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Tanto para nada
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Libro electrónico353 páginas5 horas

Tanto para nada

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José es un niño tacorontero que, en la primera década del pasado siglo XX, accede al Instituto Provincial de Canarias -el primer centro docente de Enseñanza Secundaria del Archipiélago- para cursar el Bachillerato. Al finalizar este de forma brillante, viendo que Tenerife carecía de Universidad en la que poder continuar sus estudios, se traslada a Madrid para matricularse de la carrera de Ingeniería Industrial.
Al llegar a la capital de España en tren desde Cádiz, toma conciencia del abismo existente entre Tenerife -en donde apenas comienza a instalarse la luz eléctrica, el agua corriente, el teléfono...- y aquella ciudad llena de adelantos. En Madrid se hospeda, primeramente, en un hostal de la Calle Romanones, donde entra en contacto con el ambiente más popular de la urbe.
En La Residencia de Estudiantes. José, será uno de los primeros estudiantes canarios en habitar uno de aquellos "hotelitos" que La Junta para la Ampliación de Estudios había concebido como un proyecto complementario a la enseñanza universitaria, deficitaria en el país por aquel entonces.
En la Residencia se relaciona con lo más granado de la intelectualidad de la época -literatos, científicos, músicos y librepensadores…- que frecuentan la Institución hasta que el franquismo la desmantelara años más tarde.
La imperiosa necesidad de ampliar sus estudios hace que el protagonista viaje a Lieja para matricularse en su prestigiosa Universidad. Cuando la vida parece sonreírle, ocurre un inesperado desenlace, casi simultáneo en el tiempo con el estallido de la Primera Guerra Mundial.
La novela, basada en un hecho real, se hilvana con acontecimientos históricos que se van sucediendo, en Tenerife, en Madrid y en Bélgica, así como, con una historia de amor que ocurre en la distancia.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento16 nov 2017
ISBN9788417263058
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    Tanto para nada - Ana García-Ramos del Castillo

    González

    La Laguna, abril de 2013

    En el frondoso bosque de Agua García, en Tacoronte, donde crece la laurisilva a merced del alisio, mi abuela tenía un jardín encantado.

    Un lugar en el que plantó flores para esconder, con ellas, una tristeza muy grande...

    El Ortigal, marzo de 1898

    Un coche, tirado por cuatro mulas, subía lentamente la cuesta de la carretera de El Ortigal. En el pescante, tirando de las riendas, iba José, quien, de vez en cuando se volvía para conversar con su esposa Petra y sus tres hijos mayores, María, Hortensia y José Julio. Se dirigían a La Finca del Monte, un terreno de seis hectáreas que José había heredado de su padre en 1865, y que se encontraba en Agua García, Tacoronte.

    El día había amanecido despejado, apenas unas nubecillas blancas se esbozaban en el azul del cielo. La mañana se presentaba ideal para organizar una excursión familiar.

    A ambos lados del camino el paisaje se descubría como un valle abierto, salpicado de arboledas, con humildes casitas dispersas y conectadas entre sí por caminos y veredas. El incipiente sol matinal hacía refulgir el fluorescente amarillo de las trebinas de las cunetas y arrancaba hilillos de vapor de los surcos del terreno. Una vez arada y abonada, la tierra lucía esponjosa y suelta, deseosa de recibir las semillas, que el abnegado campesino depositaría en ella.

    Aquela campiña tan fecunda fue, durante décadas, el granero de Tenerife. Allí crecían, con vigor, todo tipo de cereales. El manto de tierra era tan fértil que llenaba los graneros de la comarca.

    A los mercados de La Laguna y de Santa Cruz llegaban, además, las mejores papas que también se plantaban en la zona. Todo aquel fructífero valle se desplegaba a ambos lados del polvoriento camino.

    Hacia arriba, la vista se perdía en la espesura del monte de laurisilva que redondeaba y tapizaba de verde las elevadas cumbres.

    José con aquel paseo, pretendía alegrar a su mujer, pues le estaba costando mucho superar la inesperada muerte de una de sus gemelas. Del trágico suceso, había pasado ya algo más de un año.

