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Una novela coral en torno a una galería de agua que se está abriendo en la isla de Tenerife, en el valle imaginario de Tenesora. Las voces de los personajes presentan la vida social de la isla en los años de la posguerra y el problema de la búsqueda del agua en Canarias: el esfuerzo de la lucha contra la piedra para sangrarla y de la lucha contra los explotadores que pone en evidencia la dignidad de una clase trabajadora pobre y esclavizada.
La vida y la muerte, el amor, el trabajo, la represión, la injusticia, el caciquismo, el dolor, la amistad, la religión, las supersticiones, el mar, el orgullo duro de la montaña..., y el agua, ese líquido precioso que late atrincherado en el corazón de esta novela, se entretejen en una historia terrible y magnífica.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento27 oct 2021
ISBN9788418699313
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    Guad - Alfonso García-Ramos

    Guad

    Alfonso García-Ramos

    Baile del Sol

    Quizá la contribución más interesante que pueda hacer en esta suerte de preámbulo íntimo que me ha pedido el editor sea desempolvar algunos recuerdos y datos que traten de explicar de qué manera la vida de mi padre, Alfonso García-Ramos, su memoria, pero también la de su generación, impregnó, en cierto modo, su obra narrativa y cómo se fue conformando su vocación de escritor.

    Como señalaba el escritor y catedrático Juan-Manuel García Ramos, «La literatura en general, y la literatura narrativa en particular, es sobre todo un ejercicio de memoria. Muchas veces de la memoria personal del creador y otras tantas veces de la memoria colectiva de la que ese creador se siente parte y se nutre».¹

    Tantas veces he llegado a imaginar su infancia y juventud, hilvanando las menciones dispersas en sus escritos con otras historias, contadas por mi madre, por su primo Alonso² o por su amigo y biógrafo Eliseo,³ que en muchas ocasiones siento su memoria muy mía, casi con esa «nostalgia de lo que no he vivido» en la expresión de Félix Francisco Casanova de Ayala. Se fue, se nos fue tan pronto... Me queda el recuerdo de su voz grave y rotunda, de su carácter jovial y socarrón, de su sentido del humor y sus carcajadas sonoras, de verlo (o saberlo) rodeado de tantos amigos pendientes de su palabra vehemente en tantas tertulias, de la honda preocupación por las islas que determinó su labor periodística, pero sobre todo de su curiosidad e interés por tantas cosas y su capacidad para contagiar su entusiasmo por aquellas que le emocionaban: las olas de septiembre en Bajamar, un aria apasionada de ópera o una folía cantada con sentimiento, la buena mesa bien acompañada de conversación y de uno de sus puros, una historia bien contada, esperar el atardecer para ver el rayo verde en Punta del Hidalgo, las noches estrelladas de San Agustín en Gran Canaria...

    Aunque nació en la popular calle santacrucera de San Francisco de Paula, fue en La Laguna donde vivió su infancia y esa ciudad, «romancera de la lluvia» –como a él gustaba llamarla citando a Rafael Arozarena–, marcó su carácter. Su casa, un caserón frío y destartalado en el tramo final de la calle del Jardín, lleno de ruidos, de ventanas quejumbrosas y de fantasmas. Y en aquella casa del triste patio de las begonias y «que olía a manzanas⁴», transcurrieron los años de la infancia y juventud de un niño gordito, gracioso y de ojos vivos –como lo recordaba María Rosa Alonso⁵– con una ligera tartamudez y con una salud, desde entonces, frágil. Un niño al que le encantaban los juegos al aire libre y especialmente el fútbol pero a quien las anginas recluían con frecuencia en casa. Detrás de aquellos cristales lluviosos de La Laguna, para no aburrirse, le dio por leer y releer muchos libros y por inventar historias sobre los transeúntes que pasaban bajo su ventana o por aprenderse de memoria todos los guiones que acompañaban a un teatrito de cartón que le había regalado su tía Elena, y continuar escribiendo nuevos diálogos y hasta algún guión completo. Contaba él que así fue como empezó a sentir la necesidad de escribir: «De ser un gran lector a ser un mal escritor solo hay un paso, y yo lo di», solía decir.

    Un entorno familiar quizá un poco novelesco, que marcará una impronta en su modo de ser: la madre soñadora y supersticiosa que confía en curanderos y espiritistas y quien buscó durante años un tesoro escondido en las paredes de la casa... Ella también sintió la llamada de la escritura y escribió lo que fueron sus vivencias y experiencias con los campesinos en las fincas de Tacoronte; el recuerdo siempre presente del tío José, brillante alumno de ingeniería, ahogado a los 24 años en un río de Lieja⁶; los libros de arqueología y de historia de Canarias escritos por el abuelo Rosendo García-Ramos y aquel otro librito para soñar, que a través de un árbol genealógico remontaba –en ese afán de la ascendencia indígena tan propio del Romanticismo decimonónico– el apellido paterno hasta el Mencey de Abona y la princesa Dácil...⁷

    Muchos años más tarde, en el gabinete de la casa, las reuniones hasta el alba con los amigos hablando de casi todo, de política, de poesía, preludio de otras tantas y apreciadas tertulias de su vida en el Ateneo de La Laguna, en el café El Águila de Santa Cruz, en los veranos en el club de Bajamar, en su «Peña de los Jueves».

