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Información de este libro electrónico

El incendio del Edificio Joelma en 1974 dejó alrededor de doscientos muertos y un misterio: trece personas, encontradas calcinadas en uno de los ascensores, nunca fueron identificadas y sus cuerpos nunca fueron reclamados por sus familiares. Enterrados en el Cementerio de Vila Alpina, en São Paulo, sus tu

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088232699
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    Trece Almas - Marcelo Cezar

    Romance Espírita

    TRECE ALMAS

    Psicografía de

    MARCELO CEZAR

    Por el Espíritu

    MARCO AURÉLIO

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Octubre 2022

    Título Original en Portugués:
    Treze Almas
    © Marcelo Cezar, 2020

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      

    E – mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    DEL MÉDIUM

    Nacido en la ciudad de São Paulo, Marcelo Cezar publicó su primera novela a fines de la década de 1990. Años más tarde relanzó La vida siempre vence en una versión revisada y ampliada.

    En una entrevista con el diario Folha de São Paulo, el autor dice: No es así, de un día para otro, que empiezas a publicar libros y entras en la lista de los más vendidos. El proceso comenzó en la década de 1980. Luego, más de veinte años después, salió el primer libro. Para ver lo duro que fue y sigue siendo el entrenamiento. Solo el amor no es suficiente, hay que tener disciplina para escribir.

    Su novela Trece almas, relacionada con el incendio del Edificio Joelma, ocurrido en 1974, se convirtió en best–seller y superó la marca de los cien mil ejemplares vendidos.

    A través de su obra, Marcelo Cezar difunde las ideas de Allan Kardec y Louise L. Hay, una de sus principales mentoras. Fue con ella que Marcelo Cezar aprendió las bases de la espiritualidad, entre ellas, el amor y el respeto por sí mismo y, en consecuencia, por las personas que lo rodean. Sus novelas buscan retratar precisamente esto: cuando aprendemos a amarnos y aceptarnos a nosotros mismos, somos capaces de comprender y aceptar a los demás. Así nace el respeto por las diferencias.

    En enero de 2014, el libro El Amor es para los Fuertes, uno de los éxitos de la carrera del escritor, con más de 350 mil ejemplares vendidos y 20 semanas en las listas de los más vendidos, fue mencionado en la telenovela Amor à Vida, de TV Globo. En entrevista con Publishnews, el autor de la novela, Walcyr Carrasco, dice que él personalmente elige libros que se ajusten al contexto de la trama.

    En 2018, después de dieciocho años en la Editora Vida & Consciência, Marcelo Cezar publicó la novela Ajuste de Cuentas, con el sello Academia, de la Editora Planeta. En 2020, el autor firmó una sociedad con la Editora Boa Nova para lanzar sus novelas y relanzar obras agotadas.

    Participa en diversos eventos a lo largo del país, promocionando sus obras en ferias del libro, talk shows, entre otros. En 2007, fue invitado por la entonces Livraria Siciliano para ser patrocinador de su tienda en el Shopping Metrópole, ubicado en la ciudad de São Bernardo do Campo. Con la marca actual de dos millones doscientos mil ejemplares vendidos, Marcelo Cezar es autor de más de 20 libros y admite que tiene mucho que estudiar y escribir sobre estos temas.

    Se supone que los libros están inspirados en el espíritu Marco Aurelio¹.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 160 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    ÍNDICE

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    CAPÍTULO 19

    CAPÍTULO 20

    CAPÍTULO 21

    CAPÍTULO 22

    CAPÍTULO 23

    CAPÍTULO 24

    CAPÍTULO 25

    CAPÍTULO 26

    CAPÍTULO 27

    CAPÍTULO 28

    CAPÍTULO 29

    CAPÍTULO 30

    CAPÍTULO 31

    CAPÍTULO 32

    CAPÍTULO 33

    CAPÍTULO 34

    CAPÍTULO 35

    CAPÍTULO 36

    CAPÍTULO 37

    CAPÍTULO 38

    CAPÍTULO 39

    CAPÍTULO 40

    CAPÍTULO 41

    CAPÍTULO 42

    CAPÍTULO 43

    CAPÍTULO 44

    CAPÍTULO 45

    CAPÍTULO 46

    CAPÍTULO 47

    CAPÍTULO 48

    EPÍLOGO

    CAPÍTULO 1

    Amanda y Nadia recibieron un pase vigorizante y luego un pequeño vaso de agua. Bebieron y fueron a la sala de conferencias. Les encantaban las conferencias de Orlando. Era un anciano que rondaría los noventa años, alto, de ojos verdosos, pelo blanco espeso, peinado hacia atrás, facciones llamativas, de quien había sido muy guapo en el pasado. Hablaba con voz profunda, sin aspavientos, con una lucidez y una elocuencia sorprendentes. Nadie diría cuántos años tenía. Parecía mucho menos. Caminaba con confianza y gracia, su cuerpo erguido, ni un milímetro encorvado. La sonrisa nunca abandonó sus labios.

