forma de gobierno, están insatisfechos con el funcionamiento del régimen democrático, tienen un bajo nivel de confianza en las instituciones y, de manera general, no expresan mucho interés en la política. De ahí, probablemente, sea posible encontrar una explicación al hecho de que la primavera colombiana parece haber sido una primavera cero.

    Las protestas callejeras que tuvieron lugar en el Ecuador en octubre de 2019 a raíz del anuncio de un incremento del precio de los combustibles y de otras medidas económicas del gobierno del presidente Lenin Moreno atrajeron la atención internacional por su intensidad inicial, la diversidad de las demandas enarboladas por las organizaciones participantes, la aparente debilidad del gobierno, pero también su rápida extinción. Simón Pachano analiza detalladamente estos acontecimientos, desde las características propias de la movilización social y las organizaciones participantes, hasta la evolución reciente del sistema político ecuatoriano. Para él, los acontecimientos de octubre de 2019 en este país pueden analizarse como una doble crisis de gobernabilidad y de gobernanza. Y, curiosamente, un gobierno débil pudo mantenerse no tanto por su propia capacidad, sino por el comportamiento activo o pasivo de otros actores políticos, como las organizaciones indígenas, los militares, el Poder Legislativo y las corrientes políticas asociadas al expresidente Correa.

    El caso mexicano sirve un poco de contrapunto a las coyunturas en las cuales el descontento y la insatisfacción dieron lugar a movilizaciones populares que desbordaron los canales institucionales democráticos. Jean-François Prud’homme analiza cómo el rechazo de la población hacia la clase política postransición y los gobiernos de la alternancia se expresó por la vía electoral en 2018, dando una mayoría legislativa al presidente López Obrador y a su partido, Morena, lo que en sí da fe de la solidez de las instituciones democráticas en el país. La existencia de amplias prácticas de corrupción entre las autoridades públicas, la incapacidad de controlar la violencia frecuentemente asociada a las actividades del narcotráfico y la persistencia de desigualdades sociales y económicas explican esa rebelión electoral que, entre otras cosas, puso fin al sistema tripartidista que se había consolidado durante la transición mexicana. Sin embargo, el análisis de casi dos años de gobierno del nuevo presidente pone en evidencia el uso sistemático de una retórica de polarización social, así como dificultades con la aceptación del sistema republicano de pesos y contrapesos institucionales que fueron creados a duras penas durante las últimas décadas.

    La situación en Perú evidencia también algunos elementos que están en la fuente del descontento expresado por el electorado mexicano en 2018. El tema de la corrupción ha dominado la vida pública nacional en años recientes, a tal punto que los cinco últimos presidentes han sido acusados por delitos de corrupción. De la misma manera, empiezan a emerger señales de resquebrajamiento del consenso neoliberal en materia de política económica, consenso que había asegurado una tasa sostenida de crecimiento. La paradoja peruana reside en que parecía haber una desconexión entre el vibrante campo de la actividad económica y el mundo de la política con sus instituciones frágiles y disfuncionales, así como sus partidos políticos volátiles y poco institucionalizados. El episodio de las tensiones entre el presidente Vizcarra y el Poder Legislativo en el primer semestre de 2019 y la posterior disolución del Congreso por el Poder Ejecutivo parecía constituir la culminación de la disfuncionalidad de las instituciones democráticas, pero había más por venir. Como bien lo escribe Martín Tanaka, en el fondo, asistimos a un cambio de época. Todo ello parece marcar el derrumbe del posfujimorismo (2001-2006), sin que haya claridad en cuanto a lo que depara el futuro del sistema político peruano.

    Cerramos nuestra revisión sobre el estado de la gobernanza democrática en países latinoamericanos con un análisis de la situación en Venezuela. Desde luego, no se trata de un problema nuevo que se haya manifestado de manera sorpresiva en 2019. Sin embargo, durante los primeros meses de ese año, se creó una coyuntura peculiar que volvió a colocar en el centro de las agendas doméstica, regional e internacional la cuestión de la democracia en ese país. A raíz del resultado de las elecciones presidenciales de mayo de 2018, ganadas por Nicolás Maduro en medio de denuncias de múltiples irregularidades, la Asamblea Nacional dominada por la oposición nombró a su presidente, Juan Guaidó, como presidente de un gobierno de transición. Semanas antes, al tomar posesión de su cargo para otro periodo, Maduro había sido declarado ilegítimo por la Organización de los Estados Americanos (OEA). Esta dualidad en la ocupación del máximo cargo de autoridad tuvo repercusiones tanto domésticas como internacionales. Por un lado, se reavivó la dinámica de protesta de las fuerzas de oposición en contra de Maduro, así como las contramanifestaciones del oficialismo y, por otro lado, la comunidad internacional se dividió en torno al reconocimiento del presidente legítimo.

