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Retórica de un pene asustado
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Libro electrónico500 páginas7 horas

Retórica de un pene asustado

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¿Existe el patriarcado? ¿Tiene género la violencia? ¿Es el varón discriminado por la LIVG y las leyes de igualdad? ¿Existe una cultura de la violación? ¿Vivimos una epidemia de denuncias falsas? ¿Está en peligro la presunción de inocencia masculina? ¿Es discriminatoria la brecha salarial? ¿Existe un techo invisible al ascenso laboral femenino? ¿Basta la denuncia de una mujer para que el hombre pase la noche en comisaría? ¿Hay relación entre pornografía y violencia sexual? ¿Es el machismo necesariamente beneficioso para el hombre?

Esclarecer estas y otras cuestiones, tan polémicas como actuales, es el objeto de este libro. Que nace de la preocupación de un profesor de filosofía al comprobar que sus alumnos adolescentes están siendo sistemáticamente adoctrinados por una generación de youtubers neomachistas. El diagnóstico del autor es claro: no basta con proclamar la igualdad entre hombres y mujeres ni con aprobar leyes que la hagan efectiva. Si no realizamos con urgencia una pedagogía de las políticas de igualdad, que clarifique y arme argumentalmente a todos los ciudadanos, los tópicos machistas se acabarán imponiendo y las conquistas alcanzadas en materia de género serán desmanteladas en los próximos años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2023
ISBN9788411810982
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    Retórica de un pene asustado - Feliciano Mayorga Tarriño

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Feliciano Mayorga Tarriño

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-098-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi madre, a quien el patriarcado robó el sueño de ser maestra,

    pero que no permitió que se lo robara a sus hijas, mis hermanas.

    AGRADECIMIENTOS

    Ningún acto de creación es solitario, sino que implica a un buen número de amigos y colegas, que se toman la molestia de acompañarnos en el proceso. Destacaré a mis hermanas y a mi pareja Coral, con quienes he mantenido apasionantes tertulias sobre cada uno de los temas del libro, también a mi sobrina Natalia.

    He recibido impagables aportaciones de Víctor Fernández, Pilar Centeno, Lourdes Cano, Augusto Klappenbach y José Luis Romero. Este último ha corregido el libro con una meticulosidad admirable, planteándome una cantidad de críticas y sugerencias que hacen que me sienta más seguro de su contenido. Citaré en último lugar a mis alumnos, en especial a Marena, quienes con su frescura adolescente y sus preguntas francas y rebeldes han espoleado mi mente para hacerla más porosa a los cambios que están sucediendo. Por último, mi gratitud al movimiento feminista, con todas sus ricas contradicciones, que me ha permitido comprender que no se nace varón, se llega a serlo.

    INTRODUCCIÓN

    «No perdamos más tiempo en alimentar la guerra de los sexos discutiendo sobre lo malas que son las mujeres o si son peores los hombres. No es una pelea de un grupo contra otro ni un concurso para ver quién tiene más puntos. Las feministas no odiamos a los hombres ni a las mujeres machistas: lo que queremos es acabar con el machismo».

    Coral Herrera Gómez.

    «Crece la misoginia entre los hombres jóvenes y, en ello, son centrales youtubers, gurús y foros machistas. Es en las redes en donde se hace fuerte el antifeminismo».

    @LaVanguardia 8:20 a.m. 2 nov. 2022. Twitter Web App.

    Hace tan solo unos meses el tiktoker mallorquín Naim Darrechi, un influencer con veintiocho millones de seguidores en YouTube, reconocía entre risas que engaña a las chicas para mantener relaciones sexuales sin condón y eyacular dentro: «Yo les digo que tranquilas, que soy estéril. ‘Tú tranquila, que yo me he operado para no tener hijos’». Sin que, a pesar de la gravedad de las declaraciones, un posible delito de abuso sexual, el tiktoker haya perdido seguidores. Es más, si cabe su popularidad ha ido en aumento tras solicitar de forma irónica y fraudulenta un cambio de sexo que lo convierta oficialmente en Naima Alejandra, que justifica afirmando: «Ahora soy mujer porque tengo más derechos»¹.

    Naim Darrechi, como se ve una autoridad moral de tan solo veinte años que se enorgullece de esparcir generosamente sus genes sin el consentimiento de sus partenaires, también pontifica contra el aborto, he de suponer que para salvar a su abultada e indiscriminada prole de potenciales darrechistos: «Yo puedo entrar en tu casa, poner el gas y quitarte la vida sin que sufras. A mí me van a caer treinta años por asesinato y alguien que aborta, que se supone que es el mismo hecho, no solo es gratis, sino que lo pagamos de nuestros impuestos», explicaba de manera gráfica. Por cada mensaje esta estrella del fraude inseminador puede recibir, según los expertos, 20.000 euros. Pregunta por curiosidad a niños de once años quién es Cernuda, Mandela o Cervantes, casi con seguridad los asaltarán dudas y te sondearán sobre cuál es el último vídeo de estos tres youtubers, pero menciónales a Naim Darrechi y relatarán hasta la más extravagante de sus opiniones.

