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El legado de Albane
El legado de Albane
El legado de Albane
Libro electrónico330 páginas4 horas

El legado de Albane

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El legado de Albane narra la intensidad y dureza de la vida de Albane Ratsoverinana, perteneciente a una familia de granjeros de la recién independizada Madagascar de principios de la década de 1960, sometida durante generaciones al yugo y la tiranía del dominante clan Sigartau, y su cruzada personal para encontrar la cura a la rara enfermedad que padece su hija y que le va a abocar a un viaje vital y trepidante, cruzando toda África para encontrar en París su última esperanza, descubriendo un mundo inédito y complejo para una joven malgache de su condición.
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento28 jul 2022
ISBN9788419269638
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    El legado de Albane - Pau Gimeno Mata

    Per les infinites vides al teu costat, Elisabet.

    #Madagascar

    Las ruedas del carro del terrateniente y comerciante de vainilla Pierre Sigartau son incapaces de mantener una traza rectilínea, avanzan serpenteando gracias al tiro de dos percherones negros holandeses adultos, en el profundo barro del camino que va del núcleo de Faratsiho a su plantación más importante. Noche negra y lluviosa torrencial del invierno malgache de 1907, únicamente combatido con demasiados tragos de armañac, una gruesa capa negra y la compañía de Antoine Zafy, capataz de sus posesiones.

    El relincho de los caballos despierta al recolector Claude Ratsoverinana, que protegido por una manta, sale al porche de la humilde cabaña empleada a modo de vivienda, contigua al secadero de vainilla.

    Claude les recibe con un:

    —¿Qué le trae por aquí, patrón, con esta tormenta?

    —¿Tú qué crees? —le espeta Pierre Sigartau desmontando del carro sin mirarle, buscando el cobijo del interior de la choza, transpirando un halo de autoridad violenta. Siguiendo sus pasos, su fiel esbirro, que le retira la capa negra de chevalier parisien encharcada de agua, suspendida sobre los hombros de aquel africano terrible, y no solo por su envergadura.

    —Despierta a tu mujer y ordena al campesino, ¡que haga café! Tenemos mucho de que hablar.

    La irrupción violenta del cacique y su lacayo despierta a la mujer de la casa y a sus cuatro pequeños, que aparecen desperezándose de uno en uno, temblorosos por los ruidos de los pasos de aquellos dos hombres y por la brusquedad del despertar del primer sueño. Toman asiento en un lugar apartado de la presencia de los adultos, asustados, expectantes, escaneando la escena, a pesar de su corta edad.

    Los hombres de botas embarradas sorben café hirviendo en silencio, recuperando los treinta y seis grados de temperatura corporal, escudriñando con sus miradas heladas la presencia de la belleza genuina malgache de la hembra adulta de aquel hogar, de pie junto al fogón, recogiendo los enseres empleados para hervir el café, y de aquellos mocosos en un rincón oscuro, asustados, en silencio.

    —¡Mujer! Llévatelos de aquí, tenemos que conversar con tu hombre…

    Momento en el que Claude irrumpe en la estancia tras poner a cobijo los caballos.

    —Patrón, esta estación de lluvias se está alargando más de la cuenta y tardamos demasiado en conseguir el secado de las vainas, la lluvia no cesa en todo el día.

    —Excusas y más excusas, maldito campesino. ¿Ya no recuerdas gracias a quién sobrevives? Sabes perfectamente que necesito acudir al mercado anual de la vainilla de Antananarivo con las mejores ristras de Madagascar, ¿no entiendes que de ello depende mi negocio y mi reputación?

    —Lo entiendo, patrón, pero la naturaleza es así, no podemos cambiar su curso —suspira Claude con rostro de preocupación y clemencia.

    —Este retraso es imperdonable y te obliga a rebajar el precio de la cosecha a veinte francos el kilo. Quiero que mañana traigas todas las ristras de vainas a la hacienda.

    —Pero, patrón, ¡eso es imposible! —Apenas no ha terminado la frase cuando el puño del capataz cae con fuerza sobre su bazo.

    La matriarca ya ha retirado a sus pequeños hacia la estancia contigua, impidiendo el campo de visión de la discusión de los machos, y acude ágilmente a recoger a su esposo del suelo, recostando su tez de gesto dolorido sobre su antebrazo y este sobre su pantorrilla.