    En un análisis riguroso de esta coyuntura, Carlos A. Romero da cuenta de la complejidad de la situación. Nos habla de un régimen situado en un punto intermedio entre un modelo de partido autoritario de partido único y un autoritarismo militar, directo e indirecto. Sobre todo, trata de explicar por qué y cómo en un contexto de crisis económica y humanitaria, en una dinámica de fuerte polarización social, de pérdida de apoyo popular para el régimen y de creciente rechazo internacional, no se dio y no se da un cambio de régimen en Venezuela. Sus conclusiones son peculiarmente interesantes para los lectores interesados en el estudio de las condiciones que propician el cambio democrático.

    Por sus repercusiones continentales e internacionales, el capítulo que trata el caso venezolano constituye una transición natural hacia la segunda parte del libro orientada al análisis de la política exterior y del regionalismo. En efecto, primero, permite reflexionar sobre la relación entre la orientación de las políticas doméstica y exterior de los países de la región, e incluso fuera de ella. Segundo, es un caso ejemplar para estudiar la dinámica y la evolución de las organizaciones regionales y hemisféricas en las últimas dos décadas, tanto en su ascenso y declive como en su dificultad para resolver conflictos regionales.

    El tema de la cooperación regional, o más bien, de la dificultad de la cooperación regional por el déficit de liderazgos constructivos y efectivos de parte de los dos países grandes de América Latina está en el centro del capítulo de Guadalupe González, sobre los vaivenes de la política exterior del gobierno de Andrés Manuel López Obrador hacia la región. El caso de la nueva diplomacia lopezobradorista de retorno a la no intervención ha significado un momento introspectivo y de repliegue en el nivel de actividad y visibilidad de México en la región que, en contrapunto con los efectos disruptivos de la política exterior brasileña con Bolsonaro, tiene un cariz cooperativo, aunque de atención intermitente y selectiva, que se ve acotada principalmente al espacio centroamericano y a la búsqueda de equilibrios mínimos frente a las turbulencias políticas y sociales que han fracturado los espacios del regionalismo en su doble dimensión interamericana y latinoamericana. Identifica y contrasta las dos facetas y contradicciones de esta diplomacia de mínimos: la cara no injerencista frente a la crisis venezolana y la cara de solidaridad de izquierda frente a la crisis boliviana. En ambos casos, la diplomacia mexicana no aspira ni alcanza a cubrir los vacíos de liderazgo y termina por quedar entrampada, al igual que el resto de los actores regionales y extrarregionales, en la trama de la fragmentación latinoamericana.

    El capítulo de Mónica Hirst y Tadeu Morato sobre la política exterior de Brasil en tiempos del gobierno de Bolsonaro ilustra muy bien cómo un cambio radical en la orientación de la política doméstica tiene consecuencias drásticas sobre la política exterior. El argumento central de los autores es que se trata de una política exterior destructiva, que responde a un conjunto de elementos que combinan proactivismo personalizado, influencia intelectual ideologizada y alianzas externas con gobiernos de la extrema derecha internacional. En su núcleo político ideológico, esta política exterior rechaza los principios de la diplomacia de las décadas previas y promueve un autoaislamiento voluntario, que se expresa por una renuencia a participar en mecanismos de gobernanza democrática global. Por lo tanto, tampoco hay lugar para la integración de iniciativas regionales latinoamericanas. En materia de política económica, se promueve un modelo liberal conservador de corte antiestatal que, entre otras cosas, favorece los agronegocios en detrimento del desarrollo sustentable. Y finalmente, las políticas de seguridad y defensa reflejan la creciente militarización de Brasil con una presencia, siempre mayor, de militares en el gobierno. Aquí, la cooperación regional no está tampoco en el orden del día.