    – Si tuviese un abuelo – comentó Amanda – sería así, como Orlando.

    – Estoy de acuerdo – respondió Nadia –. Es muy lindo, además de ser muy elegante e inteligente.

    A Orlando no le gustaba que lo llamaran señor o Doctor. Simplemente Orlando. Llevaba más de cincuenta años casado con Selma, una doña de unos setenta años, guapa, con el pelo graciosamente teñido de un castaño claro, ojos verde profundo, de una estupenda mediumnidad.

    La pareja había mantenido el Centro Espírita durante muchos años. Era un Centro diferente al convencional, sin conexión con ninguna entidad, federación ni nada por el estilo. Orlando fue un librepensador, de mente muy abierta, leyó a Kardec en francés, viajó por el mundo y conoció otras corrientes espirituales que estudiaban seriamente la reencarnación. En su centro, además de los tratamientos convencionales, también se utilizaban cromoterapia, cristales y hierbas.

    En el piano astral del Centro, espíritus de sacerdotes, monjas y médicos se movían entre viejos negros, caboclos e indios. Era un espacio sin prejuicios, que encarnados y desencarnados frecuentaban por afinidad y gusto, con el objetivo común de promover la expansión de la conciencia de las personas, mantener el equilibrio emocional y preservar la paz interior.

    En las clases, siempre abarrotadas, los alumnos aprendieron que las energías que irradia una persona son las responsables de todo lo que atrae en su vida y que las energías negativas se pegan al ser, disminuyendo su fuente y su stock de buenas energías, dejando el cuerpo susceptible a las enfermedades. Orlando siempre insistía en reforzar en sus conferencias:

    – Y se necesita inteligencia para no dejarse envolver por la energía negativa, ya sea del encarnado o del desencarnado.

    Orlando y Selma sufrieran reprimendas, pero siempre

    recibieron ayuda y apoyo de los buenos espíritus. Los dirigentes desencarnados de la casa siempre los orientaban:

    – No se preocupen por las críticas o el juicio de los demás. Mientras ellos critican, ustedes estudian, investigan, trabajan y ayudan. Ustedes son los que están en sintonía con el plano espiritual superior, olviden las convenciones del mundo.

    Orlando escuchaba, asimilaba y ponía en práctica las orientaciones de los mentores, fortaleciendo siempre su pensamiento en el bien. Conclusión: el Centro Espírita, que antes era un espacio pequeño, que atendía a media docena de personas, ahora atraía a personas de todos los rincones del país. Incluso una cadena de televisión inglesa había realizado un documental sobre el Centro y sobre la vida de Orlando y Selma, lo que despertó el interés de investigadores norteamericanos que estudiaron e investigaban con seriedad los fenómenos paranormales.

    Él y su esposa conocieron a Neide, una espírita de mediumnidad también extraordinaria, que hacía un gran trabajo de curación en Minas Gerais. La amistad y la sociedad surgieron espontáneamente. Cuando hubo un caso de enfermedad más grave, Orlando envió al paciente a Minas. Si el paciente no tuviera recursos, Orlando podría encontrar la manera para recaudar el dinero necesario para pagar el viaje. Todo salió bien, siempre. A veces, en casos más graves, Neide venía a São Paulo, atendía al paciente en la residencia o en el hospital y se quedaba en la residencia de la pareja amiga.

    Orlando y Selma optaron por no tener hijos. Preferían dedicarse a tiempo completo a las actividades del Centro, que eran muchas.

    Amanda y Nadia eran asiduas al Centro, y la madre de Nadia, Melissa, había sido amiga de Neide cuando ella vivía en Minas, hacía muchos años.

    – ¿Cómo esta su padre? – Preguntó Nadia.

    – Igual que siempre, amiga – respondió Amanda con tristeza, encogiéndose de hombros –. Está ahí, en la habitación del hospital, esperando a que llegue la muerte.

    – Triste, ¿no?

    – Pero, ¿qué hacer, Nadia? Menos mal que creo en la vida después de la muerte. El cambio siempre está ahí y siempre para mejor, aunque a veces llega dolorosamente. La resistencia hace que la vida traiga un desafío más fuerte. Nada se detiene.

