Viviendo mil historias
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Libro de relatos. Historias de amor, terror, familiares. Amena lectura que te transportará en pocas páginas a diferentes escenarios, que te harán sentir, llorar, estremecerte. Vive las historias, disfruta con la lectura.
Francisca Herraiz
Nacida en Barcelona, 1976. Ávida lectora desde niña, creció entre libros, lo que le llevó a querer llenar páginas y más páginas con ideas y personajes que siempre rondaban por su cabeza. Creó su propia página web para impartir cursos destinados a enseñar a otros escritores a lograr sus metas. Ha enseñado a miles de alumnos, muchos de ellos logrando publicar sus obras. También imparte cursos online de pintura y escritura en el portal Udemy. Con varias novelas, relatos y cuentos infantiles escritos, decidió publicar toda su obra de forma independiente, lo que le llevó a tener varios éxitos, sobre todo con su novela Te estaba esperando. Ha vendido sus libros en todo el mundo.
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Viviendo mil historias - Francisca Herraiz
TSUNAMI
––––––––
Cogieron un buen sitio frente a la orilla. El tiempo era inmejorable, con el cielo despejado, de un azul claro y un sol abrasador digno de un mes de Julio. Llevaban dos días de vacaciones en una costa mediterránea y no podían estar mejor. Sara colocó las toallas y comenzó a quitarse la ropa, él dejó la bolsa en el suelo y colocó la sombrilla en el centro. Su mujer se sentó y buscó en la bolsa la crema solar. A él le gustaba ver cómo se embadurnaba crema por los muslos, en los brazos, por el pecho, pero, sobre todo, le encantaba cuando le pedía que le echara crema por la espalda. Ella se tumbaba boca abajo, se desabrochaba el sujetador del bikini y esperaba con los ojos cerrados a que él le acariciara con las manos en un lento masaje. Adoraba ese momento.
—Cariño, ¿me echas crema?
José se arrodilló al lado de ella y procedió con el ritual, observando las curvas de su mujer. La brisa era agradable, olía a sal y movía con suavidad el sedoso cabello de Sara, lo tenía largo, liso y de color castaño claro con tonos rojizos que destacaban aún más con los rayos del sol. Extendió bien la crema para que no le quedara el cuerpo pegajoso y pensó en la suerte que tenía. Diez minutos después terminaba el ritual. Cerró el bote de crema limpiándose las manos en el borde de la toalla. Se sentó junto a Sara y se quitó el jersey. Él no se echó crema, no le gustaba. Sara no le prestaría atención en un rato, mientras tomaba el sol no le gustaba que la molestara, así que apoyó los brazos en las rodillas y contempló la playa llena de gente. El agua estaba en calma, casi parecía una piscina. La tierra estaba limpia, libre de colillas u otras basuras. La gente jugaba con el balón, se bañaba con flotadores de diferentes colores y tamaños, disfrutaba del sol y del tiempo libre. A él le gustaba leer un buen libro o un periódico mientras esperaba a que Sara le hiciera caso, pero se olvidó traerlos. No le gustaba ir a la playa como a Sara, para tostarse al sol, él prefería ir a pasear por la orilla, cogidos de la mano, disfrutar de la brisa marina con ese olor a sal tan purificante, charlar y sentarse luego en las rocas para contemplar el mar. Pero no conseguía convencer a su mujer para hacer todo eso en verano.
—Esa es una actividad para el otoño, en verano quiero tomar el sol.
Era todo lo que lograba de ella, siempre la misma frase. Incluso pensó en comprar un perro y pasear con él, pero Sara no era partidaria de tener animales en un piso pequeño. Se resignó a esperar, dejaría correr el tiempo hasta la hora de comer, que sería cuando recogerían todo para irse a degustar una paella en algún bar. Aquel sí era un buen momento.
Lanzó un bostezo de puro aburrimiento, miró a su mujer, relajada y tostándose lentamente, no se movería en un buen rato. Estiró los brazos, cogió aire y luego apoyó una mano en la arena para incorporarse.
—Voy a darme un baño —le dijo a la espalda de su mujer.
