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El juego de la vida
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Libro electrónico159 páginas2 horas

El juego de la vida

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La Economía, en tiempos de crisis, puede dar respuestas más allá de los negocios y los indicadores macro o micro económicos. En El juego de la vida, su autor, el empresario y profesor universitario Jaime Soto, incursiona en la Moral y la Filosofía para «redescubrir» una verdad incuestionable: la naturaleza social de todos los intercambios entre las personas. El anhelado bienestar sólo sería posible cuando es común, y con esto da por superado el individualismo imperante en estos días. Es una suerte de «Postneoliberalismo», ya que no propone rupturas radicales, sino una transformación íntima de cada individuo y de la sociedad que habita. El recurso literario de la Utopía le ayuda a aclarar sus ideas: el texto habla de un tiempo ideal, en que ya se vive plenamente el prodigio de la Economía del Bienestar, cuando toda la gente realice sus aptitudes sin atropellar al resto. ¿Será profético su ingenio? Para Jaime Soto, habría señales positivas.
Iván Quezada
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento7 nov 2016
ISBN9789563171471
El juego de la vida

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    El juego de la vida - Jaime Soto

    Común

    Capítulo I

    En el Comienzo fue el Futuro

    1. Imaginar el Pasado

    Cuando se mira hacia el pasado se tiene la certidumbre de los hechos y es posible aprender de la experiencia: la razón y la emoción se conjugan para evaluar la realidad. Cuando se mira hacia el futuro, en cambio, la mente se vuelca a un mundo especulativo, idealista, donde las experiencias aún no suceden. ¿Habrá un mecanismo que combine el valor de los hechos y las experiencias con las posibilidades infinitas de un mundo inexistente? La respuesta es la Imaginación, esa cualidad inédita del hombre, nexo entre lo imposible y lo posible, la irrealizable y lo realizable.

    Utilizaremos la imaginación para tender un puente entre el pasado y las expectativas del futuro. Desde este último intentaremos construir un camino hacia nuestra época, usando la razón y la emoción, con el propósito de concebir una guía para la sociedad, amplia y segura, que ojalá la conduzca al logro de sus ideales.

    Manos a la obra, entonces: digamos que el mundo, en el futuro, fue capaz de cambiar. Tiempos difíciles quedaron atrás y se vive una realidad social inimaginable para los predecesores. El «presente» emergió del conflicto y la pobreza, de los accidentes y frustraciones que colmaron los días de muchas décadas. Sin embargo, siempre hubo esperanza, esa luz que sólo se apaga con el término de la vida y suele brillar más en las dificultades.

    Si la sociedad siguiese igual, el debate giraría en torno a los problemas diarios y la frustración generalizada y silenciosa, que caracterizan a los países en crisis permanentes. Pero, felizmente, no es el caso. Muchos años después de iniciarse el cambio en procura del Gran Logro, vivimos en el bienestar y la armonía social, sintiéndonos orgullosos de participar en una nueva cultura, en que prevalece la herencia de los antepasados por sobre lo material, es decir, mudó radicalmente el interés de las personas. La verdad, la codicia nunca fue un eslabón de auténtico progreso entre las generaciones.

    Nuestra visión actual ha crecido, nutriéndose de la experiencia. No sólo la conocemos más, sino también comprendemos mejor la historia y tenemos la capacidad para vivir en el presente y, a la vez, visualizar el futuro con realismo. Como condición necesaria para el progreso, abandonamos la incertidumbre y el fracaso; las posiciones antagónicas; las luchas sin destino, y la costumbre de atribuirle nuestras incapacidades e irresponsabilidades al costo social.

    El Gran Cambio demoró un tiempo largo y laborioso, pero fructífero. Se originó en un proceso de mejoras continuas, que le permitió al hombre transformar el progreso en un evento cotidiano, concibiendo el futuro con seguridad y confianza en sí mismo. Dejó, en suma, de verlo como un hecho fortuito, la dádiva de una deidad o la consecuencia de una iluminación de un líder carismático.

    Hoy nos damos cuenta de que la inseguridad fue un reflejo del conflicto personal de cada uno para valorarse a sí mismo y organizar su futuro y el de la sociedad.