    – ¡Te admiro! – Nadia apretó suavemente la mano de su amiga.

    – Si no soy fuerte y no acepto las cosas como son ahora, de nada sirvieron estos años que vinimos aquí.

    – Tienes toda la razón, Amanda. Realmente no tenemos nada que hacer.

    – Ya lo he puesto en manos de Dios – dijo con sinceridad.

    – En cualquier caso, si quieres, puedo dormir en el hospital, por turnos.

    – ¡Imagina! ¡Tienes marido e hijos, Nadia!

    – Tú también.

    – He contratado enfermeras que se turnan. Y papá no tardará en partir. Lo siento así.

    – ¿De verdad crees eso?

    – Lo creo.. Si mamá estuviese viva – reflexionó Amanda–, tal vez habría enfrentado la enfermedad de otra manera. Pero no. El cáncer lo está carcomiendo por dentro. Los médicos dijeron que debería haber muerto hace casi un mes, ¿puedes creerlo? No entiendo por qué tanta resistencia.

    – ¿Será que algún espíritu lo retiene aquí?

    – No siento eso cuando estoy en su habitación. No percibo nada malo.

    – ¿No crees que es mejor preguntarle a Orlando?

    – Está muy ocupado, Nadia. Mejor no preguntar. Vamos a aprovechar y orar, pidamos a los espíritus que ayuden a papá a desprenderse de su cuerpo lo antes posible y dejar este mundo. Ochenta años, enfermo terminal. Es suficiente, ¿no?

    – Tienes razón.

    Amanda se removió en su asiento y dijo en voz baja, necesito confiarte algo.

    – ¿Qué?

    – Ayer sucedió algo inusual.

    – ¿Qué sucedió?

    – Papá no ha hablado en días. Tenía mucho dolor, los médicos le aumentaron la dosis de morfina y está prácticamente inconsciente.

    – Lo sé.

    – Pero... Nadia... murmuró un nombre.

    – ¿Un nombre?

    – Sí. Al ir al hospital esta mañana, como todos

    días, encontré a la enfermera de noche saliendo de su turno. Y ella me lo dijo.

    – ¿Será que ella no tomó una siesta y lo soñó?

    – No creo. Lo dijo con todas sus letras: Lina.

    – ¿Lina?

    – Sí. Dijo que papá pasó toda la noche gimiendo y pronunciando ese nombre: Lina.

    – Qué extraño.

    – No conozco a nadie con ese nombre, en mi familia por lo menos no conozco a nadie.

    – ¿No es ese el nombre de la primera esposa de tu padre? – Preguntó Nadia.

    – No. Que yo sepa, la primera esposa de papá se llamaba Rosana.

    – ¿Y su hija? Tu padre tuvo una hija, ¿no?

    – Sí, pero se llamaba Amelia, Amelita – dijo Amanda y sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

    – ¡Qué extraña sensación! – Volvió Nadia.

    – Sí. Extraña.

    – ¿Te sientes bien? ¿Quieres un agua?

    – Acepto.

    Nadia se levantó y fue a buscar agua. Ella adoraba a Amanda. Habían sido amigas desde siempre, desde que nacieron. Las familias eran amigas y tenían la misma edad. Crecieron juntas y nunca se enfadaban. Aunque casadas y con dos hijos cada una, eran como uñas y esmalte, de esas que conectaban todos los días, hablaban todo el tiempo, aunque fuera para comentar el capítulo de la telenovela del día anterior. Realmente se gustaban.

    Nadia regresó y le entregó el vaso a Amanda, quien bebió y se sintió mejor. De repente, notaron una gran sombra sobre ellos. Amanda levantó la vista alarmada y... sonrió. Era Orlando, enorme, con la habitual sonrisa escondida en los labios.

    – ¿Cómo están chicas?

    – ¿Estás bien, Orlando? – Preguntó Nadia.

    – Yo yendo, ¿y tú? – Agregó Amanda.

    Él fue directo:

    – Mi guía tiene un mensaje para ti, Amanda.

    – ¿Para mí?

    – Sí. Es sobre Luís Sergio.

    – Papá tiene un obsesor, ¿no? Por eso no desencarna. Pero, es extraño... No siento ninguna mala presencia cuando estoy en la habitación.

    Orlando sacudió la cabeza negativamente.

    – No hay obsesor. Tu padre está en prisión porque lo atormentan situaciones sin resolver.

    – ¿Situaciones de vidas pasadas? – Preguntó Amanda.

    – No. De esta misma vida – respondió Orlando –. Luís Sergio ya debería haber desencarnado. Como todo sucede en el momento oportuno, en el momento oportuno, pronto se va permitir partir. Cuando su espíritu decida que se acabó, se acabó.

