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Al investigar el misterio de la Iglesia: Nostra aetate, el pueblo judío y la identidad de la Iglesia
Al investigar el misterio de la Iglesia: Nostra aetate, el pueblo judío y la identidad de la Iglesia
Al investigar el misterio de la Iglesia: Nostra aetate, el pueblo judío y la identidad de la Iglesia
Libro electrónico557 páginas6 horas

Al investigar el misterio de la Iglesia: Nostra aetate, el pueblo judío y la identidad de la Iglesia

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La Declaracion del Concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra aetate) transformo la vision catolica del pueblo judio y la tradicion religiosa judia. Afirmando que «al investigar su propio misterio» la Iglesia descubre su vinculo con la «estirpe de Abraham», este documento daba a entender que el misterio de Israel es inseparable del misterio de la Iglesia. Como misterios entrelazados, cada comunidad necesita de la otra para comprenderse a si misma.

En Al investigar el misterio de la Iglesia, el destacado teologo judio mesianico Mark S. Kinzer sostiene que la Iglesia todavia tiene que explorar adecuadamente las implicaciones de Nostra aetate para mejor comprenderse a si misma. La nueva ensenanza catolica acerca de Israel debe dar lugar a nuevas perspectivas en diversos campos de la teologia cristiana, como la cristologia, la eclesiologia y la teologia de los sacramentos. Con este proposito, Kinzer propone una eclesiologia de Israel arraigada en la cristologia de Israel, en la que una restaurada ecclesia ex circumcisione (la iglesia procedente de la circuncision) asuma un papel crucial como signo sacramental del vinculo de la Iglesia con el pueblo judio y de la eleccion irrevocable del Israel genealogico.
IdiomaEspañol
EditorialCascade Books
Fecha de lanzamiento13 jun 2023
ISBN9781666772746
Al investigar el misterio de la Iglesia: Nostra aetate, el pueblo judío y la identidad de la Iglesia
Autor

Mark S. Kinzer

Mark S. Kinzer es moderador y fundador de Yachad BeYeshua, comunidad ecuménica mundial de discípulos judíos de Jesús. Es autor de Postmissionary Messianic Judaism (2005), Israel’s Messiah and the People of God (2011), Searching Her Own Mystery (2015, aquí trad. 2023) y Jerusalem Crucified, Jerusalem Risen (2018, aquí trad. 2022).

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    Al investigar el misterio de la Iglesia - Mark S. Kinzer

    Capítulo 1

    El desafío eclesiológico de Nostra aetate

    Una revolución teológica

    Dos papas y cuatro propuestas

    El 27 de abril de 2014, la Iglesia católica reconoció oficialmente como santos al papa Juan XXIII y al papa Juan Pablo II. Los medios de comunicación se centraban en el atractivo de estas dos figuras para sectores rivales de la Iglesia: Juan XXIII inspiraba a los progresistas, mientras que Juan Pablo II se ganaba la devoción de los tradicionalistas. Se prestó poca atención a la revolución en la enseñanza y la sensibilidad católicas que estos dos papas llevaron a cabo conjuntamente: Juan XXIII como iniciador, Juan Pablo II como intérprete, personalidad emblemática e implementador.

    Me refiero a la nueva enseñanza católica sobre el pueblo judío y su forma de vida. El papa Juan XXIII convocó el concilio que convertiría esa enseñanza en parte oficial del dogma católico, y sin su intervención personal ese concilio habría evitado el tema.¹ Aunque no vivió para presenciar la adopción de Nostra aetate en 1965, este extraordinario avance en las relaciones entre judíos y católicos se atribuye con razón a su pontificado.

    El cardenal Karol Wojtyla fue elegido papa trece años después de la adopción de Nostra aetate. Las enseñanzas del documento relativas al pueblo judío tenían un profundo significado personal para este hijo de Polonia. Había crecido en compañía de judíos y había sido testigo directo de la tragedia del Holocausto. El nuevo papa se comportó como si el punto 4 de Nostra aetate le impusiera la sagrada obligación de explorar su significado teológicamente y materializar su verdad con hechos y relaciones personales concretas. Con actos emblemáticos como su visita a la sinagoga de Roma en 1986 y su peregrinación a Jerusalén en el 2000, y en numerosos discursos públicos al tratar de la relación entre la Iglesia católica y el pueblo judío, este papa hizo del capítulo cuarto de Nostra aetate una realidad tangible y viva.