    Se trata solo de un ejemplo de lo que los expertos denominan manosfera, un universo por Internet de foros, webs, blogs, canales de YouTube y perfiles en redes caracterizados por la defensa de una masculinidad misógina, que se siente amenazada por el sistema, las mujeres y, sobre todo, el feminismo². A través de estas tribus digitales muchos varones, especialmente los más jóvenes, colman su vacío emocional vinculándose a otros varones sobre un trasfondo de rabia y victimismo. Es esta alianza defensiva lo que los atrae, no la búsqueda de información contrastada. Cuentan incluso, como muestran los más recientes estudios de etnografía digital, con su propia jerga: los hombres pueden ser alfas, sigmas, betas... atractivos chads (sexualmente atractivos), normies (normalitos), manlets de poca estatura (pero musculados); los feministas son tachados de aliades, manginas (hombres con vagina) u hombroños (hombres con coño); las mujeres pueden ser stacys o charos, y aparecen como irónicos «seres de luz»³.

    No creo revelar nada nuevo al afirmar que asistimos a una verdadera ofensiva patriarcal en nuestras sociedades occidentales, una ofensiva que amenaza con dinamitar todas las conquistas sociales en materia de igualdad de las últimas décadas. Los bárbaros ya están a las puertas de Roma. Esto no es nuevo en la historia del feminismo, como indica Nuria Varela, después de cada ola de avances en derechos de la mujer ha surgido un reflujo de carácter machista tratando de recuperar el terreno perdido. Lo singular del actual reflujo consiste en la construcción de un relato negacionista y victimista, que trata de persuadir a la opinión pública de que no son las mujeres las víctimas del machismo sino los varones las víctimas del feminismo, que el varón blanco y heterosexual, el macho alfa de la historia, estaría en vías de extinción acorralado por feministas, homosexuales y negratas. Las malvadas feminazis habrían logrado confundir la conciencia de Occidente haciendo ver al varón como el moderno Satán, la personificación del mal. Así resume Fernando Díaz Villanueva, en el epílogo del libro Morder la manzana y salir la serpiente de UTBH, la visión que, según él, el feminismo tiene de nosotros:

    «A saber, nacer hombres es intrínsecamente malo. Venimos con un defecto de fábrica inserto en el cromosoma Y. Somos agresivos, violentos, intolerantes, competitivos y propensos a delitos como el maltrato, la violación o el acoso sexual. Nos matamos entre nosotros, desconocemos palabras como cooperación o solidaridad y disfrutamos haciendo sufrir a las mujeres de nuestro entorno. Resumiendo, somos los portadores de lo que los teóricos de género han denominado masculinidad tóxica».

    Es lógico que alguien con una visión semejante esté furioso y asustado. Pero no es solo Fernández Díaz, ni un conjunto de reacciones aisladas, focos más o menos marginales de antifeminismo, sino un movimiento sincronizado que actúa dentro y fuera de los cauces oficiales, viralizándose en redes sociales como YouTube, Instagram, Twitter o Tik Tok. Estos nuevos canales de desinformación comparten, frente a la prensa tradicional, la total ausencia de filtros, no tener el deber de contrastar la información. Lo que, sumado al hecho de que los malditos algoritmos que rigen la distribución de contenidos proporcionan automáticamente a cada usuario aquello que desea escuchar, potenciando el llamado sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a buscar información que respalde los puntos de vista que ya tenemos, acaba convirtiendo al chaval más imparcial en un radicalizado hooligan, un verdadero fanático. Los varones adolescentes quedan prendados por el carácter aparentemente transgresor y novedoso de estos mensajes —procedentes del Neolítico—, en contraste con el fondo de corrección política, sobre todo al ser exhibidos por tipos con una estética progre que se han esmerado en borrar todas las huellas del Fary, y que presentan lo reaccionario como contracultura.

