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El daño está hecho: Balance y políticas para la reconstrucción
El daño está hecho: Balance y políticas para la reconstrucción
El daño está hecho: Balance y políticas para la reconstrucción
Libro electrónico463 páginas6 horas

El daño está hecho: Balance y políticas para la reconstrucción

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A comienzos de 2023, en un foro sobre la concentración del poder público y el creciente autoritarismo que está experimentándose en México, el gran politólogo polaco Adam Przeworski hizo un diagnóstico contundente: por los graves riesgos a la convivencia política presente y futura, en México el daño ya está hecho. Extendiendo esa idea a otros ámbitos de la vida pública, en estas páginas se hace un balance, casi final, de la presente administración. A un lustro del triunfo electoral de López Obrador, una veintena de especialistas analizan los cambios de fondo y de forma que introdujo su régimen, evalúan las consecuencias de corto y mediano plazo, y proponen medidas para reforzar nuestra democracia y generar las condiciones que permitan atender los principales problemas de la nación. Para elevar el nivel de los debates que experimentaremos durante el proceso electoral en curso, los 16 artículos de este volumen documentan los efectos de las principales políticas impulsadas por el presidente de la República en materias tan diversas como el protagonismo de las Fuerzas Armadas o la migración, la pobreza o la corrupción, los modos patriarcales de convivencia o las amenazas que surgen del cambio climático, el estímulo al deporte o el acceso a la información, el desarrollo de ciencia y tecnología o la política laboral, para sopesar sus logros y, sobre todo, las repercusiones que tendrán. El propósito es desde luego ejercer la crítica pero también refrescar los términos de la discusión, cobrar conciencia del deterioro de la vida pública y, ahí donde el daño ya esté hecho, avanzar en la reconstrucción.

"Presentar una evaluación documentada, consistente y mantenida a lo largo del tiempo es importante antes de iniciar las campañas electorales de 2024. Se trata de proveer a la opinión pública, a la ciudadanía, a los votantes y a los propios actores políticos un piso racional y elementos ciertos para configurar una discusión provechosa y un voto informado." Ricardo Becerra, en el prólogo
IdiomaEspañol
EditorialGrano de Sal
Fecha de lanzamiento5 feb 2024
ISBN9786075986166
El daño está hecho: Balance y políticas para la reconstrucción

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    El daño está hecho - Antonio Azuela

    1. Defender y fortalecer la democracia, tarea estratégica y prioritaria

    José Woldenberg

    ¿RÉGIMEN HÍBRIDO?

    A inicios de 2022 se dio a conocer un informe de The Economist que degradaba la calificación de México en materia democrática. No resultaba sorprendente dada la práctica sostenida del actual gobierno, que de manera sistemática atenta contra principios, valores, normas e instituciones que soportan la democracia. No sorprendía, pero no dejaba de ser alarmante.

    The Economist realiza desde 2006 una medición del desarrollo de la democracia en el mundo. Ha presentado sus resultados y constata que hay una potente ola autocrática en diferentes regiones del planeta. Mal de muchos, consuelo de tontos. Y por primera vez en 15 años México pasó de ser considerado una democracia defectuosa a un régimen híbrido, es decir, que combina elementos democráticos y autoritarios, y que los segundos van incrementándose y los primeros descendiendo. En 2017 nuestra calificación fue de 6.41 y de manera consistente todos los años siguientes fuimos bajando hasta obtener en 2021 5.57. En ese estudio se evalúan los procesos electorales y el pluralismo, la cultura política, el funcionamiento del gobierno, las libertades civiles y la participación política. No se trata de una medición incontrovertible y mucho se puede discutir (la investigación contiene un robusto anexo sobre su metodología). Pero sin duda es un nuevo llamado de atención sobre lo que sucede en el país.

    Nos debatimos entre tendencias autoritarias y reservas democráticas. Y esa tensión marca el presente y marcará el futuro de México. Si no queremos desplomarnos al ominoso cajón de los autoritarios, estamos obligados a defender mucho de lo construido y contener las pulsiones auto-cráticas que hoy impulsa el gobierno.

    No somos un país autoritario (a secas) porque contamos con una Constitución democrática, una serie de leyes que modulan el poder de las instituciones estatales y una Corte que está obligada a hacer cumplir esos preceptos, y además tenemos un sistema pluripartidista, instituciones electorales, agrupaciones civiles, medios de comunicación y periodistas y un pluralismo vivo en la sociedad, que contienen las ansias autoritarias del gobierno actual.