    —Nadie te ha pedido tu opinión, miserable bastardo. ¿Es que ahora cuestionas a la mano que te alimenta? —le escruta el tirano Sigartau a la vez que se levanta de la silla, colocándose la capa con medio giro de tronco sobre sus recios hombros, y avanza hacia la puerta para iniciar la partida.

    —Todos los recolectores y nuestras familias vamos a morir de hambruna, patrón. Con esa paga no vamos a sobrevivir —le recrimina Claude, incorporándose, arrastrando el gesto de la razón y la justicia y siguiendo los pasos al exterior del impasible negrero.

    —Tienes que aprender a aceptar la realidad —sentencia Sigartau, en el preciso instante en el que por el rabillo del ojo atisba el excesivo y rápido acercamiento de Claude, recién incorporado, y por acto reflejo, pivotando sobre el eje de sus tobillos, se torna blandiendo un machete corto, que hunde certeramente en el centro del corazón de Claude Ratsoverinana y mirándolo a los ojos, esputando odio y una compasión de extremaunción.

    —Esta discusión ya no te incumbe. Los tuyos son míos, todo y todos me pertenecen. —En ese momento, Claude empieza a perder el mundo de vista por el shock cardiovascular, que eclosiona tras la certera retirada del machete de la herida definitiva.

    Y en el último suspiro, el campesino inquiere al tirano:

    —Tú y tus descendientes seréis devorados en el infierno.

    En ese impasse, la mujer se abalanza sobre Sigartau y en un rápido acto, le abofetea y araña la mejilla. Este la agarra de su trenzada melena y la arrastra por el patio embarrado, recostando su pecho brutalmente contra la cartola del carro, y en un suspiro de décimas de segundo, con los ojos inyectados en un éxtasis sanguíneo y blandiendo el machete ensangrentado, al horizonte poblado de rayos enérgicos, consuma el summum de la humillación y la tragedia de aquella familia.

    Los pequeños, escondidos bajo los camastros, observan la escena dantesca del padre asesinado y la madre violentada, en un estado sollozante y convulso, en el fervor de la noche más trágica de sus vidas… El mayor, Jean Claude, se acerca a la escena, pero no consigue avanzar los dos últimos metros hasta sus padres, pues se le paralizan las piernas y el aliento. No comprende nada, con apenas diez años la escena le desgarra la razón. No puede asimilar lo que acaba de presenciar, no lo hará nunca…

    #Ratsoverinana

    Albane Ratsoverinana y su andar ligero y espigado asaltan la avenida principal de Faratsiho, buscando cobijo en las todavía incipientes sombras de otro amanecer sofocante del verano de 1962 en la región central de Madagascar.

    Faratsiho, con su situación geográfica privilegiada, a más de mil setecientos metros sobre el nivel del mar, perteneciente a la región de Vakinankaratra, en la década de 1960 contaba con un nutrido grupo de núcleos rurales, medianamente bien comunicados a través de la todavía precaria red de carreteras de Madagascar; aun así, impracticables durante la estación de lluvias. La agricultura y la ganadería eran las fuentes principales de desarrollo, por su privilegiada situación, su clima y biodiversidad.

    En cada una de sus perfectas y huesudas manos lleva una tinaja rebosante de leche de cebú, y de forma compulsiva, con una frecuencia casi sistémica, proyecta pequeños soplidos dirigidos a su flequillo, tratando de apartar los tirabuzones de cabello castaño de unos sobrenaturales ojos verde esmeralda. En su mente, la lista infinita de tareas propias de una madre trabajadora de veintinueve años. Tras el agotador trayecto, las primeras cabañas de las afueras de la aldea, y unos instantes después, la silueta de su padre caminando hacia ella con los brazos en jarra.

    Mediana estatura, pelo blanco y poblado de los tirabuzones dejados en herencia a sus hijos. Su rostro invadido por un color negro intenso, parte heredado y parte contraído en las arduas labores de las plantaciones, está surcado por profundas arrugas, como ríos de vida vivida. Sus manos grandes y deformadas por las jornadas interminables guiando el arado de bueyes se muestran dispuestas a tomar el relevo de la incómoda carga que porta su hija.

