Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Desventuras
Desventuras
Desventuras
Libro electrónico595 páginas9 horas

Desventuras

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Desventuras devela la vida y obra de Josema Campusano, un personaje forjado en la pobreza y vicisitudes, a quien las desgracias familiares, accidentes y severas penas lo persiguen durante todo su existir.
El sincretismo religioso y cultural modulado por las creencias populares, las costumbres afrocaribeñas e indígenas, al igual que la escenografía de La Guajira y los barrios marginales de Cartagena de Indias, Colombia, acompañan la historia y a sus personajes, fundiéndolos en realismo mágico. El desenlace no deja cabos sueltos. El autor cierra con maestría las puntadas de la trama principal y las subtramas dejadas abiertas adredemente en varios capítulos, y nos ofrece un final cargado de revelaciones primas.
¿Podrá Josema sobrevivir a una vida llena de desventuras? ¿Descubrirá por qué su vida es gobernada por una extraña conjetura? Para saberlo invitamos a los lectores a seguirles la pista a los infortunios (¡a veces simpáticos!) del protagonista de la nueva novela de Arcesio Romero Pérez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2022
ISBN9788411445283
Desventuras

Relacionado con Desventuras

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Desventuras

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Desventuras - Arcesio Romero Pérez

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Arcesio Romero Pérez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Armando Roncallo y Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-528-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A la memoria de Rafael María Pérez

    A Luciana, por creer

    .

    Como Dios en la Tierra no tiene amigos,

    como no tiene amigo’ anda en el aire (bis).

    Tanto le pido y le pido, ¡ay hombe!

    Siempre me manda mis males (bis).

    Primer verso de la canción Alicia adorada

    (Juancho Polo Valencia)

    .

    I parte

    Concertadas

    ilusiones

    1

    José María nació el 2 de febrero de 1953 en Oreganal, una pequeña vereda de Barrancas, La Guajira, conformada por descendientes de los esclavos de las haciendas de la vega del río Ranchería. Los negros libertos seleccionaron la tierra árida de un pequeño valle cubierto por árboles de guayacanes y carretos, especies ricas en madera, para construir sus viviendas. Los primeros grupos de casas de barro y madera fueron llamados «La Zaraza» y «Punta de Palma», como símbolo de resistencia a los años de opresión, y mensaje de esperanza ante la flor del abolicionismo.

    De chico aborreció su nombre; era una conjunción de deidades, y por ese detalle nominal fue obligado a asistir a las misas de san José y a todas las fiestas religiosas de las diversas advocaciones de la Virgen María. Ese fue un castigo impuesto por un cura terco que no aceptó el nombre del santoral del día de su nacimiento. El sacerdote de Barrancas aprovechó que la convivencia de Dolores y Aarón no gozaba de la bendición de Dios, y los obligó a cambiar el nombre de «Candelario» por el de los progenitores del Nazareno. «Si no le colocáis José María, no os lo bautizo y riego la voz a los curas de los otros pueblos para que ninguno os haga el favor y se os quede moro el niño», los sentenció el cura batuqueándose el cordón que le amarraba la sotana.

    La rabia se despertaba en su interior al oír a su madre llamarlo María para distinguirlo de sus hermanos menores: José Aristarco y José Pancracio, signados de esa forma gracias, ellos sí, al santoral del almanaque Bristol y a la generosidad de un nuevo sacerdote. El aire de feminidad de su segundo nombre lo agobiaba, sentía pena al ser sujeto de constantes burlas en la escuela al ser enviado por error a la fila de las alumnas. Por eso optó, en acuerdo con su madre, en modificar su apelativo a «Josema», apócope de sus dos nombres, que le otorgaba mayor masculinidad. Sería María para su madre, José María para aspectos formales y Josema para el resto de los asuntos.

    Su apellido también era objeto de chanzas; sus amigos de la escuela bromeaban con la rima de las tres últimas letras de Campusano y en ocasiones su único cuaderno escolar era marcado con una ocurrente frase en color rojo: «Can-pus-ano: perro con materia en el culo». Por ese motivo, al verlo patear piedras con maledicencia al regreso de la escuela, su madre lo tranquilizaba explicándole el significado del apellido legado por los antepasados de Aarón:

    —Campusano, como todos los apellidos largos, es como el ferrocarril: elegante y sonoro. El de ustedes se escribe con ese y no con zeta, para darle más caché y distinguirlo entre tanto abrojo que hay por ahí.

    Por las noches, Dolores recreaba a sus hijos con historias sobre la vida de su difunto marido. De esa forma aliviaba el vacío paternal en la casa e inyectaba en la memoria de ellos la imagen y la cultura de sus ancestros.

    —Aarón era tataranieto de un muleque y poseía dotes pa la siembra y cosecha del tabaco, que paradójicamente lo llevaron a la muerte —le contó Dolores al preguntón de José María, al calor de la raquítica luz de un candil antes de tenderlo en el rústico omaso de la hamaca.

    Una sonrisa se dibujaba en el triste rostro de su mamá cada vez que le contaba al pequeño cualquiera de las anécdotas de su progenitor.

    —Ya había escapado a la muerte —inició una vez Dolores, mientras tejía con curricán una totuma—. Un día, cuando trabajaba como recolector de café en la sierra, los aguaceros derrumbaron las lomas y lo arrastraron dentro de un barrial por el río. Lo encontraron vivo, enterrado hasta el pecho, montado sobre la horqueta de un Caracolí y cuidado por sapos cornudos que se comían los mosquitos que volaban sobre su cabeza —le refirió la madre, asustándolo con la apertura exagerada de sus ojos y boca.

    —Esa historia me la contaba siempre mi papá. ¿Por eso le decían «Aarón Ciclón»? —preguntó Josema con curiosidad.