    Si bien son el reflejo de contextos distintos, las situaciones creadas por las elecciones presidenciales de mayo de 2018 en Venezuela y noviembre de 2019 en Bolivia ilustran muy bien las dificultades de los organismos regionales, formales o ad hoc, para contribuir a la resolución de los conflictos. Esas dificultades aparecen en toda su complejidad en el caso venezolano, en el cual se entrelazan factores de política interna y exterior de Venezuela y de los demás países de la región. Sandra Borda et al. abordan la pregunta de por qué, a pesar de tanto interés y tanta voluntad internacional de contribuir a una resolución pronta de la crisis venezolana, los resultados no han sido efectivos. En su ensayo logran identificar muy bien los procesos de desinstitucionalización de las organizaciones regionales y las laberínticas interacciones entre las políticas exteriores y los intereses de actores relevantes, en particular Colombia y Estados Unidos, como dos de los principales factores que han contribuido a minar los esfuerzos por encontrar una salida a la grave situación venezolana. Por su parte, Gustavo Fernández trata el caso boliviano ubicándolo en el contexto más amplio de los cambios en la inserción internacional del país en la economía mundial y la llamada ola rosa de gobiernos progresistas que apuntalaron el ascenso de Evo Morales. Detalla cómo la dinámica política interna en torno a la reelección del líder del Movimiento al Socialismo (MAS) se entrelazó con la actuación de la OEA para ahondar la crisis política en el país. Finalmente, desde otra perspectiva, Élodie Brun muestra cómo la incapacidad de las organizaciones regionales formales y ad hoc para encontrar vías de solución al problema de la gobernanza democrática en Venezuela ha favorecido la propagación de ondas expansivas y la globalización del conflicto. Desde su perspectiva, en todo momento prevalecieron las respuestas cortoplacistas y unilaterales de los países de la región, generando un efecto de gran desbandada en los espacios multilaterales.

    Como lo expresamos al inicio de esta introducción, no basta con una larga enumeración de casos nacionales que frecuentemente responden a contextos históricos peculiares o situaciones de conflictos no resueltos para dar una explicación de carácter más general a una serie de acontecimientos que revelan dificultades en cuanto a la gobernanza democrática y la acción colectiva regional en América Latina.

    En el capítulo de cierre de este libro, Juan Olmeda hace un ejercicio de interpretación general del fenómeno que nos interesa. Para ello, recurre al concepto de crisis, recordándonos su etimología, es decir, una situación de agravamiento de síntomas que ya estaban presentes. En contraste con las condiciones imperantes en la región hace una década, donde observábamos una relativa estabilidad política, crecimiento económico y una leve disminución de los niveles de desigualdad y pobreza, el cierre de la segunda década del siglo XXI la región nos muestra una acentuación de la desigualdad y de la pobreza, el descrédito de las clases políticas tradicionales, la mayor visibilidad de la violencia con su correlato de impunidad, así como la erosión de las iniciativas de unidad subcontinentales, aunque parciales. De manera puntual, Olmeda nos ofrece pistas de reflexión para entender las causas de los problemas de representación política, de creciente polarización social, de concentración del poder, de debilitamiento de los partidos y sistemas de partidos y, desde luego, de los esfuerzos de colaboración regional.

    En su epílogo, Olmeda trata también el caso chileno que, por razones que llamaremos de orden logístico editorial, no aparece como capítulo propio en la versión impresa de nuestra reflexión sobre la gobernanza democrática en la región. Desde luego, el estallido social chileno que se extendió de octubre de 2019 hasta abril de 2020 llamó poderosamente la atención acerca del profundo malestar en el subcontinente. Con sus altas tasas de crecimiento económico y la estabilidad de los gobiernos posteriores al régimen militar, Chile aparecía como un modelo de transición democrática exitoso. Las protestas del otoño de 2019, encendidas inicialmente por un alza en el costo del transporte público en Santiago, revelaron la profundidad de la insatisfacción ciudadana con el modelo económico imperante que trae aparejadas una marcada desigualdad social y una gran carestía en el costo de los servicios públicos y privados, así como un rechazo a los arreglos político-institucionales que durante tres décadas aseguraron la estabilidad del régimen. La mayoría de las causas y síntomas observados en otras coyunturas nacionales aparecen concentradas en el caso chileno.

    Finalmente, menos de un mes después de nuestra reunión en la Ciudad de México, el mundo entero tuvo que enfrentarse a la pandemia causada por la COVID-19. Las políticas adoptadas por los gobiernos latinoamericanos para hacer frente a esta situación inesperada variaron enormemente tanto en sus dimensiones sanitarias como en las socioeconómicas. Sin embargo, muchos de los elementos de diagnóstico que aparecen en nuestros análisis nacionales y regionales se ven reflejados en las respuestas que se dieron a la pandemia: el peso de las desigualdades socioeconómicas, de la informalidad laboral, de la limitada capacidad estatal, de los sistemas precarios de salud, de la polarización política y de la dificultad de acciones colectivas regionales. Si bien muchos de los capítulos hacen alusión al tema, le debemos todavía al lector un estudio comparado riguroso de la relación entre gobernanza democrática y pandemia. Será para otra ocasión.

