De oruga a mariposa
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Manuela Echeverri Zuluaga nació en Medellín (Colombia) y, actualmente, reside con su familia en Alicante, España. Es veterinaria diplomada por la Universidad de Antioquia; especialista y magíster en gestión pesquera sostenible y amante del trabajo con las comunidades rurales y costeras, el mar y los animales. Fiel creyente de que la actitud, la forma en que nos comunicamos y las palabras que elegimos son un medio importante para añadir o restar valor en las relaciones que a diario entablamos. Ha colaborado en instituciones públicas y privadas atendiendo casos de maltrato animal en animales domésticos y de producción. Además, ha promovido el bienestar de los peces de acuicultura por medio de charlas y talleres. Co-creadora de Mapa Animal, un espacio digital desde donde se promueven conversaciones sobre tópicos relacionados con el medio ambiente, los animales y la medicina veterinaria.
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De oruga a mariposa - Manuela Echeverri Zuluaga
Introducción
Cuando era pequeña y estaba en el colegio, me encantaba pasar mi hora del recreo en un parque columpiándome, pues este era el escenario perfecto para ver un árbol lleno de gusanos de colores. Recuerdo que los observaba con detenimiento; me fascinaba el color negro y verde intenso que tenían y, al verlos, pasaba largo tiempo buscando la explicación del porqué, a pesar de que tenían unos colores tan bonitos, eran tan lentos y regordetes, pues en ese contexto, había algo que no me cuadraba y no lograba entender, pero eso no era motivo suficiente para alejarme del lugar; por el contrario, pasé muchos días ahí, sentada, contemplándolos. Hasta que un tiempo después, empecé a observar que los gusanos desaparecían como por arte de magia y, en reemplazo, llegaban las mariposas.
Para ser honesta, a mis 7 años no tenía clara la asociación entre los gusanos torpes y gordos y las mariposas. Fue hasta mucho tiempo después que pude asociar, apreciar y entender que, sin gusanos, no habría mariposas; así que la primera pregunta que te hago es: ¿has visto una mariposa y te has maravillado con sus colores? Probablemente sí, pero para ir más lejos, lo que más me interesa resaltar es que antes de que este insecto pueda volar y ser advertido por sus múltiples colores, ha tenido que pasar por un proceso previo y silencioso de transformación que se conoce como metamorfosis completa u holometabolismo.
En palabras simples, este proceso se inicia con la aparición de un huevo que, bajo la influencia de diferentes señales (hormonas), eclosiona y se transforma en una oruga; es decir, en un tipo de larva parecida a un gusano, de esos que posiblemente yo veía cuando era niña, que se alimenta de hojas y que, tras un período de tiempo, experimenta una nueva transformación convirtiéndose en pupa. Esto significa que ese ser vivo, que se convertirá en mariposa, se encierra en un estuche o casa fabricada con seda por él mismo, a la cual se le conoce como crisálida y de la que emergerá en su fase de adultez. Sin embargo, tras abandonar su hogar, la mariposa se siente débil, sus alas están mojadas y marchitas y es necesario disponer de un par de horas para que pueda adaptarse y logre emprender el vuelo.
En general, todo este proceso implica afrontar muchos cambios, ser flexible y sobreponerse porque, en un principio, la oruga accede a unos lugares y recursos alimenticios que debe abandonar una vez decide continuar con su transformación y es por esto por lo que, una vez en su fase adulta, su lugar ya no está en el suelo ni alimentarse de las hojas, sino volar surcando el cielo y sorber el néctar de las flores.
En este sentido, ¿cuántos de nosotros estando en nuestros procesos de transformación y crecimiento hemos sentido desfallecer? o ¿ni siquiera entendemos que en la vida hay momentos en que, justo como a la mariposa, se nos da la oportunidad de ir dejando atrás fases y personas para seguir avanzando? Por mi lado, quiero compartirte algunos momentos de mi vida que han sido parte de esas etapas que he ido dejando atrás para seguir mi proceso de metamorfosis completa. ¡Empecemos!
SECCIÓN 1 - LA ORUGA
2014. Mi momento para aprender a vivir
Todos tenemos momentos especiales en la vida, alegres, divertidos y otros difíciles que nos hacen despertar y poner el freno de emergencia de inmediato, y yo espero que todos podamos tener un momento de esos para revisar a fondo cómo estamos viviendo con el margen de tiempo suficiente para hacer los ajustes que consideremos necesarios para disfrutar mucho más de este paso por la tierra.
En mi caso, mi momento llegó cuando tenía 26 años y sufrí una trombosis venosa profunda en mi brazo izquierdo, lo cual significa que, de un momento a otro, la sangre no podía fluir a través de mis venas, especialmente de la subclavia y humeral, haciendo que el tamaño del brazo aumentara casi tres veces y que su coloración variara entre un tono morado y azul, desde la punta de mis dedos hasta el cuello.
Ahora, quiero contextualizar bien al lector, hasta el día de hoy no he fumado ningún tipo de tabaco ni ninguna otra sustancia, no ingiero alcohol, he tenido una vida tranquila y, la mayor parte del tiempo, he practicado natación; así que pensar que esto me podía pasar no se cruzaba por mi cabeza, pero lo cierto es que el 1 de diciembre de 2014 amanecí con una molestia en mi mano izquierda y, por la tarde, terminé ingresada de urgencia en uno de los hospitales de mi ciudad.
También quiero aclarar que no pretendo contar todos los detalles de esta experiencia, sino lo que considero fundamental y que constituye mis más grandes aprendizajes.
Aprendizaje 1. Las tristezas y el tiempo límite
Los tres primeros médicos que me revisaron en urgencias, los recuerdo muy bien. Les agradezco la delicadeza y rapidez con que actuaron y, específicamente, a uno de ellos le debo haber mantenido la situación en perspectiva.
Recuerdo que, cuando me explicó lo que me sucedía, sentí miedo, quería que no fuera cierto, pero su mirada fija sobre mí y sus manos sosteniendo mi brazo me hicieron entender que, aunque no me gustara, esa era mi situación. Así que él me habló claro y sin evasivas y me permitió sentirme triste, pero me puso un tiempo límite: 5 minutos, porque mientras me anticoagulaban y determinaban el sitio exacto donde estaba el trombo y se estaba dando la obstrucción, yo no podía darme el lujo de hacer berrinche y, por eso, lo mejor que podía hacer era estar tranquila, aunque quisiera ponerme a llorar como un bebé recién nacido.
Desde entonces, aprendí a ponerme un tiempo límite a mis momentos de tristeza, rabia o dolor porque, de lo contrario, es muy fácil quedarse ahí durante un largo tiempo sin darse cuenta de que la pataleta no ayuda; de hecho, hace más difíciles las cosas.
Aprendizaje 2. El impacto de la actitud y las palabras
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