    —Ese sobrenombre le daba mucha rabia, se ponía a peleá con quien lo gritara. Pobre mi marío, morí tan joven, solo tenía treinta y siete años —finalizó la obesa mujer y asomó en ella el desconsuelo.

    Dolores era una mujer valiente, una mulata corpulenta, de cabello negro crespo, y ojizarca, quien después de muchos años de noviazgo a escondidas, se había fugado con el amor de su vida, el «Negro Aarón», como le llamaban sus padres. Los Fuentes no eran partidarios de que su hija «enrazara» con un Campusano y siempre le recordaban que debía aparearse con un hombre de mejor color.

    Sobre esa particular vivencia, fruto de una presión social para evitar una inadecuada mezcla en la familia, Dolores trató de explicarle a su hijo la fehaciente realidad de su entorno:

    —Hijo, entre los negros la escala social también está marcada por los tonos de la oscuridad de la piel, desde los azabaches hasta los agraciados «café con leche» como tú —le dijo de forma jocosa, y le enseñó una máxima de Aarón: «el carbón es negro y se vende, mientras que la ceniza, que es blanca, se bota».

    La viudez rural era dura de llevar con una herencia repleta de limitaciones económicas. Tres hijos a cuestas, de siete, cuatro y un año; dos vacas famélicas; cinco chivos; siete gallinas viejas; una casa de bajareque; once bultos de hojas secas de tabaco y las deudas con el agiotista del abasto, ameritaban el compromiso de todos los miembros de la familia. A José María, por ser el mayor, le tocó dedicarse con Aristarco a la cría de ganado y atender la huerta familiar, compuesta por unas matas de plátano, cien palos de yuca y tres eras de ají picante.

    Con esas labores domésticas era casi imposible para José María continuar con sus estudios. Aunque gracias a la colaboración de la maestra Alba Lizcano logró tener un horario flexible para asistir a los dos galpones de bloques de cemento y paredes con calados a los cuales los niños del pueblo llamaban escuela.

    Y así, bajo la tutela de la «seño Alba», José María aprendió a leer, escribir y dominar las operaciones básicas de la aritmética. Todos los días de Dios, luego de ordeñar las vacas, salía al encuentro de su docente y primer idilio. El niño se deleitaba con la esbeltez de la señorita, en especial con su cabello liso, su tez nívea, su olor a pétalos recién bañados por el rocío y las gafas que hacían ver sus ojos más grandes al regañar a los alumnos. En ocasiones, al traspasar la puerta de la escuela, era abordada por José María, quien saltaba de su pupitre a saludarla efusivamente.

    —Qué simpático eres —correspondía la docente acariciándole los diminutos crespos esparcidos por la cabeza del mayor de los Campusano.

    Dos sentimientos se disputaban en el interior de la temprana edad de Josema: el deseo por aprender y las palpitaciones aceleradas de la prematura atracción por la seño Alba. Una maestra que a diario recorría tres kilómetros a lomo de mula desde Barrancas hasta Oreganal para llevarles conocimiento y alegría a los cerebros y corazones de los niños de la vereda. Una labor agradable para ella y para sus pupilos, y a la vez sometida a la omisión centralista de un Estado que descuidaba la educación y, por ende, su propio futuro.

    Las inesperadas crecientes de los ríos y arroyos en época de lluvias impedían la llegada de la señorita Alba y traía desasosiego a los estudiantes. El calendario lectivo culminaba con la creciente de todos los santos del río Ranchería y de La Quebrada. Los primeros de noviembre, el volumen de agua convertía en un gran lago los escuálidos cuerpos de agua que ese día cubrían las altas copas de los árboles.

    Para su infortunio, el amor platónico de José María terminó de forma desagradable al enterarse, al inicio del siguiente año lectivo, del romance de su musa con el nuevo profesor de matemáticas, un tipo a quien los celosos estudiantes apodaron «Medamiedo», en un gesto disonante a Madiedo, su primer apellido. Esa noticia marcó el final de la ilusión de Josema, sellada además con la destrucción de los tres poemas que había compuesto para la seño Alba, versos cuyas cenizas fueron tiradas al río en una ceremonial descarga de sus decepciones y tristezas.

    2

    En la búsqueda de un mejor bienestar para José María, su madre decidió enviarlo a vivir a la casa de una familia prestante de Barrancas. El juez era amigo de su marido y los unía el compadrazgo de sacramento por el bautizo de uno de sus hijos. Dolores aprovechó, así que el abogado Santillana, durante el velorio de Aarón, se ofreció a ayudar a su comadre en la educación y la crianza de sus muchachos. Por esa razón, Dolores resolvió enrutar a su hijo mayor por mejores caminos que los que les esperaba en manos de una viuda sin fuerzas en el alma y en el bolsillo.

    —Aquí podei iniciá tus estudios de bachillerato, y vay a tené comida y techo a cambio de ayudarlos en los oficios de la casa —le explicó Dolores a su hijo mientras atravesaban la plaza principal de Barrancas.

    En su marcha, madre e hijo divisaron una casona ubicada del lado norte, en la acera de las familias tradicionales del pueblo, cuyos abolengos por lo general estaban escritos en la parte alta de las fachadas.

    —Tengo miedo dejate a ti y a mis hermanos —admitió José María en un tuteo nervioso e impresionado por el pañete pulido y la pintura blanca de las casas del pueblo.

    —No vai pa un internado o una cárcel. Recuerda que te espera tu futuro y por eso debei portarte bien con la familia que te acoge como concertado —dijo la madre cuando subía el sardinel de la casa Santillana y luego le hizo entrega de una mochila de fique multicolor con sus únicas piezas de vestir: dos camisas, dos pantalones roídos por el uso y un par de cotizas, cuya postura alternaba con su hermano Aristarco.