    Pero tampoco podemos ufanarnos de ser por lo menos una democracia defectuosa cuando desde el Ejecutivo se desprecia la Constitución y la ley, y se actúa vulnerando derechos de los ciudadanos (los preocupantes episodios mañaneros del presidente contra periodistas, académicos y lideres de organizaciones civiles bastarían para asustar a cualquiera), existe una campaña gubernamental permanente contra el

    INE

    y otras instituciones autónomas, se ataca todos los días a medios y periodistas críticos, se multiplican los secuestros y asesinatos en los procesos electorales, el presidente amenaza a sus opositores y pretendió una reforma electoral regresiva, se le dan a las Fuerzas Armadas tareas que no les son propias y el titular del Ejecutivo actúa como si fuera un monarca absoluto. Todo ello y más erosiona la vida democrática y si no se le contiene podríamos transformarnos en un régimen autoritario.

    Por supuesto el futuro no está escrito. Pero el análisis de The Economist es un diagnóstico serio de una tendencia que está en curso y que debe ser frenada si es que aspiramos a que la diversidad política que modela al país tenga un espacio institucional propicio para su expresión y recreación. Imagino que la inmensa mayoría no queremos caer a la ominosa bolsa de los Estados autoritarios. No deseamos parecernos a los regímenes de Venezuela (2.11), Cuba (2.58) o Nicaragua (2.67), sino, ojalá, a Uruguay (8.85) y Costa Rica (8.07). La moneda está en el aire.

    TRES TERRENOS ESTRATÉGICOS

    Por lo menos en tres grandes planos la tensión se encuentra ante nuestros ojos. Son terrenos clave para hoy y para mañana, y en los tres es imprescindible tomar conciencia de lo que se juega y desplegar políticas capaces de robustecer nuestro incierto arreglo democrático. Me refiero a las elecciones, el reconocimiento del pluralismo y el carácter de los poderes constitucionales. No son todos los temas relevantes, pero son esenciales y de una u otra manera acabarán por modelar nuestro futuro político.

    No son las únicas dimensiones que deben ser atendidas. Habrá que empezar a diseñar una política de Estado capaz de frenar la espiral de violencia y destrucción que azota al país y que quizá sea el asunto más preocupante que afronta México. Volver a circunscribir a las Fuerzas Armadas en sus funciones originales, fortalecer el débil Estado de derecho o buscar que los votos se traduzcan en una representación más exacta en la Cámara de Diputados son temas que deberán ser enfrentados. Pero aquí sólo abordamos tres dimensiones en las que el país había avanzado en las últimas décadas y que, por desgracia, durante la presente administración están retrocediendo de manera peligrosa.

    ELECCIONES

    En el caso de las elecciones se produjo uno de los desencuentros más significativos. Desde el gobierno se intentó destruir mucho de lo construido con anterioridad para edificar un sistema electoral alineado al Ejecutivo. Por fortuna, la movilización social, la actuación de los grupos parlamentarios opositores y la Corte fueron capaces de detener esa insensatez claramente autoritaria.

    Sobra decir que las elecciones libres, equitativas, auténticas, son absolutamente necesarias para hablar de democracia. No son suficientes, pero sin ellas la democracia es inexistente. En México fueron necesarias ocho reformas político-electorales para contar con comicios ciertos capaces de garantizar una competencia legítima entre las diferentes opciones.

    Primero, el presidente envió una iniciativa al Congreso para reformar la Constitución que pretendía que consejeros y magistrados del

    INE

    y el tribunal electoral fueran electos a propuesta de los tres poderes constitucionales (el Ejecutivo, las cámaras del Congreso y la Corte). La intención era clara: que la fuerza política mayoritaria eligiera a esos funcionarios, que además podían todos salir de las listas presentadas por el presidente. Por si eso fuera poco, también desaparecían los institutos locales y los tribunales de los estados. La autonomía de esos órganos, tan necesaria para mantenerlos como entidades independientes del Ejecutivo y de los partidos, simple y llanamente quedaba atropellada.