    Las niñas habían nacido idénticas, sanas y rollizas. Toda la familia estaba como loca de contenta con el inesperado acontecimiento, pues en aquellos tiempos tener dos hijos en el mismo parto era una sorpresa que no se desvelaba hasta el mismo instante del alumbramiento.

    Sucedió que Petra, al no tener leche suficiente para alimentar a las dos niñas, necesitó contratar a una nodriza. Todo iba bien hasta que esta, comenzó a enfermar y al continuar amamantándolas fue transmitiendo su mal a las pequeñas gemelas. La funesta consecuencia fue que una de las niñas murió.

    Idénticas las dos, Lucila Anastasia solo tuvo tiempo de que la bautizaran con ese nombre. La que pudo sobrevivir, María del Carmen, lo hizo con una secuela que al poco tiempo descubrirían. Al parecer, un envenenamiento de origen desconocido, terminó por acabar con tres vidas ya que la nodriza, y su recién nacido, fallecieron también al poco tiempo.

    José estaba ilusionado con poderle enseñar a su mujer y a los niños las mejoras que, últimamente, había hecho en la finca. La pequeña Mª del Carmen no iba con ellos, pues acababa de cumplir un año y su frágil salud lo desaconsejaba. La habían dejado al cuidado de una muchacha que trabajaba en la casa, quien se había encariñado especialmente con la niña.

    El padre deseaba que el viaje sirviera para alegrarlos, pues hacía bastante tiempo que no iban de excursión todos juntos.

    El camino se hacía lento pues al ser en cuesta, a las mulas les costaba mucho más tirar del coche. En el recorrido se cruzaban con otros carros. El sendero era bastante estrecho y había que pasar con cuidado. Los que bajaban se veían obligados a accionar los frenos, pues la pendiente hacía que bajaran ligeros. Unas veces, la parada era obligada, no tanto por la estrechez de la senda como por corresponder a los saludos. Comenzaba entonces un ritual que se repetía cada poco. Se levantaban los sombreros, se preguntaban por cómo andaba la familia, y se solían contestar: –bien, gracias a Dios todos buenos– acababan, deseándose mutuamente mucha salud para todos. Así era siempre, porque, por entonces, todo el mundo se conocía.

    Reanudada la marcha, los ocupantes se recreaban viendo las huertas cultivadas con esmero. Los campesinos, trabajando de sol a sol, conseguían transformar los terrenos baldíos en productivos que a la vista se antojaban como una gran alfombra multicolor.

    Más saludos a lo lejos. Alguien que cargaba un burro levantaba cortés su brazo. En el campo había una norma no escrita, la gente se saludaba aunque no se conociera.

    Al llegar a una fuente al borde del camino, ya en Agua García, hicieron un alto para desentumecer las piernas y para dar de beber a las exhaustas mulas. Desde allí se podía disfrutar de una magnífica panorámica. Hacia abajo se extendía toda la campiña de Tacoronte, con sus arboledas y viñedos. Un poco más lejos resplandecía un mar que se perdía desdibujado en el horizonte. Hacia arriba las montañas ondulaban tapizadas de mil matices de verde.

    Tras la última de las pendientes llegaron, por fin, a la finca. Aun sin detenerse el coche, los niños, impacientes por entrar, saltaron por encima de la portezuela, corriendo ansiosos hasta la portada.

    Una vez que José la hubo abierto, salieron todos trotando hasta perderse entre los matorrales. El carro entró en la propiedad y avanzó un trecho por un angosto camino que, nuevamente, volvía a tener una suave pendiente.

    En un momento dado tiró de las riendas. Hizo que el coche girara a la izquierda, caminara unos metros y, finalmente, se detuviera en un claro bastante amplio y completamente llano. Allí se apeó la pareja.

    José le contó a Petra todo aquello que había hecho plantar a lo largo de aquel año en el que su mujer no había vuelto por allí: le habló de los manzanos que comenzaban a dar sus primeras reinetas, del incipiente bosquecillo de pinos canarios, de los dos o tres robles que ya despuntaban casi en el centro de la propiedad, y de los cupresos que había puesto en la linde; estos últimos –le dijo– servirán para delimitarla.