    El Barrancas que acogió a Josema era un pueblo pequeño, ubicado en el centro de La Guajira, conformado por once calles polvorientas y nueve carreras estrechas sumidas en la atmósfera de un perfecto quietismo. Esas calles estaban delineadas por la geometría dispar de las casas de barro y de adobe, separadas entre sí por patios que albergaban toda clase de crías domésticas: desde chiquero de puercos, charcos para patos, espacio para los alcaravanes y las gallinas de guinea, hasta recintos asnales con «doble propósito» para sus dueños.

    El atributo esencial del lugar era el arquetipo de sus pretenciosas y refinadas mujeres. En especial el de las señoritas «de bien» del pueblo, criadas con la expectativa de la exploración de la mina de carbón por una multinacional gringa, y a quienes les tocó esperar por años a los rubios ingenieros para casarse y hacerse a la mejor vida que ofrece un marido extranjero. Por desgracia para ellas, la explotación llegaría años más tarde que el ocaso de su paciente espera, por lo que las damas de la plaza se quedaron solteronas, presas de los ecos de sus aposentos y atrapadas en las ilusiones que describían unas líneas del himno municipal: «recostadas en un valle de ensueño…, esperando un mejor porvenir». Aunque no fue tanto el lamento, porque para algunas era mejor envejecer como la dama sola que desmejorar su raza con los calungos del lugar.

    La figura del «concertado» se conservaba desde la época posesclavista en algunos países del Caribe. Era una institución de servidumbre voluntaria, complacida y complaciente, que facilitaba una buena crianza a los niños de las familias pobres. En especial, era de recurrida necesidad por parte de madres solteras o viudas, quienes entregaban a sus hijos como «asistentes» en las casas pudientes de los pueblos y ciudades, a cambio de recibir educación, comida y vestuario. Para el caso de José María y de acuerdo con lo pactado entre Dolores y el juez, el joven se encargaría de regar los jardines, hacer los mandados a las diferentes tiendas, bañar al perro, comprar la carne en el expendio local, adquirir el petróleo para las lámparas y traer en un burro el agua del río cuando no funcionara el recién inaugurado acueducto.

    —¡Buenos días, señor juez y señora Esperanza! —saludó Dolores al entrar a la casa a través de una puerta que doblaba su altura.

    Casi no pudo ingresar porque le tocó forcejear con un apenado José María que, aferrado primero a su falda y luego al marco de la puerta, se comportó como cualquier jamelgo obcecado por los arriceses.

    —Buenos días, Dolores, cómo estás. ¿Este es Aristarco? —comentó el juez.

    —No, señor, es mi hijo mayor, José María, que por cariño le llamamos Josema —contestó liberando desde ese día a su hijo del yunque femenino que representaba el apelativo «María».

    Los ojos de Josema se deslumbraron por un lujo y una comodidad nuevos para él. El frontispicio, los materiales de construcción de la casa, el piso de baldosa y los muebles de madera le parecieron elegantes y costosos. A cada paso su sorpresa era mayor, detallaba los adornos de cristal, el brillo del péndulo del reloj de pie, las lámparas colgantes del techo y la vitrina del comedor. Como buen bisoño, se obnubiló con unos cuadros ovalados de la sala, propios de un paisaje palaciego, donde resplandecían los rostros blanquecinos y las barbas pobladas de personas parecidas a las de los próceres de los billetes. El piso ajedrezado de la sala era interrumpido por baldosas que dibujaban una flor de lis; y en el centro del comedor otro mosaico plasmaba una rosa Tudor, que con sus cinco pétalos rojiblancos era el símbolo de la monarquía británica unificada.

    —Ambas flores representan una heráldica lejana de nuestros antepasados franceses e ingleses —le explicó doña Perfecta Milford, la madre del juez, una simpática mujer que apereció de repente con la misma mirada de los señores de los retratos colgados en la pared.

    Al llegar al patio, descansó al ver un ambiente más familiar, más afín a su escenografía. En el centro, una gran enramada cubierta con maestría por el serpentear del bejuco «el carácter del hombre», llamado de esa forma por el variante color de sus flores: blanco, rosado y rojo. El blanco de la pasividad y la ternura de la niñez y la ancianidad; el rosado, por los sentimientos y emociones reposadas de la adultez y, el rojo, por la pasión y el desenfreno que aflora en la juventud del hombre.

    A la derecha del patio sobresalía un baño auxiliar, un islote protegido por tablas y una alberca repleta de agua. Al fondo, el espacio donde el juez guardaba su vehículo, el pájaro azul, un Nissan Patrol, al que el escaso uso lo tenía postrado con la brillantez polvorienta de los objetos olvidados y salvado de la cagá de los pájaros por un techo de zinc. Luego, dos cuartos, uno lleno de herramientas y, el otro, donde terminaron el recorrido, dotado con una angosta cama metálica y un colchón de algodón impregnado con el olor del uso y el abuso. En el latón de su cabecera, la cama tenía pintado el mismo acrisolado símbolo francés del piso del comedor.

    —Este será tu cuarto. Acá dormía una sirvienta a la que despedí por confianzuda —le indicó la señora Esperanza—. Tienes una cama, almohada y un pequeño cajón para guardar tus cosas. Espero sea de tu agrado.

    —¡Claro que le gusta! Si en Oreganal duerme en una hamaca vieja, qué más quiere —respondió Dolores por su hijo de regreso a la sala.

