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Tiempos felices
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Libro electrónico312 páginas4 horas

Tiempos felices

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Colección de relatos que giran alrededor del amor, el matrimonio y la familia. Mostrándolo como idilios y amoríos que tuvieron sus amigos, Palacio Valdés aprovecha para mostrar cuentos en los que aparecen historias de amor con personajes jóvenes y apasionados. Son relatos sencillos, entretenidos y sin pretensiones, recogidos en una antología que marca el final de una larga carrera literaria. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 nov 2022
ISBN9788726771534
Tiempos felices

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    Tiempos felices - Armando Palacio Valdés

    Tiempos felices

    Copyright © 1933, 2022 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726771534

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    Apenas hay hombre que no tenga un idilio en su vida. Generalmente, este idilio aparece en los días de su infancia, pero también con frecuencia en los que preceden a su matrimonio. Tales idilios no pocas veces terminan en sainetes, cuando no en abominables tragedias. Sin embargo, el hombre guarda en el fondo de su alma el recuerdo de aquellos días venturosos, y hacia ellos vuelve los ojos y los repasa en su memoria cuando el viento de la desgracia le azota. De labios de amigos o de simples conocidos, unas veces espontáneamente, otras con astucia provocándolo, escuché su relato. Entre estas ingenuas confesiones escogí las que me han parecido menos vulgares. Si no son interesantes, por lo menos algunas son ejemplares.

    Quizá mis lectores se sorprenderán de que un hombre a quien le faltan solamente algunos meses para cumplir ochenta años se entretenga en escribir novelitas y narrar al público historietas de amor. No les faltará razón. Yo debiera ser más serio, más triste. Pero es precisamente porque estoy triste por lo que me place evocar escenas alegres. Cuando la nieve de los años que ha caído sobre mi cabeza me llega al corazón, me siento alguna vez tan agobiado, que hago un esfuerzo, me arranco con violencia de la nieve y respiro con ansia el aire primaveral saturado de aromas de mi juventud. Por algunos instantes soy joven, y esta fugas excursión de la memoria tonifica y repara mi gastado organismo.

    Por eso, nada más que por eso, escribo este libro de recuerdos juveniles. No tengo la pretensión de divertir a mis lectores, pero yo me he divertido escribiéndolos. Mis fatigados pulmones necesitaban un poco de aire fresco. Este libro ha sido para mi un balón de oxigeno. Que el piadoso lector me lo perdone.

    Cómo se casó Pedraja.

    I

    Corrían los tiempos en que el filósofo alemán Federico Nietzsche había sorbido el seso a muchos jóvenes que apenas lo tenían.

    El pensamiento humano, como la carne humana, suele padecer erupciones más o menos sucias. Esta, a la que aludo, ha sido la más hedionda que he conocido.

    Digo que algunos de mis compañeros (porque yo era joven entonces) abandonando resueltamente la que aquel filósofo denomina moral de los esclavos y adoptando en toda su integridad la de los señores, se revistieron del orgullo, la férrea voluntad, el despiadado egoísmo, la libertad desenfrenada que caracteriza a los superhombres. En consecuencia, juzgando que todo debía serles permitido, comenzaron a abusar de la paciencia de sus parientes y amigos: no devolvían el dinero que les prestaban, les negaban el saludo cuando les placía, seducían a las domésticas, insultaban a los acreedores y eran particularmente crueles con los sastres, los porteros y los gatos.

    Pero el mundo no quiso reconocer el sagrado derecho que les asistía y les opuso tenaz y contundente resistencia. A uno de estos jóvenes superhombres le hallé un día molido como don Quijote por los yangüeses, sangrando por las narices, otro se dió al fin un tiro romántico en la frente, otro paró en la cárcel y por último conocí algunos superhombres con las botas rotas dando sablazos de una peseta en la calle de Sevilla. ¿Está bien claro que el mundo rechaza a los superhombres lo mismo que a los caballeros andantes?