    El monte de laurisilva empezaba a extenderse y, por tanto, comenzaba a poblar el terreno. Por todas partes germinaban laureles, barbuzanos, tilos y viñátigos, todo aquello que constituía el tan apreciado bosque de laurisilva canario.

    José y Petra dieron voces para reunir a sus hijos, pues el padre tenía algo importante que anunciarles; estos andaban desperdigados correteando y jugando al escondite entre la maleza. Al punto aparecieron desgreñados y con las ropas llenas de hojas y matojos. Una vez todos reunidos, José les comunicó en medio de aquel claro:

    –Hijos, tengo algo que enseñarles –dijo con tono algo solemne.

    –El año pasado –continuó tras una pausa– hice que plantaran estos cinco cupresos que ven aquí. Los quería poner juntos, porque quiero que ustedes así se mantengan. Cada uno de ellos me recordará a cada uno de ustedes. Ya sé que ahora son cuatro, pero cuando los planté teníamos una hija más. Aunque la pequeña Lucila ya no esté con nosotros, será un bonito modo de evocarla. Estos árboles se hacen muy grandes y muy fuertes, del mismo modo, yo quiero que se hagan ustedes...

    Lo que José no sabía era que no llegaría a ver crecer ni a los unos ni a los otros...

    La Caridad, mayo de 1900

    Con el cambio de siglo, el día 15 de mayo José Fernández del Castillo Hernández-Abad falleció. No llegó a terminar su mandato como alcalde de Tacoronte, ni tampoco ver crecer a sus hijos. Los plátanos del Líbano, mandados a plantar por él en la Plaza del Cristo de su pueblo, jamás llegarían a darle sombra. Si acaso sus raíces fueran a dar con sus huesos en las profundidades del cementerio cercano de Santa Catalina, donde reposarían para siempre.

    Tampoco podría llegar a ver la esbeltez con la que crecerían, con el tiempo, los cinco cupresos de La Finca del Monte. Otros serían los ojos que los vieran, tal vez, los de algunos de aquellos en cuyo recuerdo fueron plantados, tal vez, los de algunos de los hijos de estos, tal vez, los de los nietos de los mismos y, por qué no, tal vez los de los hijos de estos nietos. Fue un duro golpe para la familia. Los niños no lo esperaban. Sin embargo, Petra veía languidecer a su marido hasta el punto de saber que su muerte no tardaría en llegar.

    El duelo, por ser público, fue, aún más duro. No solo se moría un padre que podía ser llorado en la intimidad de cuatro paredes. Se moría un alcalde, que, en lo que pudo, hizo el bien en su municipio. Un personaje popular, querido y respetado por sus vecinos, quienes lo acompañaron hasta su última morada de la calle de El Calvario.

    A lo que vino después tuvo que enfrentarse Petra sola. No tuvo más alternativa que la de sobreponerse a la tragedia. Siguió cultivando y ocupándose de las tierras como si él no le faltara. Se volvió enérgica, determinante. Montó a caballo. Lidió con peones y jornaleros y con el apoyo de su hermano Lázaro, supervisó siegas y vendimias. Alentó a sus hijas mayores para que continuasen sus estudios en la Escuela Pública de Niñas del pago de Guamasa y pagó a Rosalía, la maestra, para que acudiera a su casa por las tardes, a instruir al pequeño José, puesto que la Escuela de Niños, aún no había sido creada.

    Con ello cumplía el sueño de su marido, quién viendo que la muerte le rondaba, le recordó su deseo de que su único hijo varón, estudiase una carrera.

    Petra se hizo fuerte, se encargó de todo, pero no pudo evitar que por los ojos se le escapara la tristeza.

    Con el tiempo, José se reveló como un alumno brillante al que Rosalía llegó a preparar para que continuase sus estudios en el Instituto General y Técnico de Canarias en La Laguna. En realidad, de los cuatro él era el que mejor aptitud demostraba para los estudios, el que más rápido aprendía, y el que constantemente demandaba más conocimientos. Su carácter inquieto y curioso le hacía ávido y deseoso de saber de todo.