    Las mujeres se descuidaron un rato conversando sobre otras cosas. Tiempo que Josema aprovechó para dejarse seducir por la luminosidad y la belleza de las mujeres de un cuadro que ocupaba la mitad de otra pared de la sala. Se trataba de una réplica del tríptico religioso El jardín de las delicias, la obra del Bosco, de la cual el juez se jactaba de ser el único en el pueblo que sabía el nombre del pintor, su biografía y la interpretación del paraíso terrenal y el mundo ideal de los sueños pincelados por el artista holandés.

    El deleite del joven solo pudo ser colmado por otra obra de arte. Al mirar el cuerpo de la señora de la casa, descubrió a una mujer con gracia y hermosura superiores a las de su más alto referente de belleza, la seño Alba. Todo en ella era distinción. La tersura de su piel indicaba que debía tener unos treinta y cinco años bien cuidados, y de acuerdo con el retrato de la familia fijado sobre una mesa caoba de la sala, tenía dos hijos mayores que él, y a pesar de ello conservaba un halo de juventud en sus formas y movimientos.

    Dolores se arrimó poco a poco a la puerta principal para anunciar su partida, y antes de despedirse se cubrió la cara con una toalla para esconder la humedad de su tristeza. La madre agarró a Josema por los cachetes con ternura, y al mirarle sus ojos cafés le dijo unas palabras más en tono de clamor que de consejo:

    —Hijo, te dejo en buenas manos. Debei respetarlos como si fueran tus papás y nada de tratarlos de tú y otras confiancitas. Solo de usté, como te dije —le suplicó Dolores—. Mírate en el espejo de Emiro, el hijo de mi coma Challo, que fue concertado durante treinta años en la casa de los Peláez y ahora tiene su propio negocio.

    A los pocos minutos, en la segunda despedida y en un llamado contra el olvido, la madre sacó una pequeña bolsa de tela roja de su sostén y la introdujo en el bolsillo derecho del pantalón de Josema, acto que acompañó con un abrazo y el susurro de una oración al oído de su hijo.

    En cierta forma, Dolores tenía razón respecto a los concertados. Varios de ellos obtuvieron beneficios después de años de servidumbre y lealtad. Algunos, en su madurez, ejercieron como autoridad en las casas donde fueron criados, y los más fieles heredaron tierras, animales y hasta el cariño de las viudas de sus difuntos señores.

    El recién llegado reflejó en el juez la figura paterna ausente. Sin embargo, en su primera impresión algo le desagradó de su aspecto físico. No le cabía en la cabeza, al igual que a los habitantes del pueblo, cómo una figura gorda, que usaba siempre pantalones con tirantes para detener el peso de su barriga de pera, un bigote mal arreglado, gafas a medio poner y una boina negra para ocultar su precario bosque capilar, poseyera en cuerpo y alma a una mujer tan bella e inalcanzable para el resto de los hombres de la provincia.

    Héctor Santillana Milford era una persona que inspiraba respeto, y la entonación de su voz denotaba autoridad con su trato distante y elegantemente frío, no solo en el juzgado, sino en el hogar.

    —¡José María, venga, debo darle a conocer las reglas para vivir en esta casa! —lo llamó el juez al estrado del corredor durante el segundo día de su estancia.

    —A sus órdenes, señor —acudió el joven vestido con un pantalón café, de cierre abotonado, y un «camisuéter» de poliéster con líneas verdes horizontales.

    —Tu mamá me dijo que tienes siete años cumplidos y cursas primero de primaria. ¿Sabías que permitirte estudiar es un privilegio del cual muchos concertados del pueblo no gozan? —acotó displicente el juez al jalarse los tirantes de los pantalones y rascarse los vellos del pecho que sobresalían de su camisilla.

    —Sí, señor, y le agradezco a usté por eso —respondió en una voz tan imperceptible que el juez tuvo que acercar su oreja para escucharlo.

    —Estas son las normas y tus obligaciones: respeto por los miembros de la familia, obedecer mis órdenes, dormirse antes de las nueve de la noche, lavar el carro, los jardines, y sacarle las garrapatas a Otto, mi pastor alemán —lo inquirió el juez abriéndole los ojos hasta donde los párpados se lo permitieron—. Aaah… Y, por último, sobra decirte que debes arreglar tu cuarto y no meterte con las sirvientas. ¿Me entendiste, muchacho?

    —No se preocupe, señor, yo estoy acostumbrao a respetá las reglas de mi mamá y las de la escuela.

    —Si te portas bien, te va bien. ¡Si te portas mal, te mando a meter preso! —lo intimidó el juez y le chispeó la cara con la saliva revoloteada de sus labios.

    —¡Como usté lo ordene! —respondió Josema en posición castrense.

    —Aaah… Hay un detalle adicional: debes sacar buenas calificaciones, para que sigas los pasos de mis dos hijos. ¡No quiero un vago ni un bruto en mi casa! —sentenció el juez.

    Esperanza, que apreciaba la escena con la que su esposo recibió al concertado, lo interrumpió y agarró de la mano a Josema para que la muchacha de servicio le brindara un vaso de limonada con hielo para bajarle el susto.

    —No seas tan duro. Vas a atemorizar al hijo ajeno —le dijo a su esposo mostrándole una sonrisa de desacuerdo por su trato hacia Josema.

    3

    Finalizado su primer año de servidumbre voluntaria en la casa Santillana, la convivencia armónica se reflejaba en la conducta de Josema. Manejaba un mejor lenguaje de expresión, resultado de la tarea diaria impuesta por el juez de aprenderse una palabra del diccionario Larousse y los datos básicos de un país en el Almanaque Mundial. De igual forma interiorizó hábitos de higiene. Se cepillaba los dientes después de cada comida y no solo al levantarse como lo hacía en Oreganal. Acompañaba a doña Perfecta, la madre del juez, a la misa de los domingos y era su auxiliar en la rutina de ponerse en la oreja la parte hueca de una gran concha de caracol que servía para detener la puerta del patio. Según ella, a través de ese parlante se deleitaba con el vaivén de la travesía marina y los latigazos de las olas que chocaban el casco del barco imaginario que la llevaría de retorno a la Europa de sus antepasados.