    Ser tradicional, antifeminista y de extrema derecha es la nueva moda retro que hace furor en las redes. Hecho nada excepcional teniendo en cuenta que los gurúes neomachistas siembran día tras día con total impunidad semillas patriarcales en la mente de los chicos, con el objetivo declarado de dar munición; cito textualmente a uno de los ídolos del movimiento: «Contra las feminazis que os intentan manipular en los institutos». Y vaya que si lo consiguen, la mayor parte de mis alumnos de ESO y Bachillerato frecuentan estos canales de contenido machista y algunos son seguidores enfervorecidos de youtubers afines a la secta. Todos los días me cruzo con padres que, como en el célebre cuento El flautista de Hamelín —o en la versión que nos ocupa El flautista neomachín—, me expresan personalmente su preocupación porque sus hijos varones están siendo seducidos y adoctrinados por estos líderes de opinión, a quienes no deberíamos subestimar. Su eficacia propagandística es tal que pueden contrarrestar con un solo vídeo los esfuerzos de padres y educadores en valores de igualdad en todo un curso académico. Sus opiniones y comentarios, que alcanzan a millones de personas, son el menú diario de chicos y chicas que no superan los dieciocho años, los cuales van interiorizando su discurso, al que convierten en algo emocional y, por tanto, no susceptible de ser rebatido con argumentos ni con datos.

    Y, por si fuera poco, no solo están organizados en las redes con el fin de derrotar al malévolo feminismo ante la opinión pública, sino que cuentan con un poderoso respaldo económico e institucional en partidos de extrema derecha, que truecan esta opinión en poder político. Aunque algunos de los influencers se desmarcan públicamente de estas formaciones, con las que comparten hasta en el detalle el relato antifeminista, es indudable que sus canales son una cantera de votos para el populismo conservador, al que hacen, con o sin intención, el trabajo sucio.

    ¿Por qué los denomino «neomachistas»? No es mi intención desde luego etiquetar a nadie, aún menos insultar. Pero, como trataré de demostrar en este libro, su narrativa es una variante del viejo machismo, una nueva cepa perfectamente adaptada a los tiempos que corren, con la diferencia de que no postulan abiertamente la superioridad natural del varón sobre la mujer. Es más, se hacen llamar «feministas liberales» o, simplemente, «igualitaristas». Ellos no son machistas ni feministas, sino igualitarios, señalan cargados de razón, como si el feminismo proclamara la supremacía de la mujer, hasta tal punto llega su confusión.

    La peculiaridad de esta mutación del virus machista, su ADN, es el negacionismo, la afirmación de que no existe discriminación alguna entre hombres y mujeres en nuestras sociedades occidentales, que la igualdad sexual es ya un hecho, y de que conceptos como «patriarcado», «machismo», «violencia de género» o «brecha salarial» son meras ficciones inventadas por el feminismo para victimizar a las mujeres y criminalizar a los hombres. Por muy evidentes que sean las desigualdades en el mercado laboral, nada hay en ello de injusto, son simplemente el resultado de preferencias libres. Por muy evidente que sea la violencia sexual y de pareja que sufren las mujeres, nada tiene que ver dicha violencia con el género. Es más, en un alarde de justicia y ecuanimidad, sentencian con voz solemne: «La violencia no tiene género».

    Todo su sistema ideológico se sostiene sobre tres dogmas básicos: la libre elección, el determinismo biológico y el individualismo sociológico. Según el primero, hombres y mujeres somos plena e igualmente libres en nuestras decisiones, pues así lo reconoce nuestra Constitución. Si las mujeres evitan elegir carreras técnicas es porque quieren, dejan su trabajo para cuidar a sus hijos porque quieren, renuncian a puestos de responsabilidad porque quieren, venden sus cuerpos porque quieren, trabajan más tiempo en tareas domésticas porque quieren. Nadie les pone una pistola en el pecho. Según el segundo, las divergencias que observamos entre hombres y mujeres no se deben a condicionantes sociales, sino a diferencias genéticas y hormonales. La culpa no es del patriarcado sino de la evolución, que se complació en diseñar cerebros rosas y azules. Y, por el tercero, niegan realidad e influencia a las identidades colectivas: clases, etnias, géneros, naciones, culturas, etcétera, juzgando que las acciones y decisiones de un individuo solo pueden explicarse desde sus propias intenciones subjetivas. Lo que les impide reconocer la existencia de violencia estructural en forma de sexismo, racismo o clasismo. La consecuencia de las tres premisas es que cualquier política de igualdad llevada a cabo por el Estado, las denominadas «acciones positivas», resultará discriminatoria para los hombres.

    Al tratarse de una ideología que niega la desigualdad de género, invisibiliza la violencia y se opone, en consecuencia, a todo intento de erradicarla, contribuye activamente a su perpetuación, de ahí que merezca la denominación de neomachismo. Como lluvia fina su índice de contagio va en aumento. Según el último barómetro del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, uno de cada cinco hombres, el 20%, entre 15 y 29 años, creen que no existe violencia de género sino que es un invento ideológico⁵. Para los neomachistas nuestra sociedad es el paraíso de la igualdad. Es más, es el varón el que estaría sojuzgado y discriminado por una dictadura feminista que gobierna las instituciones e impera como lo políticamente correcto.