Ella gimió un sí, sin moverse ni abrir los ojos. José caminó hacia la orilla, las débiles olas le mojaron los pies y notó que estaba caliente. Miró hacia el horizonte, que parecía tan cercano. El cielo estaba tranquilo, no se veían gaviotas y, ahora que lo pensaba, tampoco se las oía. Todo estaba en paz. Miró sus pies, llenos de arena fina, ninguna ola los había vuelto a mojar. Algunas algas se habían quedado atrapadas en la arena, a la espera de que el agua las arrastrara al interior. Se acercó más. Un padre jugaba en la orilla con sus pequeños, se pasaban una pelota hinchable y los niños se reían cada vez que caía al agua. Formaban mucho escándalo y José les envidió, sería bonito tener uno o dos hijos, formar una familia con Sara. Tal vez estuviera preparada para el año siguiente, cumpliría treinta y cinco años, no debería esperar mucho más.
—Todavía soy joven, esperemos un año más, cuando tengamos un niño se acabará nuestra libertad.
A él no le importaría perder la libertad por unos pequeños, veía a aquel hombre riéndose con sus hijos, dichoso. Siempre era bueno tener niños, miró hacia su mujer, se había dado la vuelta, su vientre plano y aquella cintura le volvían loco. Intentaría convencerla esa misma noche, en una velada romántica. Una barriga redondeada también le volvería loco. Bajó la mirada y vio que sus pies seguían secos. Se acercó más. Se giró hacia el agua, que estaba tan tranquila y pensó que sería un pecado no darse un baño. Miró la orilla de tierra húmeda, había un buen trecho, como si la marea estuviera bajando. Se fijó en el agua, que seguía retrocediendo. Aquello no era normal. Los niños se habían callado, José los miró. Su padre miraba el mar, extrañado, luego le miró a él con expresión preocupada.
—Vi algo parecido en una película —le comentó.
José asintió volviendo la cabeza hacia el agua. Aquello no le gustaba, pero estaban en España y no había oído en las noticias que hubiera habido ningún maremoto. Aún así el agua seguía retrocediendo.
—Coge a los niños y corre a un lugar alto —le aconsejó José.
El hombre, sin perder un segundo, cogió a sus pequeños en brazos y corrió en busca de su mujer. José hizo lo mismo, corrió hacia Sara y se arrodilló junto a ella, zarandeándola un poco.
—Vamos, levanta, tenemos que subir a la terraza de un bloque alto. Venga, date prisa, no tenemos mucho tiempo.
Sara abrió los ojos con lentitud.
— ¿De qué demonios hablas? Déjame tomar el sol, vete a dar un baño y no me molestes —dijo cerrando los ojos de nuevo.
—Sara, el agua está retrocediendo, ya hay varios metros de orilla sin agua —bajó la voz para que no cundiera el pánico—. Creo que viene un...
Alguien gritó detrás de él, era el hombre de los niños, que ya corría hacia los edificios, con la cara desencajada por el miedo y arrastrando a su familia con él.
—Corran, corran a salvarse, se acerca un Tsunami —gritaba una y otra vez.
—Tsunami —terminó de decir José mirando en dirección contraria de Sara, cuando se giró hacia ella, ésta estaba sentada mirándole desconcertada.
— ¿Qué?
—Se acerca un Tsunami, debemos correr y ponernos a salvo —la cogió del brazo y la obligó a levantarse.
—Pero, ¿aquí? Es imposible —José la empujaba—. Espera, nuestras cosas —le dijo ella resistiéndose aún.
—Déjalo, no hay tiempo.
Alguien gritó, una mujer, luego otra, luego hombres y niños. Todos parecían estar dominados por el miedo y empezaron a correr desesperados, empujándose, tropezando, cayendo, la playa se había convertido en un auténtico caos. José tragó saliva, asustado y miró hacia el mar. Lo que vio le dejó sin respiración, pero no se dio el lujo de dejar de correr. A lo lejos, y acercándose a toda velocidad, se veía una gran ola que iba creciendo más y más,