    No obstante, dado que la coalición gobernante carecía de los votos necesarios en el Congreso para aprobarla, la intentona no pasó. Las cuatro bancadas opositoras (

    PRI

    ,

    PAN

    ,

    PRD

    y

    MC

    ) votaron en contra y la intención presidencial fue detenida. No obstante, el presidente y sus asesores diseñaron un llamado Plan B que no requería de cambios constitucionales, sino sólo legales.

    Esas reformas se procesaron y aprobaron como si las corrientes opositoras no existieran. ¿Qué sentido tenía una reforma electoral sin consenso, que generó un alud de impugnaciones en la Corte y los tribunales, y que resultó fuente de tensiones y conflictos evitables? No es sencillo emitir una respuesta, pero develó, de nuevo, el intento por debilitar y anular la independencia del circuito y las instituciones electorales.

    Si algo venturoso sucedió en las últimas cuatro reformas políticoelectorales (1994, 1996, 2007 y 2014), es que fueron resultado de fructíferas negociaciones, lo que permitió que los procesos electorales, de arranque, contaran con el aval a las normas de las principales fuerzas políticas. Fueron reformas que buscaron y lograron el consenso porque asumieron que una de las reglas de oro en materia comicial es que todos los jugadores estén de acuerdo con las pautas. Sin embargo, contra esa práctica venturosa, se trató de una operación legislativa que transcurrió sin diagnóstico, sin debate y sin búsqueda de acuerdos. Así, lo que debería ser el basamento de nuestro sistema de competencia-convivencia de la pluralidad se convertiría en un nuevo elemento de fractura.

    La gravedad de lo aprobado por el Congreso, en el que Morena y sus aliados tienen mayoría absoluta, puede ilustrarse con un solo ejemplo: la organización del Instituto Nacional Electoral es piramidal por necesidad. Su estructura operativa consta de una Junta General Ejecutiva, 32 juntas locales y 300 distritales. La primera, cabeza de las tareas ejecutivas, se encuentra en la ciudad de México; las juntas locales, una en cada capital de entidad, y las distritales en las 300 demarcaciones en las que se divide el territorio nacional para fines electorales. Sobra decir que los comicios no se operan en las oficinas centrales, sino en los 300 distritos.

    Esas juntas están integradas por cinco vocalías: ejecutiva, secretarial, de capacitación, de organización y del Registro Federal de Electores. Esos vocales ingresan al

    INE

    por concurso, son evaluados cada año y forman parte de un sistema profesional, la columna vertebral de la institución. Sus destrezas son las que hacen posible que las elecciones se realicen con profesionalismo e imparcialidad, y se ha logrado que su compromiso sea con el

    INE

    y con nadie más.

    Pues bien, la reforma acababa con esas juntas y las sustituía por un solo vocal operativo, que, según quienes elaboraron las nuevas disposiciones, podría encargarse de tareas tan diversas como la puesta al día del padrón y la entrega de credenciales, la organización de la logística del día de la elección, la capacitación de los ciudadanos que operan las casillas, la representación del instituto, la presidencia del consejo local, entre otras funciones. No sólo perdería su empleo 80% de los vocales de las juntas, sino que con ellos el

    INE

    resentiría el desperdicio del conocimiento y las habilidades que sólo ellos poseen.

    Fue la Corte la que resolvió la inconstitucionalidad de la reforma porque el procedimiento resultó viciado. Las reformas no habían pasado por comisiones, ni habían sido discutidas en el pleno, y por ello fueron desechadas.

    Hay que señalar que no fue un litigio que transcurrió solamente por los conductos estatales. Fue un asunto que hizo que legiones de ciudadanos salieran a marchar a las calles. En más de cien ciudades del territorio nacional e incluso en algunas del extranjero, miles y miles de ciudadanos se manifestaron demandando que la Corte frenara el intento de destruir mucho de lo construido en materia electoral. Lo que se desbordó en las marchas-mítines tuvo un significado especial. Manifestaciones públicas hemos observado infinidad. Pero nunca (hasta donde mi memoria da) concentraciones tan potentes en defensa de instituciones públicas.

    México es un país masivo, desigual y contradictorio, pero lo cierto es que no cabe bajo el manto de un solo partido, ideología o programa. Y para que la diversidad que lo modela pueda expresarse y recrearse es necesario un terreno electoral que ofrezca a las fuerzas políticas garantías de imparcialidad, equidad y transparencia. Es quizás el área donde el país avanzó más en las últimas décadas y ello es valorado por millones que no desean que sea destruido.