    A sus hermanas, la sociedad apenas les exigía mayor esfuerzo que el saber cocinar, coser y bordar con destreza y cuidar del marido y de los hijos en caso de que los tuvieran. Para ello, las chicas tenían como guía El manual de las buenas esposas.

    En sus horas libres, María y Hortensia se entretenían en el cuarto de costura, en tanto que José se ocupaba de su hermana pequeña a quien llevaba de mano a todas partes, ya que la niña se había quedado casi ciega desde que su nodriza enfermara.

    Ambos, jugueteando, se perdían en las vueltas del laberinto de setos del jardín, aquel que con ilusión años atrás, había diseñado el padre y que ahora espeso y tupido, se elevaba por encima de sus pequeñas cabezas. José se cuidaba mucho de no soltar a su hermana, pues sabía que no era capaz de salir sola de aquella encrucijada verde. Su padre había ideado un trazado en el que no faltaban las bifurcaciones y los tramos aislados que dificultaban encontrar la salida.

    Alguna que otra vez se les unían en sus juegos las hermanas mayores, sus primos y los pocos chiquillos que había por la zona. La pandilla se aventuraba entonces a explorar las afueras de su casa.

    Andaban por las veredas de la Caridad, de Garimba o de Lomo Colorado. Atravesaran sembrados y huertos. Se mecían con el trigo o comían fruta al pié de los árboles, a cuya sombra se sentaban a paladearla madura y caliente. Así sabía a gloria, el jugo de las ciruelas, la miel que rezumaban los higos, la refrescante pulpa de las manzanas o el néctar de las uvas.

    El campo era una fuente inagotable de aventuras, de fantasías, de pequeñas hazañas, de descubrimientos. En él, el tiempo se detenía, las horas no pasaban y la sensación de libertad era absoluta.

    La Caridad, septiembre de 1904

    Llegó el día en el que José, acompañado de Manuel Cambreleng –un amigo de la familia– se vio cumplimentando el formulario en el que solicitaba al director del Instituto General y Técnico de Canarias, Adolfo Cabrera Pinto, ser admitido para realizar el examen de ingreso, paso previo e indispensable, si se superaba la prueba, para matricularse de las asignaturas del primer curso de bachillerato.

    Firmaba la solicitud acompañándola de la correspondiente acta de nacimiento. En ella también le pedía al director del Centro que le comunicase el día y la hora en que se llevaría a cabo la prueba.

    Ocho días después fue convocado para la misma. José estaba un poco nervioso. La noche anterior había dormido mal pensando cómo le saldría el examen. Rosalía había pasado por su casa aquella tarde para darle ánimos, pues estaba convencida de que el chico no tendría problema en salir airoso.

    Sin olvidar sus palabras de aliento, venía charlando con don Manuel por el camino, tratando, de alguna manera, de no pensar en la prueba que tendría que hacer en poco tiempo. Era la segunda vez que se subía en el tranvía eléctrico. En junio de ese año había iniciado su andadura hacia Tacoronte y, desde entonces, su caminar había facilitado las comunicaciones entre el pueblo y la cercana ciudad de La Laguna.

    La emoción de subirse nuevamente, el ver desfilar los paisajes ante sus ojos desde los asientos del vagón, hicieron que por un momento se olvidara para qué estaba haciendo aquel viaje.

    En la Plaza de La Antigua, justo al lado de la Iglesia de La Concepción, se apearon nada más detenerse el vehículo. Allí esperaban, ansiosas, gentes que ocuparían los asientos que quedaban vacantes: trabajadores, lecheras, vendedoras y una serie de viajeros que posteriormente se bajarían en su mayor parte en Santa Cruz...

    Tras una corta caminata, llegaron a la puerta del Instituto. Manuel se quedó esperándolo en la calle, deseándole que tuviera mucha suerte.

    José entró decidido y se dirigió a la sala en la que ya le esperaban los examinadores. Saludó a los presentes y tomó asiento en un banco.