    Josema fungía de «perfecto» escucha de las historias de un pasado glorioso, sobre las cuales lo interrogaba en cualquier descuido.

    —¿De qué color era el caballo blanco de Simón Bolívar? —lo retaba siempre la anciana con un interrogante capcioso.

    —¡No sé! —respondía el joven; no se sabe si por desconocimiento o como estrategia para seguir un juego interminable que lo libraba de sus concertadas obligaciones.

    La abuela, feliz por la ignorancia del muchacho, lo llevaba a su cuarto y al ritmo de su apaciguado andar le decía la respuesta y le dictaba una clase de historia.

    —Es blanco, mira el cuadro. La misma pregunta contenía la respuesta, debes prestar más atención —lo regañaba con dulzura senil al señalarle con sus labios la imagen de Simón Bolívar colocada en la pared—. ¿Sabías que en esta habitación durmió el Libertador una noche lluviosa a finales de octubre de 1832? Esa fue la contribución de esta familia a la gesta emancipadora de nuestro país —instruyó doña Perfecta al concertado.

    La jactancia del hecho histórico de la señora carecía de validez por varias razones: primero, porque para octubre de 1832 Simón Bolívar tenía casi dos años de fallecido y, segundo, porque la casa Santillana la construyeron en 1913, un año posterior al incendio que devoró la mitad de las casas de techo de paja de Barrancas. A pesar de esa evidencia histórica, nadie logró convencerla para que dejara de contar su megalómana fantasía, la cual solo era recibida con veracidad por la servidumbre y algunos lugareños que cada tarde la visitaban en el sardinel de la casa, para festejarle la gracia con la que refería una y otra vez el mismo episodio a una exclamativa audiencia, a cuyos asistentes, a cambio de su escucha, le daba una moneda de cinco centavos.

    La historia de doña Perfecta terminó cuatro años más tarde, precisamente en un octubre; un mes que la postró en cama por una varicela que se complicó por un antojo. La enferma obligó a la sirvienta a prepararle unos chicharrones de cerdo para saciar un capricho. De nada valieron los cuidados de Josema, ni la ingesta del amargo extracto de curarina, los baños con hojas de matarratón, guanábano y naranja agria; la grasa acentuó los efectos del virus en su cuerpo y la condujo al lugar de descanso de sus heráldicos antepasados. Y aunque la mujer no era ni tan doña ni tan perfecta, porque su corto tronco y largas extremidades desproporcionaban su figura, su simpatía llenaba con una afabilidad contagiosa a toda la familia y a sus amigos del pueblo.

    Josema sufrió mucho con la muerte de la persona más cariñosa del hogar Santillana. Con la partida de la doña de los abolengos, a los pocos días, las cosas volvieron a la normalidad con la lentitud propia del duelo. Un luto corto no flexibilizó las reglas impuestas por el juez. Gracias a ese rigor, y bajo su tutela, desde los once años Josema aprendió todo el tejemaneje para defenderse en cualquier juzgado: escribía en la máquina Remington, redactaba oficios, manejaba bicicleta y conducía por raticos el carro de la familia, privilegio obtenido por lavarlo todos los sábados en el río y ayudar a darle encendido con un pesado manubrio. A partir de la confianza ganada ante el juez, y el cariño desplegado en sus hijos cuando llegaban de vacaciones procedentes de Bogotá, Josema se sentía un miembro más de la familia y, por eso, muchos en el pueblo lo apodaron «Josema Santillana».

    En su cumpleaños número trece, el día de la Virgen de la Candelaria, al obediente concertado lo sorprendieron con dos detalles: un dibujo hecho por José Pancracio, su hermano menor, en el que había pintado a los tres hermanos Campusano, en una isla, acompañados de un cofre pirata lleno de monedas de oro. Esa hoja despertó su emotividad, por lo cual la colocó arriba de la cabecera de la cama. Allí estuvo la hoja de papel hasta que una gotera del techo se encargó de correr la tinta y difuminar el tesoro artístico.

    Y el otro detalle, el más sorpresivo, provino de sus señores:

    —¡Feliz cumpleaños, Josema! —le dijo doña Esperanza, y le estampó un beso en una mejilla antes de mostrarle la ropa y una pequeña torta decorada con trece velas azules—. Mi esposo y yo queremos regalarte esta ropa intacta, de pocas posturas, de Andrés, mi hijo mayor. Cuando se fue a estudiar a Bogotá las dejó en el armario de su habitación. Las camisas son talla S y los pantalones 28, así que creo que quedarán ajustados a tu contextura. Además, ya es hora de que dejes los pantaloncitos cortos y te vistas como todo un caballero.

    El concertado se probó las vestiduras de la misma forma en que su madre medía la talla de los pantalones que lucía para las fiestas patronales y la procesión de san Rafael. Tomó el pantalón, lo abotonó y colocó la pretina alrededor de su cuello, y al coincidir las dos puntas de la cintura en su naciente manzana de Adán, se emocionó al comprobar que la prenda se ajustaba a su talla.

    —Vaya forma arcaica de medirse el pantalón, ja, ja, ja. Me recordó a mi papá —explotó en carcajadas el juez y sus ojos se mojaron de añoranzas.

