Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen
Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen
Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen
Libro electrónico357 páginas6 horas

Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La señorita Mónica, profesora universitaria con una inclinación sexual no definida, aunque es básicamente lesbiana, a sus cuarenta y tantos años decide convertirse en prostituta para pagar una deuda. Y que mejor lugar para prostituirse que la Universidad, siempre dentro de la mejor discreción, eso si. Su mejor amiga y pronto su amante lesbiana, Cora, no conoce su secreto, al menos todavía no. Pronto la profesora se ve inmersa en un mundo de sexo continuo que la lleva a trabajar, finalmente, en un puticlub de lujo, propiedad del hombre al que le debía dinero. Pero eso no es todo. Mónica también se siente secretamente atraída por la prostitución callejera y la ejerce cuando puede, sintiéndose sucia, pero extrañamente satisfecha.
Este volumen recoge los cinco primeros relatos sobre la profesora prostituta que escribí, y que ya están publicados individualmente. En esta ocasión, este libro ofrece una oportunidad para disfrutarlos a un menor precio.

IdiomaEspañol
EditorialMatt Stand
Fecha de lanzamiento18 ago 2022
ISBN9781005367671
Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen
Autor

Matt Stand

I am a man in his forties, who adores mature women with voluptuous bodies. Women are the most beautiful in the Universe and my favorite women are those of a certain age who, despite showing their wrinkles, also show their voluptuous female forms. My favorite sexual fantasies are those involving mature super-heroines who always end up defeated and sexually subjected. That's why I wrote this first story whose protagonist is a mature woman who is also a super-heroine, the beautiful Panther-woman.Yo soy un hombre de cuarenta y tantos años, que adora las mujeres maduras con voluptuosas formas. Las mujeres son lo más hermoso del Universo y mis favoritas son aquellas que ya tienen una cierta edad, aquellas que, a pesar de mostrar sus arrugas, también muestran sus voluptuosas formas femeninas. Mis fantasías sexuales favoritas son las que atañen a súper-heroínas de edad madura que siempre acaban derrotadas y sexualmente sometidas por sus enemigos. Tambien es la razón por la cual yo he escrito mis historias La Zorra: violada en el callejón y Panther-woman: raped in the alley. Son, en esencia, la misma historia, solo que la una está en español y la otra en ingles. También me gustan mucho las historias de profesoras maduras sexualmente activas con sus alumnos unjversitarios. Así, he escrito mis relatos sobre Mónica, la profesora universitaria que decide convertirse en prostituta y las historias sobre Sheila, la profesora/prostituta que trabaja en una Universidad muy extraña. Ultimamente, he escrito mas relatos sobre La Zorra, que ha acabado derrotada y asexualmente dominada.por una joven contrincante.En fin, esos.son mis intereses en este tipo de historias, que siempre son relatos pornográficos que nada tienen que ver con personas reales ni con instituciones reales. Son solo fantasías pornográficas, eso es todo. Son, en esencia, relatos que me hubiera gustado leer en mi lejana juventud, cuando los escritos eróticos que frecuentaba no lograban llenarme del todo, supongo que porque cada cual tiene sus propias fantasías.

Lee más de Matt Stand

Autores relacionados

Relacionado con Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen

Libros electrónicos relacionados

Erótica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Mónica, profesora y...¡PUTA! Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen - Matt Stand

    Mónica, profesora y…¡PUTA!

    Los cinco primeros relatos de la profesora/puta en un solo volumen

    Published by Matt Stand at Smashwords

    Copyright 2022

    This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each recipient. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return toSmashwords.com and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author

    Licencia de uso para la edición de Smashwords.

    La licencia de uso de este libro electrónico es para tu uso personal. Por lo tanto, no puedes revenderlo ni regalarlo a otras personas. Si deseas compartirlo, ten la amabilidad de adquirir una copia adicional para cada destinatario. Si lo estás leyendo y no lo compraste ni te fue obsequiado para tu uso exclusivo, haz el favor de dirigirte a Smaswords.com y descargar tu propia copia. Gracias por respetar el duro trabajo del autor.

    Nota del autor: todos los personajes que aparecen en este relato son mayores de 18 años. De hecho, todos son mayores de veinte y un años. Las profesoras son todas mujeres maduras de más de cuarenta años de edad y los jóvenes estudiantes tienen todos veintidós años o más. No hay aquí ningún menor de edad.

    Author's note: all the characters that appear in this story are over 18 years old. In fact, they are all older than twenty-one. The teachers are all mature women over forty years of age and the young students are all twenty-two years of age or older. There is no minor here.

    Advertencia: en este relato hay abundantes escenas de sexo explícito, incluyendo escenas de lesbianismo. El lenguaje utilizado es fuerte en muchas ocasiones, puesto que la profesora protagonista – una mujer madura en la cuarentena, elegante y culta profesora universitaria – inicia un camino escabroso y obsceno, que la lleva directamente a la prostitución. En su nueva vida, descubrirá, no solo que en realidad ella es una lesbiana, sino además una puta, y también una ninfómana bisexual.