    También los largos veranos de la infancia en Punta del Hidalgo dejarán su huella en sus novelas, pues aquellas tertulias de su niñez con los pescadores de La Hoya como Florentín, Polo y Manuel El Agüita y los sucesos de brujas y males de ojo allí escuchados le ayudarán a construir la vida y el personaje de Martín en Guad.

    Una calle empedrada que se llena de charcos en invierno y en la que se reúnen los niños a jugar, primero a los boliches y los trompos y posteriormente, cuando la empicharon, al fútbol:⁸ la calle del Jardín (hoy la calle de Anchieta).

    Eran los años de la guerra y de la posguerra y de unos niños que se quedaron sin juguetes, y que por ello se los tuvieron que inventar. El teatrito de cartón de su infancia se transformó en un teatro de guiñol con «mucho grito y mucho palo» y con el tiempo un teatro en el que tanto había números de variedades como la representación de obritas clásicas que él mismo adaptaba⁹ y en el que participaban todos los amigos: Alberto de Armas, Eloy Díaz de la Barreda y muchos más... Esa generación de los muchachos del traje virado que Alfonso García-Ramos definía como la de las pelotas de trapo, los bailes de carburo, el fantasma de la reválida y los horribles latines; la generación de aquellos a los que la necesidad obligaba a usar trajes que se descosían y se volvían a coser dándoles la vuelta.

    Algunas de estas características las encontramos en Agustín, el aparejador de Guad, que suele identificarse con el autor y que también comparte con él, haber estudiado una carrera sin vocación y los mismos recuerdos de una guerra en la que ninguno de los dos participó: «catorce de abril, Santa Misión», la despedida de los soldaditos desfilando, las madres y hermanas tejiendo calcetines y abrigos para los combatientes...…

    Pero algunos de estos rasgos también pueden encontrarse en Andrés el protagonista de Las islas van mar afuera y en Juan, de Tristeza sobre un caballo blanco.

    En aquella calle del Jardín, en la esquina con la calle de los Álamos, se encontraba la carpintería de Maestro Horacio, en la que recalaban los más singulares personajes laguneros «y donde los viejos contaban aventuras ocurridas en Cuba, isla donde nunca estuvieron». Aquel peculiar corrillo será fuente de muchas anécdotas e historias que aparecen en sus novelas. En cierta manera, la historia de Fulgencio, el maquinista gomero de Guad, puede ser una recreación literaria de aquellos relatos de santería cubana escuchados en la carpintería. También en Teneyda el capítulo de la negra Pancha puede tener que ver con estas historias. Por otra parte el propio Maestro Horacio, Domingo El Ciegato y algún que otro asiduo de dicha carpintería se convierten en personajes en su última novela Tristeza sobre un caballo blanco.

    Y sus colegios... aprendió a leer en las Dominicas y siguió la enseñanza primaria en los Hermanos de La Salle. No pudo estudiar en el Instituto de Canarias pues en 1938 había sido clausurado por el gobernador Orbaneja¹⁰. Por eso empieza el bachillerato en la Academia Tomás de Iriarte, a cuyo claustro habían llegado algunos profesores represaliados tras la Guerra Civil como lo fueron los hermanos Tomás y Antonio Quintero, pero adonde llegó también poco después una joven e inquieta docente que había sido alumna de Ortega y Gasset en Madrid: María Rosa Alonso. Ella les descubrió el mundo de la Residencia de Estudiantes, les leyó a Miguel Hernández, a Alberti, a Guillén, Cernuda, a Lorca y les hablaba de sus recitales al piano... e incluso «encontraba hueco en sus clases de latín para hablarles de historia y literatura canarias».¹¹

    Un ambiente académico estimulante que influyó decididamente en muchos jóvenes laguneros que pasaron por sus aulas; por ello no sorprende que, con apenas catorce años, comenzara su primera «novela» por entregas El castillo en llamas que escribía para El Juvenil un periódico mecanografiado, ilustrado y pintado con lápices de colores, proyecto impulsado por su hermano menor Fernando y su primo Fernando Fernández del Castillo. Nunca llegó a terminar aquella novela porque algún día dejaron de sacar el periódico. «¡Menos mal, porque ya no sabía qué hacer con los personajes!»– recordaba con sorna.¹² Dos años después, en 1946, el profesorado de la academia impulsará un periódico escolar con el título de Ecos del Iriarte donde él colabora con una evocación en prosa poética de Punta del Hidalgo.