    Pues una de aquellas noches, hace ya muchísimos años, cierto sabio ateneísta pronunció una interesante conferencia en la cátedra del Ateneo acerca de Federico Nietzsche. La escuché tranquilo en silencio. No igualmente tranquilo don Carlos de la Pedraja, que se sentaba a mi lado. El conferenciante se preguntaba siguiendo a Nietzsche: «¿Por qué la verdad es superior al error? ¿Por qué un acto de misericordia es preferible a un acto de crueldad? Debemos concluir con los valores usados y trocarlos por otros nuevos; es necesario declarar la guerra a esa moral anticuada ante la cual todos se inclinan con respeto. Sólo es bueno, sólo es santo lo que aumenta nuestra vitalidad. Lo que de esto se aparta entra en la región de los instintos mórbidos y pervertidos. Si la dureza, la crueldad, la astucia, la audacia temeraria y el genio batallador, acrece nuestra fuerza vital, debemos aceptarlos y bendecirlos.»

    Pedraja hacía rechinar la madera de la butaca, se revolvía como un condenado en el tormento, dejaba escapar feroces resoplidos, bufaba y se espeluznaba horrorizado. Cuando el conferenciante terminó, salió disparado sin decirme nada, y se dejó caer en un diván del corredor. Yo le seguí y me senté a su lado, porque éramos amigos.

    Este don Carlos de la Pedraja era un caballero anciano de la provincia de Santander. Pasaba la mayor parte de su vida en el Ateneo, y por ello estaba clasificado por los jóvenes humoristas en la categoría de las ostras. Leía todos los periódicos, leía también muchos libros, asistía a todas las conferencias y se paseaba por el corredor como único recreo.

    A pesar de la gran diferencia de edad, pues ya había traspuesto los setenta y yo no había llegado a los cuarenta, nos hicimos amigos no recuerdo con qué motivo u ocasión, tal vez cuando le cedí generosamente un periódico que yo estaba leyendo.

    Al sentarme a su lado todavía bufaba, presa de la más furiosa indignación.

    —¡Es un escándalo, una vergüenza! Nuestro presidente nunca debió permitir que en la cátedra del Ateneo se rebuznaran tales horrores.

    —Por el contrario, yo pienso que debieran difundirse lo más posible.

    Pedraja me dirigió una mirada fulminante.

    —¿Qué dice usted?

    —Digo que debieran difundirse para que el mundo supiera a qué atenerse respecto a los principios positivistas. Federico Nietzsche no ha hecho otra cosa que sacar las conclusiones legítimas de ellos. Ese materialismo confitado de Compte y Stuart Mili, que después de asegurarnos que la humanidad no es más que el coronamiento de la animalidad sobre el planeta, nos invita a ponernos en cuatro patas delante de ella, y no sólo de la presente, sino también de la que aún no existe, es tan falso y tan hipócrita, que merece ser desenmascarado como lo ha hecho Nietzsche.

    —Quizá tenga usted razón—replicó, sosegándose inmediatamente.

    Quedamos silenciosos unos instantes, y yo le dije:

    —El materialismo práctico ha existido siempre. Los hombres que han dicho a la existencia, según la frase de Nietzsche, han sido, son y seguirán siendo innumerables; pero tales hombres nunca han teorizado su conducta, no pensaban que ellos fuesen los buenos, y los hombres virtuosos los malos, o si lo pensaban no se atrevían a decirlo. Federico Nietzsche habla por su boca dándoles la razón. Es original, pero no interesante... Lo que hay de interesante en la obra de Nietzsche es un pensamiento extraño, fantástico, aterrador, que él denomina la vuelta eterna. Supone que siendo el tiempo infinito y la suma total de las fuerzas que constituyen el universo fijas y determinadas, llegará un momento después de la serie más colosal de combinaciones que puede imaginarse, en que aparezca una combinación ya realizada. Esta combinación, por virtud del determinismo universal, arrastrará detrás de sí la serie de combinaciones ya producidas. De modo que la evolución universal se convertirá en un círculo inmenso de combinaciones, siempre las mismas. Así, pues, nuestra vida se repetirá sin cesar eternamente, sin experimentar cambio alguno. Es una idea espantosa y a la vez consoladora, espantosa para la inmensa mayoría de los humanos que han padecido los dolores de la existencia, consoladora para los poquísimos que han disfrutado una vida feliz.