    Un plumín, un tintero, un secante y unas cuartillas estaban dispuestas sobre el tablero de madera, esperando que el joven hiciese uso de todo ello. No era el único. Otros chicos estaban tan ansiosos como él.

    Uno de los profesores presentes les indicó que el ejercicio comenzaría con un dictado.

    José cogió la plumilla, la impregnó de tinta y comenzó a escribir lo que el examinador les recitaba. El texto comenzaba diciendo «Consolóse Sancho con esto, templó sus sollozos, limpió sus lágrimas y agradeció a D. Quijote...».

    Dos párrafos más fueron suficientes. La letra, pese a los nervios, le había salido bien. Afortunadamente ningún borrón afeó su caligrafía y, además, creía no haber cometido faltas ortográficas. De momento, se sentía satisfecho. Aplicó el secante al texto y aguardó a que le dijeran lo que tenía que hacer a continuación.

    La segunda prueba la anunció otro de los profesores: era de Aritmética. Se trataba de multiplicar un número de cuatro cifras por otro de tres. Una por una, fue realizando la operación, anotando seguidamente el resultado. Sumó la escalera de guarismos resultantes y asentó el total que al final le daba. Repitió mentalmente la operación de nuevo, la dio por buena y aplicó, nuevamente, el tampón de secante. Casi al mismo tiempo entregaron los chicos sus pruebas. Tras recogerlas uno de los examinadores les dijo:

    –Esperen un minuto fuera de la clase, enseguida les diremos quiénes están aprobados.

    José y sus compañeros salieron al pasillo y, tras una corta espera, la puerta del aula se abrió de nuevo.

    –¿José Julio Fernández del Castillo? –preguntó uno de los profesores.

    –Soy yo –contestó tímidamente el muchacho.

    –Está usted aprobado –le comunicó, al tiempo que le tendía la mano en señal de felicitación.

    Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Aquellas tres palabras eran las que más deseaba escuchar ese día en La Laguna. En su mente las repetía para acabar de creérselo.

    Ya en la calle, corrió al encuentro de Manuel quien lo abrazó celebrando el éxito del niño.

    Antes de irse para La Caridad a Manuel aún le quedaba por hacer una cosa en La Laguna. Quería cortarse el pelo y arreglarse el bigote en una moderna barbería abierta hacía poco más de dos años, en la calle de La Carrera.

    Mientras a Manuel lo pelaban, José leía las revistas y periódicos que ponía el establecimiento a disposición de los clientes. De cuando en cuando miraba de reojo los frascos de lociones y afeites con los que el peluquero acicalaba a su acompañante, la pila de toallas limpias dispuestas para el aseo de cada cliente, la colección de navajas alineadas en el expositor, las tijeras, los peines y los cepillos. A él le cortaba el pelo su madre. Jamás había estado en una barbería y le pareció que aquello era algo que tendría que empezar a hacer, pues, aunque solo tenía once años, el saber que ya podía estudiar en el Instituto le hizo creer que ya se estaba haciendo mayor.

    Tres días después de aprobar el examen de ingreso, volvía a La Laguna acompañado, nuevamente, por Manuel para matricularse oficialmente. El impreso encabezado por la Universidad de Sevilla, bajo la cual destacaba el título «Instituto General y Técnico de Canarias».

    El formulario lo cumplimentó con los datos del año del curso 1904 a 1905. Con el tipo de enseñanza, que era oficial en su caso, con su nombre y apellidos, José Fernández del Castillo Álvarez, con el lugar del que era natural, Tacoronte, y con su edad, once años.

    Las asignaturas de las que se matriculaba eran las cinco preceptivas del primer curso: Lengua Castellana, Geografía General de Europa, Nociones y ejercicios de Aritmética y Geometría, Religión de primer curso y Caligrafía.

    Cumplimentaba la fecha y al final firmaban: él como futuro alumno y Manuel Cambreleng en calidad de representante del joven.