    La transformación requirió de mentes honestas y valerosas. Fue necesario ser decididos para abandonar arraigados prejuicios que retardaban, limitaban o impedían el progreso de las personas. Uno de ellos fue el concepto de triunfo, que buscaba destruir al oponente en vez de la superación propia: la idea era conseguir el reconocimiento de los demás y no la autosatisfacción, a menudo utilizando armas ilícitas, con el dogma de que el fin justifica los medios.

    Se llegó a creer que el bien particular era la condición y origen del bien común, en lugar de verlo como una consecuencia natural del bien social. Este enfoque hizo proliferar el egoísmo y el ansia de la riqueza material.

    El hombre confundió la libertad con la independencia y la posesión con la felicidad. Su individualismo le alejó de sus responsabilidades sociales, destruyendo la armonía en sus relaciones humanas. Simplemente ignoró el poder de la colaboración y dejó de lado el enriquecimiento de su espíritu.

    Sin embargo, supo cambiar a partir del conocimiento y de la reflexión de sus experiencias, concentrando sus esfuerzos en el hallazgo y entendimiento de la ecuación social. Aunque siempre estuvo presente en su vida, oculta a su mirada por faltarle interés por conocerla y comprenderla.

    2. Progreso Moral

    El cambio sobrevino cuando el hombre se percató de que, si quería vencer el caos y desprenderse de las sombras en su futuro, tenía que enriquecer la ecuación de la vida en sociedad. En buena hora descubrió que ella traspasa las barreras del tiempo y el espacio. No sólo ocuparse de sus problemas y oportunidades le impulsaría por la senda del bienestar, sino el hacerlo por toda la sociedad. Ante la imagen de los hombres trabajando por crear y proteger su patrimonio personal o familiar, se impuso la visión del esfuerzo de equipo por construir un patrimonio social; verdadera herencia para las generaciones futuras.

    Con una sencilla operación aritmética, se concluyó que para el Negocio de la Vida no era «rentable» concentrarse en el beneficio personal solamente y menos en destruir a los oponentes, como habitualmente se hacía. Al contrario, se entendió que era mejor negocio «dar uno y recibir millones», ya que en un sistema enraizado en el bienestar social, el premio mayor se multiplica para alcanzar a todos simultáneamente, en vez de acrecentar los contrastes sociales y económicos, creando ganadores y perdedores.

    Fue un salto grande comprender que la ley del más fuerte era una contradicción al concepto de sociedad. Las colectividades modernas están formadas por hombres que utilizan sus capacidades para construir y desarrollar una gran fuerza social, y no por quienes buscan mantener o acrecentar supremacías personales. Las sociedades divididas entre débiles y fuertes fueron el candado del progreso: jamás, aún cuando pasaran siglos, le darían libre paso.

    El ascenso de grupos o individuos «dentro de la sociedad», valiéndose de la fuerza, el poder económico o la ley, fue un obstáculo decisivo al desarrollo social, ya que, casi por principios, rechazaban la colaboración. Asimismo, el hombre entendió que el aislamiento entre las generaciones era nocivo, porque es absurdo intentar desprenderse de la herencia humana, o ignorar la responsabilidad con el futuro.

    En el pasado, el mundo fue influido por antivalores que, desde las sombras, causaron gran destrucción y deterioro social. Generalmente, se escudaron en apariencias y gestos, en privilegios y «milagros económicos», creando una sociedad en que la pobreza era lo común; lo compartido, la ignorancia; y el resultado final: muchas vidas desperdiciadas en trabajos improductivos, que ahondaron el surco de la miseria.

    Con el correr de los años, el hombre logró percibir la complejidad y dinamismo de la ecuación social, y aceptó que su fortaleza emana de la armonía de sus interacciones y no del brillo efímero de alguno de sus elementos. Encierra, para los más avisados, el poder del cambio y puede generar una energía integradora sin precedentes.

    Al darse el Cambio, el hombre se volvió actor del progreso, abandonó el individualismo y descubrió la riqueza de cada ser humano, cuando se siente parte de un país armónico y capaz de desarrollar el potencial de todos sus habitantes. La luz que irradia el progreso, que antes iluminaba a unos cuantos, se volvió común e hizo desaparecer la pobreza en todos los ámbitos de la sociedad.