    Los coordinadores queremos agradecer a Eder de Jesús Perea Casanova por su invaluable apoyo en la lectura de los textos de la presente obra colectiva.

    1. ARGENTINA: LA SORPRENDENTE ESTABILIDAD POLÍTICA EN MEDIO DE LA CRISIS ECONÓMICA, EL DRAMA SOCIAL Y LA PANDEMIA¹

    Juan Manuel Abal Medina

    Universidad de Buenos Aires-Conicet

    Introducción, Argentina en una región políticamente inestable

    En los países latinoamericanos los ciclos políticos y los económicos tendían a acompasarse. Así, cuando existía inestabilidad en la institucionalidad política era habitual encontrar también esa falta de estabilidad en los patrones económicos y, del mismo modo, cuando la estabilidad imperaba en la política era frecuente hallarla también en la economía. Si las décadas de los setenta y ochenta muestran a las naciones de nuestra región inmersas en procesos de alta inestabilidad en lo político y lo económico, las dos décadas siguientes parecen expresar una estabilización de ambas dimensiones, más allá de algunos casos.²

    Por el contrario, en los últimos años, varios de los principales países latinoamericanos presentan una fuerte inestabilidad política acompañada de una relativamente alta estabilidad económica. El caso más notable es el de Brasil, el país más grande de la región, que después de veinte años de estabilidad política sufrió el golpe parlamentario³ que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff en 2016 y experimentó unas elecciones sorprendentes (Amaral, 2020) en las que al candidato favorito en los sondeos, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, se le impidió participar por una resolución judicial de un magistrado que pasaría a ocupar un relevante cargo en el gabinete de quien resultara ganador,⁴ Jair Bolsonaro, cuyo partido era muy minoritario antes de esa elección (Meneguello, 2020).

    Con mucho menos dramatismo y sin ninguna ruptura institucional, en México, las últimas elecciones presidenciales y legislativas de 2018 significaron el final de un sistema partidario tripartidista, considerado hasta entonces por la literatura especializada como uno de los casos de creciente institucionalización en la región (Mainwaring, 2018) cuando un partido de reciente creación, Morena, no sólo obtuvo la victoria en la elección presidencial sino también la mayoría en ambas cámaras del Poder Legislativo. De esta manera Andrés Manuel López Obrador es el primer presidente de un gobierno unificado en México desde 1994 (Prud’homme, 2020). Los resultados de esta elección, que generaron un tsunami en la distribución del poder (Garrido y Freidenberg, 2020, 22) muestran con claridad un caso de lo que la ciencia política entiende por colapso de un sistema partidario (Dietz y Myers, 2007).

    Bolivia y Chile fueron, durante los últimos años, considerados entre los casos más estables política y económicamente (Oppliger y Guzmán, 2012; Molina, 2016). Es más, ambos funcionaron casi como modelos para los partidarios de las dos puntas del espectro ideológico regional, del centro a la derecha se alababa unánimemente al modelo chileno y lo mismo ocurría del centro hacia la izquierda con Bolivia. Sin embargo, la crisis política que condujo a que un golpe de Estado⁵ sacara de su cargo al presidente Evo Morales y lo obligara a exiliarse del país (Mayorga, 2020) y las profundas movilizaciones que llevaron al presidente Sebastián Piñera a convocar a una asamblea constituyente (Suárez Cao, 2020), desarmaron esa estabilidad política sin que ninguna transformación económica significativa pudiera explicarla.

    Fuertes crisis políticas y movilizaciones sociales también tuvieron lugar en Ecuador (Unda, 2020) y Colombia, sólo suspendidas por las políticas de cuarentena y distanciamiento social impuestas por la pandemia de COVID-19. Nuevamente, como en los cuatro casos antes mencionados, no había ocurrido en estas dos naciones andinas ninguna transformación significativa en términos económicos.

    El exponente más claro de esta dualidad entre una política en crisis y una economía que no muestra grandes cambios lo constituye Perú, que acompaña más de 20 años de crecimiento ininterrumpido de su economía, cuadruplicando su producto interno bruto (PIB), (Banco Mundial, 2020a), con cuatro presidentes presos por corrupción (incluso uno que se suicidó antes de ir a la cárcel) y el cierre presidencial de la Asamblea en esos mismos años. Como lo señala Tanaka (2020, 222), el caso peruano llama la atención por la paradójica coexistencia entre, de un lado, serios e irresueltos problemas de representación política […] y, del otro, una notable continuidad en las orientaciones políticas y de política pública de los últimos cuatro gobiernos, estabilidad inédita en su historia contemporánea, que ha permitido un crecimiento económico y una reducción de la pobreza significativa.