    Amén de justificar el viejo orden patriarcal, su atractivo deriva, al igual que todo negacionismo, de su aparente rebeldía contra el orden establecido. Ellos, como los terraplanistas, los antivacunas o los negadores del holocausto, se consideran gente con espíritu crítico, que piensa por sí misma, frente al rebaño que nos dejamos manipular por los relatos oficiales, relatos en este caso ideados por lobbies feministas, que habrían tramado un plan para gobernar el mundo.

    Pero al margen de su contenido ideológico, la base emocional de su estrategia de comunicación consiste en crear en los varones, la mayor parte de sus seguidores, una sensación de amenaza, de peligro inminente, ante los logros visibles del movimiento feminista. Sus mensajes insisten en que estamos siendo juzgados como potenciales agresores y violadores, instando en consecuencia a levantarse contra el feminismo. Para estimular el reflejo de lucha en sus huestes han inventado un enemigo, al que denominan «feminismo hegemónico», un feminismo misándrico que odia a los varones por el hecho de serlo, y que no es sino una caricatura construida por ellos mismos a partir de ciertas manifestaciones puntuales de alguna feminista exaltada a título individual o de alguna corriente minoritaria, que nada tienen que ver con el feminismo real y mayoritario.

    Gestionando el temor colectivo de los varones, no solo a perder sus privilegios, sino derechos ciudadanos tan básicos como tener un juicio justo, visitar a sus hijos o que se presuma su inocencia, han trocado el miedo en odio a la mujer, en misoginia. Alimentada también, por qué no, de malas experiencias que algunos hombres han sufrido, pues nadie dice, tampoco el feminismo, que las mujeres sean ángeles. El resultado es un clima completamente paranoico entre los varones, que siguen con devoción militar canales en los que se los victimiza y adoctrina; y en los que se exhibe como trofeo la humillación y ridiculización pública de sus oponentes. Una red de auténticas fratrías de machos temerosos e irascibles convertidas en fuente solvente de fama y dinero para sus líderes.

    ¿Estamos ante un fenómeno local? En absoluto. El antifeminismo tiene alcance global, hundiendo sus raíces en Canadá y Estados Unidos, donde surgió el Movimiento de Derechos de los Hombres (MHD) del que forman parte activistas prominentes como Warren Farrell y Herb Goldberg. Y de cuya ideología son afines intelectuales como Hoff Sommers, Susan Pinker, Steven Pinker, Jordan B. Peterson, Roxana Kreimer o Camila Paglia, que tienen en España sus propios epígonos nacionales. Hay neomachismo para todos los gustos y paladares. Desde trabajos de perfil más académico, como el libro Desmontando al feminismo hegemónico, pasando por vídeos con argumentos muy elaborados, como los de UTBH (Un Tío, Blanco, Hetero), a otros de contenido manifiestamente cutre y misógino como los de Dala Rewiu: Una zorra bipolar que folla con su perro y es feminazi.

    Mi propósito al escribir este libro, que surgió a raíz de la petición de la madre de un alumno angustiada por la actitud prepotente de su hijo, seguidor de estos canales, es examinar sus argumentos de forma crítica para valorar si lo que dicen, o parte de lo que dicen, es cierto o al menos discutible. Con la humildad que implica reconocer que es tremendamente complicado, por no decir imposible, para un varón que ha sido educado en el patriarcado y disfrutado de sus privilegios opinar con rigor y ecuanimidad sobre el tema. No menos que para un blanco, por muy comprometido que esté con la igualdad, comprender los sentimientos de quienes han soportado desde niños el peso de la discriminación racial; o, para un multimillonario de izquierdas, si eso fuera posible, intuir lo que experimentan quienes se ponen día tras día en las colas del hambre. Lo que no obsta para que las pretensiones igualitarias del feminismo, como las de cualquier otro colectivo, deban ser justificadas por argumentos que todos, hombres y mujeres, podamos compartir. Si solo quien ostenta la condición de víctima pudiera comprender y evaluar las reivindicaciones en juego sería imposible hablar de un interés legítimo, universalizable, sino de un mero interés de parte.

    No está en mis planes realizar una reflexión sesuda sobre el feminismo de las que abundan en los foros universitarios, ni suplir los excelentes libros de mujeres feministas abordando estas cuestiones. Mi contribución se limita a elaborar una suerte de vademécum de la igualdad, un contraargumentario temático que sirva para contrarrestar los bulos, la desinformación y las verdades a medias que se propagan en los debates que se dan en la calle, en las reuniones familiares, en las redes sociales, en el trabajo o en el supermercado. Debates de andar por casa, de personas corrientes que no han hecho ningún máster en perspectiva de género. Es por ello que he procurado que este libro permita dos tipos de lecturas complementarias. Una, narrativa y panorámica, otra temática, para quienes deseen ir directamente, como se hace con un diccionario, a los capítulos que le resulten de interés.