    – Pero el tumor le está devorando el cuerpo – intervino Nadia.

    – El cuerpo físico está siendo consumido por la enfermedad, pero el espíritu está lúcido y tiene el poder de decidir cuándo termina la vida, consciente o no – observó Orlando –. Luís Sergio está atrapado en la culpa, en el remordimiento.

    – ¿Qué podemos hacer? – Amanda quería saber.

    – Tenemos que ir al hospital y hablar con tu padre. Él no escucha. está inconsciente. Hablaremos con su espíritu. Luego haremos una oración. Sin embargo, necesitas que Neide venga a ayudarnos, tendré que llamarla. Y Melissa tendrá que venir también.

    – ¡¿Mamá?! – Preguntó Nadia, sorprendida –. ¿Qué tiene que ver mi madre con esto?

    – Todo – respondió Orlando –. Tu madre nos ayudará en el proceso de desenlace de Luís Sergio.

    – ¿Cómo?

    – Tu madre fue muy importante para alguien que va a liberar a Luís Sergio de la materia.

    – ¿Quién? – Preguntó Amanda curiosa.

    Orlando las miró a las dos y sonrió:

    – Lina.

    Los ojos de Amanda y Nadia se agrandaron.

    – ¡¿Quién?! Amanda insistió, sujetando el brazo de Nadia para que no se cayera.

    – Lina – repitió Orlando, con calma.

    Las dos se miraron y sacudieron la cabeza, estupefactas, curiosísimas. Amanda no podía creerlo. ¿Cómo Orlando se había enterado de Lina? ¿Por qué Luís Sergio balbuceara ese nombre toda la noche anterior? Después de todo, ¿quién era Lina?

    Habría que remontarse en el tiempo, precisamente al interior nororiental, a mediados de la década de 1950, para saber quién había sido aquella mujer que había cambiado la vida de tantas personas...

    CAPÍTULO 2

    El sol, implacable, no dio tregua. Parecía un ojo enojado que explotaba todo lo que estaba a su alcance. El día comenzó sofocante y, al mediodía, se sentía como vivir dentro de un inmenso horno. Para muchos, la impresión fue que literalmente vivían en el infierno. El calor de las zonas remotas del noreste es así: demasiado caluroso, demasiado sofocante, demasiado caliente.

    El año había comenzado y no había señales de lluvia. Nada. Hacía meses que no caía una gota de agua del cielo. Campesinos y agricultores perdieron su cosecha; los animales languidecían hasta morir. La escena era triste, desoladora.

    Jovelino nació y creció en Ceará, en una ciudad que era puro desierto. Llovía cada dos, tres años. Sin embargo, esta sequía se había prolongado durante algún tiempo; fue peor que la de 1915, aseguraron los ancianos, quienes recordaron con pesar la sequía que los había castigado por más de cuarenta años. Jovelino no tenía alternativa. Necesitaba irme, aunque fuese sin rumbo fijo.

    De los cuatro hijos, dos ya habían muerto de hambre. Cícera, la mujer, era un trapo de gente. La poca harina y las virutas duras que lucharon por conseguir iban directamente a la boca de los otros dos niños.

    – No puedo quedarme más aquí, mujer.

    – ¿Y qué hacer? Ya recé pidiendo un poco de agua. Llegó enero y nada.

    – Vámonos.

    – ¿A dónde, Jovelino? Cinira y sus hijos fueron al Amazonas. El bote dio vuelta y no quedó nadie, no quiero subir – Hizo un gesto con los dedos, señalando el Norte.

    – Vamos a bajar.

    – ¿Será que podremos hacerlo?

    Jovelino se quitó el sombrero de cuero y se secó el sudor que le perlaba la cara. Sacudió la cabeza:

    – No será peor que la vida que estamos teniendo. Con certeza. Mañana continuamos nuestro viaje hacia abajo. El compadre Ribamar dijo que están construyendo una ciudad en medio de la nada, hacia el final de Goiás.

    – El viaje será muy largo. Los niños no podrán soportarlo como si no comen durante días.

    – Como está, vamos a morir. Mejor arriesgarse. Solo nosotros quedamos aquí.

    – Esto parece un pueblo fantasma. Ni almas hay. El sol ahuyentó a los vivos y a los muertos.

    Jovelino hizo la señal de la cruz:

    – Será mejor arriesgar.

    – Está bien.

    – Tengo dos botellas de aguardiente. Veré si puedo cambiarlas por comida en el almacén. Nos vamos en estos días.

