Intercambio de parejas
Por Sara Craven
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Alex Fabian era un ejecutivo de altos vuelos acostumbrado a vivir rápido y a su manera, y cuando su familia empezó a decirle que ya era hora de sentar la cabeza, él se echó a reír. Pero cuando le dieron un ultimátum según el cual o se casaba antes de tres meses o perdería su herencia, no tuvo más remedio que buscarse una novia... Louise Trentham estaba aún recuperándose de un desengaño amoroso cuando Alex le hizo su proposición y, a pesar de ser un tipo guapo y divertido, Louise desconfió de él. Sin embargo, entre ellos había una química irresistible. ¿Debería arriesgarse y dar el "Sí, quiero"?
Sara Craven
One of Harlequin/ Mills & Boon’s most long-standing authors, Sara Craven has sold over 30 million books around the world. She published her first novel, Garden of Dreams, in 1975 and wrote for Mills & Boon/ Harlequin for over 40 years. Former journalist Sara also balanced her impressing writing career with winning the 1997 series of the UK TV show Mastermind, and standing as Chairman of the Romance Novelists’ Association from 2011 to 2013. Sara passed away in November 2017.
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Intercambio de parejas - Sara Craven
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Sara Craven
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Intercambio de parejas, n.º 1446 - enero 2018
Título original: The Token Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-729-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Prólogo
CUANDO Alex Fabian estaba enfadado, irradiaba tan mal humor que lo mejor era apartarse de su camino.
Esa noche, al entrar en la casa de Holland Park de su abuela, iba echando humo. No obstante, hizo un esfuerzo por sonreír al anciano que le abrió la puerta, al que conocía desde niño.
–Barney… ¿qué tal? ¿Y la señora Barnes?
–Vamos tirando, gracias, señorito Alex –hizo una pausa–. La señora no ha bajado todavía, pero el señor Fabian está en el salón.
–¿Mi padre? –preguntó con el ceño fruncido–. Pensé que no se hablaban.
–Ha habido una reconciliación, señor –dijo con tono reposado–. La semana pasada.
–Entiendo.
Alex se quitó el abrigo y lanzó una mirada fugaz a su imagen en el gran espejo del vestíbulo. Después, se dirigió hacia la puerta doble del salón.
Debería haber ido al barbero, pensó irritado, pasándose la mano por los pelos diminutos que le rozaban el cuello.
El traje negro que llevaba, el chaleco de seda gris, la camisa blanca inmaculada y la corbata señalaban que se trataba de una visita formal.
Para la cual lo habían citado.
Y los labios apretados y la expresión ardiente de su mirada indicaban que sospechaba de qué se trataba.
Encontró a George Fabian sentado en uno de los sofás que flanqueaban la chimenea, ojeando un periódico.
–Buenas tardes, Alex. Sírvete algo –dijo el hombre sin levantar la cabeza.
–Gracias, pero es un poco temprano para mí –echó un vistazo al reloj–. No estoy muy seguro de si me han invitado a tomar el té o a cenar.
–Te sugiero que se lo preguntes a tu abuela –le advirtió su padre cortante–. Esta pequeña reunión familiar fue idea suya, no mía.
–¿Y el motivo? –caminó hacia la chimenea y le dio a los troncos una patada impaciente con sus zapatos caros.
–Creo que para hablar sobre los preparativos de su fiesta de cumpleaños –hizo una pausa–. Entre otras cosas.
–¿En serio? –dijo con las cejas levantadas con ironía–. ¿Se me permite preguntar de qué se tratan esas «otras cosas»?
Su padre le dedicó una mirada seca.
–Imagino que podría salir a colación tu puesto de futuro presidente del banco Perrins.
Hubo un silencio, después, Alex dijo con cierta altivez:
–¿Estás sugiriendo que puede haber alguna duda? No tenía ni idea de que mi aptitud para dirigir el banco estuviera puesta en entredicho.
–Y no lo está, por lo que yo sé –dobló el periódico y lo dejó a un lado–. Es más un asunto de imagen. Demasiadas fotos en las revistas del corazón, demasiados rumores y demasiadas chicas –añadió llanamente.
–No sabía que tenía que hacer votos de castidad para trabajar en Perrins –dijo con el mismo tono pausado, aunque tenía los puños apretados.
El hecho de que había esperado que algo así sucediera, no lo hacía más fácil, pensó con tensión creciente.
–Entonces, vuelve a pensar en el asunto –dijo su padre con brusquedad–. Perrins es un banco chapado a la antigua, dirigido por gente tradicional a la que no le gusta el tipo de publicidad que tú atraes –meneó la cabeza–. Los clientes quieren saber que hay alguien sólido y de confianza a la cabeza, alguien en quien poder confiar. No un donjuán –hizo una pausa–. Te gusta volar muy alto, Alex, ten cuidado no te estrelles.
–Gracias –dijo Alex con peligrosidad–. ¿Te han dicho que me des esta lección de sabiduría o es todo de tu cosecha?
George Fabian suspiró.
–No seas tan puntilloso, chaval. Soy tu padre y tengo derecho a preocuparme. No quiero verte tirar una carrera brillante por la borda.
–Si sucede lo peor, hay otros bancos –dijo con tirantez.
–Desde luego –concedió su padre, mientras le dedicaba una mirada firme–. A menos, por supuesto, de que tampoco les convengas.
Se hizo el silencio. Después, Alex, más calmado, dijo:
–Quizá me tome esa copa, después de todo –se dirigió a la licorera donde estaban las botellas y se sirvió un whisky–. Entonces, se volvió con el vaso en la mano y una mirada retadora–. ¿Cuáles son los rumores?