    —Verdad, verdad... ¡Es horrible!—murmuró Pedraja.

    —Por supuesto, todo esto no pasa de ser un sueño. El mismo Nietzsche lo comprendió así, y como tal lo ofreció después de una tentativa infructuosa para darle una base científica fundándola en la teoría atómica... De todos modos no deja de ser una idea inquietante que en las horas de dolor hace estremecer, y en los momentos de alegría aparece risueña.

    Volvimos a quedar silenciosos.

    —Y sin embargo—dije al cabo de unos instantes—, suceda lo que suceda después de esta efímera vida, la presente no deja de ofrecer sorprendentes repeticiones. Algunas veces imagino que a lo que nosotros nos pasa les ha pasado exactamente a nuestros progenitores. En este momento no puedo menos de recordar que yo mismo he sido, no sólo testigo sino actor en una de tales repeticiones. Narré o describí en una de mis novelas una escena totalmente imaginaria. Pues bien, poco más de un año después se representó en mi vida exactamente la misma escena...

    Pedraja rió a carcajadas. Aquella risa no me pareció oportuna ni cortés y callé. Pedraja lo comprendió también y se apresuró a decirme:

    —Me río, amigo mío, porque el caso de usted, por curioso que sea, de fijo no puede compararse, por lo extraño y sorprendente, al que yo pudiera contarle, acaecido en mi misma vida.

    —Cuente usted, don Carlos.

    —Es un episodio de mi vida que la llena toda.

    Quedó unos momentos silencioso y comenzó al fin:

    II

    —Para que usted se haga cargo del extraño caso debo principiar por enterarle de cuál ha sido mi existencia en los primeros años. Yo soy hijo de un modesto hacendado o propietario territorial de la provincia de Santander. Perdí a mi padre cuando tenía seis años y quedé en poder de mi madre y de mi abuelo, habitando en la capital.

    Mi infancia se deslizó dulcemente y mi adolescencia también; como hijo único mi madre y mi abuelo me mimaban a porfía. Sobre todo mi abuelo, que se llamaba como yo, Carlos de la Pedraja, concibió por mí tal apasionado cariño que no me abandonaba un momento; se convirtió en verdadero camarada, participando lo mismo de mis juegos que de mis estudios. Cuando entré en el Instituto para cursar el bachillerato estudiaba conmigo las lecciones, y ciertamente pudiera examinarse mejor que yo en cada asignatura.

    Al llegar a los catorce o quince años se mostró particularmente expansivo conmigo y principió a hacerme confidencias y narrarme algo de su vida, lisa y monótona como una llanura de Castilla, pero que tenía en medio de ella un fresco y deleitoso oasis.

    Este oasis eran los cinco años que había pasado en Madrid desde los diez y siete hasta los veintidós al finalizar el siglo XVIII. Estos años fueron los únicos sabrosos, los únicos que dejaron huella profunda en su corazón y su memoria. Pasó a Madrid, porque tenía un tío, hermano de su padre, guardajoyas de la reina María Luisa, el cual, viejo y solterón, le reclamó para que fuese su acompañante y secretario. Vivió en los altos del Palacio Nuevo, como llamaban entonces al actual Palacio Real.

    No se hartaba mi buen abuelo de narrarme y describirme las fiestas a que había asistido, las costumbres de los reyes, las del pueblo bajo, las pintorescas verbenas, las procesiones, la belleza y la sal de las manolas, el arrojo de los toreros, la marcialidad de los militares; pero muy particularmente los inefables placeres que gustaba en las partidas de los Sitios Reales, a las cuales, por el cargo de su tío, tenía acceso. ¡Días venturosos «de juventud, de amor y de alegría»!, como canta Espronceda.