    Jean Claude Ratsoverinana supera la sesentena, de complexión delgada pero enérgica, recto, justo y de fuertes convicciones cristianas. Es descendiente de los pobladores procedentes de islas lejanas, llegados a Madagascar unos siglos atrás.

    Jean Claude observa a medida que se aproxima, con admiración, a su pequeña de cuatro vástagos, por la que más ha sufrido ya desde que asomó su cabeza al mundo, dos meses antes de lo previsto, en una semana trágica de inundaciones en la región. La admira por su difícil presente, sacando adelante sin su esposo y con gran valentía a cuatro de sus veinte nietos.

    —Con Dios, padre. ¿Me ayuda?

    —Ve con tus pequeños, hoy me encargo de repartir la leche.

    —Me gustaría preparar una fiesta de cumpleaños a madre.

    —Lleva una semana con fuertes dolores, hija.

    —Lo sé, padre, pero no se cumplen sesenta años muchas veces…

    —Habla con tus hermanos y os arregláis. El domingo después de misa celebramos en la granja.

    —Bien. Con Dios, padre.

    En el pensamiento de Albane, la admiración por su madre, enferma de esclerosis múltiple desde hace más de diez años. Marie Ratsoverinana, originaria de las recónditas tierras del norte, pertenece a una familia ganadera musulmana, convertida al cristianismo desde que conoció a su único amor. Una mujer poseída por la bondad más aturdidora, garante de unos vástagos ejemplares, trabajadores y llenos de amor por los suyos.

    El relevo de las tinas con su padre va acompañado de tres besos en las mejillas, vestigio de las numerosas costumbres francesas todavía latentes en la isla.

    Alain Meziane, en la flor de la adolescencia, barre con una rama de ciprés la entrada de la casa de Albane y sus cuatro tesoros. En su mente, la música extraña de origen árabe que le hipnotizó en la feria dominical de Faratsiho y el efecto paralizante que le causó el paso de aquella preciosa desconocida que acompañaba a una autoridad, que le disparó los pulsos y le congeló la voluntad.

    La llegada de su madre le hace volver a la realidad. La observa cansada, la admira, la comprende. Lo parió con catorce años, ha pasado junto a ella el final de su adolescencia y la irrupción en la edad adulta. La respeta, pero ahora están en ese momento de conflicto permanente, causado por las novedades que transpira su pubertad. Alain es consciente de que ella es la misma de siempre, es él quien no comprende sus propios cambios físicos y de ánimo y se rebela contra el mundo, pero la ama más que a su propia vida…

    —Con Dios, hijo.

    —Buenos días, madre.

    —¿Tus hermanos duermen?

    —Ajá, como lémures al sol, madre.

    —Ve a la granja y recoge la leche. —Albane tiene el rostro sudoroso.

    —Conforme —contesta Alain con su aburrido y ya habitual tono de desidia—. ¿Podremos volver a la feria este domingo?

    —Tu abuela cumple años, vamos a preparar una gran fiesta.

    —Vaya, ¿y al siguiente? —persiste Alain.

    —Habla con tu abuelo, todo depende del secado de la harina de mandioca. ¿Por qué estás tan interesado en ir? Odias las ferias… Las últimas veces has ido a regañadientes.

    —Por nada, madre.

    —¿Seguro? No tendrá algo que ver con una joven de túnica añil, ¿verdad?

    —Claro que no, madre. Era solo por curiosidad.

    —Claro, claro, cómo no lo había pensado… —Albane y su mirada irónica—. Anda, ve a por la leche que tenemos mucho que hacer —le espeta con media sonrisa, a la vez que con su mano le roza el hombro a su paso, como muestra de complicidad.

    —Está bien, madre…

    Su cara de enfado es espejo de su primera experiencia amorosa, cargada de la impaciencia propia de la larga espera hasta el soñado próximo encuentro con aquella belleza innegable y anhelada.

    Albane entra en la pequeña choza y deja la bolsa con unos croissants todavía templados en la mesa junto al fogón. Se dirige a la habitación contigua cuidando cualquier ruido producido por sus pasos. En la penumbra del pequeño habitáculo, yacen sudorosos, surcando por sueños de algodón de azúcar, sus otras tres joyas, las gemelas Gisèle y Claude, de nueve primaveras recién cumplidas, y el pequeño Maurice, que a sus incipientes tres años acumula la carga genética del hombre de su vida, en el amor y en el sufrimiento de los últimos años, de Youssef Meziane, el fornido y valeroso capitán de la Legión Extranjera.