    También he de aclarar que el que no comparta la visión idílica para los derechos de la mujer que pintan los neomachistas, no quiere decir que me haya entregado al catastrofismo, todo lo contrario. Estoy convencido de que nunca en la historia de la humanidad han existido sociedades tan igualitarias como las actuales europeas. También, que lo logrado en materia de igualdad de género es infinitamente mayor que lo que queda por hacer. Pensemos en cuestiones tan básicas como el derecho al voto, la incorporación de la mujer al trabajo, la legalización del divorcio, los anticonceptivos o el derecho al aborto, para acreditar el optimismo de la afirmación.

    Estimados jóvenes varones, permitidme que me dirija a vosotros en particular para finalizar esta introducción. Soy varón, blanco y heterosexual, no me siento ni orgulloso ni tampoco culpable por ello. Nada hay intrínsecamente malo o bueno en esos atributos ni fui consultado sobre mis preferencias antes de nacer. Pero asumo la responsabilidad de reparar las condiciones que sitúan a quienes no los poseen en franca desventaja frente a mí. No es cuestión de altruismo sino de equidad. Y creedme, la equidad trae consigo su propia recompensa. La abolición de los géneros y de la sociedad patriarcal nos reconcilia no solo con la mitad de la humanidad, también con la mitad de nosotros mismos. Reprimir, cosificar o devaluar lo mal llamado femenino daña de un modo directo a nuestras madres, hermanas, parejas e hijas, pero también nos priva a los varones de una dimensión que nos pertenece, dimensión que pone en juego facultades tan esenciales como la empatía, la sensibilidad o el cuidado. No es paradójico sostener que bajo la construcción patriarcal de la masculinidad no solo hay egoísmo de género, sino que late un profundo dolor. Estoy convencido de que el trato justo con lo femenino será el comienzo de un profundo cambio en la civilización.

    Feliciano Mayorga Tarriño.

    Primera parte: «EL PATRIARCADO NO EXISTE»

    .

    He de reconocer que, habiendo llegado algunos años tarde al mundo de las redes, me quedé impresionado cuando en un vídeo de YouTube un joven apuesto, larga melena rubia y brazos musculosos llenos de tatuajes, vociferaba a la cámara con mirada intimidatoria: «El patriarcado no existe, y si alguien dice lo contrario, lo reto a que debata conmigo, que en menos de cinco minutos lo dejo sin argumentos». La cantidad de testosterona exhibida en el desafío, propia de un segurata de discoteca chunga, unida a un concepto abstracto como «patriarcado», me provocó una impresión que jamás olvidaré. Es como ver a Conan el Bárbaro gritando desde lo alto de un edificio: «El que tenga cojones que se atreva a decir delante de mí que la energía no es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado, que lo destrozo con cuatro argumentos».

    Alucinado por la visión de aquel salvaje que manejaba conceptos de las ciencias sociales con semejante soltura y prepotencia, seguí investigando hasta hallar a su maestro y mentor. Pues ningún joven sin formación académica se atrevería a hablar de ese modo sin saber que alguien con verdadero dominio en la materia le cubre las espaldas. Y no tardé en encontrarlo sin que mi incredulidad descendiera. Se trataba de un hombre algo más maduro, que aparecía en los vídeos con la cabeza cubierta con un pasamontañas blanco, y que se hacía llamar UTBH, Un Tío Blanco Hetero. Este, aun sin títulos universitarios que lo avalaran, había escrito un libro en el que defendía de manera inteligente, todo hay que decirlo, los tópicos fundamentales del neomachismo. Sin querer restarle mérito, al seguir tirando del hilo descubrí a los profetas de la reacción conservadora, que estaban detrás del Hombre Condón —como se suele apodar a este personaje—: el psicólogo clínico canadiense Jordan Peterson y el psicólogo evolutivo Steven Pinker. Así que cuidado con infravalorar a tan distinguidos adversarios.

    Para el neomachismo hablar del patriarcado es como hablar de ninfas, sirenas y unicornios, un concepto que solo existe en la mente conspiranoica de las feministas, un arma arrojadiza lanzada contra todo lo que se les opone y al que atribuyen todos los males sociales, desde el cambio climático hasta las hambrunas de Etiopía, desde las cefaleas hasta la muerte de tía Dolores. Estamos ante una de las tesis neomachistas principales: el patriarcado es una invención feminista para acusar a los varones, un concepto sin base real. O, en el mejor de los casos, una realidad propia de otras épocas o países, pero inaplicable a una sociedad actual como la europea o la española. De hecho, en España, el patriarcado, tras la Constitución de 1978, que proclama la igualdad entre hombres y mujeres en su artículo 14, se habría extinguido definitivamente. Con la consecuencia de que, acabada la enfermedad, ¿para qué haría falta el tratamiento, es decir, el feminismo? Su única razón de ser es acumular privilegios para las mujeres a costa de los hombres y montar chiringuitos para lucrarse económicamente de las instituciones públicas.