    El capítulo cuarto de Nostra aetate supuso el inicio de una revolución en la enseñanza de la Iglesia.² Fue adoptado dos décadas después de la caída de la Alemania nazi, cuya ideología racial era compartida en parte por muchos católicos de aquella época, que incluso cuestionaban si el bautismo podría quitar del alma judía la mancha producida por el rechazo del Hijo de Dios.³ En 1943, un teólogo católico tan eminente como Karl Adam podía argumentar que la inmaculada concepción de María la convertía virtualmente en no-judía: «Por un milagro de la gracia de Dios, María está más allá de las características que se transmiten por sangre de judío a judío».⁴ Si bien el enfoque en la sangre y la raza era una novedad moderna, la creencia entre los cristianos de que el pueblo judío era colectivamente culpable del crimen de deicidio (es decir, el asesinato de Dios) tenía una larga y trágica historia.

    Este contexto nos ayuda a apreciar mejor la significación de Nostra aetate 4. En ese capítulo se establecen como fundamentales cuatro proposiciones para la visión católica del pueblo judío.⁵ En primer lugar, en respuesta a la todavía reciente catástrofe de la Shoah⁶, el documento rechazaba la afirmación de que el pueblo judío era culpable de la muerte de Jesús y denunciaba toda forma de antisemitismo. Esta proposición parece obvia para la mayoría de los cristianos del siglo xxi, y nos resulta difícil concebir una época en la que habría sido una afirmación conflictiva. El hecho de que ahora tengamos que movilizar nuestra imaginación histórica para comprender la naturaleza controvertida de este aspecto de Nostra aetate es en sí mismo un tributo al éxito del documento.

    Sin embargo, Nostra aetate 4 no fue principalmente un ejercicio para combatir una enseñanza falsa y dañina. El resto de las propuestas articuladas en el documento son todas de carácter positivo.

    La segunda proposición se centra en el «mutuo conocimiento y aprecio» que deben existir entre cristianos y judíos en atención a su «patrimonio espiritual común». La descripción de este legado común constituye el núcleo de Nostra aetate 4. En ese patrimonio se incluye, por supuesto, el «Antiguo Testamento», pero también se hace ver la contribución de los judíos que cuidaron y conservaron esos libros después de su composición y los transmitieron a la Iglesia: «Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la [r]evelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza […]». Además, el propio Jesús y la Virgen María proceden de estirpe judía, al igual que «los [a]póstoles […], así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo». Sobre la base de este «patrimonio común», los cristianos deben ir más allá de la mera renuncia al antisemitismo y construir una nueva relación de confianza y esfuerzo cooperativo con sus vecinos judíos. La segunda proposición de Nostra aetate 4 pretende así fomentar una relación positiva entre cristianos y judíos sobre la base de un pasado común.

    La tercera propuesta va más allá y afirma que el pueblo judío comparte con los cristianos algo más que un pasado común: como la Iglesia, el pueblo judío ha recibido de Dios una llamada irrevocable y goza de un estatus espiritual especial en la presencia de Dios. Citando la carta de Pablo a los romanos (Rm 11,28-29), el documento afirma que «según el Apóstol, los [j]udíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación». En otras palabras, el pueblo judío sigue siendo una nación elegida y conserva un papel único en el plan divino. La primera proposición rechazaba la opinión de que los judíos sufrían una horrible maldición. La tercera proposición declara que, de hecho, viven bajo una bendición singular.

    El hecho de compartir tesoros antiguos debería fomentar una relación de «mutuo conocimiento y aprecio» entre cristianos y judíos; y el reconocimiento por parte de la Iglesia de la elección de la «[estirpe⁷] de Abraham» debería inspirar reverencia hacia el pueblo judío y su forma de vida. Sin embargo, ninguna de estas proposiciones requiere que la relación de la Iglesia con el pueblo judío constituya un rasgo esencial de su identidad corporativa actual. Jesús, su familia y sus discípulos eran todos judíos, pero todo eso fue en un pasado remoto. Tanto la Iglesia como el pueblo judío gozan de un estatus especial a los ojos de Dios, pero aun así es posible que la posición de la Iglesia como «nuevo pueblo de Dios» sea de un orden tan elevado como para negar cualquier sentido de interdependencia mutua. La relación entre las dos comunidades puede existir puramente en un nivel externo, como se podría inferir razonablemente de Lumen gentium 16, adoptada casi un año antes de Nostra aetate. ¿Hay alguna razón para pensar que «cristianos y judíos» están inextricablemente unidos a los ojos de Dios, y que poseen no solo una herencia común y dos vocaciones divinamente señaladas, sino también una identidad y un destino entrelazados? La sugerencia de que tal es el caso constituye la cuarta y quizás más importante proposición de Nostra aetate 4. Aunque es la última afirmación en mi exposición, en el documento mismo esta proposición aparece como declaración inicial: «Al investigar el misterio de la Iglesia, este [s]agrado [c]oncilio recuerda los vínculos con que el [p]ueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la [estirpe] de Abraham».⁸ He extraído el título de mi libro de esta frase trascendental, y el contenido de la misma merece una atención especial en mi capítulo inicial.