    En este contexto regional la situación argentina parece ir en el camino inverso y presenta una situación paradójica, con un escenario económico y social sumamente inestable y negativo, mucho más inestable que el de la mayoría de los países de la región y con una escena político-institucional que se ha ido encauzando de una manera llamativamente positiva y estable, en especial después de que la fuerte derrota del presidente Mauricio Macri en las elecciones primarias del 11 agosto de 2019 pusiera en duda incluso su capacidad para concluir el mandato.

    La situación socioeconómica argentina

    El escenario socioeconómico argentino es realmente complejo. El país se encuentra hoy con la economía estancada, con una caída del PIB en estos últimos cuatro años de 4.8 % en términos absolutos, aun antes de la aparición de la COVID-19. Sólo en el año pasado, la economía se contrajo 2.5% (Instituto Nacional de Estadística y Censos, INDEC, 2019a). Después de una leve recuperación en 2017, todos los indicadores de la actividad económica (industria, consumo, inversión, etcétera) muestran una caída ininterrumpida hasta la fecha, obviamente acelerada por el impacto de la pandemia. Un dato que ilustra con claridad esta situación es que, en febrero de 2020, último mes anterior a las políticas de cuarentena y distanciamiento social, el estimador mensual de la actividad económica (EMAE) alcanzó su nivel más bajo desde 2010 (Círculo de Estudios Latinoamericanos, Cesla, 2020).

    A esta situación se suma una profunda crisis de la deuda. El país tiene que enfrentar este año pagos del orden de 69 709 millones de dólares, lo que representa más del 7% del PIB, y no está en condiciones de afrontarlos (Secretaría de Finanzas, SF, 2019). Asimismo, la deuda total, que alcanza el 91.6% del PIB (SF, 2019) fue adquirida en su mayor parte en los últimos cuatro años y con plazos muy cortos de repago, lo que pone al país objetivamente en una situación de default. Un default es siempre un hecho traumático, pero lo es mucho más cuando se viene de sufrir varios en las últimas décadas, como es el caso de la Argentina, y especialmente el de 2002, que fue el más grande de la historia mundial y que tuvo dramáticas consecuencias que se dejan sentir hasta nuestros días.

    Para sumar más datos al diagnóstico, la inflación alcanzó en 2019 su récord absoluto en 30 años, con un 52.9% (INDEC, 2020). La devaluación de la moneda acompañó estos indicadores pasando el valor del dólar de aproximadamente 9 pesos, a fines de 2015, a 70 pesos en la actualidad, según el precio oficial. La divisa estadounidense dólar que los argentinos podemos comprar sólo en un máximo de 200 dólares por mes (y tras superar varios controles), es decir, el llamado dólar solidario, alcanza los 93 pesos, y el dólar libre, o blue, como se le llama en el país, los 120 pesos. En síntesis, fuerte reducción de la economía en todos los sectores, una deuda prácticamente impagable, déficit presupuestal e inflación récord.

    Como es de prever, los indicadores sociales acompañan estos resultados económicos, e incluso se agravan por una fuerte y creciente desigualdad. La pobreza alcanzó a fines del año pasado a 40.8% de la población (Observatorio de la Deuda Social, ODS, 2019). La indigencia, es decir, el sector de los argentinos que no alcanzaban a tener los ingresos necesarios para garantizar su alimentación mínima, llegó a 8.9% (ODS, 2019), y esto a pesar de que el gasto en prestaciones sociales sigue siendo muy alto (48.6% del presupuesto y 10.7% del PIB) y de que 13 millones de personas (el 28.8% de la población) recibía una ayuda directa del Estado aun antes del inicio de la pandemia (Oficina de Presupuesto del Congreso, OPC, 2020). La tasa de desempleo superó por primera vez en mucho tiempo el 10% de la población económicamente activa, PEA(INDEC, 2019b), acompañando el cotidiano cierre de empresas. Por su parte, el empleo precario no ha parado de incrementarse; los indicadores sanitarios van empeorando velozmente; la desnutrición infantil volvió a ser noticia y enfermedades que se creían erradicadas o controladas proliferan en el país. Obviamente, todos estos indicadores sociales han empeorado como consecuencia de las políticas de distanciamiento social y cuarentena impuestas debido la pandemia. En resumen, la situación socioeconómica que presenta hoy la Argentina es extremadamente delicada, con un pronunciado empeoramiento reciente, y tiene poco que ver con la que se vivía pocos años atrás.