    Es más, el feminismo se habría convertido en una nueva forma de hegemonía social, la llamada «ideología de género», una peligrosa forma de adoctrinamiento de la que nos previene la asociación cristiana ultraconservadora Hazte Oír, que exige la implantación obligatoria en todos los centros educativos del «pin parental». Como en la obra Rinoceronte de Ionesco, el feminismo, gracias al efecto distorsionador de sus gafas moradas, anula la capacidad crítica de la población, censura la libertad de expresión, se impone como lo políticamente correcto y, al haber ocupado las instituciones, opera como un sistema totalitario que pretende transformar todas las dimensiones de la sociedad, tanto las públicas como las privadas, según sus postulados.

    No es casual que, en todos sus debates con feministas, los líderes neomachistas comiencen interrogando a su interlocutor sobre el concepto de «patriarcado», confundiendo en general el patriarcado con un orden jurídico que sanciona legalmente la superioridad del hombre sobre la mujer. Tras sostener la desprevenida interlocutora que el machismo y el patriarcado siguen existiendo en la España actual, la pregunta del neomachista, que saliva anticipando el jaque mate, es: «Dime qué derechos o libertades tengo yo que tú no tengas como mujer». Si la mujer titubea, lo que probablemente haga por el carácter tramposo de la pregunta, que descansa en un concepto erróneo de patriarcado, el interrogador neomachista lo exhibirá, mirando a cámara con sonrisa triunfal, como una prueba irrefutable del fanatismo y la falta de argumentación del feminismo actual.

    En resumen, el patriarcado, según sus detractores, se ha convertido en un concepto vacío, una especie de cajón de sastre utilizado de manera oportunista por el feminismo para identificar todo tipo de males, desde las letras del Reggaetón hasta el maltrato animal. Con él logra crear un relato de buenos y malos, donde el bando oprimido, las mujeres, es representado por el feminismo; y el bando opresor, los varones, por el machismo, la ideología patriarcal. El escaso rigor científico e intelectual del concepto queda patente para sus críticos en el hecho de que «no se puede comprobar ni refutar de forma empírica, sino que requiere de un conveniente acto de fe para ser aceptado»⁶. Si queremos hacer un debate serio, proclaman, el término «patriarcado» debe ser acotado, definido y demostrado.

    1. «¿Qué cojones es el patriarcado?». Y tú me lo preguntas clavando tus testículos en mi pupila azul. El patriarcado eres tú.

    Hace cosa de un mes un joven, muy enfadado por mi defensa de la existencia del patriarcado, me espetó: «Pero ¿qué cojones es el patriarcado?». He de reconocer que a duras penas pude contener la carcajada, al ver aquellos ochenta kilos de testosterona fuera de sí invocando los testículos para refutar el patriarcado. A punto estuve de responderle con una versión actualizada de los famosos versos de Gustavo Adolfo Bécquer: «¿Y tú me lo preguntas, clavando tus testículos en mi pupila azul? El patriarcado eres tú».

    ¿Llevan razón los neomachistas en que el «patriarcado» es un concepto fantasma, un significante vacío que vale para todo y que no puede ser verificado? Desde mi punto de vista esto es radicalmente falso. Más allá de la multiplicidad de usos y abusos a que está sometido un término con tanta carga emocional, es evidente que se trata de un concepto teórico y, por tanto, abstracto —igual que Capitalismo, Renacimiento o Revolución industrial— que fue acuñado en los años 70 por el movimiento feminista. Lógicamente no es como un libro, una mesa o un planeta, que pueden ser percibidos por los sentidos y señalada con el dedo su ubicación, sin que ello reste existencia a lo por él designado. Estimo pues que ha llegado la hora de clarificar, siquiera brevemente, ese término. Para unos el traje invisible del rey, que solo los crédulos perciben; para otros la piedra filosofal, que explica todos los desmanes.