    Entregado el correspondiente certificado médico –que acreditaba que el muchacho había sido vacunado, conforme a lo dispuesto por la ley– y la partida de nacimiento, a José ya solo le quedaba preguntar la fecha de comienzo de las clases.

    Hasta que se iniciaran el tres de octubre, aún tenían los cuatro hermanos tiempo de disfrutar de lo que estaba siendo, meteorológicamente, una prolongación del verano.

    La misma mañana que había llegado José de La Laguna, contento por haber cumplimentado su matrícula en el Instituto, habían decidido hacer una excursión después del almuerzo a una montaña cercana, escenario habitual de muchos de sus paseos.

    Por la calle de La Caridad hacia abajo llegaron a la ermita del mismo nombre. Apartándose del camino, tomaron por una pequeña vereda sinuosa que atravesaba las huertas de los campesinos que vivían entonces por allí. Como ya los conocían, no hubo nadie que les cerrara el paso y menos aún que les recriminara que estuvieran cerca de sus propiedades.

    Con cuidado de no pisar ningún surco que estuviera plantado, los chicos llegaron a las faldas de una pequeña loma. La Atalaya la llamaban. Se trataba, en realidad, de un cono volcánico, una esponjosa colina que para nada recordaba la ferocidad de las erupciones del magma. El tiempo había dejado crecer en sus redondeces un manto verde de escasa altura, de tal modo que la montaña parecía estar tapizada de suave terciopelo. La subida a la cima se realizaba a través de un sendero mil veces transitado que contorneaba el cono, trazando en él una espiral que con la altura se estrechaba.

    El caminar por la senda dando vueltas y más vueltas hacía que el paisaje rotara como en un tiovivo. Según se ascendía, la vuelta se hacía más corta. Con la última llegaron al borde superior del pequeño volcán. En el interior del cráter la vegetación crecía al abrigo de los vientos alimentada por el agua que, al caer, se depositaba en el fondo como en la boca de un embudo. La vista hacia el exterior de la montaña era maravillosa. El tiovivo, por fin, había parado y con ello se podía contemplar la quietud inmensa del paisaje. El día estaba despejado y la panorámica hacia el norte ofrecía la imagen de El Teide en todo su esplendor. En sus faldas se desplegaba, espléndido de verdor, todo el Valle de La Orotava precedido de una sucesión de barrancos profundos guarnecidos de bosques. En la lejanía se atisbaban las costas espumosas y las desdibujadas cimas de los pueblos más distantes.

    El Puerto de la Cruz aún se observaba con cierta nitidez. Los Realejos, Icod, La Guancha y San Juan de la Rambla se perdían en lontananza. Garachico y el pueblo de Los Silos aparecían en la estampa, tan remotos y difusos que se podía pensar que sus lívidos contornos pertenecían a otra isla.

    En otro tramo del sendero de la cima veían con claridad la superficie llana de su pueblo, atravesada por los barrancos que surcaban el municipio. Otras montañas casi gemelas apenas sobresalían de la planicie. Solían jugar a localizar en el paisaje las casas de los conocidos, la suya, la de sus tíos Lázaro y Juana, la de sus vecinos más inmediatos, incluso, intentaban ubicar La Finca del Monte, tarea casi imposible, pues entre tanto verdor y sin tener referencias, podía encontrarse en cualquier punto de aquella espesura.

    Continuaron avanzando por el trazado en espiral. Bajo la falda del cono se desplegaba la zona de Garimba y Guamasa, primorosamente cultivada. En ella aparecían las casitas de los labriegos enlucidas de blanco y desperdigadas por la campiña.

    Las paredes de las montañas de El Púlpito apenas les dejaban hueco para atisbar La Laguna. Al contemplarla, José le señalaba a Carmen con el dedo, indicándole que pronto tendría que ir allí casi todos los días. Lo que veían de la ciudad desde aquel altozano era una concentración de casas sobre un valle rodeado de montañas.

    Se colocaron, por último, en la zona de la cima desde la que se podía ver el mar. Ese día parecía estar en calma, pues solo unos surcos atravesaban su superficie, dándole la apariencia de un pelaje, cuya uniformidad la rompían las corrientes que fluían en el interior de la masa azul de agua.