    Todo lo salpicaba mi abuelo con anédoctas más o menos curiosas. El rey Carlos IV sentía la pasión de la caza como el fundador de su dinastía Felipe V. Todas las tardes salía una comitiva para el Buen Retiro, para la Moncloa, para el Pardo. Alguna vez acompañando a su tío había formado parte de ella. Recordaba que un día en el Pardo presentaron al rey un cazador de oficio que tenía fama de gran tirador. El rey quiso experimentar su destreza y le dejó matar un venado que iba a pasar a tiro de ellos.

    —¿Dónde quiere Su Majestad que le dé?

    —Detrás de la oreja—respondió el rey con sonrisa de incredulidad.

    El cazador tiró y el venado cayó muerto con un balazo detrás de la oreja.

    Hubo un grito de entusiasmo entre los circunstantes. El rey se mostró muy complacido y regaló al pobre cazador una magnífica escopeta y algún dinero.

    Contaba otra vez que, hallándose un día con su tío en el despacho de éste, se abrió la puerta repentinamente y apareció la reina María Luisa.

    Puedes figurarte la emoción que yo experimenté. La reina habló a mi tío con la mayor familiaridad y le hizo varios encargos. Después, mirando hacia mí, preguntó quién era. Mi tío se lo dijo, y entonces, con encantadora afabilidad, me preguntó mi nombre, mi edad, si me placía Madrid y me hallaba bien en compañía de mi tío. Después me dió a besar su real mano y se despidió sonriendo. Aquella gran reina era la más amable, graciosa y simpática de las mujeres, bastante más llana y modesta que los orgullosos palaciegos que la rodeaban.

    Yo, que asistía a las clases del Instituto, había oído al catedrático de Historia, hombre de ideas avanzadas, no sólo vituperar, sino injuriar y escarnecer a la reina María Luisa.

    —Sin embargo, abuelo—le dije—, según se asegura María Luisa fué una mujer de costumbres disolutas.

    Los ojos de mi abuelo chispearon de furor.

    —¡Esa es la obra de los viles calumniadores que la rodeaban! La reina ha sido víctima de la envidia de los nobles y palaciegos, como el gran Príncipe de la Paz lo fué del populacho bajo y soez de Madrid.

    —¿Pero cree usted, abuelo, que Godoy...?

    —No sólo creo, sino que estoy convencido de que el Príncipe de la Paz fué el patriota más inteligente de España y el servidor más leal que han tenido los reyes.

    No me atreví a contradecirle.

    —De todos modos, aquella sociedad de los últimos años del siglo pasado no era modelo de puras costumbres, según los historiadores.

    —Cierto, había vicios—respondió mi abuelo—, sobre todo el vicio de las mujeres, que a mi entender es el más perdonable de todos. Pero aquellos viciosos se avergonzaban y solían arrepentirse de sus vicios, mientras los de ahora hacen gala de ellos. Conocí una cómica desenfrenada, de vida escandalosa, que paseando una tarde por el prado de San Fermín, como principiase a llover y no tenía paraguas, se refugió en la iglesia más próxima. Allí, por azar providencial, escuchó un elocuente sermón de cierto padre capuchino. Tal impresión le causó que desde aquel día cambió enteramente de conducta, se despojó de sus ricos trajes y joyas, vistió de estameña, y llevó hasta su muerte una vida ejemplar y penitente. ¿Hay casos como éste en la actualidad?

    Mucho me divertía mi buen abuelo al narrarme los episodios de su mocedad y haciendo desfilar ante mis ojos aquella sociedad un poco infantil y muy pintoresca. Pero lo que más me interesaba, como es fácil presumir, era el relato de ciertos amores que allí anudó y repetidas veces me contó con todos sus graciosos pormenores.

    Se llamaba la novia Juanita Carretero.