    Breve excursión a los orígenes del patriarcado. A quien quiera profundizar en el tema le sugiero el trabajo de la historiadora Gerda Lerner El origen del patriarcado. Lo define como «la manifestación de un dominio masculino sobre las mujeres y los niños de la familia, y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres en la sociedad en general»⁷, situando su nacimiento en la creación de los primeros Estados en Egipto y Mesopotamia. Es en estos imperios, a lo largo de dos mil quinientos años, donde se empieza a controlar la sexualidad femenina y sus capacidades reproductoras con el objetivo de incrementar la natalidad, es decir, el número de trabajadores y guerreros disponibles, por parte de una élite dominante que se apropia del excedente creado con la expansión de la agricultura y la ganadería. Elite que buscará, posteriormente, asegurar por medio de la familia patriarcal que sus hijos verdaderos sean quienes hereden su riqueza y poder. Las mujeres fueron así degradadas a la condición de amas de cría al servicio de los varones, como en el famoso Cuento de la criada. El dominio sobre las mujeres efectuado por aquellos Estados arcaicos es tan relevante en opinión de Lerner, que puede considerarse el laboratorio a partir del cual se construyeron el resto de formas de dominio, como el imperialismo, la esclavitud o la sociedad de clases.

    Aunque algún científico sitúa el origen del patriarcado mucho antes, existe cierto consenso por parte de los antropólogos en que durante el largo tiempo en que el ser humano fue nómada, sobreviviendo de la caza y la recolección, si bien existía una incipiente división sexual del trabajo —los varones más centrados en la caza de grandes animales y las mujeres en pequeños vertebrados y en la recolección de frutos y semillas—, ambos vivían en relativa igualdad, pues las mujeres conservaban cierto poder económico que limitaba el dominio masculino. Más cercanos a las comunas hippies que a una familia victoriana, los lazos de parentesco se definían por línea materna, no existía la institución del «cabeza» de familia y la educación de los menores era labor de todos los miembros de la comunidad. Aún no puede hablarse de familia nuclear, de emparejamientos a largo plazo ni de monogamia en sentido estricto. Las mujeres gozaban de gran estatus, como prueba el hecho de que, incluso después de que se encontraran sexual y económicamente subordinadas a los hombres, se les seguía reconociendo el papel de mediadoras entre lo humano y lo divino —en calidad de hechiceras y curanderas—. Y el poder femenino de dar vida era venerado por hombres y mujeres en forma de poderosas diosas de la fertilidad.

    Todo cambió, sin embargo, tal y como indica Gerda Lerner, con el paso a sociedades agrícolas sedentarias. Fuera por el deseo de acumular propiedad a cargo de una élite dominante de varones o porque una población numerosa era la mejor defensa frente a la presión de los grupos nómadas rivales, resultaba más conveniente que las mujeres se consagraran a la maternidad intensiva y los varones trabajaran para mantener familias todo lo numerosas que permitiera el potencial reproductivo femenino. El resultado fue que la dedicación exclusiva a la maternidad extremó la dependencia económica de las mujeres y, con ello, el sometimiento forzoso del sexo femenino al masculino. Las tribus con alta natalidad se acabaron imponiendo y extendieron la cultura machista a todo el planeta, convirtiéndola en prácticamente un rasgo universal del comportamiento humano.

    Para consolidar la dominación y el poder masculinos fue necesario controlar el cuerpo de la mujer, su sexualidad, recluyéndola al interior del hogar y estableciendo para ellas la obligación de la monogamia. Se asegura así el monopolio de la propiedad en manos del varón y su transmisión por vía paterna. A partir de ese momento la subordinación sexual de las mujeres quedó recogida en los primeros códigos jurídicos y el poder totalitario del Estado la impuso por diversas vías: la fuerza, la dependencia económica del cabeza de familia y la división, creada artificialmente, entre mujeres respetables (es decir, ligadas a un hombre) y «no respetables» (es decir, no ligadas a un hombre o totalmente libres).

    Con el tiempo y el surgimiento de las ciudades el matrimonio se extenderá a las clases explotadas y el patriarcado se consolida mediante una ideología que vuelve natural e invisible la subordinación femenina. Algunos hitos culturales que testimonian el declive de lo femenino son el derrocamiento de las diosas poderosas en favor de un dios dominante, que ocurre en la mayoría de las sociedades del Próximo Oriente; el resurgimiento del monoteísmo hebreo, que atribuye el poder de crear y procrear a un dios todopoderoso, cuyos epítetos de «Señor» y «Rey» lo identifican como un dios masculino, y que asocia la sexualidad femenina no reproductora al pecado y al mal; y la filosofía aristotélica, para la que las mujeres son seres humanos incompletos y defectuosos que deben obediencia al hombre, más apto por naturaleza para gobernar.

    Definición de patriarcado. De todas las definiciones que se han dado de «patriarcado», la más operativa a mi juicio es la que lo caracteriza como un sistema de organización social en el que los puestos clave de poder —político, económico, religioso, familiar, cultural y militar— se encuentran, exclusiva o mayoritariamente, en manos de varones. Por lo que estamos ante un concepto, o si se quiere una hipótesis, que puede ser comprobada empíricamente. Basta una simple hojeada a las estadísticas para constatar su existencia: 0% de mujeres en la jerarquía eclesial, 0% en la Jefatura del Estado, 0,4% de los altos mandos del ejército, 33,70% de los Consejos Administración de las empresas del IBEX 35, 20% de la RAE, 14% del Tribunal Supremo, 27,27% del Constitucional, 31,82% galardonadas con los Goyas⁸, etcétera. Solo hay paridad en el Parlamento y el Gobierno, debido en parte a la política de cuotas.