    Durvalina, la mayor, tenía catorce años. Tenía un buen corazón y estaba dotada de un gran sentido de la justicia. En los últimos días tuvo sueño inquieto, algunas pesadillas. Aunque, entre un ajetreo y otro, soñaba con Bibiana, una antigua vecina del pueblo, una curandera, a la que ella tenía mucho cariño y que había muerto hacía unos meses, Durvalina solía despertarse con la respiración entrecortada, jadeando, gimiendo palabras incoherentes.

    Esa noche, se despertó sobresaltada. Se pasó el dorso de las manos por la frente sudorosa. Palpó el suelo y volvió a dormirse. Tan pronto como entró en un sueño profundo, soñó con Bibiana. Era como si la anciana estuviera allí, a su lado, viva.

    – Tengo miedo, Bibiana. Parece que algo muy malo va a pasar.

    – Tu espíritu siente los cambios. Tu vida está a punto de cambiar radicalmente.

    – ¿Moriré, como mis hermanos?

    – No. No es tu hora.

    – ¿Por qué es esta sensación desagradable?

    Bibiana, de profundos y brillantes ojos azules, la miró y, mientras alisaba el cabello de Durvalina, le dijo con voz amable:

    – Cuando estamos viviendo situaciones de incertidumbre en la vida, este sentimiento desagradable es natural, porque no tienes control sobre nada, no sabes lo que va a pasar.

    – Tengo miedo. Papito y mamita quieren salir a la carretera y adentrarse en lo desconocido. No sé dónde vamos a terminar. Me gusta tener el control de la situación. Siempre he sido así.

    – Es hora de un cambio, querida.

    – No quiero. No acepto injusticias. Eso en serio me asusta.

    Bibiana sacudió la cabeza hacia los lados y dejó escapar un suspiro.

    – Tantas vidas llevadas al extremo, Durvalina, ¿para qué? ¿Para traerte dolor? ¿No crees que es hora de sentir la esencia divina, confiar en las fuentes universales y dejar que la vida se ocupe de lo que no puedes cambiar?

    – Es muy difícil. Durante muchos siglos, fui una guerrera. Maté y morí por la justicia, para proteger a mi tribu, a mi pueblo, a mi país...

    – Te hiciste fuerte, creciste en caminos torcidos. Ahora está en una posición en la que puede revisar estas creencias extremistas. De nada sirve ser inflexible, adoptar posturas rígidas, porque la vida cambia a cada segundo, la vida cambia todo el tiempo, y es flexible.

    – Es difícil, Bibiana. Muy difícil.

    – Bueno – dijo Bibiana sonriendo – pero no es imposible. Mira – se acercó a Durvalina y pasó su brazo por los hombros de la niña – la vida cotidiana en el planeta es una eterna incógnita. Tienes una falsa sensación de seguridad; sin embargo, la vida encarnada no funciona como imaginamos. Todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. La muerte, por ejemplo, llega sin previo aviso, ¿no?

    Durvalina puso su mano sobre la de la anciana:

    – Dijiste que no iba a morir. Tengo miedo.

    – Cambiemos de tema – dijo Bibiana –. Mi tiempo es corto. Hoy vine a verte por otra razón.

    – ¿Cuál?

    – Necesito que vengas a mi casa. Debajo de mi cama hay una bolsa cosida cerca del estrado, apenas perceptible. Cuando lo abras, encontrarás una cajita. Quiero que tomes lo que hay dentro de ella.

    – ¿Qué hay dentro de la caja?

    – Una bolsita. Átalo al cuello.

    – ¿Es un amuleto? ¿Para darme suerte?

    Bibiana se rio.

    – En un primer momento, sí. Átalo alrededor de tu cuello. Es una bolsita de cuero. Entonces, cuando sea el momento adecuado, te inspiraré para guardarlo en otro lugar.

    – Está bien. ¿Estás seguro que recordaré todo el sueño?

    – Solo lo esencial. Recordarás sacar la bolsita del interior de la caja. Es lo que importa. Tienes que hacer esto

    antes que alguien más lo haga.

    – ¿Quién?

    – Nadie que conozcas. Deja de ser curiosa.

    – Está bien. Te extraño.

    – Yo también, mi tesoro – Bibiana besó su frente –.

    Ahora tienes que volver y descansar. Pronto saldrá el sol.

    – Está bien.

    – Y no olvides controlar tus impulsos. Haz tu parte y deja que la justicia divina haga el resto.

    Voy a intentarlo. Juro que lo haré.