    El pueblo judío y el judaísmo como «intrínsecos» para la Iglesia

    ¿Está justificado dar tanta importancia a esta declaración introductoria de Nostra aetate 4, que en una primera lectura no parece más que una transición literaria a un nuevo tema? La historia del documento y de su interpretación nos permite responder a esta pregunta con un rotundo sí. Al discutir un borrador del documento en una sesión del Concilio Vaticano en septiembre de 1964, los obispos alemanes explicaron por qué pensaban que era esencial una declaración del concilio sobre el pueblo judío: «Si la Iglesia en concilio hace una declaración sobre su propia naturaleza, no puede dejar de mencionar su conexión con el pueblo de Dios de la Antigua Alianza».⁹ En ese momento, la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium) estaba en su fase final de desarrollo, y su adopción oficial dos meses después constituiría uno de los mayores logros del Vaticano II.¹⁰ Así pues, «la Iglesia en concilio» estaba a punto de hacer «una declaración sobre su propia naturaleza».¹¹ Para estos obispos alemanes, tal declaración requería necesariamente una reflexión sobre la relación de la Iglesia con el pueblo judío.¹² Es esta convicción —que la identidad de la Iglesia es en cierto sentido inseparable de la del pueblo judío— la que se formula en la frase introductoria de Nostra aetate 4. Más que una mera transición literaria, esta frase proporciona la razón teológica fundamental del capítulo que introduce.

    En 1974, la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos emitió un documento titulado «Directrices y sugerencias para la implementación de la declaración conciliar Nostra aetate (núm. 4)».¹³ La conclusión de las Directrices incluye lo siguiente:

    El Concilio Vaticano II ha señalado el camino a seguir para promover una profunda comunión entre judíos y cristianos. Pero aún queda un largo camino por recorrer. El problema de las relaciones entre judíos y cristianos concierne a la Iglesia como tal, pues al ‘reflexionar sobre su propio misterio’ se encuentra con el misterio de Israel. Por ello, incluso en zonas donde no existen comunidades judías, esto sigue siendo un problema importante. La cuestión tiene también un aspecto ecuménico: el retorno mismo de los cristianos a las fuentes y orígenes de su fe, injertados en la alianza anterior, ayuda a la búsqueda de la unidad en Cristo, la piedra angular.¹⁴

    Nueve años después de la adopción de Nostra aetate, la comisión vaticana encargada de la implementación del capítulo que trata del pueblo judío destacaba su frase introductoria y subrayaba su singular importancia. El «problema» de las relaciones entre judaísmo y cristianismo no surge como resultado de preocupaciones meramente prácticas y pastorales derivadas de la relación de la Iglesia con determinadas comunidades judías. Surge, en cambio, como resultado de la propia naturaleza esencial de la Iglesia. Esto significa que el «problema» afecta a la Iglesia como un todo, en todas sus partes y manifestaciones, «incluso en zonas donde no existen comunidades judías» y donde no se presentan preocupaciones pastorales inmediatas. El tema es de tal importancia, que abordarlo adecuadamente ofrece la esperanza de sanar las propias divisiones internas de la Iglesia.

    Si quedara alguna duda sobre la singular importancia de la frase introductoria de Nostra aetate 4, esta desaparecería ante la coherencia de las enseñanzas del papa Juan Pablo II.¹⁵ Solo cinco meses después de ser nombrado Obispo de Roma, el papa se dirigió a un grupo de representantes de organizaciones judías:

    Como ha mencionado su representante, fue el Concilio Vaticano II con su declaración n.° 

    4

    en Nostra aetate, el que proporcionó el punto de partida para esta nueva y prometedora fase en la relación entre la Iglesia católica y la comunidad religiosa judía. En efecto, el Concilio dejó muy claro que, «al investigar el misterio de la Iglesia», rememoraba los vínculos espirituales que unen al pueblo de la Nueva Alianza con la estirpe de Abraham. Así se entiende que nuestras dos comunidades religiosas estén conectadas y estrechamente relacionadas en el nivel mismo de sus respectivas identidades religiosas.¹⁶

    El papa Juan Pablo II expresa el significado de esta frase de Nostra aetate con determinante claridad: la Iglesia católica y el pueblo judío están unidos no solo por un pasado común, sino también —y sobre todo— «en el nivel mismo de sus respectivas identidades religiosas». En su visita a la sinagoga de Roma en 1986, el papa subrayó este punto mediante otro contraste:

    Todos somos conscientes de que, entre las riquezas de este párrafo número

    4

    de Nostra aetate, hay tres puntos especialmente relevantes. El primero es que la Iglesia de Cristo descubre sus «vínculos» con el judaísmo «al investigar [su propio] misterio». La religión judía no es extrínseca a nosotros, sino que en cierto modo es intrínseca a nuestra propia religión. Con el judaísmo, por tanto, tenemos una relación que no tenemos con ninguna otra religión. Vosotros sois nuestros muy amados hermanos y, en cierto sentido, podría decirse que sois nuestros hermanos mayores.¹⁷

    Para Juan Pablo II, la introducción de Nostra aetate 4 significa que la vida religiosa judía no es «extrínseca» sino —«en cierto modo»— «intrínseca» a la fe cristiana.¹⁸ Este contraste extrínseco/intrínseco transmite de forma muy expresiva el significado de las palabras «al investigar el misterio de la Iglesia». En la paráfrasis ofrecida por Richard John Neuhaus, «la Iglesia no sale de sí misma, sino que profundiza en su interior, para unirse a los judíos y al judaísmo».¹⁹

    Originalmente, la declaración del Vaticano II sobre el judaísmo y el pueblo judío iba a aparecer como un documento independiente. Sin embargo, en el curso de sus deliberaciones, el concilio decidió colocar esta enseñanza en el contexto más amplio de «La relación de la Iglesia con las religiones no cristianas». Así, la sección 1 de la forma final de Nostra aetate ofrece una introducción general a las «religiones no cristianas». La sección 2 se centra en las religiones que se encuentran en civilizaciones más avanzadas, y menciona explícitamente el hinduismo y el budismo. La sección 3 habla del islam. Y solo entonces la sección 4 aborda el tema del judaísmo y el pueblo judío. Cualesquiera que fueran las ventajas de tal disposición, la introducción del judaísmo como el último componente de una serie de «religiones no cristianas» podría interpretarse como un menoscabo del estatus único del pueblo judío y de su relación con la Iglesia. El papa Juan Pablo II rechaza inequívocamente esa lectura, y lo hace apoyándose una vez más en su interpretación de la frase inicial de Nostra aetate 4:

    La apertura universal de Nostra aetate, sin embargo, está anclada en, y se orienta desde, un alto sentido de la absoluta singularidad de la elección de un pueblo particular por parte de Dios, «Su propio» pueblo, Israel según la carne, ya llamado «Iglesia de Dios» [Lumen gentium

    9

    ]. Así, la reflexión de la Iglesia sobre su misión y sobre su propia naturaleza está intrínsecamente ligada a su reflexión sobre el linaje de Abraham y sobre la naturaleza del pueblo judío (v. Nostra aetate

    4

    ). La Iglesia es plenamente consciente de que la Sagrada Escritura atestigua que el pueblo judío, esa comunidad de fe y custodia de una tradición milenaria, es parte íntima del «misterio» de la revelación y de la salvación.²⁰

    Para el papa Juan Pablo II, la sección 4 de Nostra aetate trasciende las tres primeras secciones y las ancla y orienta. Así, Nostra aetate no presenta al judaísmo como el miembro más noble de una categoría general, las «religiones no cristianas», sino que considera que esta tradición religiosa refleja la «absoluta singularidad de la elección de un pueblo particular por parte de Dios». Con el pueblo judío, nos movemos más allá del ámbito de la religión natural, y nos adentramos en la esfera del «misterio de la revelación y de la salvación», en que la propia Iglesia habita.

    Los «vínculos espirituales» que unen a las dos comunidades

    El papa Juan Pablo II considera que el pueblo judío y su forma de vida religiosa son, en cierto sentido, «intrínsecos» a la identidad de la Iglesia. Como dice la frase inicial de Nostra aetate 4, la Iglesia descubre sus «vínculos» con el pueblo judío cuando «investiga [su propio] misterio». ¿En qué consisten exactamente esos vínculos? El papa ofreció su respuesta al dirigirse a los líderes de la comunidad judía en Estrasburgo en 1988. Comenzó reconociendo la elección irrevocable del pueblo judío y su vocación de santificar el nombre divino y dar testimonio de la identidad de Dios:

    Es pues a través de vuestra oración, vuestra historia y vuestra experiencia de fe, como seguís afirmando la unidad fundamental de Dios, su paternidad y misericordia hacia todo hombre y mujer, el misterio de su plan de salvación universal, y las consecuencias que de él se derivan según los principios expresados por los profetas, en el compromiso por la justicia, la paz y otros valores éticos.²¹

    La Iglesia necesita recibir este testimonio y aprender de él, y el compromiso con la «oración», la «historia» y la «experiencia de fe» del pueblo judío le permitirá comprender mejor los vínculos espirituales que unen a las dos comunidades. Pero la Iglesia solo puede apreciar el significado más profundo de esos vínculos espirituales centrándose en «la buena nueva de la salvación» que es capital para su propia razón de ser. El papa continúa así:

    Con el mayor respeto por la identidad religiosa judía, quisiera subrayar también que para nosotros, los cristianos, la Iglesia, pueblo de Dios y cuerpo místico de Cristo, está llamada a lo largo de su camino en la historia a anunciar a todos la buena nueva de la salvación en la consolación del Espíritu Santo. Según la enseñanza del Concilio Vaticano II, ella puede comprender mejor sus vínculos con vosotros gracias, es cierto, al diálogo fraterno; pero también meditando acerca de su propio misterio. Ahora bien, ese misterio tiene su raíz en el misterio de la persona de Jesucristo, judío, crucificado y glorificado.²²

    Para el papa Juan Pablo II, Jesús mismo es el vínculo que une a la Iglesia con el pueblo judío. Esto se debe a que Jesús es el «Cristo» (es decir, el Mesías de Israel) y, como tal, vivió como judío, fue crucificado como judío —o, más bien, como el «Rey de los judíos»— y sigue siendo judío en su humanidad resucitada y glorificada. La identidad de la Iglesia está enraizada en la persona de Jesús, y la identidad de Jesús está enraizada en su relación con el pueblo judío y su herencia espiritual. Por lo tanto, cuando la Iglesia reflexiona sobre su propio misterio, se encuentra con el misterio de Israel.

    Esto es, verdaderamente, una revolución teológica. Anteriormente, algunas expresiones pervertidas de la devoción cristiana a Jesús habían inspirado el odio hacia los judíos y el judaísmo. De acuerdo con esa bomba teológica plantada por el papa Juan XXIII y encendida por el papa Juan Pablo II, este antiguo instinto de desprecio se había interrumpido, e incluso revertido: ahora la devoción cristiana a Jesús debía convertirse en fuente de amor por el pueblo judío y de aprecio por el judaísmo.

    Obviamente, esto tiene profundas implicaciones para las relaciones concretas entre cristianos y judíos. Pero, ¿qué significa esto para la autocomprensión de la Iglesia, y para su comprensión de la verdad de la buena nueva de la salvación que ella lleva y proclama?

    Eclesiología de Israel y cristología de Israel

    Nostra aetate y la teología católica

    Aunque revolucionarias en sus efectos prácticos, la primera y la segunda proposiciones de Nostra aetate 4 —el rechazo del antisemitismo y el reconocimiento de una herencia espiritual compartida— podían adoptarse sin ninguna reorientación radical del marco teológico general de la Iglesia. La tercera proposición —la afirmación de la elección irrevocable en el amor del pueblo judío— plantea cuestiones sobre la mediación salvífica universal de Cristo que requieren atención, pero no tiene por qué conmocionar todo el sistema teológico de la Iglesia. La cuarta proposición, en cambio, plantea un desafío fundamental al modo en que la Iglesia se entiende a sí misma y el mensaje de gracia que proclama.

    Si el pueblo judío y el modo de vida judío son, en algún sentido, intrínsecos a la propia identidad de la Iglesia, como afirmó el papa Juan Pablo II al interpretar Nostra aetate 4, entonces la visión teológica que la Iglesia tiene de sí misma —en otras palabras, su eclesiología— debe tomar en consideración esta realidad. Además, dicha consideración no puede ser un mero apéndice de un sistema eclesiológico preexistente y autónomo, sino que debe implicar una reconfiguración de los pilares centrales de su estructura.

    Y si el vínculo espiritual interior que une a la Iglesia con el pueblo judío hay que hallarlo en «la persona de Jesucristo, judío, crucificado y glorificado», igualmente entonces la identidad de aquel a quien la Iglesia adora y proclama está en parte formada por su relación perdurable con su familia de carne y hueso. En consecuencia, la visión teológica de la Iglesia sobre la persona y la obra de Jesús —en otras palabras, su cristología— debe hacer destacar y debe explorar la significación del judaísmo de Jesús.

    Esto significa que la teología de la Iglesia sobre el pueblo judío no puede existir como un tema discreto y compartimentado, aislado del marco más amplio de la doctrina católica. Las afirmaciones de Nostra aetate 4 resuenan en todo el sistema de la teología católica: cristología, eclesiología, enseñanza sacramental y todo lo demás. En 1985, en un discurso conmemorativo del vigésimo aniversario de Nostra aetate, el cardenal Johannes Willebrands —entonces presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos— reconoció este desafío:

    […] nuestra tarea es afrontar adecuadamente, estudiar y tratar de resolver, con toda fidelidad a la tradición normativa católica [...] las cuestiones que una visión renovada del judaísmo plantea a muchos aspectos de la teología católica, desde la cristología a la eclesiología, desde la liturgia a los sacramentos, desde la escatología a la relación con el mundo y el testimonio que estamos llamados a ofrecer en él y para él.²³

    El cumplimiento de esta «tarea» está todavía en sus fases preliminares. Ofrezco este libro como contribución a su realización en curso.