    Las reglas electorales consensadas —parecía una lección aprendida— son el basamento que permite que la natural discordia que existe entre corrientes políticas diversas pueda desarrollarse con civilidad y certeza. Son la piedra de toque de la concordia en la diversidad. Y la operación política del oficialismo —las reformas aprobadas por el Congreso sin análisis, debate o intento de acuerdo— inyectó altas dosis de tensión en relación con las normas que han de regular las contiendas.

    Las masivas marchas primero en contra de la pretendida reforma constitucional en materia electoral y luego para reclamar a la Corte que declarara anticonstitucional las reformas legales fueron la expresión nítida de una ciudadanía que no desea perder derechos y libertades. Una ciudadanía, sin duda diversa, votante de distintas opciones, no homogénea ni alineada, pero que no quiere que el conducto electoral sea taponado o usurpado. Porque mantener la eficiencia y la autonomía de las instituciones electorales es un requisito indispensable para que la germinal democracia no se convierta en su antónimo.

    No fue un episodio más. Lo que observamos en las sesiones de las cámaras del Congreso fue algo mucho más que una alarma. Se trató de un capítulo de lumpenización de la política, degradación de las instituciones e imperio del capricho.

    Porque ya sabemos, o deberíamos saber, que legislar tiene su chiste si se quiere hacerlo con todas las de la ley. Hay reglas. Si el procedimiento legislativo es violado, lo aprobado puede y debe ser anulado por la Corte. Y eso sucedió por fortuna. Una serie de reformas legales cuya validez tristemente tuvo que ser resuelta por el máximo tribunal del país. No recuerdo una época reciente en la que el desaseo en las cámaras haya sido mayor. Es necesario evitar lo que se temía desde los griegos: que la democracia se convierta en oclocracia, es decir, en el gobierno tiránico de la mayoría, como si las minorías no existieran y carecieran de derechos.

    Hay múltiples límites (normativos, institucionales, procedimentales) a los caprichos de la mayoría porque se sabe de los excesos a los que una sola voluntad puede llegar. Uno de esos límites —estratégico— es el procedimiento legislativo que puede convertir una iniciativa en ley. Un procedimiento que si se vulnera erosiona la legitimidad de las normas. No es un asunto sólo técnico sino profundamente político, porque impacta de forma negativa a las nuevas disposiciones y a las relaciones entre los actores de la política. Ya se sabe: si las reglas no se cumplen, estamos ante la fuerza ilegítima y discrecional del número.

    Primero fue la Cámara de Diputados el 26 de abril. Una aprobación maquinal, una tras otra. Votaron la Ley General de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación; eliminaron la Financiera Nacional de Desarrollo Agropecuario; desaparecieron el Insabi; aumentaron las atribuciones de la Secretaría de la Función Pública; reforzaron el control militar del espacio aéreo y no le sigo. Y todo ello prácticamente sin debate y sin cumplir con el procedimiento legislativo. Éste no es una excentricidad sino un requisito indispensable: presentada la iniciativa, debe turnarse para su estudio en comisiones y luego, de ahí, se envía al pleno para su discusión y aprobación. La buena práctica parlamentaria además induce a consultas con los involucrados y a sesiones de parlamento abierto para enriquecer las iniciativas con el conocimiento de muy diversos actores. Esos eslabones no se cumplieron y se actuó como si en la cámara hubiera una sola voz.

    En la Cámara de Senadores, el viernes 28 de abril fuimos testigos de una sesión en un recinto alternativo, sin presencia de las bancadas opositoras y con un dudoso quorum en su instalación, en la que se aprobaron una tras otra, como si fuera un expediente rutinario, todas las iniciativas que había recibido de la colegisladora.

    La catarata de impugnaciones fue tal que la Corte tuvo que desahogar un gran paquete. Y al final, ésta envió un potente mensaje (inequívoco): que los procedimientos legislativos no son un adorno, sino algo sustantivo si se desea que las leyes y sus reformas tengan legitimidad. Al declarar inconstitucionales esas reformas, por violaciones flagrantes al procedimiento, reforzó un precedente, elevó el nivel de exigencia al Congreso y obligó a los legisladores a que lo sean de verdad. Porque en democracia hay reglas y si éstas se violan no hay democracia.