    III

    —Un día—contaba mi abuelo—me envió mi tío Gonzalo con un recado a casa de don Manuel Carretero, empleado en la Secretaría del Despacho, que habitaba en la calle de Leganitos. Me abrió la puerta un criado, pero al dar algunos pasos por el corredor tropecé de manos a boca con la más linda zagala que puedes imaginarte. Podría tener diez y seis o diez y siete años, morenita, esbelta, con unos ojos negros chispeantes de expresión maliciosa y cándida a la vez, el cabello ensortijado, los labios rojos, la dentadura africana, los movimientos leves y graciosos como los de un pajarito. Esta niña, apenas se enteró por el criado de lo que allí me traía, me condujo hasta el estrado, me introdujo en él y me obligó a sentarme, manifestándome que iba a avisar a su señor padre. No tardó en aparecer don Manuel Carretero, hombre corpulento, con más cara de militar que de covachuelista. Recibióme con amabilidad y franqueza, se enteró del recado que le traía, escribió en mi presencia una esquelita para mi tío y me despidió con palabras muy corteses. Antes de acercarme a la puerta pude ver de nuevo a la gentil, morenita, que me sonrió amablemente. ¡Quedé flechado, hijo mío, quedé flechado!

    Y como quedé flechado, al día siguiente me llevaron las piernas a la calle de Leganitos, y pasé por delante de la casa de don Manuel Carretero repetidas veces; mas no conseguí ver lo que pretendía. Al otro día fuí más afortunado. Serían las tres de la tarde cuando, al cruzar por tercera vez frente a la casa, se abrió uno de los balcones y apareció la linda morenita. Me miró sin conocerme. Yo me llevé la mano al sombrero, y entonces se dió cuenta de quién era y sonrió, y hasta me parece que se ruborizó un poquito. Puedes suponer, querido, que a las tres de la tarde del día siguiente tu abuelo paseaba como un paleto distraído por la calle de Leganitos. Aunque se prolongaron bastante tiempo mis paseos no obtuvieron resultado. Y lo mismo en varios días sucesivos. Yo me deshacía en ansias de ver nuevamente a la gentil muchachita. Y tanto que me atreví a preguntar a mi tío si no tenía algún recado que enviar a don Manuel Carretero. Mi tío me miró sorprendido, se echó a reír, y yo me puse colorado hasta las orejas.

    —Bien, chiquillo, bien; mañana te envío otra vez a ver a don Manuel... y a toda su familia.

    En efecto, mi buen tío, no recuerdo con qué pretexto, me envió nuevamente a casa de Carretero. La misma escena que la otra vez. Me abrió el criado y a los pocos pasos encontré a la zagalita, que me sonrió cual si fuese un antiguo conocido, y me hizo saber que su señor padre no se hallaba en casa, pero debía llegar al instante.

    —Pase usted al estrado, que voy a llamar a mi madre.

    Y sin aguardar mi respuesta me condujo a la sala, me obligó a sentarme y desapareció.

    No tardó en llegar la digna esposa de don Manuel, que según me dijo mi tío, se llamaba doña Remedios. Era tan corpulenta como su marido, pero mucho más imponente. Porque don Manuel, andaluz sevillano, sonreía graciosamente, y de sus labios fluían palabras amables, mientras que esta señora, burgalesa, según mis noticias, se mantenía seria y rígida como la estatua de la Justicia. Se sentó en una de las butacas, y como yo me había apresurado a levantarme me señaló gravemente con el dedo otra, donde yo hice lo mismo. Después dirigió una mirada severa a su hija, que se hallaba en pie cerca de la puerta.

    —Niña, retírate.

    La niña bajó los ojos avergonzada y salió.

    Entonces la majestuosa dama se sirvió manifestar que su marido llegaba siempre fijamente a las doce, minuto más o menos, y por lo tanto, con seguridad estaría al llegar. Después se sirvió preguntarme, sin deponer su gravedad, por mi patria y mi familia, cuánto tiempo que me hallaba en Madrid, si sentía deseos de ver nuevamente a mi tierra, etc. Yo estaba tan cohibido y amedrentado como delante de la reina María Luisa.

    No tardó en llegar don Manuel, y la imponente señora salió de la estancia haciéndome una ligera inclinación de cabeza. Debió de ser hermosa aquella señora, pero de una belleza totalmente distinta de la de su hija. Grandes ojos negros, correcta nariz y boca y frente alta y tersa. Era una beldad en colosal, como la cabeza de la Juno de Ludovisi.

    Don Manuel, mucho más expresivo, me recibió con el mayor agrado, me ofreció un polvo de rapé de su preciosa caja esmaltada, y me hizo charlar unos minutos.