    Los pantalones además reemplazaron a los que traía años atrás a su llegada a la casa Santillana, con un dobladillo de treinta centímetros, cuya costura rozaba sus rodillas al andar. El molesto doblez iba disminuyendo a medida que la infancia y la pubertad daban paso a la adolescencia. Cada año que pasaba se estiraban los huesos del joven concertado, por lo que en las visitas a Oreganal su madre iba desdoblando los pliegues de remate del pantalón para ajustarlo a la longitud de sus canillas. Por eso, para la celebración de ese cumpleaños, la parte inferior de la prenda formaba una bandera de cinco descoloridas franjas, que terminaba en un doblez mínimo que descansaba sobre el empeine de su calzado.

    Ese mismo año, un episodio cambió su comodidad en la casa. La señora Esperanza en épocas de intenso calor adoptó una nueva rutina. Todos los días, al partir su esposo para el juzgado, cuando los mediodías se aferran al sol para no darle paso a la tarde, tomaba un baño en el patio. La sirvienta se encargaba de llenar en su totalidad la alberca, le traía el champú, el jabón de lavanda de Provenza y el kit de esencias florales. La señora cubría la sinuosidad de su cuerpo con una bata de tela de algodón y decoraba su hombro con una toalla blanca. Después, cada vez que la totuma descargaba agua sobre la bañista, la tela mojada de la bata se adhería a su piel para revelar sus misterios: los pezones erizados, la pequeña cintura, las colinas de los glúteos y su triángulo pélvico.

    Desde su habitación, y a través de las hendijas de las tablas del baño, los ojos de Josema la apreciaban con deleite. La rutina hizo que, de tres a cuatro de la tarde, al mejor estilo de las citas de los enamorados en los parajes del río, sus relojes se sincronizaban al sonido del chorro del agua y de las espumas del jabón que envolvían al observador escondido. El concertado ya era todo un hombre, alargado en sus partes por el desarrollo y el consumo de emulsión de hígado de bacalao Scott y de Dayamineral, dos afamados multivitamínicos que estimularon sus energías. La adolescencia despierta de Josema ya lo cubría con una leve vellosidad púbica, y sus impulsos hormonales añoraban ser colmados con la sirena del patio.

    El adolescente no dejaba de pensar en el majestuoso espectáculo que presenciaba todos los días y en la forma en la que un solo toque a aquella mujer activaría la erupción de su volcán inguinal. Como buen soñador, ideaba mil formas de cumplir su anhelo: ofrecerse a enjabonarla, irrumpir en su baño o aplicarle champú, hacían parte de su plan; no obstante, el miedo y el respeto lo cohibían. Además, para actuar, tenía que esperar alguna señal por parte de la bañista. No podía echar por la borda la confianza de su señor y la ilusión de Dolores de convertirlo en el mejor de los concertados. Y a pesar de que estaba seguro de que, por algunas atenciones previas de cortesía de la señora, como el intercambio de miradas o la forma en que pronunciaba su nombre al requerirle cualquier menester, el camino para acceder a los placeres de doña Esperanza estaba totalmente despejado.

    Un episodio insospechado lo animó a dar el temeroso paso. Un día, mientras limpiaba los muebles con un pañito húmedo para liberarlos del lanugo con los que los tapizaba el viento del desierto guajiro, notó que la puerta de la alcoba principal estaba abierta, y al ver un vestido de la señora en el suelo y no sobre la cama, entró a recogerlo. Al traspasar el límite de la privacidad, el perfumado ambiente le anunció la presencia de la señora. Quiso darse la vuelta y cerrar los ojos, mas su inquietud lo dominó. De espaldas, tras despojarse de la toalla, observó la desnudez, y no de una mujer cualquiera, sino de la joya más representativa de la feminidad del pueblo. Ahí estaba ella, sentada en la cama, acariciándose el busto con aceite de almendras con movimientos ascendentes sobre la circularidad de los pezones. El observador despertó de su estado de calma cuando escuchó el sonido del elástico de la ropa interior de Esperanza golpear las carnes de sus caderas. Incluso quiso ayudarla cuando vio sus dedos luchar para abrochar los ganchos del cierre dorsal de su brasier y meter la etiqueta debajo de la banda sujetadora de la prenda, pero no se dejó vencer por la voluntad de sus pensamientos y, sin desearlo, cerró la puerta con cuidado para no molestarla en la parte final de su ritual.

    Ella, que se había hecho la desentendida, se vistió, y se sonrió por el accidentado percance. Desde ese día, Josema esperaba el sonido de las cuatro campanadas de reloj del comedor, y lustraba despacio la madera de los muebles para fisgonear por la fisura longitudinal de la puerta la rutina de cuidados corporales de la señora de Santillana.

    Una noche, al agitar rítmicamente su ansiedad en nombre de Esperanza, su mente fue invadida por las palabras de una vecina, la señora Sara Santarem, quien los domingos le traducía el sermón en latín del padre Cipriano: «¡No debes desear a la mujer del prójimo, y mucho menos a la esposa de tu señor!». Interrumpido y castigado por el mea culpa, el joven se percató de que la encopetada rezandera siempre le recitaba la misma frase y, entonces, llegó a la conclusión de que, o el cura tenía un solo sermón, o la vieja no sabía un carajo de ese idioma con olor a iglesia y a humedad de claustros.

    Todo temor quedó atrás un viernes. Tras meditarlo y sin planificación alguna, se introdujo a la función vespertina en el islote del patio. Creyó que al fin cristalizarían sus sueños y por primera vez se mojaría con las aguas primorosas del sexo. Acto seguido, impulsado por la aceleración de sus latidos, caminó por el zigzag del desagüe del patio hasta entrar al baño. Josema, erguido en sus emociones, se bajó la cremallera de la bermuda, dejó irrumpir el asta de su virilidad y, con la astucia del novato, levantó la bata pegada a las nalgas de doña Esperanza y la agarró por la cintura para satisfacer sus ansias. Justo cuando un segundo separaba al hijo de Aarón de entrar a la tierra prometida para congraciarse en la mayor de sus dichas, su impulso fue frenado por una bofetada que le volteó la cara.