    PLURALISMO

    La democracia se construye y adquiere pleno sentido porque ofrece un cauce de expresión, recreación, convivencia y competencia a la pluralidad política. Es más: sólo los regímenes democráticos reconocen en esa pluralidad una riqueza social que hay que preservar. Por el contrario, autoritarismos, dictaduras y totalitarismos se edifican porque se proclama que sólo existe un diagnóstico correcto y una ideología y una política aceptables. De ahí su antipluralismo congénito.

    En las sociedades masivas y modernizadas estamos condenados a vivir con otros. Personas, organizaciones sociales, partidos, medios y redes tienen idearios, religiones y cuerpos valorativos que pueden coincidir o no con los nuestros. Sólo en muy pequeñas comunidades, indiferenciadas, quizá se puedan observar unanimidades, que por cierto cuando se rompen suelen generar violencia, expulsiones, intolerancia. Esa diversidad, connatural a la vida, es la que en democracia coloniza a las instituciones del Estado y obliga a las diferentes fuerzas políticas a coexistir con otras, lo que incluye, por supuesto, a quienes han ganado el gobierno. Esa diversidad, observada con el filtro democrático, es parte de la riqueza de la sociedad y por ello hay que preservarla y ofrecerle cauces para su expresión. En las antípodas se encuentra el resorte autoritario que pretende alinear esa constelación de voces, instituciones y corrientes a una sola doctrina.

    El abecé anterior viene a cuento cuando se observa la reacción del gobierno y sus seguidores ante la resolución de la Corte que invalidó parte del llamado Plan B en materia electoral. Por nueve votos a dos, la Corte certificó lo que todos vimos: que el Congreso violó el procedimiento legislativo, vulneró el derecho de las minorías y convirtió una votación que pudo haber sido legítima en ilegítima porque hizo cera y pábilo de sus propias reglas.

    Esa resolución de la Corte, que debía forzar al oficialismo a repensar sus usos y costumbres, a darse cuenta de que está obligado a acatar las reglas, desató sin embargo las peores pulsiones del presidente, sus gobernadores y compañeros de partido. El presidente se atrevió a decir que el Poder Judicial no tiene remedio, que está podrido, amenazó con reducir su presupuesto y reformar la Constitución para que los ministros sean electos por el voto popular. El coordinador de Morena en el Senado le hizo segunda: amenazó con juicio político a los ministros, y los gobernadores de Morena firmaron una de las comunicaciones más borreguiles de la historia. Al final, anunciaron un Plan C, cuya intención manifiesta es lograr las dos terceras partes de los legisladores en el Congreso en 2024 para hacer su santa voluntad y no tener contrapeso alguno a sus caprichos. Obtener el mayor número de votos y escaños es la pretensión de cualquier partido, pero hacerlo para barrer del escenario a los otros resulta alarmante.

    Se dice que a declaración de parte relevo de pruebas. El mundo ideal del presidente y los suyos es aquel en el que el resto de las expresiones de la sociedad son silenciadas y el aparato estatal sólo es habitado por una agrupación política (la de ellos). Escapar de los otros es una pretensión que tiene una larga historia. No son los primeros. Algunos proyectos han sido ingeniosos y hasta festivos. Desde los falansterios de Fourier hasta las comunas hippies hubo la tentación de generar experimentos ejemplares de colectivos que se escindían de la sociedad y creaban un mundo mejor. Sólo cobijaban a los suyos, porque los otros estaban podridos. Unos más, que también desprecian a los otros, como algunas sectas religiosas, acabaron en auténticas tragedias, incluso inmolaciones. Gobernar un país, reconociendo sólo como expresiones legítimas las que coincidan con las del titular del Ejecutivo, nos está llevando por una pendiente de intolerancia y persecución alejada de la buena vibra de los hippies y más cercana a la de las sectas de fanáticos.

    Hay que subrayarlo: después de lo que serán seis años de gobierno, de querer comprimir a la sociedad mexicana en blanco y negro, en amigos y enemigos, conmigo o contra mí, será necesario, imprescindible, rescatar la noción de pluralismo. Porque, si la artificial reducción no fuera preocupante en sí misma, el presidente piensa y actúa como si uno de esos bandos portara todos los valores y el otro, los contravalores. Uno, en esa retórica primitiva, es el representante del pueblo, es honesto, capaz, trabajador, y el otro expresa al antipueblo y es hipócrita, insensible, corrupto. Una caricatura, pues.