    Antes de entrar en la demostración práctica de su vigencia, que nos llevará a los debates más candentes de la actualidad, dejadme dar tan solo unas cuantas pinceladas teóricas sobre su naturaleza, necesarias si queremos hablar con un mínimo rigor. En esencia el patriarcado, más que una distribución del poder en favor de los varones, es una ideología totalitaria que configura todos y cada una de los aspectos de la sociedad y de los individuos que la componen. Es como Matrix, un enorme programa implantado en nuestro cerebro, nada escapa a su control. ¿De qué forma se las arregla el virus patriarcal, si se me permite la metáfora epidemiológica, para controlar a la sociedad que le sirve de huésped? A través de dos operaciones.

    La primera es la construcción de dos roles sociales, separados y complementarios, lo que llamamos el género masculino y el género femenino, hombre y mujer, asignando el primero a los machos humanos y el segundo a las hembras. A cada uno de estos roles lo dota de una función y un estatus diferente. A la mujer corresponderán las tareas relacionadas con la reproducción, es decir, con la crianza y el cuidado de los hijos y las personas dependientes, el ámbito privado. Y al hombre el espacio público, donde ocupará todos los puestos de responsabilidad y proveerá de recursos a la familia. El buen desempeño de dichos papeles exige inculcar en los niños valores como el logro y la independencia, la supresión de las emociones y el aprendizaje de roles laborales; y en las niñas la dependencia, la empatía y el cuidado, los roles familiares.

    Perpetuamos este esquema cuando etiquetamos al hombre con los atributos de la dominancia y la agresividad y juzgamos la humildad y la abnegación como propias de mujeres. No hace falta remontarse a Mesopotamia. Todavía, si un varón le dice a otro dentro de una discoteca, por un motivo tan nimio como haberle derramado accidentalmente la copa: «¡Sal a la calle, que te voy a partir la cara!», al retado no le quedará más remedio que aceptar el duelo si no quiere perder la hombría y con ella la respetabilidad de sus pares. Y si aun así mantuviera una resistencia a salir, por el más que razonable deseo de conservar su integridad física, esta sería quebrada con las palabras mágicas: «¡No hay huevos!», a las que ningún varón se puede resistir. Sin embargo, una mujer que rehúya la ordalía no pone en peligro su reputación ni su feminidad. Al contrario, las perderá si expone abiertamente su agresividad —vulgar, verdulera, marimacho— o se atreve a vivir sin restricciones su sexualidad —puta, viciosa, ninfómana—.

    Pero el patriarcado no solo nos encaja en dos papeles separados y complementarios, en dos formas opuestas de estar en el mundo, Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, como reza el título del famoso libro de John Gray, sino que añade que lo femenino es inferior, ligado a más demandas y obligaciones, y subordinado a lo masculino, con más poder y privilegios. La imagen de la Capilla Sixtina en la que Dios, un varón, insufla vida a Adán, otro varón, creándolo a su imagen y semejanza, simboliza mejor que ninguna teoría la importancia masculina y la insignificancia femenina. El patriarcado, aparte de crear dos géneros, los jerarquiza.

    La capacidad de autorreplicarse del patriarcado, y su poder de convertir la diferencia sexual en desigualdad política, es tan asombrosa como la cuasi inmortalidad de las células cancerígenas. Pues no solo perdura en la Antigüedad, en las sociedades jerárquicas, donde todo el poder lo concentraba el gran Padre despótico encarnado en el monarca, sino lo que es más sorprendente, sobrevive en la modernidad cuando surgen las sociedades igualitarias. ¿Cómo pudo el viejo derecho patriarcal, que se justificaba en su origen divino, seguir vigente cuando los individuos, sintiéndose por primera vez libres e iguales, decidieron no reconocer otras normas que aquellas a las que daban su consentimiento? ¿Por qué aquella histórica Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, dejó fuera a la mitad de la humanidad? ¿Cómo pudieron olvidarse los declarantes de incluir en la Declaración a su madre, hermanas, hijas o esposas, que habían luchado junto a ellos para cambiar el régimen?

    La respuesta de la filósofa Carole Pateman⁹ es que los hombres hemos realizado entre nosotros un pacto tácito sobre el modo de acceder al cuerpo fértil de las mujeres y asegurar su subordinación. Es como si la noche siguiente a la Revolución Francesa, en una gran reunión de chicos que acaban de asesinar

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