    La situación política argentina

    Como contracara de lo anterior y contra todo lo que podía esperarse entonces, el escenario político institucional desde principios del año pasado ha mostrado una evolución notablemente positiva y estable.

    A fines de 2017 se habían sucedido multitudinarias y violentas manifestaciones que fueron salvajemente reprimidas por las fuerzas de seguridad. Con el programa de ajuste negociado por el gobierno con el FMI meses después, todo hacía suponer que la movilización social iba a incrementarse, en especial con un escenario político de una fuerte polarización. La principal fuerza opositora, el peronismo encolumnado detrás del liderazgo de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, sentía que el gobierno estaba intentando proscribirla encarcelando a sus principales dirigentes,⁶ y el oficialismo del entonces presidente Mauricio Macri pensaba que la oposición estaba radicalizando las protestas sociales para derribarlo.⁷

    Aun con el escenario socioeconómico que antes describimos, el proceso electoral de 2019 transcurrió en un marco de tranquilidad casi absoluto, sin un solo episodio de violencia o fraude electoral. Incluso cuando los resultados de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO, en adelante) del 11 de agosto fueron catastróficos para el presidente Macri, debido a que lo que esperaba fuera una elección pareja y terminó dándole la derrota por 20 puntos. En diciembre, la transición entre ambos presidentes mostró una normalidad absolutamente anormal para los parámetros argentinos.

    Asimismo, en cuanto a la estabilidad electoral los resultados son claros. Como puede observarse en la gráfica 1.1, las dos coaliciones partidarias que protagonizaron las elecciones presidenciales de 2015 y 2019 se mantuvieron estables tanto en términos de sus partidos componentes como en el porcentaje de votos que obtuvieron en ambos procesos electorales. Por un lado, el Frente de Todos (FdT), expresión electoral del peronismo que incluyó a todos los partidos que fueron miembros del Frente para la Victoria (FPV), y algunos de los que eran parte de la coalición Unidos por una Nueva Alternativa (UNA) en 2015⁸ y, por el otro, la alianza Juntos por el Cambio (JxC) que sólo modificó su nombre, ya que fue formada por los mismos partidos no peronistas que se presentaron como Cambiemos en 2015.⁹

    Gráfica 1.1 / Resultados de las elecciones presidenciales 2015-2019

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    Fuente: elaboración propia con base en datos de la Dirección Nacional Electoral.¹⁰

    La medición de la volatilidad electoral refuerza esta lectura ya que fue, como muestra la gráfica 1.2, la menor de toda la historia argentina desde el restablecimiento de la democracia en 1983. Por su parte, el número efectivo de partidos, NEP, en elecciones presidenciales alcanzó en 2019 uno de sus mínimos históricos, como puede apreciarse en la gráfica 1.3 (Degiustti y Scherlis, 2020).¹¹

    Gráfica 1.2 / Volatilidad electoral (elecciones presidenciales)

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    Fuente: Degiustti y Scherlis, 2020.

    Gráfica 1.3 / Número efectivo de partidos (elecciones presidenciales)

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    Fuente: Degiustti y Scherlis, 2020.

    Estos datos que muestran la alta estabilidad político electoral se vuelven incluso más llamativos cuando se los compara con lo que ha ocurrido en otros países de la región, como sosteníamos en la introducción. En Brasil y México especialmente, los resultados de las últimas elecciones presidenciales significaron una ruptura absoluta con lo que había ocurrido en los comicios inmediatamente anteriores.

    A su vez, en el primer mes de este año, el Congreso Nacional sancionó la Ley de Sostenibilidad de la deuda externa que le da amplias capacidades al Poder Ejecutivo para iniciar la renegociación de la deuda. La aprobación contó con el apoyo de la inmensa mayoría de las fuerzas hoy opositoras e incluso se aprobó en la Cámara de Senadores por unanimidad.

    El inicio de la pandemia del coronavirus encontró a la dirigencia política actuando con enorme responsabilidad y generando amplios consensos. Desde que el país resolvió entrar en una etapa de cuarentena total el 20 de marzo, comparativamente mucho antes que casi todos los países de la región, lo hizo de una manera consensuada y coordinada entre el presidente Fernández y el conjunto de los gobernadores, incluyendo a los opositores. Más aún, los sucesivos anuncios de prolongación de la cuarentena se hicieron mediante una imagen que mostraba el consenso alcanzado con un Fernández que aparece acompañado por un lado de Horacio Rodríguez Larreta, jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y principal figura de la oposición y, por el otro, por Axel Kicillof, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, el mandatario más cercano a Cristina Fernández de Kirchner.