    La señorita Mónica muestra sus virtudes

    –Señorita Mónica – dijo el hombre, sin dejar de mirar a la calle través del cristal ahumado de los ventanales – no me obligue a hacer algo que no quiero hacer. Usted conocía los plazos, conocía las consecuencias de sus actos. Sabía lo que pasaría.

    El hombre se volvió. Frente a él, una mujer de estatura mediana, de unos cuarenta y pocos años, bien vestida, con los ojos ocultos tras unas gafas de montura gruesa, bajó la mirada, avergonzada, removiéndose incómoda en la silla en la que estaba sentada. Incómoda y también temerosa. El hombre sonrió mentalmente. Era bueno que sus clientes le temieran, si no fuera así, su negocio se iría pronto al traste. Ocurría, sin embargo, que no disfrutaba especialmente atemorizando a ésta mujer en concreto. Era, evidentemente, una mujer culta, una mujer educada, y él eso lo respetaba. Según tenía entendido, daba clases en la Universidad, y era la primera vez que acudía a él.

    –Señorita Mónica –volvió a decir – puedo hacerle un favor. Puedo darle más tiempo para que me devuelva lo que me debe. Pero a un precio.

    La mujer, ahora, lo miró de frente. Tenía unos ojos bonitos, después de todo, a pesar de encontrarse como difuminados tras los cristales de las gafas. No era muy guapa, pero no estaba mal. Su rostro era ancho y ovalado, enmarcado en un pelo negro bastante rebelde. Sus cejas eran abundantes, su nariz larga y afilada, sus labios tentadores y gruesos, pintados de rojo iridiscente. El hombre apreció todo esto en un segundo, y, de nuevo, sonrió mentalmente. Tenía una buena boca, aquella mujer. Además, se dijo, tenía otras cosas buenas. Como sus tetas. Unas tetas generosas y un poco caídas cuyas eróticas oscilaciones se adivinaban al menor movimiento, a pesar de la blusa y de la chaquetilla. Al principio de su reunión, el hombre había advertido la belleza de las pantorrillas de su interlocutora, que había acudido a la cita ataviada con una falda hasta las rodillas que las dejaba a la vista, desnudas y hermosas. Sí, tenía cosas buenas aquella Mónica, tan elegante y educada. También malas, por supuesto. Sus caderas eran estrechas y su culo, como pudo observar al ofrecerle una silla, no era espectacular. Además, la edad se le notaba en la cara – pequeñas arrugas en torno a los ojos, y en torno a la boca –y en las manos, e incluso en las bellas pantorrillas, que denotaban flacidez y flojera de carnes. Pero nadie es perfecto, se dijo, y observó de nuevo a la mujer. Si, no estaba mal; no llamaba la atención, no haría volverse a los hombres a su paso, pero tenía un cuerpo todavía apetecible, si se sabía mirar.

    –Un precio –dijo Mónica, mirando al hombre. – Supongo que los intereses subirán exponencialmente. ¿No es así, señor Dicenta?

    -Señorita Mónica, compréndame. Soy un empresario, me dedico a los negocios. Necesito obtener beneficios.

    –Y ¿a cuánto ascenderían esos beneficios si acepto la oferta?

    –Bueno, mis intereses supondrían unos quinientos euros más sobre la cifra pactada anteriormente. En total, debería usted devolverme cuatro mil euros, señorita.

    Mónica bajó la mirada y tragó saliva despacio. Se sentía temblar por dentro, casi le faltaba la respiración. ¡Cuatro mil euros! ¡Si ni siquiera pudo hacer frente a los tres mil quinientos! Se movió a un lado y a otro, haciendo crujir la silla. Aquel hombre, pequeño, curtido, con aspecto de duro, la asustaba. Nunca la había amenazado expresamente, pero sólo mirarle le bastaba a Mónica para maldecir el día que se le ocurrió la peligrosa idea de pedirle dinero. Intentando refrenar sus nervios y su miedo, cruzó una pierna encima de la otra. Al hacerlo, la falda, ajustada, resbaló hacia atrás un corto trecho y facilitó que el hombre le viera, no sólo las rodillas, sino también un poco de los muslos. Pero no pensaba en eso. Pensaba en que necesitaba concentrarse, detener el temblor que amenazaba con manifestarse; tenía que controlar se. El señor Dicenta si pensaba en los muslos de la señorita Mónica. Sus ojos no perdieron detalle durante la fugaz operación del cruzado de piernas y disfrutó viendo aquellas rodillas y aquel atisbo de muslos desnudos. Además, ahora, los pies de la señorita Mónica, embutidos en unos zapatos negros de medio tacón, descubiertos por delante, estaban también a la vista, y eran algo hermoso de ver, si se tenía sensibilidad para apreciarlo.