    Si México fuera eso, en efecto, la democracia sería innecesaria, ya que ese régimen de gobierno se edifica para ofrecer un cauce de expresión, convivencia y competencia a la diversidad política. Y ello sería redundante si ya de por sí existiera una organización, una persona, un partido que hablara y representara al pueblo bueno.

    Pero no. Cualquier observador mediano de la vida política sabe que en nuestro país coexisten muy diversos diagnósticos y propuestas de solución, filtros ideológicos e intereses, reclamos y agendas, prioridades y necesidades. Ninguna agrupación o persona tiene la verdad en un puño y menos aún de una vez y para siempre, y sólo la mecánica democrática ofrece fórmulas para que la pluralidad se despliegue.

    El pluralismo político es un hecho. Está ante nuestros ojos y desear exorcizarlo sólo puede acarrear tragedias. Al igual que en la dimensión religiosa, la tolerancia ante los otros que portan programas (credos) diferentes se abrió paso por razones pragmáticas. Si el no reconocimiento de la legitimidad de los otros podía conducir a conflictos sin fin y a una estela de sangre y destrucción, la tolerancia se impuso como una fórmula resignada para la vida en común sin violencia. Hoy, sin embargo, sabemos o deberíamos saber que en la coexistencia de la diversidad reside la riqueza de una sociedad y que el solo intento de cercenarla es un atentado contra el único arreglo civilizatorio que permite o aspira a una vida política inclusiva.

    Creo que por lo menos desde 1977, con la primera reforma político-electoral, esa noción parecía abrirse paso, luego de una larga etapa de partido e ideología hegemónicos. La costosa y tensa conflictividad de aquellos años parecía ilustrar a (casi) todos, tanto a gobernantes como a opositores. Resultaba claro, para quien no cerrara los ojos, que México no cabía ni deseaba hacerlo bajo el manto de una sola agrupación política. Era necesario construir las reglas y las instituciones democráticas para el ensanchamiento de las potencialidades de la pluralidad política que modelaba al país. Parecía un consistente basamento que permitiría una vida política pacífica y participativa.

    Por desgracia, ese basamento está fracturado. La coalición gobernante no reconoce la legitimidad de los otros, da la impresión de que quisiera alinear un país diverso en una sola voluntad, e incluso, como ya apuntábamos, ha intentado dinamitar la normatividad que regula la convivencia/competencia de la pluralidad. Por ello, será necesario retomar el aliento y el sentido de lo que algunos denominamos el proceso de transición democrática que le permitió al país desmontar un sistema autoritario y construir una germinal democracia. Mucho de lo edificado ha resistido de tal forma que no es necesario partir de cero. No obstante, volver a reconocer el pluralismo político como algo venturoso, legítimo y productivo es un paso ineludible.

    PODERES CONSTITUCIONALES

    En democracia los poderes constitucionales están regulados, divididos, son vigilados y pueden ser confrontados por la vía judicial. Es decir, son lo contrario del poder discrecional y caprichoso, concentrado, opaco y prepotente. Por lo menos eso se pretende.

    El Estado soy yo es una frase atribuida al rey de Francia a mediados del siglo

    XVII

    . Expresa de manera elocuente que la soberanía es unipersonal y que el rey se encuentra por encima de cualquier otra institución o norma. Se trata de un poder indiviso, concentrado, por lo cual suele hablarse de un monarca absoluto. Luis XIV lo era y faltaba más de un siglo para la Revolución francesa. De entonces para acá los Estados modernos, democráticos y constitucionales, suponen que el poder debe estar fragmentado, equilibrado, regulado, es decir, pretenden ser el antónimo de las monarquías absolutas. Eso hace nuestra Constitución, que en las últimas décadas generó un entramado más complejo por medio de los órganos autónomos que se agregaron a la división de poderes tradicional.

    Pues bien, esas nociones elementales no son comprendidas y mucho menos valoradas por nuestro presidente, que actúa como si fuera un monarca absoluto. Un ejemplo, como si a estas alturas fuera necesario: el viernes 14 de abril de 2023, en su plática mañanera, lo expresó de manera transparente. Ese día confirmó que desaparecería la agencia de noticias del Estado mexicano, Notimex. Cito: Nosotros no necesitamos una agencia de noticias en el gobierno, eso era de la época de los boletines y de la prensa oficial y oficiosa […] no es algo que nos haga falta como gobierno: tenemos la mañanera.