    Cuando salí de su casa, en vano me saqué los ojos tratando de divisar a su encantadora hija. No fué posible verla. Seguí paseando la calle en los días sucesivos, y en algunos de ellos tuve la dicha de que saliese al balcón, pero así que me divisaba se ponía roja como una cereza y se metía dentro sin aguardar mi saludo.

    Así estaban las cosas, querido, no muy bien como ves, pero tampoco extremadamente mal, cuando fuí con mi tío a pasar unos días en el Real Sitio de Aranjuez, donde a la sazón se hallaba la Corte. Y una mañana, paseando por los jardines, tropecé de manos a boca con la preciosa Juanita (así se llamaba la niña) y su mamá. Don Manuel Carretero, como servidor de Palacio, tenía igualmente que mi tío acceso en los sitios reales. Me apresuré a saludarlas, y con el sombrero en la mano, pidiendo permiso para acompañarlas, me coloqué al lado de doña Remedios, y comencé a hacerle una tan respetuosa como desaforada corte. En aquel tiempo, hijo mío, era necesario hacer la corte a los padres antes que a las hijas.

    Ellas también pasaban unos días en el Real Sitio, y por lo tanto, en las mañanas siguientes tuve ocasión de acompañarlas en su paseo cotidiano. Logré hacerme simpático; no me cupo duda alguna. Aquella majestuosa señora depuso un poco de su majestad, me sonrió más de una vez, y al fin me trató con natural familiaridad.

    Cuando a Madrid volvimos todos me apresuré a visitarles: me recibiron con graciosa cordialidad: me hice pronto amigo de la casa y al fin alguna vez me invitaron a comer. Por cierto que la primera vez que con ellos cené pude observar una cosa que a vosotros los jóvenes del día os hará reír seguramente. Al sonar las nueve en el reloj, Juanita fué a ponerse de rodillas delante de su padre y de su madre, les pidió la bendición, les besó la mano y se retiró a descansar haciéndome un gracioso saludo con la cabeza.

    ¿Qué diferencia de estos tiempos, verdad? Se perdió el respeto a los padres, se perdió el respeto al rey, se perdió el respeto a los sacerdotes. ¿Dónde parará este desbocado mundo?

    Como comprenderás, preparado y terminado con habilidad el bloqueo, era necesario dar el asalto. Y cierto día entre dos luces ya, hallándose don Manuel fuera de casa y Juanita en su cuarto, me decidí a abordar a la señora:

    —Señora—le dije con voz temblorosa—, me perdonará su merced el atrevimiento, pero voy a pedirle un gran favor. Su hija Juanita es un dechado de inocencia, de formalidad y de virtud, como educada por tan excelentes padres. ¿Sería su merced tan bondadosa que me permitiese dirigirme a ella como aspirante a su mano?

    La imponente señora clavó en mí una fija y seria mirada y me respondió con acento severo:

    —¿Es que usted se ha dirigido ya a ella?

    —De ningún modo, señora. Jamás lo hubiera hecho sin pedir antes la venia a sus padres.

    —Entonces todo está perfectamente—replicó dulcificándose—. Me parece usted un mezo formal; tengo las mejores noticias de su familia y por lo tanto, no se me ofrece reparo para que usted le haga saber sus aspiraciones. Y pienso que Manuel, que tiene formada de usted muy buena idea, tampoco se opondrá a ello.

    —¡Oh, muchas gracias, señora!—exclamé entusiasmado inclinándome para besarle la mano.

    —Es necesario prevenir a la niña. La llamaremos.

    Tiró del cordón de la campanilla: vino la criada y después Juanita.

    —Juanita—le dijo su madre en tono solemne—, este caballero me pide permiso para dirigirse a ti en calidad de pretendiente. ¿Estás conforme con ello?

    Juanita se puso encarnada que daba miedo verla.

    —¡Oh, señora!—balbuceó trabajosamente—. Yo estoy conforme siempre con lo que su merced quiera ordenarme.

    —Ya sé que eres una hija sumisa y obediente, pero en esta ocasión no

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