    Emilio González y Díaz de Celís además de profesor en la academia, era bibliotecario de la Universidad y fomentó en él la lectura de los clásicos. Con motivo de las visitas a la biblioteca, para devolver y sacar nuevos libros, entablaba largas conversaciones con este bibliotecario que había sido ateneísta en Madrid, que había conocido a Azaña, Unamuno, Ortega, Valle Inclán... y que le contó muchas anécdotas del ambiente literario y artístico del Madrid de esa época.¹³

    La presión familiar le empuja a estudiar la carrera de Derecho a la que llega sin vocación. Se entusiasma, sin embargo, con la participación en la revista Nosotros, del SEU del distrito universitario de La Laguna y desde su primer número en 1953 forma parte del consejo de redacción. En esta revista publicará artículos de opinión, reseñas de libros, crónicas y un relato corto: La niña coja.

    En 1952 se había publicado Romera,¹⁴ su primer cuento, un relato de apenas seis páginas, de tema rural y denuncia social, ambientado en un paisaje desolado y reseco que podría ubicarse en las medianías del sur de Tenerife. Un paisaje similar al descrito para el valle de Teneyda en la novela homónima, o el valle de Tenesora en Guad.

    Desanimado con su carrera vivió un año «tormentoso» en el que no se presentó a ningún examen y que pasó, él que no sabía nada de música, tocando con otros amigos en una orquesta, haciéndose pasar por extranjeros.¹⁵ Era la banda Duny James & Boys, presente en todos los actos festivos organizados por los jóvenes universitarios de aquellos años.¹⁶ Un secreto que siempre mantuvo muy bien guardado a nosotros sus hijos.

    Marcha a Madrid a terminar la carrera de Derecho y en octubre de 1955 ingresa en la Escuela Oficial de Periodismo y comienza una etapa que marcará profundamente su vida: los incidentes producidos en 1956 a raíz del Congreso de estudiantes le llevarán a incorporarse a la Agrupación Socialista Universitaria (ASU). Ya había tenido una formación previa en el socialismo a través de Florentín, el portero de su casa en Madrid que era ugetista y que presta su nombre y filiación política a uno de los protagonistas de Guad, un cabuquero. Vive intensamente esos años en Madrid, algunos de sus recuerdos y experiencias quedan reflejados en sus novelas, pero no deja nunca de sentir la llamada de la isla, del mar. De vacaciones en Tenerife, en septiembre de 1956, una noche de fiesta y ventorrillos en la plaza del Cristo lagunera, conoce a una muchacha de Gran Canaria, y pocos años después debe tomar una importante decisión: quedarse en Madrid a vivir una vida bohemia y difícil o volver a la isla para casarse y comenzar una vida estable trabajando en algún periódico local. Y esta última opción fue la que eligió.

    Eran años difíciles para la literatura y una de las escasas posibilidades de publicar una novela era a través de la obtención de algún premio. En 1957 se presenta a la convocatoria del Premio Benito Pérez Armas con la novela Las islas van mar afuera que quedó finalista y permaneció inédita. Esta obra reunía algunos de los temas que volverá a retomar muchos años más tarde en Tristeza sobre un caballo blanco: los conflictos familiares de su propia juventud, la vida en Madrid y la tentación de la emigración.

    Decide entonces –en sus palabras– «empezar desde el principio» y escribe Teneyda¹⁷ con la que se presenta en 1959 al Premio Santo Tomás de Aquino del Distrito Universitario de La Laguna y obtiene el primer premio que conllevaba la publicación de la obra. Teneyda es el nombre que da el autor a un valle imaginario, pobre y olvidado del sur de Tenerife en el que transcurre la acción.

    Recordaba Alfonso que en octubre de 1963 en unas vacaciones en Punta del Hidalgo había escrito el primer capítulo de una nueva novela y que partir de ese momento los personajes no dejaron de molestarle hasta que en el verano de 1964 decidió irse solo a Icod durante quince días para escribirla de un tirón. Se trata de Guad, aunque todavía no llevaba este título. En 1966 publica un capítulo de la misma en la revista Millares indicando que forma parte de una novela titulada Con sangre nace el agua.¹⁸

    En 1970 presenta Guad a la nueva edición del Premio Benito Pérez Armas, convocado por la Caja General de Ahorros, y esta vez, sí ganó el primer premio y con ello la edición de quinientos ejemplares de la novela. Así, por fin, se publica Guad, en abril de 1971¹⁹ casi siete años después de haberla terminado. Fue objeto de la atención de dos profesores de prestigio como Gregorio Salvador Caja²⁰ y Jorge Rodríguez Padrón²¹ cuyos estudios críticos prologan algunas de las distintas ediciones de la obra. Ellos ponen de manifiesto que Guad también se caracteriza por un cuidado estilístico de la forma de la expresión y del contenido y que su autor no renunció nunca a la experimentación formal, lo que se contradice con sus primeras declaraciones tras ganar el premio, tan

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