    Entre susurros y con la mejor afinación a la que alcanza su voz enérgica, entona la melodía de la nana malgache con la que su madre había acunado y despertado a ella y a sus hermanos durante su infancia, y a medida que las notas y las palabras se suceden, aparecen los primeros ligeros movimientos de aquellos seres menudos y perezosos. Al despertar, el son de la melodía viene acompañado de la luz del sol inyectada en las grietas del adobe de las paredes de la cabaña, anunciando un nuevo día en las sencillas y felices vidas de aquellos tres cachorros.

    —¡Venga, pequeños! ¡Arriba, perezosos! Es muy tarde, último día de escuela de la semana.

    Las gemelas, como siempre, son las primeras en levantarse, mientras que Maurice se despierta a un ritmo pausado, entre una nebulosa de sueño y calor, y durante diez minutos, se limita a escrutar con la mirada las paredes del minúsculo cuarto, observando con detenimiento los dibujos clavados en las paredes con espinas de rosal, sus primeros dibujos inteligibles…

    Rápido desayuno y a paso ligero, como cada día, callejean hasta llegar a la escuela. Fusión de abrazos entre los cuatro y Albane retoma el paso ligero eterno para afrontar el siguiente reto del día, regentar junto a Christelle, su hermana mayor, el puesto de frutas y verduras familiar en el mercado de Faratsiho.

    Al llegar confirma que su padre y Antoine Zafy, el capataz de la granja, con la ayuda de Alain y la supervisión de Christelle, han acercado las cajas con la mercancía del día, grandes variedades de hortalizas, frutos frescos y cereales.

    Una vez el puesto está debidamente pertrechado, Albane acomete una de las tareas que más le fascina y por la que es popular en el mercado: sus deliciosos y refrescantes zumos de frutas con combinaciones sorprendentes, como la de tamarindo, piña, mango y guayaba.

    #Faratsiho

    El mercado de Faratsiho es el más importante de la región, abasteciendo de alimentos básicos a un gran número de poblaciones situadas en la falda del Ankaratra, el volcán más alto de Madagascar, dormido desde hace siglos, pero de presencia imponente.

    Los arqueólogos estiman que los primeros pobladores de Madagascar ya habitaban la isla desde los años 200 y 500 d. C., cuando la gente del mar del sudeste asiático, probablemente de Borneo o del sur de Célebes, llegó en canoas. En el siglo VII, la historia escrita llamada sorabe comenzó cuando los musulmanes árabes establecieron puestos de comercio a lo largo de la costa nororiental.

    Un barco portugués divisó la isla y navegó a lo largo de la costa en el año 1500. Diogo Dias avistó la isla después de que su nave se separara de una flota que se dirigía hacia la India, y la llamó São Lourenço (San Lorenzo), y el comercio continuó con los isleños. Después de que se propagara la noticia de que Portugal había divisado la isla, Francia e Inglaterra se apresuraron a establecer asentamientos en ella.

    En 1794, el rey Andrianampoinimerina logró unir diversas tribus de Madagascar, formando un único reino llamado el reino Merina. En el año 1810, le sucedió su hijo, el rey Radama I, y se amplió el reino de Merina sobre las porciones importantes de la isla, sobre todo Betsimisaraka y el sur. El rey Radama I entabló amistad con algunos países europeos y les permitió contribuir con la llamada modernización del reino para ampliar sus conquistas. Los misioneros, dirigidos por David Jones, introdujeron el alfabeto romano y el cristianismo. La reina Ranavalona, esposa de Radama I, se hizo cargo del trono después que el rey Radama muriera en el año 1828 y expulsó a los misioneros de Madagascar.

    En 1883, los franceses atacaron Madagascar y lo convirtieron en su protectorado tras casi tres años de guerra. La monarquía fue abolida y el francés pasó a ser el idioma oficial. Finalmente, en 1958, el presidente francés Charles de Gaulle concedió a Madagascar de manera inmediata su independencia.