    No resulta sencillo entender qué fue lo que ocurrió, más aún porque esta evolución institucional no estuvo acompañada de una merma en la polarización política radical de la sociedad, lo que en el país se conoce popularmente como la grieta.

    Hoy, por un lado, parte de los sectores mayoritarios de la oposición continúan considerando a la actual vicepresidenta Fernández de Kirchner una ladrona y asesina que sólo busca impunidad para sus crímenes (Majul, 2020; Tensión política..., 2020), y que en el plano internacional está cercana a Maduro y a la teocracia iraní y, por el otro, gran parte del oficialismo considera a los actuales opositores como delincuentes neoliberales que endeudaron brutalmente al país sólo para robarse en beneficio propio esos dólares mediante la fuga de capitales (Verbitsky, 2020) y que en la política internacional son serviles a los intereses del Imperio. No estamos exagerando, estos conceptos fueron sostenidos por varios de los periodistas más importantes cercanos a los sectores más duros de la oposición y el oficialismo, e incluso por varios legisladores en los medios de comunicación y en las mismas sesiones parlamentarias donde se debatió y aprobó la Ley antes mencionada (Serra, 2020), y se siguen repitiendo en las otras sesiones que han tenido lugar durante la pandemia.

    Este fuerte cambio en lo institucional parece obedecer centralmente a dos factores. Uno de tipo estructural, el rol estabilizador que históricamente desempeñó el peronismo, y otro más coyuntural, la decisión tomada por la entonces principal fuerza opositora de presentar como candidato presidencial a un dirigente considerado moderado, cuya candidatura sorprendió a todos en el país. A estos dos elementos, que explican lo ocurrido antes de la pandemia, debemos agregarle un tercero que comenzó a operar cuando se visualizaron los riesgos que implicaba el coronavirus, que quizás obedezca a una tendencia que ya tiene sus años pero que hasta ahora no ha sido percibida claramente por la mayoría de los especialistas.

    El peronismo

    De los últimos 36 años que se iniciaron con el restablecimiento de la democracia en la Argentina, el peronismo gobernó 24 y medio, es decir, casi 70% del tiempo (Abal Medina, 2019) ganando seis de las nueve elecciones presidenciales¹² que tuvieron lugar desde 1983.¹³ A esta predominancia en el plano nacional hay que agregar la fortaleza del peronismo en el nivel subnacional, lo que le ha permitido históricamente ocupar la mayoría de las gobernaciones (Degiustti y Scherlis, 2020) y, debido a la particular naturaleza del sistema electoral argentino (Calvo y Abal Medina, 2001), tener una clara ventaja en la integración del Poder Legislativo nacional, especialmente en la Cámara de Senadores, donde siempre ha sido o bien mayoría o, al menos, primera minoría.¹⁴

    A esta predominancia cuantitativa hay que agregar que fue durante los años de gobiernos peronistas cuando tuvieron lugar los únicos dos ciclos de crecimiento económico que vivió el país, 1991-1997 y 2003-2011 (Abal Medina, 2018). A su vez, como puede observarse en la gráfica 1.4, estos periodos de crecimiento se iniciaron con la salida de las dos crisis sociales y económicas más profundas, la hiperinflación de 1989 y la caída del régimen de la convertibilidad en 2001, ocurridas ambas en gobiernos no peronistas.

    De esta manera, la memoria histórica de buena parte de los argentinos asocia estabilidad y capacidad para afrontar y superar las crisis con los gobiernos peronistas (Abal Medina, 2020b, 150).

    A su vez, los sectores más vulnerables vinculan al partido fundado por Juan Domingo Perón con los momentos en que disfrutaron de mejores condiciones de vida. En un trabajo reciente (Degiustti y Scherlis, 2020) se demuestra la evidente relación entre clases sociales y simpatía política en la Argentina. Así, los autores presentan los datos para las elecciones presidenciales de 2015 y 2019 de los 525 departamentos correspondientes a los 24 distritos del país, donde se demuestra una fuerte correlación positiva y significativa entre mayor índice de necesidades básicas insatisfechas (NBI) y voto al peronismo. A la inversa, hay una fuerte correlación negativa y significativa entre mayor NBI y voto a las opciones no peronistas. Estos datos agregados se ven corroborados por una encuesta realizada para la misma investigación.