–Creo que a Peter Crosby lo van a ascender cuando el gobierno vuelva a ganar las elecciones.
Alex se puso tenso.
–¿Y?
–Eso quiere decir que su vida será de más interés para todos –hizo una pausa para dar un trago a su whisky–. Tengo entendido que el Daily Mercury ya está sobre la pista y que ha mandado a un equipo para que vigile de cerca a su esposa.
Hubo otro silencio.
–Entiendo –dijo Alex sin expresión.
–Además –continuó el señor Fabian–. Corre el rumor de que Crosby ha contratado a un detective privado para que siga a su mujer y para que controle sus llamadas. No tienen niños por lo que tal vez esté pensando en deshacerse de ella antes de que esta estropee su marcha triunfante hacia el poder con más indiscreciones. No eres el primero, ¿sabes?
–Ya lo sé –dijo con un tono frío.
–Y de ninguna manera se va a divorciar sin complicarle la vida a alguien. Tiene fama de ser muy vengativo.
–Es una pena que los cotillas no tengan nada mejor que hacer –dijo Alex y le dio un buen trago a su vaso.
–Quizá deberías sentirte agradecido. Si te vieras implicado en un divorcio de esas características, el comité de Perrins podría no perdonártelo.
Alex sonrió irónico.
–La gratitud no es el sentimiento que me embarga en este momento.
–Espero que no vayas a decirme que Lucinda Crosby es el amor de tu vida.
–Por supuesto que no –dijo encogiéndose de hombros–. De hecho, no creo que exista algo así. De todas formas, ya había pensado cortar con ella. Espero que eso te satisfaga.
–Sí, pero todavía no las tienes todas contigo. ¿Le has oído a tu abuela alguna vez hablar de un primo suyo que se marchó a Sudáfrica antes de la guerra? ¿Archie Maidstone?
Alex frunció el ceño pensativo.
–Sí, lo ha mencionado en alguna ocasión. Creo que sentía algo especial por él, pero se metió en problemas, o algo así.
–Efectivamente –asintió Fabian–. Trabajaba en Perrins y desfalcó dinero. La familia se encargó de tapar el desfalco, pero le advirtieron que nunca volviera a Inglaterra.
–Debe ser ya muy viejo.
–De hecho, está muerto. Pero su nieto no, y ha estado por aquí de visita. Por lo visto, está construyendo puentes. Parece que le ha causado una gran impresión a tu abuela. Incluso lo ha invitado a Rosshampton a pasar el fin de semana.
–Continúa –dijo Alex, prestando mucha atención.
–Está casado. Tu abuela le ha pedido que vuelva para su cumpleaños y que traiga a su mujer con él para enseñarle Rosshampton. Quizá tu herencia no esté tan segura como pensabas –dijo fríamente–. Hay otro candidato alternativo.
–Yo soy su único nieto. Siempre me ha dicho que Rosshampton es para mí. ¿De verdad crees que hay alguna duda?
–No lo sé. Pero se ha encariñado mucho con él. Y con el hecho de que esté casado… estable. Le gusta eso.
Alex miró al cuadro que tenía enfrente, un retrato de lady Perrin a los dieciocho años. En el cuadro aparecía la casa de piedra gris rodeada de árboles milenarios, con el sol cayendo sobre los campos verdes y, en la distancia, el brillo del agua.
Pensó en todo el tiempo que había pasado allí de niño y en cómo había vuelto allí siempre que había sentido la necesidad de sentirse protegido. Siempre le había cautivado y siempre había esperado convertirse algún día en el señor de todo aquello.
Su abuela siempre lo había animado. De hecho, lo había hecho querer a la casa y le había permitido pensar que un día sería suya.
Y, ahora, por primera vez, había una duda.
El nieto de un hombre que había caído en desgracia, pensó apretando el vaso con fuerza. ¿Aquel desconocido sudafricano iba a robarle su Rosshampton? ¡Eso sería sobre su cadáver!
La puerta se abrió y entró lady Perrin. Llevaba un vestido negro de noche bastante favorecedor y el pelo, blanco como la nieve, lo llevaba recogido en un moño.
Alex vio que llevaba uno de sus bastones de plata. Normalmente, se negaba a utilizar nada por lo que debía tener muchos dolores para haberse concedido esa debilidad. La rabia que sentía fue remplazada por la compasión, aunque no se atrevió a mostrar sus sentimientos.
Primero, saludó a su padre que la recibió con una inclinación de cabeza. Después, la mirada se volvió hacia él y lo recorrió de los pies a la cabeza.
–Mi querido Alexander.
Alex le tomó la mano y le dio un beso en la mejilla.
–Abuela.
Selina Perrin se dirigió hacia el sofá donde se sentó con cierto esfuerzo. Después, aceptó el jerez que Alex le llevó.
–Ven a sentarte conmigo y cuéntame todo lo que has estado haciendo. Aparte de lo que ya leo yo en las revistas, que no es poco.
–No te creas todo lo que dicen.
–Pero lo que sí es cierto es lo de la mujer de Crosby. Y no mires a tu padre, que él no me ha dicho nada.
Alex se mordió el labio.
–Qué pena que nunca trabajaras para la CIA, querida abuela.
–En mis tiempos, no había tantas oportunidades para las mujeres –hizo una pausa–. ¿No crees que ha llegado el momento de que dejes en paz a las mujeres de los otros y te busques una chica decente y respetable?
Él esperaba una emboscada durante la cena y no, ese ataque frontal. Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.
–Yo sería el último hombre con el que una chica así querría casarse.
–Tonterías –dijo la mujer con desprecio–. Y tú lo sabes muy bien. Comportándote así no le estás haciendo ningún favor a la familia. Además, me niego a que el banco y su reputación se