    Resultó revelador. Primero, el plural mayestático, ese nosotros propio de los monarcas y los papas. Luego, la confusión entre Estado y gobierno, creyendo que desde el Ejecutivo puede hablar por la constelación de instituciones y poderes que conforman el Estado: Nosotros no necesitamos. ¿Él o las instituciones de la República no lo requieren? ¿O son lo mismo? Y lo fundamental: la incomprensión absoluta de lo que es una agencia de noticias estatal. Habló de Notimex como si su exclusiva función fuera la de emitir boletines del gobierno (que por lo demás no sobra) y como si, por ello, con las mañaneras fuera suficiente. Imagina que Notimex era una oficina de prensa del gobierno, por lo cual, si él habla todas las mañanas, ya no se necesita.

    Notimex pudo tener muchos problemas, pero, de manera zigzagueante, intentó convertirse en una agencia de noticias capaz de dar por lo menos cuenta del acontecer nacional en el concierto desafinado de las múltiples agencias internacionales que alimentan a los medios de comunicación. Fue producto de la necesidad de un Estado como el nuestro de no depender para todo de las agencias internacionales.

    Por otro lado, refiriéndose al Instituto Nacional de Acceso a la Información (

    INAI

    ), el mismo día el presidente dictaminó que no sirve para nada: ¿Para qué un aparato burocrático? Según él, ese tipo de organismos fueron creados para simular que combatían la corrupción [y] representan un cargo al erario. Luego de esa declaración, fue claro por qué el Senado no había nombrado a los comisionados del instituto y mantenía prácticamente paralizada a la máxima autoridad del

    INAI

    , el pleno de comisionados.

    El acceso a la información pública fue una de las reformas más relevantes en el presente siglo. Convirtió esa información, que durante décadas se manejó como si fuera patrimonio exclusivo de los funcionarios, en información que debe estar al alcance de cualquier ciudadano. Para ello se creó el

    INAI

    . Por supuesto que contribuye al combate a la corrupción, pero ésa no es su función exclusiva. Mantener descabezada una institución autónoma del Estado por el capricho del titular del Ejecutivo es otra muestra de que el presidente piensa que el Estado es él.

    Vale la pena ilustrar con ejemplos el reiterado abuso de poder desde la presidencia que un día sí y al otro también agrede a personas e instituciones, y desconoce el mandato de otras instituciones del Estado. Una de las peores conductas que se pueden observar, y resentir, es la de una persona poderosa que difama, persigue, amenaza. El presidente ni siquiera parece darse cuenta del abuso en que incurre cada vez que descalifica a alguien. No asume que existe una relación asimétrica de poder entre él —presidente de la República— y los ciudadanos a los que alude, que sus dichos, la mayor de las veces sin prueba alguna, constituyen un abuso de poder. A lo largo de toda su gestión lo ha hecho. Se ha convertido en una rutina. No es excepcional sino parte del repertorio diario de descalificaciones instantáneas y la espiral parece incremental. Viniendo del titular del Ejecutivo, se trata de lenguaje amenazante y por ello debería preocupar a todos, incluyendo a sus propios seguidores.

    Muchos lo han señalado y con razón: no debemos normalizar esa arbitrariedad (que, por cierto, nada tiene que ver con la libertad de expresión a la que alude el presidente). Esos dichos pueden tener derivaciones peligrosas porque nunca falta un obsequioso que entienda las palabras de López Obrador como una licencia para actuar. Pero no se requiere pensar en los extremos en los que pueden desembocar las palabras presidenciales, porque desde ya tienen el efecto de contribuir a la construcción de un clima viciado, ominoso.

    En nueve mañaneras consecutivas, el presidente agredió a Xóchitl Gálvez, una ciudadana que aspira a ser candidata a la presidencia. Y eso desató la furia de quien debería ver las contiendas electorales como un expediente virtuoso, ya que él mismo fue beneficiario de ellas. El 12 de julio de 2023 la acusó de haberse beneficiado de contratos con gobiernos y amagó con investigarla. Por supuesto que ningún funcionario, ex funcionario o ciudadano del común tiene fuero y cualquiera debe rendir cuentas si es el caso. Pero en este asunto, no hay denuncia alguna y si el presidente tiene indicios firmes o pruebas debería interponer una acusación ante la Fiscalía General de la República, porque lo que le está vedado, legalmente, es prender el ventilador y lanzar imputaciones de manera silvestre e irresponsable.