    La eclesiología de Israel y su fundamento cristológico

    El desafío eclesiológico planteado por Nostra aetate se vio acrecentado con la adopción de Lumen gentium (constitución dogmática sobre la Iglesia) casi un año antes. Por un lado, este documento anticipa la enseñanza de Nostra aetate al afirmar la elección perdurable del pueblo judío: «Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación» (LG 16). Por otra parte, esta afirmación no desempeña ningún papel estructural en la visión global de la eclesiología en el documento. Es simplemente una de varias afirmaciones acerca de los que «aún no han recibido el Evangelio». No hay aquí ningún indicio de un vínculo intrínseco con el pueblo judío, que la Iglesia descubra al «investigar [su propio] misterio».

    Sin embargo, Lumen gentium mueve la eclesiología decisivamente en una dirección judía: lo hace al destacar la identidad de la Iglesia como «Pueblo de Dios» (LG 9-17), tratando de corregir una visión católica convencional que equiparaba Iglesia con jerarquía; y lo hace desarrollando una eclesiología de Israel en la que la imagen del pueblo de Dios del Antiguo Testamento anticipa tipológicamente a la Iglesia de Cristo. De este modo, los padres conciliares trataron de establecer una identidad eclesial que tiene algo en común con la del pueblo judío en su largo recorrido por la historia. Lumen gentium tanto afirma el estatus espiritual único del pueblo judío como desarrolla su visión de la Iglesia de forma que se asemeja más al pueblo judío. Sin embargo, nunca relaciona la primera proposición con la segunda. Al hacerlo así (o mejor dicho, al no hacerlo), Lumen gentium dejó a la Iglesia el legado de un interrogante categórico, que solo vino a hacerse más urgente con la adopción de Nostra aetate.

    En su cuarto capítulo, Nostra aetate nos informa de que la identidad de la Iglesia como «nuevo pueblo de Dios» está ligada a la identidad de los judíos como el «pueblo con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza». El papa Juan Pablo II enseña que el vínculo espiritual que une a ambos es «la persona de Jesucristo, judío, crucificado y glorificado». Así pues, la eclesiología de Israel de Lumen gentium debería tener su raíz en una visión cristológica particular. ¿Cómo podemos expresar mejor esa visión cristológica?

    La Iglesia católica parece reconocer ahora la necesidad de abordar esta cuestión. En los primeros años del nuevo siglo, la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos sugirió que un grupo internacional de teólogos cristianos debería reunirse para estudiar «la cuestión específica de cómo relacionar el significado de salvación universal de Jesucristo con la vida en curso de Israel en alianza con Dios».²⁴ El grupo comenzó a reunirse en 2006 y el fruto de su trabajo se publicó en 2011 con el título Christ Jesus and the Jewish People Today: New Explorations of Theological Interrelationships [trad., «Cristo Jesús y el pueblo judío hoy: nuevas exploraciones de las interrelaciones teológicas»]. Aunque la cuestión que abordó este grupo está formulada de forma diferente a la que yo estoy considerando aquí, sus esfuerzos académicos contribuyen sustancialmente al avance de mi propio proyecto.

    Una de las propuestas reiteradas por varios de los artículos de ese trabajo está inspirada en los escritos del papa Benedicto XVI.²⁵ Comprometiéndose con los conceptos judíos en su interpretación de Jesús, el papa Benedicto presenta a Cristo como la encarnación personal de la Torá:

    La Torá del Mesías es el Mesías, Jesús mismo. [...] De esta forma la Ley se hace universal. [...] En esta Torá, que es Jesús mismo, ahora está escrita en carne viva la esencia permanente de lo que se inscribió en las tablas de piedra en el Sinaí, esto es, el doble mandamiento del amor. [...] Imitarlo, seguirlo en el discipulado, es por tanto guardar la Torá, que se ha cumplido en él de una vez y para siempre.²⁶

    Jesús se entiende a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. El tremendo prólogo del Evangelio de Juan —«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn

    1

    ,

    1

    )— no dice nada diferente de lo que dicen el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los evangelios sinópticos.²⁷

    Los colaboradores de Christ Jesus and the Jewish People Today emplean esta cristología de la Torá para demostrar la relación permanente entre Jesús y el pueblo judío. Para ellos, no solo Jesús es la Torá en persona, sino que la Torá observada por el pueblo judío es también una manifestación de la gracia y el poder de Jesús. Así, Hans Hermann Henrix escribe:

    Si los cristianos confían en la bendición de Dios sobre el caminar judío según la Torá de Israel y si este caminar halájico solo puede considerarse salvífico cuando se relaciona con la creencia cristiana fundamental de que toda salvación es la salvación de Jesucristo, entonces decir que Jesucristo es la Torá viva puede entenderse que denota tal mediación. Entonces, lo que para los judíos es salvífico —vivir según la Torá, confiar en la palabra de Dios, tener fe en la promesa de Dios— estaría en contacto con Jesucristo y sería aceptado en él confirmando, reafirmando o reforzando, pues Jesucristo es obediente a la Torah y la cumple. Cualquiera que obedece la Torá como judío y se esfuerza por alcanzar la meta de ser una encarnación de la Torá, para los cristianos, por el vínculo de Jesucristo con la Torá, camina en comunión salvífica con Cristo como Torá encarnada.²⁸

    Aunque el papa Benedicto no sacó esta conclusión de su cristología de la Torá, la propuesta de Henrix merece una seria consideración.

    Henrix argumenta con fuerza que la Torá siempre conserva su referencia particular al pueblo judío. Por lo tanto, cuando los cristianos gentiles se convierten en discípulos de la Torá encarnada, entran en relación con el pueblo judío.²⁹ De este modo, la Iglesia puede descubrir su vínculo con el pueblo judío investigando su propio misterio, es decir, a Jesús como Torá viva. Aunque este argumento tiene mérito, para la mayoría de los cristianos, incluidos los teólogos, carecerá de poder de persuasión. Para ellos, la Torá que Jesús encarna se asume generalmente como un Logos universal, despojado de sus rasgos étnicos temporalmente circunscritos. Podría interpretarse que el propio papa Benedicto no dice más que esto, cuando afirma que «ahora está escrita en carne viva la esencia permanente de lo que se inscribió en las tablas de piedra en el Sinaí, esto es, el doble mandamiento del amor» —la esencia universal y permanente de la Torá, no la Torá en su conjunto con todas sus costosas particularidades y peculiaridades—. Si los cristianos han de comprender la conexión esencial entre Jesús —con su Iglesia— y el pueblo judío, la cristología de la Torá por sí sola resultará insuficiente para la tarea.

    El cardinal Lustiger y la cristología de Israel

    Henrix parece reconocer las limitaciones o los escollos que plantea una cristología de la Torá como modelo cristológico independiente. Lo evidencia el hecho de que fundamente su propuesta no solo en la cristología de la Torá del papa Benedicto XVI, sino también en la enseñanza del papa Juan Pablo II sobre la identidad judía de Jesús. Antes de plantear el tema de la cristología de la Torá, Henrix cita estas palabras del pontífice polaco:

    La identidad humana de Jesús se determina a partir de su vínculo con el pueblo de Israel, con la dinastía de David y su descendencia de Abraham. Y esto no significa solo una pertenencia física. Al participar en las celebraciones de la sinagoga, donde se leían y comentaban los textos del Antiguo Testamento, Jesús llegó a conocer en persona esos textos. Así se convirtió en un auténtico hijo de Israel, profundamente arraigado en la larga historia de su propio pueblo.³⁰

    Henrix sitúa así su exposición sobre la identidad de Jesús como «Torá en persona» en el contexto de las reflexiones sobre la significación de Jesús como «auténtico hijo de Israel». Jesús está arraigado en la vida de su pueblo tanto genealógicamente (por descendencia de David y Abraham) como culturalmente (a través de una formación espiritual dependiente de una institución religiosa judía, es decir, la sinagoga). Por lo tanto, la Torá que él encarna no puede abstraerse de la vida y la historia del pueblo concreto al que le fue entregada.

    Henrix nos señala la dirección correcta, pero su exposición de las implicaciones teológicas de la identidad de Jesús como «auténtico hijo de Israel» carece de la sustancia adecuada. Para remediar esta deficiencia, recurrimos a los escritos del cardenal Jean-Marie Lustiger. El cardenal enuncia una visión de Jesús que mejor podría denominarse cristología de Israel. Según tal perspectiva, Jesús es el representante perfecto y la personificación individual del pueblo judío. Es el Cristo, es decir, el Mesías, el Rey de los judíos. Demuestra que lo es obedeciendo la Torá como Dios siempre quiso que se obedeciera. En su breve pero extraordinario libro The Promise, el cardenal Lustiger ofrece una serie de meditaciones sobre el Evangelio de Mateo. Comentando la matanza de los inocentes por orden de Herodes en Mateo 2, el cardenal expone su tesis básica:

    La lectura más común de este capítulo asimila a Herodes con Israel y ve a Jesús solo como Jesús mismo; mientras que, en realidad, toda la lógica del relato se dirige a mostrar que Israel es Jesús y que Herodes no es el rey de Israel. En este conflicto, la figura que se nos muestra del Hijo y Mesías resume la totalidad de Israel. Se trata de un texto profético en el que el evangelista —como hacen a menudo Isaías y otros profetas— juega con lo que los exegetas llamaron la personalidad corporativa, que hace referencia a la vez a una persona y a un pueblo. La figura del Mesías es al mismo tiempo una figura de Israel; la figura de Jesús es al mismo tiempo la de su pueblo, la de su Iglesia, y una figura de Israel. Lo que se dice de uno puede a veces aplicarse al otro, a veces a ambos. Muchas cosas solo pueden entenderse reconociendo la solidaridad de Jesús con los suyos, del Mesías con su pueblo.³¹

    Como rey mesiánico de Israel, Jesús «resume la totalidad de Israel»; representa y personifica al pueblo en su conjunto. El cardenal Lustiger reitera este tema al hablar del bautismo de Jesús (Mateo 3). Cuando la voz del cielo dice «Este es mi Hijo, el Amado» (Mt 3,17), debemos reconocer una alusión a la identidad de Israel como Hijo de Dios (Ex 4,22-23):

    «El nivel de significado más obvio [en las palabras de Dios a Jesús en su bautismo] es que Jesús es designado como el Hijo por excelencia. Se le designa no como un sustituto de Israel, sino como la realización misma de la vocación de Israel. Él es aquel en quien se realiza la Promesa destinada a todo Israel y por quien puede ser transmitida».³²

    Tras su bautismo, Jesús se dirige al desierto de Judea para pasar cuarenta días de prueba. Así como Jesús recapitula en sí mismo al pueblo de Israel, en este acto recapitula la historia de los cuarenta años de prueba de Israel en el desierto del Sinaí. El cardenal Lustiger hace la deducción correcta:

    «A partir de ese momento, se deja claro que Jesús es capaz de cumplir la Ley de Dios en su totalidad y de forma perfecta, y actúa así como el verdadero Israel debería actuar. […] Por eso, su encuentro con el Tentador en el desierto, del mismo modo que cuando Israel fue probado al salir de Egipto, estará centrado en Dios y en la totalidad de su Ley».³³

    Jesús obedece la Torá en toda su plenitud y por ello se convierte en «la realización misma de la vocación de Israel».

    Para los no católicos, es posible sostener tal cristología de Israel sin ver ninguna implicación necesaria en la relación actual de la Iglesia con el pueblo judío³⁴. Para un católico es más difícil hacerlo, porque Nostra aetate 4 afirma tanto la elección irrevocable del pueblo judío, como el vínculo espiritual que lo une al misterio de la Iglesia. Si ese vínculo espiritual se encuentra en «la persona de Jesucristo, judío, crucificado y glorificado», como afirmó el papa Juan Pablo II, entonces la cristología de Israel del cardenal Lustiger nos muestra el camino para explorar ese vínculo, y el propio cardenal da los primeros pasos. Reflexionando sobre el sufrimiento judío a través de las generaciones, y especialmente en la Shoah, escribe:

    Debemos creer que todo el sufrimiento de Israel, perseguido por los paganos a causa de su Elección, forma parte del sufrimiento del Mesías, del mismo modo que la matanza de los niños en Belén forma parte de la pasión de Cristo. De lo contrario, Dios mismo parecería incoherente respecto a su promesa hecha a Israel. Si la teología cristiana no es capaz de inscribir en su visión de la Redención, del misterio de la Cruz, que Auschwitz también forma parte del sufrimiento de Cristo, entonces hemos llegado a la cumbre de la absurdidad.³⁵

    Así pues, la identidad de Jesús como personificación individual del pueblo judío afecta no solo a los judíos de su época, sino también a todos los judíos de las generaciones futuras. No son solo los mártires de la Iglesia aquellos cuyo sufrimiento está vinculado a la obra expiatoria de Jesús, sino también los mártires del pueblo judío.

    Estando inextricablemente unido a su Mesías, el pueblo judío se convierte en una prueba para constatar si la Iglesia ha recibido realmente a Jesús como su Señor. Sobre el título de Rey de los judíos colocado por los romanos arriba en la cruz, el cardenal Lustiger nos dice esto:

    «Este título designa, desde el punto de vista de los paganos, no al rey de Israel, sino al rey de los judíos, para enfatizar el aspecto más étnico y despreciable a ojos de los romanos. Aquel a quien los discípulos reconocen como Señor universal lo es solo en la medida en que sus discípulos, judíos y no judíos, acepten que él es el rey de

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