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Infancias de tierra adentro
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Libro electrónico98 páginas1 hora

Infancias de tierra adentro

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En la cama infantil, apenas separadas por la muñeca, vieron cómo la madre, calmada y gozosa, abría un libro, sonreía y pronunciaba aquellas mágicas palabras que Paula y Betty querían escuchar infatigablemente: Les voy a contar un cuento... Había una vez...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 jul 2023
ISBN9798223324287
Infancias de tierra adentro
Autor

Vettier, Ponsowy

Su trayectoria poética nos dice que en 1948 el autor de Platero y yo, el insigne poeta andaluz Juan Ramón Jiménez, leyó sus poemas en la SADE junto con los de otros poetas escondidos de Buenos Aires, acto que revivió en un artículo de La Prensa el poeta A. Requeni treinta años después. De 1948 a 1950 colaboró con las revistas de poesía Ángel, Latitud 34 y Nombre, y en los años 1950-1951 en la revista de Poesía Argentina de la Secretaría de Cultura. Siempre en poesía, disertó en Radio Nacional y otras emisoras, recibiendo premios en concursos convocados por el Ateneo Popular de la Boca, la Biblioteca del ex Banco Hipote - cario Nacional, la Unión Carbide Co, a través de la Biblioteca Cornelio Saavedra, el Centro de Estudios Per Abbat de La Plata. También ha recibido galardones del Primer Salón de Escritores Bancarianos y diversas instituciones tales como la Fundación San Telmo y otras similares que editaron antologías en las que figuran algunos de sus poemas. Por otra parte, ha colaborado poética - mente en dos antologías organizadas por Editorial De los Cuatro Vientos. La colección Metáfora de Editorial Vinciguerra editó en 2003 su libro de poemas Pocillo de Café e integró, en la misma editorial, la Summa Poética editada en 2003, con su opúsculo Carnaval. Actualmente, acaban de publicarse alguno de sus poemas en la Antología 2004 de la Fundación Argentina para la Poesía.

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    Infancias de tierra adentro - Vettier, Ponsowy

    Infancias de Tierra Adentro

    ADELA VETTIER PAULINA PONSOWY

    Infancias de Tierra Adentro

    Para Matías, Luana, Joaquín, Ian, Abril y Ailín, con amor.

    El Orejuano

    En la provincia de Salta, muy cerca de la Quebrada del Toro, vive Eulogio, un niño cuyo mayor placer consiste en montar su burrito blanco, el Orejuano.

    Le ha puesto ese nombre pues su pequeña perra

    -otro gran amor de su niñez- se llama Juana y el burrito tiene largas, sedosas orejas que él se complace en acariciar.

    Ese nombre compuesto tan originalmente causa gracia a la familia y también a los vecinos de la larga calle de tierra donde habitan, ya que le dicen el Ore o el Juano cuando los cruzan por los pedregosos caminos de las sierras.

    Eulogio aprovecha las ocasiones en que visita a su padre en la represa de Cabra Corral donde trabaja, para montar su burrito y disfrutar de la clara atmósfera y del idílico y solitario paisaje. Un águila, arriba, suele ser todo lo que cruza el cielo.

    Al fondo del barranco, el cenagoso río Toro lo acompaña con su murmullo y al otro lado, la alta pared crece hasta convertirse en montaña. Le han contado que lejos, en las márgenes del río Juramento, hay selva y enredaderas y flores.

    Aquí no hay un árbol pero desde las grietas alguna mata lo saluda con su cabellera agitada por el viento. Eulogio no puede ser más feliz. Piensa que el Orejuano vivirá siempre y que, cuando él sea viejo, lo seguirá llevando de memoria por los caminos de la

    provincia, muy lejos, siempre juntos, como hoy.

    Todo parecía andar sobre serenos carriles, pero un día el padre llegó muy contento a la casa -limpia y ordenada, con su patio de tierra apisonada y el horno de barro bajo el viejo tala- y les dijo que debían mudarse a la ciudad de Salta, adonde lo destinaba la empresa para la que trabajaba. Todo ocurriría en una semana. Había que deshacerse de muchas cosas porque la nueva casa era pequeña.

    Todos se alegraban... todos menos Eulogio. Él comienza a pensar con tristeza, a crecer en pena, pues en ese caso –le dijeron–, el Orejuano será vendido a un jujeño que lo llevará más al norte, ya que en la vivienda que habitarán en la ciudad no habrá espacio para alojar a su entrañable compañero.

    Cuando lo venden, él no quiere estar, se aleja, se esconde, pero vuelve corriendo a la casa para darle el último abrazo.

    Al fin lo ve partir por la calle de tierra. El Orejuano se aleja con el jujeño. No quiere avanzar, hay que empujarlo. Sus grandes orejas recortadas cada vez más lejos en la luz de la tarde, parecen decirle adiós.

    Eulogio está tan triste que la llegada a Salta, la gran ciudad, ni siquiera lo conmueve.

    Salta la Linda es atrayente, contiene novedades, juegos desconocidos, negocios, colegios, bibliotecas, parques de un intenso verdor pero... él no tiene más al Orejuano, amigo preciado de su niñez.

    La fantasía angustiada de Eulogio comienza a volar tras su querido burrito. En las noches lo extraña, no puede dormir o sueña con él y en esas imágenes coloridas y felices lo va montando despacito por la ladera, acariciándole las sedosas orejas.

    En cada despertar lo invade una inmensa nostalgia que no puede explicar, pero le habla sin sonidos como si estuviera presente, diciéndole que es hermoso cabalgar con él por la Quebrada del Toro, juntos y solos, con el río, las piedras y el viento.

    Así, con añoranza, sueño y pesadillas, va transcurriendo la breve vida de Eulogio que empalidece día a día, duerme a deshoras para recrear en su mente la dulce presencia del Orejuano y preocupa a sus padres con esa conducta.

    Por tal causa lo llevan al hospital para que el médico lo revise y diagnostique el raro mal que lo aqueja. El doctor lo examina minuciosamente y lo encuentra decaído pero sano. Nadie puede explicarse qué le ocurre al niño. Pero seguros están de que es algo que el niño a nadie confía.

    Al tiempo e invitada por una institución oficial, la familia emprende un viaje de excursión a Tilcara, atravesando la Quebrada de Humahuaca, célebre por su paisaje ocre, árido, tan indescriptible como bello, escenario de famosos carnavales donde el erque y el charango lucen la habilidad de los lugareños.

    El guía va anunciando los distintos paseos, el nombre de los vegetales xerófilos, las epopeyas de la Independencia y la triste travesía del General Lavalle por esos desolados lugares, donde el sol brilla más que en ninguna otra parte y donde la grandiosidad del panorama obliga a contemplarlo en silencio.

    Cuando en medio de esa mágica geografía y con gran asombro llegan a Purmamarca, bajan del vehículo para admirar con mayor detenimiento el fastuoso espectáculo que se abre ante sus ojos: son los Cerros de los Siete Colores. Esa gama nunca vista va serpenteando y ondulando como un reptil embrujado desde el violeta y el naranja hasta el amarillo maíz más intenso, coloreada por las vetas zigzagueantes de las rocas.

    Observan el despliegue de lugareños -mestizados con indígenas quichuas cuyo origen se remonta a épocas precolombinas- que muestran a los viajeros las artesanales piezas

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