    ~∞~

    Al día siguiente, muy temprano en la mañana, Durvalina se despertó y, con muchas partes del sueño aun frescas en su memoria, saltó de la cama y se arregló con la intención de ir a casa de Bibiana. También encontró a su padre al salir.

    – ¿A dónde vas?

    – Hasta la casa de Doña Bibiana – Jovelino la miró de reojo.

    – ¿Para hacer qué? La casa está cerrada. Vino un familiar

    distante uno de estos días, preguntó, entró en la casa, buscó y salió un poco desilusionado. ¿No te acuerdas del hombre?

    – No.

    – Él pasó por el almacén. Tu madre lo vio.

    Durvalina inmediatamente se acordó de la caja.

    ¿Quizás el hombre estaría detrás de la caja? – Pensó.

    Cambió de tema:

    – Doña Bibiana coleccionaba revistas de cantantes de radio.

    Voy a ver si me queda alguno para el viaje.

    – La casa estaba vacía.

    – Voy a echar un vistazo, papá. Solo un vistazo.

    – No me gusta que vayas hurgando por las casas de otras personas.

    – Ella ya murió. Y yo le agradaba. Si la casa está vacía, ¿qué hay de malo?

    – Está bien. Pero no entres en la casa.

    – Está bien. Solo voy a espiar – mintió, obviamente.

    Jovelino se puso el sombrero en la cabeza y se fue con las botellas de aguardiente. Durvalina corrió en dirección contraria a la casa de Bibiana. A medida que se acercaba, vio levantarse una densa capa de polvo y no pudo ver el vehículo mientras se alejaba. Solo escuchó el rugido del motor. Se cubrió la cara para evitar que el polvo de tierra roja le entrara en los ojos.

    Al abrirlos, nada. Ni polvo, ni coche, ni ruido. Se acercó al porche y notó la puerta entreabierta. Se mordisqueó los labios con aprensión.

    – ¿Será que puedo entrar?

    Sintió mariposas en el estómago. Oyó una voz que le susurraba al oído, fuerte y decidida:

    – ¡Entra!

    Inmediatamente Durvalina empujó la puerta y entró. La casa estaba prácticamente vacía. Los pocos muebles estaban cubiertos con telas. Cruzó la habitación, dobló la esquina del dormitorio y entró. Solo estaba la cama, ningún otro mueble en la habitación. Durvalina se agachó y empezó a palpar el estrado. Sintió la gruesa tela y bajó la cabeza. Estaba bien cosido. Miró a su alrededor, se levantó y fue a la cocina. Había algunos cubiertos en el fregadero y cogió un cuchillo. Volvió a la habitación, rasgó la tela y la caja cayó al suelo.

    Era pequeña, como un joyero ordinario. Lo abrió y sacó una pequeña bolsa de cuero. La apretó y sintió que era algo así como un hueso de aceituna. Sonrió y lo ató como un collar alrededor de su cuello. Durvalina metió la caja dentro de la bolsa, llevó el cuchillo a la cocina, luego salió y cerró la puerta. Cuando estaba lejos de la casa, no se percató que un hombre, dentro del vehículo, a unos buenos metros de distancia, la miraba interrogante y asombrado, pasándose el pañuelo por encima de la cara roja y sudorosa:

    – Busqué por toda la casa y no encontré nada. La vieja no, no tenía nada de valor. Pero entonces... ¿Qué diablos estaba haciendo esa chica allí? Necesito seguirla y tratar de averiguar...

    CAPÍTULO 3

    Esa misma semana, mientras el fuerte sol continuaba castigando la tierra y su gente, Jovelino y Cícera tomaron algunas pertenencias, algunos alimentos que habían obtenido a cambio de las botellas de aguardiente, amarraron la mula y continuaron su viaje. Donizete, de cinco años, estrechando la mano de su madre, caminaba con los ojos pegados al suelo; a veces se detenía un rato, gemía. Estaba muy flaquito, solo había que fijarse en el chico que se contaban las

    costillas.

    Durvalina tomó un puñado de harina fresca

    póngalo en la boca del niño.

    – Vamos, Donizete. Aguanta firme, papito dijo que nos vamos a una nueva ciudad.

    – ¿Tiene agua?

    – Debe tener.

    – ¿Mucha agua?

    – Sí. Ahora come, querido.

    El niño tragó lentamente la masa, sonrió y siguió su camino.

    Al tercer día encontraron un ternero muy flaco en el camino. Donizete y Durvalina corrieron hacia él.

    – ¡Es de verdad, papá! – Exclamó Donizete, feliz, en

    cuánto tocó al animal.

    – Necesitamos comer – agregó Cícera –. De lo contrario nos moriremos de hambre.