    La inmensidad del Atlántico se extendía desde los abruptos acantilados de La Matanza, El Sauzal, La Victoria, Santa Úrsula y Tacoronte, cercenados por los profundos barrancos que los atravesaban.

    Abajo, en la costa, aunque desde allí no las veían, los chicos sabían que estaban las playas de arena negra, alguna de difícil acceso, casi peligrosa. La de El Camello, donde el impresionante Barranco de Guayonje se dejaba morir volviéndose manso, o la de El Pris, eran las que más conocían pues han ido allí a bañarse alguna vez en el verano.

    Aquellas calas arenosas eran el resultado de capear el embate de olas y alisios, de atesorar la gravilla que acarreaban los barrancos. Un remanso que el acantilado feroz ofrecía tras ser atacado por la inexorable erosión.

    A continuación de la costa tacorontera, otro valle fecundo se expandía hacia la derecha, el llamado Valle de Guerra, pues era ese el apellido del conquistador a quien se le había concedido la propiedad de las fértiles tierras. Tras él se perdían en la lejanía los litorales esbozados de Tejina, Bajamar y la Punta del Hidalgo como en un espejismo.

    Aquel lugar era magnífico para observar buena parte del norte de la isla. Desde allí parecía que su pequeño mundo estaba a sus pies, que bastaba extender los brazos para casi tocar cuanto de bello observaban.

    Muchas tardes subían allí los chicos y se entretenían, simplemente observando la maravillosa vista que se podía contemplar. La isla se manifestaba ante sus ojos de tres maneras: rotunda, fuerte y potente en sus montañas y barrancos; suave, aterciopelada y acogedora en las medianías y soñadora e infinita en su mar perdido en el horizonte.

    La Laguna, 3 de octubre de 1904

    No se había olvidado José de dar cuerda al reloj de la mesita de noche. A las siete menos cuarto, aún de noche, Petra lo llamaba dándole unos golpecitos en la puerta para que se despertase. Así se lo había pedido él, pues ese era su primer día de clase en el Instituto. El niño se levantó deprisa, sabía que el tranvía pasaba y no esperaba ni por él ni por nadie. Se aseó un poco en el aguamanil y se puso la ropa que la noche anterior su madre le había dejado preparada sobre una silla. Se abotonó la camisa blanca y, bajo el cuello, anudó la delgada corbata azul. Se puso los pantalones que dejaban al descubierto buena parte de sus piernas, se cubrió con la chaqueta, se colocó en la muñeca el reloj que le habían regalado hacía algunos meses por su cumpleaños y se enfundó los calcetines. Lo último que se puso fue el calzado, estrenaba botas y, al calzárselas, el cuero rígido aún por la falta de uso apenas cedía al contacto con sus pies. Se peinó y salió de su habitación cogiendo el sombrero negro y la cartera en la que habían dormido sus libros por primera vez esa noche.

    En la cocina, Petra le terminaba de servir un buen tazón de leche con gofio y una empleada cortaba rebanadas de pan recién hecho para untarlas después con manteca. Apuró el gofio y, no queriéndose retrasar demasiado, envolvió en una servilleta una de aquellas ruedas de pan, asegurándole a su madre que se la iría comiendo por el camino.

    Mientras desayunaba, Petra le repetía toda una serie de recomendaciones acerca de que tuviese cuidado en su primer viaje solo a La Laguna. Le deseó suerte y, antes de que saliera por la puerta, le dio un beso.

    Sus hermanas dormían aún, pero el perro de la casa se había percatado de la novedad de que uno de sus amos salía por la puerta a horas poco habituales. Mientras José caminaba por la calle de El Trazo, el chucho le seguía los pasos. El niño no sabía con certeza si el can estaba tan interesado en acompañarlo a despedirlo, como en el pan con manteca que llevaba envuelto, pues miraba, de vez en cuando el envoltorio sin poder evitar relamerse.

    Viendo el desconsuelo del animal, José abrió la servilleta y lanzó la rebanada al aire. Al fin y al cabo, no

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