    El Gran Logro comenzó con el reemplazo de la perspectiva individual por la social. El hombre egoísta cedió el paso al hombre colaborador, participativo e innovador, que procuró crear la armonía social, más que buscarla o esperarla infructuosamente. Durante este proceso cayeron mitos y se esfumaron paradigmas, la gente se reconoció y empezó a trabajar en grandes proyectos sociales.

    La búsqueda del Bien Común se vio recompensada al alcanzarse el consenso de que cada persona encarna la sociedad, de modo que no se puede pretender el bien personal si no es a través del bien social, y tampoco es posible hallar el bien social si no es a través del bien personal.

    El gran cambio comenzó cuando el hombre, junto con conocerse a sí mismo, comprendió que era necesario fortalecer la identidad nacional con valores admirables y acciones continuas. De allí a percatarse de que al desconocer el talento de las personas no podía valorarlas y mucho menos participar con ellas en los grandes proyectos, había un paso.

    3. Trabajo versus Empleo

    Junto con profesionalizarse, parte de la sociedad adquirió poder, influencia y riqueza, y se volvió insensible a las carencias de los demás, utilizando sus ventajas para provecho propio, en vez de elevarse en la lucha contra la adversidad social. Peor aún: fue parte activa en el deterioro del Medio Ambiente, contaminado por elementos de todo tipo, entre ellos, la ignorancia y la insensibilidad.

    Estas condiciones debilitaron a las personas, restringiendo su capacidad para conocer, comprender y crear una vida próspera; privándolas de disfrutar de las maravillas de la naturaleza, de su propio talento, del uso de la tecnología con sentido humano.

    La sociedad desperdició tiempo, porque no tenía claras sus prioridades, ni tampoco sabía cómo trabajar en equipo. La gente valoraba más la forma que el fondo en sus relaciones sociales, durante generaciones practicó un estilo de vida individualista, alejado de la realidad, ignorándose a sí misma y a sus semejantes, luchando, atacando o defendiéndose. La colaboración era un signo de debilidad. Aún cuando se la mencionaba en reuniones, discursos y publicaciones, fue una meta difícil de alcanzar.

    Al término del segundo milenio, la llamada «Globalización» sirvió para integrar el comercio de casi todos los países y darle paso libre a las grandes corporaciones, eliminando fronteras y reduciendo barreras a la competencia. No fue una globalización de la sociedad mundial, sino una homogenización cultural, tecnológicamente avanzada y apoyada con recursos económicos y financieros.

    Esta nueva realidad económica produjo cambios en los conceptos de calidad y productividad; el mismo manejo financiero de las personas, las familias, las empresas y los países se volvió crucial, determinando el progreso. Sin embargo, con las novedades el ser humano sufrió un serio retroceso. En vez ocupar el centro del desarrollo económico, el hombre fue visto como un medio para crear el bienestar de unos pocos.

    La economía se asimiló al monetarismo, a las utilidades, a los beneficios de los inversionistas, alejándose cada vez más del bienestar de las personas, restándole poder al desarrollo de las familias, de las empresas y el país.

    Con todo, y a pesar de subsistir en un ambiente de injusticia social, la llama del talento continuaba encendida, junto a los sueños de progreso y esperanzas de un futuro mejor, anhelos estimulados de vez en cuando por los discursos y promesas de los políticos, que hablaban con verdades a medias, aprovechando la ignorancia generalizada.

    Sin embargo, el Gran Cambio sucedió. El pesimismo, la desconfianza y la incredulidad fueron reemplazados, gradualmente, por el optimismo y la confianza, por la convicción de que «era posible» cambiar, si las personas se lo proponían. La fuerte dosis de fatalismo, arraigada en muchas personas, cedió su lugar a una fuerza emprendedora, emergente, que rompió la inercia del conformismo. El cambio de actitudes y conciencia rasgó el velo que ocultaba las renovadas oportunidades del progreso. Pero no se hizo destruyendo el pasado, sino, al contrario, recuperando su herencia e integrándola con los recursos existentes.

    La gente comprendió que, no importando lo que se pensara o dijese de ella, poseía la fortaleza para el cambio y el recurso innovador —indispensable y necesario

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