    La Madagascar de 1962 todavía trata de recuperar la calma tras los años convulsos del proceso de independencia. Después de siglos y siglos de diferentes procesos de colonización y descolonización, el pueblo malgache necesita por fin andar su propio camino, buscar un futuro mejor, pero a su manera, como siempre lo habían hecho. Su distancia de más de cuatrocientos kilómetros con su continente y de cinco mil con Asia, sumada a su influencia multicultural, ha supuesto el desarrollo de un país increíble; sus territorios, fauna y flora, en algunos casos inéditos en el resto del planeta, han convertido a la cuarta isla por tamaño del mundo en un lugar puro ejemplo de supervivencia a la influencia exterior y de un difícil transcurrir por la historia.

    Christelle regresa al puesto del mercado tras recoger una enorme barra de hielo que porta al hombro, chorreando agua helada por su espalda tostada, aliviando el sol abrasador que la ha perseguido desde la factoría de hielo. Sin hijos por culpa de un cáncer de útero y la trágica intervención de un mediocre cirujano de la capital, alejada de todo atisbo de amor en público, soporta lo mejor posible el estigma de la época y el lugar; una mujer infértil no es una mujer completa. Orgullosa, dura, combativa, de trato agrio en la distancia larga, trabajadora infatigable y protectora de los suyos en la proximidad cotidiana, grita a los transeúntes las bondades de las viandas y licuados de las hermanas Ratsoverinana.

    Christelle se encarga de las comandas de los clientes y del abastecimiento a cargo de la granja familiar, y Albane, que años atrás cursó estudios de comercio y contabilidad en el Instituto de Estudios Avanzados de Antananarivo —a posteriori, en 1961, refundado como la Universidad de Madagascar—, es la responsable de poner los precios de venta a los productos, gestionar la caja y llevar al día de forma escrupulosa la contabilidad del negocio, que ya hace unos años las hermanas se propusieron tirar adelante con la aprobación de sus padres tras un halo de escepticismo del vecindario hasta entonces, ya que hasta la fecha la familia Ratsoverinana se había limitado a cosechar y cuidar ganado.

    —Debemos preparar la fiesta de cumpleaños de madre, Christelle —le lanza Albane a su hermana mientras, utilizando un cuchillo afilado, va pelando una preciosa piña dorada. Christelle, junto a ella, machaca la barra de hielo con un punzón sobre el viejo mostrador de madera.

    —Sí, lo sé —le responde como siempre, breve, concentrada en la violenta labor manual.

    —Debemos llamar a Paul y Maurice por si se han olvidado de la fecha.

    —Cierto, a la hora del almuerzo me acercaré al ayuntamiento y les telefonearé —confirma Christelle.

    Paul y Maurice Ratsoverinana son los hermanos varones y residen en Antananarivo, Paul trabajando como cartero y Maurice, el manitas de la familia, como mecánico de uno de los talleres de reparación de automóviles y camiones más importantes del país. Ambos casados y con dos hijos.

    —Me gustaría que volviéramos a cantar juntos en la fiesta, Christelle.

    —Ese tiempo ya pasó, hermana. Para cantar hay que tener motivos, y yo no los tengo. —Christelle avinagrada.

    —¡Y el espíritu curativo de la música! —añade emocionada Albane—. Cuando llame a nuestros hermanos les diré que traigan los instrumentos —responde Albane dando por cerrada la conversación.

    —No contéis conmigo, Les Frères Ratsoverinana ya han pasado a la historia… —sentencia Christelle.

    Antes de completar la última negativa, Albane le entona al oído las primeras notas de La vie en rose, de la gran Edith Piaf, la canción que más emociona a Albane y que el cuarteto en su día interpretaba de forma magistral, los chicos a la guitarra y el acordeón, Christelle a la percusión y Albane con la voz infinita y dulce.

    Mientras Albane le canta el estribillo, Christelle hace un esfuerzo para no perder el semblante duro, y con una expresión de inquebrantable voluntad, niega con la cabeza la petición de su hermana, mientras tararea para sus adentros la melodía que Albane interpreta con un francés de acento malgache, pero con un color que eriza el vello.

    —¡Está bien! —concede Christelle, asaltada por la presión—. Eres muy pesada, hermanita. Cuatro canciones, ni una más, y yo las elijo, ¿de acuerdo?

    —¡Genial! —le susurra Albane, dándole un cómplice golpe de cadera contra cadera, mientras retoma el canto de una segunda melodía, acelerando la labor manual, la una junto a la otra, secando el sudor de sus frentes utilizando sus antebrazos y entrecruzando miradas más propias de las mejores amigas que de dos hermanas al uso.