    Gráfica 1.4 / Variación del PIB argentino entre 1983 y 2019

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    Fuente: elaboración propia a partir de datos del Banco Mundial (2020b).

    Ambas cuestiones ayudan a entender cómo en un momento socioeconómico tan complicado, una parte importante de los argentinos decidió esperar con calma el proceso electoral participando de él y canalizando ahí sus demandas. A modo ilustrativo, basta mencionar que, durante 2019, el año en que el PIB cayó casi tres puntos y la pobreza alcanzó a un 40% de la población, en la ciudad de Buenos Aires, los tradicionales cortes de calle (piquetes) que realizan para protestar y reclamar las organizaciones sociales se redujeron a la mitad (Ocho años..., 2020).

    A estas cuestiones estrictamente políticas debemos añadir que, en el plano social, la inmensa mayoría de los dirigentes de las organizaciones sindicales y la mayoría de los participantes de los movimientos sociales se identifican con el peronismo. Probablemente la esperanza de que éste volviera a gobernar el país en 2019 debe haber incentivado a moderar o posponer las protestas, en espera de un gobierno más cercano en el corto plazo.

    Sean estas las causas o no, lo cierto es que los actores y las instituciones políticas argentinas pudieron, durante ese difícil momento, canalizar y procesar las demandas sociales con bastante más éxito que varios de sus vecinos, sin desborde social, sin ruptura institucional e incluso sin el surgimiento de nuevos actores partidarios.

    El acontecimiento

    Esta explicación basada en la estructura del sistema político argentino estaría incompleta si no agregamos una más coyuntural: la decisión que tomó Fernández de Kirchner a principios de mayo del año pasado de postularse a sí misma como candidata a vicepresidenta y colocar en la candidatura presidencial a Alberto Fernández, un dirigente peronista moderado que había sido un fuerte crítico de ella los últimos diez años. Esto significó una apuesta arriesgada: Alberto Fernández nunca había sido candidato a algún cargo relevante y ni siquiera figuraba en los sondeos de opinión, a pesar de haber ocupado durante varios años la jefatura de Gabinete de Ministros durante las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner (Quién es Alberto Fernández, 2020).

    Esta decisión impactó como un acontecimiento en el sentido de Alain Badiou (1999), es decir, algo que irrumpe en la realidad alterando la naturaleza misma del juego político de una manera que nadie podía prever pero que posteriormente es visto como esperable, lógico y hasta obvio.

    La fórmula Fernández-Fernández, como la denominó rápidamente la opinión pública, redefinió de manera inmediata el escenario político que se había construido durante los cuatro años previos y desarticuló instantáneamente la estrategia electoral de dividir al peronismo y polarizar contra el pasado (contra Fernández de Kirchner), que el oficialismo entendía como la única capaz de conseguir la reelección de un presidente con los pésimos resultados de gestión obtenidos anteriormente (Rosemberg, 2018).

    Pocas horas después del anuncio, los distintos dirigentes peronistas que habían ido alejándose de Fernández de Kirchner, como la mayoría de los gobernadores, intendentes y secretarios generales de los sindicatos, salieron a dar su apoyo a la nueva fórmula (Argento, 2019). Los días siguientes, referentes importantes del peronismo, que habían sido opositores a Fernández de Kirchner desde muchos años antes, hicieron lo mismo y, en el cierre de listas, la fórmula electoral del denominado Frente de Todos unificó a casi todo el peronismo. La participación de Sergio Massa en el nuevo frente —dirigente peronista que había encabezado en los comicios de 2015 un frente electoral por fuera del FPV, que ocupó el tercer lugar con más del 20% de los votos—, fue especialmente relevante.

    Así saltó por los aires el intento de una tercera vía, de un peronismo federal distanciado del que encabezaba Cristina Fernández, que pocos días antes se veía como un actor consolidado (Mugica Díaz, 2018; Dócimo, 2019). Paradójicamente, la estrategia de polarización extrema del gobierno de Macri se revirtió y polarizó a todos en su contra (Torino, 2019).

    De nada sirvieron las estrategias comunicativas del gobierno de presentar a Alberto Fernández como un títere de Fernández de Kirchner y mucho menos los intentos de mostrarlo como una especie de chavista disfrazado. Lo cierto es que el candidato presidencial había enfrentado en tres elecciones consecutivas a su candidata a vicepresidenta e, incluso, en una de ellas, con acuerdos con el macrismo. Las elecciones primarias de agosto, que son obligatorias en la Argentina, terminaron con la discusión

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