    —¡Pervertido! ¡Cómo se te ocurre tocarme y mirarme con deseo! —gritó la mujer—. ¡Recuerda que puedo ser tu madre! —le dijo enfurecida la señora a un Josema que, ahuyentado de la escena, yacía sentado en un taburete del corredor sin pizca de vergüenza por la manifestación de sus impulsos.

    —¡Perdón, perdón, peperdóóón! —tartamudeó el joven y, sin percatarse del ataque, recibió unos golpes de la sirvienta que acababa de llegar atraída por el estropicio y los gritos de la señora Esperanza.

    Esa reprimenda, más que una defensa a su patrona fue una represalia por no haberse fijado en la sirvienta, y pretender, con avaricia temprana el premio mayor de las señoras que muchos concertados anhelaban.

    —¡Ya verás cómo reaccionará Héctor ante tu falta de respeto! Solo de pensarlo me pongo nerviosa —exclamó Esperanza al cubrirse con la toalla y salir veloz a refugiarse en su alcoba con el cabello mojado y parte del enjuague esparcido en la parte superior de su espalda.

    5

    La desaprobación de la astucia de Josema por parte de la sirena de la casa Santillana produjo consecuencias inmediatas. Un acto penitencial lo condenó a desterrarse de ese hogar antes del retorno del juez a las seis de la tarde. Por irrespetar a la mujer que lo consideraba un hijo más, aquel atrevimiento le costó su formación como hombre de bien. No merecía el aprecio de esa familia y, muerto de la pena por su indecencia, regresó a Oreganal desprendido de los sueños de su madre, acompañado únicamente con sus harapos y demás pertenencias. Entre los trapos, escondió tres calzones de la señora. Los había robado del tendedero e hicieron parte de su colección de prendas íntimas de Esperanza. Una lencería que por las noches lo deleitaban con los humores y sabores dejados por la patrona en las figuras caladas de los encajes.

    Llegar a la casa materna, abatido por el escozor de su salida del hogar de los Santillana, generó una gran decepción en Dolores cuando supo de viva voz de su hijo la causa de su destierro. Por eso, sin importarle el qué dirán y lo estirado que estaba Josema, le enterró las uñas en la oreja para recriminarlo:

    —¡Qué vergüenza me has hecho pasá por tu arrechera! ¿En qué pensabai, pelao’e mierda? ¿Que una mujé rica se iba a fijá en un mohíno como tú? —lo reprendió sin soltarlo aún de la oreja.

    —No me maltrate, mamá. Yo pensé que ella también quería —replicó Josema en una actitud altanera.

    —¡No me bostique, carajo! ¡Cállate y piensa más bien qué vas a hacé de ahora en adelante! —siguió con el regaño la adolorida madre—. Ahora no podei estudiá, tenei que ponerte a trabajá, así sea de machetero o pigua en las fincas —finalizó ahogándose en la voz de su decepción.

    —Mamá, no estoy de acuerdo con eso de mandá a tus hijos como esclavos. No sabe lo mal que me sentía en el colegio y las burlas que me hacían: «ahí viene el vejé de los Santillana, el juececito» —le confesó con el rostro enjuto y ademanes burlones.

    Con esa confesión saltaron al escenario las primeras muestras del carácter díscolo del muchacho a quien años atrás bañaban con estropajo y arena para remover la suciedad de sus rodillas. El mismo que, al probar algo de civilización pueblerina, quiso salirse del cascarón y decirle adiós a la mansedumbre propia de los concertados.

    Para acotar la impetuosidad de su hijo, Dolores lo envió directamente donde Justo Pastor, un familiar de Aarón a quien las viudas y madres solteras de Oreganal concurrían para enderezar a sus hijos malcriados. En el caso de Josema, fue agarrado por la muñeca izquierda por el castigador, y de espaldas recibió la crudeza del cuero retorcido de una pinga de toro. Trece fuetazos, uno por cada año de su edad, fueron suficiente escarmiento para que el descarriado concertado viera «al diablo en cueros». Josema, quemado por la candela viva del tío Justo, con los moretones palpitando en sus piernas, se llenó de rebeldía y orgullo, y en una demostración de coraje apretó sus ojos para no expulsar una sola lágrima. Por esa valentía fue el único de los reprendidos del día que no se fue en moco tendido sobre los pies del verdugo.

    En el momento de recogerlo, Dolores, sin demostrar ni una miga de ternura o compasión, lo regañó con una frase propia de una tía, de una prima lejana y no de una madre: «¡Hmmm… Tai cogío! Ahí tiene jovencito, pa que sepa lo duro que muerde el maco. ¡Seguite portando mal pa que viai cómo te van a quedá las canillas!».

    A partir de ese suceso, a Josema lo vieron como el lunar de los Campusano y su fama de atrevido se esparció por toda la región. Por su culpa, Dolores tuvo que enviar al pequeño Pancracio para que lo criaran sus padres. Así, mientras los abuelos maternos mimaban a su nieto menor, ella concentró su empeño en levantar a sus dos hijos mayores.

    Tiempo después de la reprimenda, a los quince años de edad, Josema creyó ser un hombre hecho y derecho, y animado por varios amigos de Oreganal pensó que el trabajo duro en la pequeña finca familiar lo había terminado de desarrollar, y con base en esa creencia se marchó a construir su destino. A explorar, según sus compañeros de aventuras, un mundo de oportunidades y de riquezas en la frontera con Venezuela. No quería ser concertado de nadie, ni esclavo de las limitaciones y, por eso, juró empeñar su vigor prematuro en ganarse unos pesos para colaborarle a su mamá y acumular el capital necesario para su emancipación.

