Un paraíso en la tierra
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acostumbrarse a esto, de no ser por el almidón de los vestidos.
Pero no todo es lo que parece, ni siquiera en el Paraíso, y lo que acecha entre las sombras a menudo no necesita más que una buena excusa para salir a la luz del sol.
Irene García Cabello nos trae una nueva entrega de la saga de la detective Verónica Glasgow, que comenzó con Intempesta Nocte.
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Un paraíso en la tierra - Irene García Cabello
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor.
Ilustración de portada: José Antonio González
Corrección: Marina Montes
Maquetación: José Antonio González
©Irene García Cabello
Director de colección: Alejandro Travé
Título: Un paraíso en la tierra
Febrero de 2023. Primera Edición
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Podiprint
©ReaDuck Ediciones
41020-Sevilla
E-mail: ediciones@readuck.es
www.readuck.es
ISBN: 978-84-18406-64-5
Depósito Legal: DL SE-278-2023
A todos los que disteis vida a Veronica Glasgow y a quienes me habéis dado una segunda oportunidad de contar su historia.
(Comprobad, antes de dormir, armarios y rincones particularmente sombríos. En el peor de los casos, ya sabéis a quién llamar).
—Ronnie... Veronica... Glasgow... —se presentó al cliente, un tal Katz. Ella rondaba los veintipocos y tenía a la espalda un par de años de servicio en la estatal y una mala experiencia con ghouls de la que prefería no hablar.
Llevaba ya meses con Benson y seguía sin saber muy bien cómo presentarse a los clientes. Él no se lo ponía fácil, ya que una de las pocas cosas que le hacían el día soportable era, al parecer, incomodarla. Secretaria, ayudante, aprendiz: Carl Benson no le pagaba un duro, así que, en el fondo, poco importaba el título.
Katz no la miró más que un segundo, tampoco había mucho que ver. Era enjuta, delgada y poca cosa. Al lado de la figura larga y fibrosa de Benson no imponía demasiado. Ambos lo sabían: Glasgow estaba aprendiendo a utilizarlo.
—Cuéntame.
Katz fue pródigo en detalles. Les habló de Wayland Chess, compañero en la Marina años atrás, de juergas y del día a día. Miró de reojo a Glasgow en alguna de las anécdotas, como si esperase que saliera corriendo: ella se limitó a tomar nota de lo que le pareció más o menos relevante. Benson no lo hacía nunca, pero en estos últimos meses había aprendido a depender del cuaderno gastado de la joven.
El caso en sí no parecía interesante. Wayland, cercano a los cincuenta, retirado de la Marina antes de ver acción por una lesión de poca monta. Visto por última vez por el sargento Katz en Personville en compañía de una mujer que no era en absoluto su tipo y con dos críos más bien mayores. Se comportaba de modo extraño: parecía más amable que de costumbre y evitaba ciertos temas de conversación que podrían considerarse de mal gusto. Un gran padre también, en opinión de Glasgow, al menos comparado con el suyo.
—Este tipo —masculló cuando se marchó el sargento— quiere que Chess siga teniendo veinte años. —Caso cerrado. La gente maduraba, a duras penas quizás; era inevitable. Y, sin embargo, Benson hizo las maletas y la invitó a acompañarle.
—Katz sabe a qué me dedico —fue su justificación— y no es un hombre que pida favores con facilidad.
Fue un viaje largo y silencioso; Benson era hombre de pocas palabras. Glasgow condujo casi todo el camino: algún día, se prometió, pagaría a alguien que lo hiciera por ella. Algún día haría muchas cosas que aún no podía permitirse, se juró, como mandar a Benson a la mierda y montárselo por su cuenta.
Les llevó dos días llegar al pueblo. Pararon de camino en un motel de mala muerte, cortesía del poco dinero que les había ofrecido Katz, y la muchacha de recepción dedicó a Benson una sonrisa lasciva después de asegurarse de que dormirían en camas separadas.
—Si necesitan dos habitaciones —les dijo—, no habrá ningún problema. Puedo hacerles descuento: estamos en temporada baja.
Él se limitó a negar con la cabeza y dejó a Glasgow el resto de gestiones. Ella firmó con un nombre falso —una pequeña venganza personal contra el sistema— y respondió al gesto de la recepcionista con otro de su propia cosecha. La chica enrojeció y apartó la vista.
—¿Nunca te entran ganas de decir que sí? —La habitación hedía a humedad y a cerrado. Había una biblia de páginas amarillentas abierta encima de una de las camas; la otra tenía manchas de algo que Glasgow prefirió no examinar. Benson no respondió enseguida, así que ella siguió hablando—. Quiero decir, que no estaba mal. La chica, vamos, para una mujer. Es... Bueno, ¿nunca te tienta...?
Benson sacudió la cabeza y contestó sin levantar la vista del cuaderno de Glasgow. —Que tú no puedas dejar de pensar en el sexo no quiere decir que sea lo único que importa —le dijo. Sonreía de medio lado sin humor alguno; al instante frunció el ceño y señaló algo entre las notas—. La mujer. ¿Qué dijo Katz de ella?
Glasgow se encogió de hombros.
—Poca cosa. Que era… creo que la comparó con algún animal y que, básicamente, no tenía nada que ver con su amigo. Y que lo tenía bien agarrado, aunque no lo dijo con esas palabras. —Retiró la colcha de una de las camas: por dentro no tenía mucho mejor aspecto—. Y yo no estoy siempre pensando en… eso, ¿me oyes? Puede que, bueno, tengo... necesidades. Es normal. Incluso nosotras las tenemos, Benson. Pero tú...
—Dijo que parecía manejarlo y que Chess no era de esos —continuó él, haciendo caso omiso—. Puede...
—Mi marido era un calzonazos —interrumpió ella—. Cuando... cuando vivía. No es un crimen, ni fue una posesión demoníaca, y te aseguro que con sus amigotes seguía siendo el mismo...
—¿Estuviste casada? —Era probablemente la primera pregunta personal que le hacía desde que se conocían. Parecía sinceramente intrigado. Incómoda, Glasgow apartó la mirada—. Todos tenemos nuestras cosillas —replicó. Se descalzó y se quitó los pantalones antes de deslizarse en la cama. Benson cerró el cuaderno y lo dejó sobre la moqueta antes de abrir la otra cama.
—No me lo habría imaginado —admitió. Se desvistió deprisa: dejó la ropa bien doblada sobre la única silla de la habitación—. Teniendo en cuenta cómo has mirado a la de recepción.
Glasgow dejó escapar un resoplido; él se metió en la cama.
—Era una broma, joder.
—Esa boca. —Glasgow se echó a reír. Para trabajar de lo