    —¿Tienes noticias de tu marido? —le pregunta Christelle cambiando de tema.

    —Hermana, eres experta en romper los momentos mágicos —le responde irónicamente Albane—. Sigue destinado en Yibuti. Desde hace dos meses no recibo carta, espero que esté bien.

    —¿Y esperas que vuelva? —pregunta con segundas Christelle.

    —Ya sabes cómo están las cosas por aquí después de la independencia. Su vuelta todavía no es segura, Christelle.

    —Deberías considerar la posibilidad de no esperar el resto de tu vida, ni tú ni tus hijos. Él sabe lo que tiene que hacer para volver, dejar el ejército —sentencia.

    —Christelle, es un soldado de honor, ¿tú crees que si fuera así de sencillo no lo habría hecho? Es su vida, no sabe hacer otra cosa.

    —No creo que sea más complicado que dejar sola a tu esposa criando a cuatro retoños y trabajando de sol a sol —comenta Christelle con cierto tono de injusticia mirando a su hermana fijamente a los ojos, mientras deja de picar hielo para focalizar toda su energía en la convicción del mensaje.

    —Seguro que lo hace lo mejor que puede. Youssef es un gran hombre y ama a sus hijos, seguro que todo lo hace por ellos. —Pero el desgaste de la soledad y la incertidumbre del paso del tiempo empiezan a distanciar lo verbalizado con lo que Albane siente en su corazón.

    Tiene la certeza de que la sigue amando, pero algo se está apagando. Sin embargo, no cuenta todavía con el suficiente valor para reconocerlo para sus adentros, y mucho menos compartirlo.

    #Meziane

    El capitán Youssef Meziane, de treinta y cinco años, es originario de los suburbios de Argel, nieto e hijo de valerosos y aguerridos miembros de la Legión Extranjera, pero con la salvedad y el honor de ser el primer miembro de la familia admitido en la academia de oficiales.

    La Legión Extranjera fue fundada en 1831 por orden del rey Luis Felipe de Orleans como unidad de voluntarios extranjeros en Argelia. Desde el inicio se conformó como un cuerpo de élite con la misión de extender el imperio francés durante el siglo XIX, pero a lo largo de su historia ha tomado partido en contiendas tan importantes como la guerra franco-prusiana y ambas guerras mundiales.

    La tropa de la Legión Extranjera está formada por voluntarios que prestan servicio por un máximo de cinco años. Durante muchos periodos de su historia, ha sido señalada por acoger a delincuentes, ya que permite el alistamiento de soldados solo con su seudónimo, pero hoy en día, su prestigio está a la altura de los mejores cuerpos de élite, como los Navy Seal, Spetsnaz, Rangers y Comandos Gurkhas.

    Youssef Meziane fue admitido en la École Spéciale Militaire de Saint-Cyr, cerca de Nantes, a la edad de diecisiete años, cursando estudios de suboficial y, finalmente, tras tres años de esfuerzo, se licenció con el rango de teniente. Siguiendo la tradición familiar, solicitó la admisión en la Legión Extranjera y tras un periplo de cinco años destinado en distintos acuartelamientos de Argelia y Marruecos, finalmente fue destinado al destacamento de Madagascar y puesto al mando de una compañía de doscientos legionarios con hambre de sangre, en un territorio de ultramar en tiempo de paz.

    Aprovechando que al día siguiente es domingo y tiene permiso, y acompañado por dos hermanos de armas, tras su habitual trayecto alcohólico por los antros más suburbiales de la Antananarivo de principios de la década de 1950, aterriza de forma casual en un festival musical en Le Stade de Mahamasina, en el que un amplio elenco de músicos malgaches venidos de todos los rincones de la isla amenizan aquella noche calurosa con el inestimable acompañamiento de pequeños puestos de venta de cerveza y betsa-betsa, bebida alcohólica de alta graduación procedente de la costa este de Madagascar, destilada a base del fermentado de la caña de azúcar y sus cortezas.

    La verdad es que el teniente Meziane no se siente precisamente embriagado por las melodías de los artistas malgaches que actúan esa noche; de hecho, su borrachera al límite del equilibrio le impide apreciar la calidad musical del concierto, pero en un momento dado y tras el anuncio de la

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