    En Carraipía, su primera parada, encontró oficio como ayudante en el transporte clandestino de ganado a Venezuela. En esa dinámica aprendió los peligros del contrabando: ataques de asaltantes, bandas de abigeato y los chantajes amenazantes de la alcabalera guardia fronteriza. Además, se familiarizó con las armas, de las cuales prefería las escopetas por la ventaja de los perdigones a la hora de cazar venados.

    Atravesar la sierra de la Chingolita lo enfrentó a caminos escarpados y estrechos poco aptos para arriar el ganado manso. Lastimosamente tuvo que renunciar a su ocupación de baquiano a raíz de unas falsas acusaciones en su contra. Sus envidiosos compañeros, los mismos amigos que dos años atrás lo habían sacado de su casa, lo envolvieron en una trama de abigeato que lo puso en la mira de un grupo de hacendados. Por suerte, uno de sus posibles asesinos, el expolicía «Sangre’toro», al torturar y ajusticiar a los verdaderos responsables, descubrió la inocencia de Josema.

    Sangre’toro, apodado de esa forma por el color de la espesa sangre que expulsaba por su hocico cada vez que se le subía la presión arterial, le contó los detalles de la artimaña tejida en su contra y la forma en que la suerte lo libró de ser una más de sus víctimas:

    —¡Te salvaste de vainas! Tenía la orden de los patrones de joderte. Si no que tu cara se me hizo conocida, y te relacioné enseguida con el pelao que criaron donde el juez Santillana —le confesó el peligroso negro de ojos torvos y amarillos.

    —Gracias, no tendré nunca cómo pagarte.

    —¡Aléjate de aquí, puya el burro rápido! Tus amigos te tienen tirria y el día menos pensao te pasan al papayo —le recomendó Sangre’toro al pasarse el índice derecho en el cuello.

    La advertencia hizo que se dedicara a otras actividades olvidadas por el saborcito del dinero. A sus diecisiete años se empeñó en terminar sus estudios de bachillerato en la Escuela Vocacional Agraria de Carraipía y, los fines de semana, a una ocupación prometedora: maletero. Así les decían a las personas encargadas de transportar en sus hombros los equipajes, maletas, bultos de café, baúles, bolsos, jaulas y demás enseres de los miles de colombianos que emigraban a Venezuela en busca de mejores perspectivas económicas. Una aventura que nunca sedujo a Josema. Trabajar de jornalero en las haciendas de Zulia era una esclavitud autoimpuesta por la necesidad de los migrantes, una forma de descender al escalón más bajo de la explotación humana. Para ser peón aguantador de sol y maltrato, era mejor continuar de concertado en Barrancas, lugar donde, aparte del genio del juez y la tentación de su señora, el único momento en el cual el sol lo atormentaba era cuando iba al río a recoger el agua de la casa.

    Los recorridos del ganapán Campusano eran vigilados por los obesos uniformados de la guardia fronteriza venezolana, con quienes, a pesar de la rusticidad de su trato y la chabacanería, logró empatizar y establecer «acuerdos comerciales y migratorios».

    Uno de los días más tranquilos y apacibles para transportar migrantes, el 5 de julio, Día de la Independencia de Venezuela, el maletero fue sorprendido por un retén inesperado de la guardia.

    —Josema, chico, la tenei toda, estás forrado en reales. Compartí algo con nosotros que somos los que manejamos las trochas —le exigió Urdaneta, comandante de la patrulla, al verlo guiar a personas indocumentadas—. ¡Sabemos todo de ti, eres la famosa «ruta María»! Usas ese nombre de mujer para engañarnos. Así es que, «bájate del bus», como dicen ustedes y muestra los cobres.

    —Tranquilos, hermanos, pa todos hay. No me cierren la ruta. Les ofrezco el 20 % de la tarifa —propuso el maletero.

    —¡Danos el 30! ¡De lo contrario tú y toda esta gente se irán pa’l coño’e tu madre! —lanzó su contrapuesta Urdaneta y amagó con requisar a los asustados indocumentados.

    —Ta bien, no hay que peleá con la autoridá. ¿Vamos a partí diferencia pa que me pueda ganá algo? —dijo Josema al ofrecerles el 25 % con una inconformidad que le dilató las ventanas de su nariz chata.

    El rifirrafe de la negociación se prolongó por una hora, y por cada 1 % de rebaja que rogaba el maletero los guardias le detenían un pasajero de su caravana. El tire y afloje cesó cuando Josema vio esposados a cinco miembros de una misma familia, entre ellos un gemelo de once años que al requebrar su miedo empapó sus pantalones. Por lo que, al final, diezmado por la recalcitrante posición de Urdaneta, no tuvo más que aceptar la tarifa del 30 %.

    La corrupta alianza le permitió manejar por casi dos años una de las más efectivas rutas de emigración. Los compinches oficiales escoltaban la travesía de los migrantes a cambio de la coima acordada. La mayoría de sus clientes provenían de las sábanas de Bolívar. Los hombres se encargaban de labores agropecuarias en las haciendas zulianas y las mujeres se empleaban como sirvientas. Aunque casi todas ocultaban su verdadera intención, dedicarse a un arte milenario más lucrativo, entretener con el vaivén de sus caderas y el pompearismo de sus vulvas a los nuevos ricos que el petróleo había forjado en Venezuela. Tan lucrativo era el negocio, que un «rato» —como decían ellas— en Maracaibo o Caracas era

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1