    Jovelino sacó el cuchillo y mató al animal. Los niños lo ayudaron a sacar las entrañas. Donizete tenía tanta hambre que no esperó. Tomó un puñado de tripas y, aunque sabía a sangre amarga, masticó y tragó.

    Cuando su padre sacó el cuchillo, Durvalina se alejó. Sabía que el animal moriría, pero el hambre era tan grande... Se tapó los ojos con las manos sucias. Nunca le gustó matar animales, lo sentía. Solo que en ese momento se trataba de una cuestión de supervivencia. Ya no era posible quedarse solo con un trozo de azúcar morena. El estómago dolía. Superada por el hambre, Durvalina comió de mala gana un trozo de tripas.

    Tras asar algunas partes del animal y servir a sus hijos y a su mujer, Jovelino comió unos trozos de carne. Sintiéndose más refrescados, se acostaron en la tierra cálida y dura.

    – Mañana seguimos un poco más.

    – Con la barriga llena, llegaremos – corrigió Cícera, sonriendo.

    Durvalina sintió un dolor agudo en el estómago.

    – ¿Qué sucedió? – Preguntó Cícera.– Creo que la comida no cayó bien. Tengo náuseas y tengo dolor de estómago.

    – Corre al monte – señaló su padre.

    – Al parecer va a salir por arriba y por abajo – completó la madre.

    La chica aceleró el paso y se escondió detrás de un arbusto lleno de espinas. Levantó el pequeño vestido raído y se agachó. Las náuseas pasaron, Durvalina respiró hondo, miró al cielo y vio una estrella.

    – Dios me ayude. No puedo soportar más tanta privación. Quiero una vida mejor – suplicó y dejó escapar una lágrima.

    De repente, hubo un grito, y dos hombres con mala a cara se acercaron a la familia.

    – ¡Robaron y mataron a nuestro animal! – Gritó uno de ellos.

    Jovelino trató de defenderse. Se puso de pie de un salto y argumentó humildemente:

    – ¡No! No robamos nada. El becerro estaba en el camino. ¡El hambre era tanta! Ten piedad – Señaló a Donizete.

    – Mi hijo se moría de hambre. Mira cómo es hueso y...

    Era un par de asesinos. Crueles y despiadados.

    Actuaron rápidamente. Durvalina se tumbó detrás de otro arbusto marchito y observó. Vi cuando la luz de la luna

    reflejada en el borde afilado de uno de los hombres. El cuchillo bajó y golpeó al chico de lleno.

    Donizete estaba dormido y tan débil que apenas sintió el golpe. La muerte fue instantánea. Cícera se revolvió y se arrojó sobre el cuerpo de su hijo en un tardío intento de protegerlo. Pronto, ella y Jovelino también estaban tendidos en el piso, con los ojos muy abiertos y estáticos, mirando a la nada, solo sangre corriendo por las comisuras de sus labios.

    Durvalina tragó saliva. De repente sintió el deseo de venganza, de justicia.

    Mataron a mi hermanito, un niño inocente - pensó entre lágrimas -. Ellos se las verán conmigo.

    Se levantó rápidamente y corrió. El más fuerte de los hombres avanzó y la alcanzó.

    – No necesitas tener miedo para que no te mate.

    – ¡Mataste a mi hermano! –Protestó ella nerviosamente, sus ojos resentidos.

    – El pequeño estaba colgando de un hilo. No iba a aguantar. Estaba sufriendo.

    – ¿De casualidad eres Dios? – Gritó, enfurecida.

    El gran hombre escupió a un lado y se rio.

    – ¡Descarada! – Y abofeteó a Durvalina en la cara. Ella se tambaleó y cayó. El otro vino poco después:

    – Déjala, Tenorio – y, acercándose, preguntó:

    – ¿Cuántos años tienes?

    Durvalina, aprovechando su estado raquítico y desnutrido, mintió sin pestañear:

    – Diez.

    – ¿Ya te llegaron las reglas?

    Ella negó con la cabeza, mintió de nuevo. Si supieran que ya estaba menstruando, probablemente la violarían. No. Tenía que mentir. Era una cuestión de supervivencia. Ella repitió, ahora con una voz más infantil:

    – Todavía no. Acabo de cumplir diez años.

    – ¿Y esto que todavía no es mujer? – Preguntó Tenorio.

    – Nada de eso, hombre – respondió Olerio –. Si abusamos de una niña pura, no entraremos al cielo.

    – La criamos hasta que sea hermosa. ¿Qué dices?

    – Puede ser.

    Tenorio fijó sus ojos en su cuello.