    Ante los reiterados ataques, la senadora acudió al

    INE

    para acusar al presidente por actos anticipados de campaña (podría hacerlo también ante la fiscalía por calumnia, pero conociendo los antecedentes en el actuar del fiscal…). El 13 de julio, la Comisión de Quejas y Denuncias del instituto declaró medidas cautelares para tratar de contener el aluvión retórico del presidente. Declaró procedente ordenar el retiro parcial de las conferencias matutinas de las fechas 3, 4, 5 y 7 de julio de 2023 […] así como la conferencia de fecha 11 de julio […] pues se advierten manifestaciones que podrían derivar en una afectación de los principios de imparcialidad y neutralidad […] puesto que el presidente de la República hizo pronunciamientos expresos sobre procesos internos de partidos políticos y posibles aspirantes. Pero, como era de esperarse, dados los antecedentes, al día siguiente el presidente arremetió contra el

    INE

    y, como no me han notificado, volvió a la carga contra la senadora, ahora aumentando la apuesta, violando la ley y dando a conocer información reservada, como si la única autoridad legítima de la República fuera él.

    Un nuevo episodio, sin duda elocuente, ilustra lo anterior. El jueves 18 de mayo la Corte declaró inconstitucional el decreto presidencial por medio del cual las obras del gobierno eran consideradas de seguridad nacional, de lo que se derivaba su plena opacidad, porque nadie podía requerir información sobre ellas. La controversia constitucional había sido planteada por el

    INAI

    , porque por donde se le mire no hay razón para que a la obra pública se le exima de ofrecer información.

    Pues bien, como si la Corte fuera un adorno, como si las resoluciones de ésta no obligaran al titular del Ejecutivo, el presidente publicó, ese mismo día, en el Diario Oficial un nuevo decreto, prácticamente igual que el anterior. Lo cito en extenso: Son de seguridad nacional y de interés público la construcción, funcionamiento, mantenimiento, operación, infraestructura, los espacios, bienes de interés público, ejecución y administración de la infraestructura de transporte, de servicios y polos de desarrollo para el bienestar y equipo tanto del Tren Maya como del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, y los aeropuertos de Palenque, Chiapas; de Chetumal y de Tulum, Quintana Roo…. Esa insistencia ha hecho que muchos se pregunten, con razón, ¿qué están escondiendo?, ¿por qué esa obstinación por correr un manto de opacidad a lo que, por ley, debería ser transparente? Son preguntas pertinentes.

    La Constitución y las leyes las observa el presidente como corsés que impiden el despliegue de su voluntad y no como lo que son, normas para evitar el ejercicio de un poder caprichoso. La división de poderes y los órganos autónomos del Estado (fruto del proceso democratizador que vivió el país) le estorban también porque de vez en vez se topa con diques a su voluntad. No entiende que la vigilancia de las instituciones por parte de las organizaciones de la sociedad civil —lo que incluye a los medios, las redes sociales, los centros de enseñanza superior— es connatural a un régimen democrático, y quisiera que éstas no fueran sino ecos de sus proclamas. Y cuando alguien —persona física o moral— acude a los tribunales para defenderse contra alguna acción del Ejecutivo, de inmediato no sólo descalifica al demandante sino al juez o los jueces que atienden esos recursos. En una palabra, el presidente no entiende que su poder está regulado, que convive con otros poderes constitucionales y órganos autónomos del Estado legítimos como el suyo, que es natural la vigilancia y la crítica de su gestión y que el Poder Judicial está ahí, entre otras cosas, para defender a los individuos y los colegiados de los abusos de poder. Esas prescripciones deberán ser defendidas en el futuro inmediato. Deberán ser rescatadas para forjar un fuerte compromiso con ellas de parte de la pluralidad política.

    Casi por entregar a la prensa estas notas, un nuevo episodio ilustró lo que hemos intentado señalar. El 19 de septiembre escribí en El Universal un artículo al que titulé Autoritarismo sin maquillaje:

    No es fácil encontrar, en épocas en

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