    – ¿Qué es esto? – Señaló.

    Durvalina llevó su mano a la bolsita y respondió rápidamente:

    – Un amuleto. Fue mi mamita quien lo hizo. Para traerme suerte.

    – Funcionó. Al menos sigues aquí, viva.

    – Basta de hablar – interrumpió Olerio –. Ahora vamos a dormir para que el día se aclare y prosigamos nuestro viaje.

    Durvalina estaba muy conmocionada. No le importaba que le pidieran la bolsa. Sabía que eran dos asesinos, asesinos profesionales. No dudaría en darles cualquier cosa. Estaba más interesada en preservar su propia vida. A lo lejos, con la luz de la luna, vio los tres cuerpos ensangrentados y tendidos en el suelo.

    – Mataron a mi familia – murmuró en voz baja –. Pero me las pagarán. Recogeré el cambio. Juro que lo haré.

    Olerio, el menos cruel, la tomó del brazo y la hizo acostarse sobre un paño de decoración indefinida por lo mugriento que estaba. descansado Durvalina; sin embargo, no pudo pegar ojo. Pasó el resto de la mañana rezando oraciones, intercaladas con escenas en las que mataba a cada uno de forma diferente, varias veces.

    Su espíritu había vivido muchas vidas entre guerras, disputas, cruzadas. Durvalina había reencarnado muchas veces con el objetivo de defender el honor, la patria, la religión, los pobres, los necesitados. Tenía un buen corazón, pero era inflexible. En sus últimas experiencias terrenales, todo había sucedido sobre la base de los ocho u ochenta, el hacer o romper. No había término medio. Si le gustaba alguien, defendía a la persona con uñas y dientes, incluso moriría en su lugar si fuera necesario. Sin embargo, si no le gustaba, era capaz de matar, sin dudarlo, sin tener una pizca de remordimiento por el acto realizado.

    Sin embargo, la conciencia solo se expande, el espíritu madura, la vida crea recursos para que el individuo crezca y aprenda a través de sus propias experiencias. El espíritu de Durvalina estaba cansado de tanta rigidez y anhelaba más flexibilidad para sufrir menos. Había pedido reencarnarse lejos de Europa, quería aires nuevos. Los espíritus decidieron que ella podía, sí, renacer en otro continente, pero no había forma de dejar de encontrar afectos... y desamores. Ahora era el momento de la tarea. ¿Durvalina estaría lista? Solo el tiempo lo diría.

    Cuando salió el sol y se puso insoportablemente caliente, los hombres continuaron su viaje y arrastraron a Durvalina con ellos.

    – Al menos entierren a mi familia – suplicó entre lágrimas. Tenorio murmuró algo ininteligible y Olerio asintió.

    – Tiene razón. Hagamos una tumba.

    Mientras arrojaban los cuerpos a una zanja poco profunda, Durvalina dejó que las lágrimas brotaran e hizo una oración sincera, una de las muchas que había aprendido de Bibiana.

    Una brisa fresca tocó su rostro. Entonces fue como si escuchara dentro de su cabecita:

    – Ánimo, mi tesoro. Un poco más y pronto comenzará una nueva etapa. Tu espíritu pidió, Dios respondió. Ahora adelante. Con fe.

    El espíritu en forma de mujer besó su frente y desapareció en el aire.

    ~∞~

    Los días pasaron rápido e igualmente calurosos. Bajaron por el Piauí, atravesaron Bahía y, semanas después, se detuvieron en un pequeño pueblo del norte de Minas Gerais. Durvalina los había seguido todo el tiempo sin abrir la boca. No hablaba, y cuando tenía miedo, oraba; cuando sentía odio, también oraba. Algo dentro de ella le decía que aguantara y mantuviera la confianza, sin darse por vencida.

    – No descansaré hasta hacer justicia. No puedo dejar que sigan matando con impunidad.

    – Esta es la tarea de Dios – susurró una voz.

    Durvalina se encogió de hombros y, como si hablara consigo misma, respondió:

    – Es mi trabajo. Se metieron con mi familia – señaló –. Lo resolveré, a mi manera. Y punto final.

    Llegaron a Jequitinhonha y acamparon en las afueras. Había una cascada. Durvalina se quitó el vestido abullonado y se quitó la pequeña bolsita cuello de cuero.

    – No sé qué hay aquí.

    Ante la duda, abrió la bolsa y sacó lo que había dentro. Había un guijarro transparente y brillante.

    – Vaya, parece un pedacito de cristal ¿Por qué la doña Bibiana me pidió que me quedara con esto?

    Durvalina

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