    –Cuatro mil…– repitió Mónica, consciente de la inutilidad de hacerlo – ¿Cuánto tiempo tengo?

    –Digamos…tres meses, señorita Mónica. Ni uno más.

    –Bien, no tengo alternativa. Acepto.

    El hombre la miró a los ojos y sonrió, ahora no sólo mentalmente.

    –De acuerdo entonces. ¿Puedo invitarla a tomar algo, un café quizá?

    –No, no es necesario, gracias. Debo irme, tengo que dar clases en la Universidad, ya llego tarde. Muchas gracias por su tiempo y por su comprensión, señor Dicenta.

    Mónica se levantó. Se ajustó la chaqueta y tras dirigir una media sonrisa a su interlocutor dio media vuelta y se dirigió a la salida. El movimiento sinuoso de las tetas de la señorita Mónica captó la atención del señor Dicenta. Luego los ojos del hombre se fijaron en el culo de la mujer. Si, era un culo pequeño, pero que tenía su encanto. Vaya si lo tenía.

    –Señorita Mónica – dijo, cuando ella ya alcanzaba la puerta con la mano derecha.

    – ¿Si?

    –Procure, esta vez, no fallarme, por favor.

    Mónica no contestó. La mirada helada del señor Dicenta fue suficiente para hacer que toda su entereza empezara a derrumbarse por dentro. Haciendo un esfuerzo para no salir corriendo, compuso una sonrisa educada y salió, al fin, de aquel despacho maldito.

    Recorrió la antesala taconeando con furia, sin mirar a ningún lado, como queriendo fundirse con el aire que respiraba con dificultad. Alcanzó el ascensor, pulsó con violencia el botón de la planta baja y rezó para que nadie subiese con ella. No podría soportarlo. Sus plegarias fueron escuchadas y el rápido trayecto hasta la planta baja lo hizo en soledad. Soledad que aprovechó para derrumbarse al fin, con los ojos llenos de lágrimas y el cuerpo pegado al cristal que decoraba la pared del fondo. El sonido de la campanilla que anunciaba que había llegado la asustó. Se recompuso como pudo y salió a la calle, siempre taconeando como si tuviera una prisa inmensa. Y en verdad que así era, pues quería salir de allí como fuera, desaparecer de aquel horrendo lugar dónde había dejado su dignidad.

    El aire fresco de la calle la tranquilizó un poco, algo así como si hubiera llegado a la superficie después de luchar por no ahogarse bajo las aguas. Algo más relajada, caminó en dirección al aparcamiento subterráneo dónde había dejado su coche. Ensimismada en sus pensamientos ominosos, comenzó a juguetear con los botones de su blusa y, sin darse cuenta, se desabrochó los dos superiores. Sus tetas, ahora más libres, iniciaron una erótica y rítmica danza acompasándose a los pasos de sus pies. El escote era, ahora, muy generoso y un par de hombres se fijaron en ella al pasar y le dirigieron miradas plenas de lascivia. Mónica, sin embargo, no se percataba de nada. Su mente volvía una y otra vez a la escena que acababa de abandonar, mostrándole la horrible faz de Dicenta, sus ojos de hielo fijos en ella. Porque estaba segura de que aquel hombre, aquel ser horrible, no se había limitado a dominarla con veladas amenazas, sino que, además, la había desnudado con la mirada. Estaba segura de eso porque había sentido la atroz caricia de sus ojos resbalando por todo su cuerpo, casi tan real como si la hubiera tocado. Allí dentro, sentada frente a aquel hombre, a pesar de estar vestida con el más absoluto pudor, a pesar de su fingida entereza y a pesar de adoptar las más recatadas posturas, se sintió totalmente desnuda.

    Sus pasos la habían llevado al fin al aparcamiento. Bajó las escaleras, pagó en el cajero y se dirigió a su viejo coche. Era un anticuado y destartalado vehículo japonés que ni siquiera tenía dirección asistida, mucho menos aire acondicionado, y, por supuesto, ni hablar de esas modernas de pantallas de información. Pero funcionaba. Sonrió al pensar que, durante un tiempo, tuvo la ilusión de venderlo y comprarse un nuevo modelo. Pero la crisis, la denostada e inacabable crisis, la congelación de su sueldo, y, sobre todo, el hecho de haberse comprado una costosa casa que se llevaba casi todos sus ingresos, habían acabado por convencerla de que aquel cacharro estaría con ella para siempre jamás. Se miró en el espejo retrovisor, se compuso el pelo, algo despeinado, se ajustó las gafas y encendió el motor. Ni siquiera ahora advirtió que iba demasiado escotada y que sus tetas, voluptuosas, se mostraban en demasía. Engranó primera y se dirigió a la salida. Durante unos minutos había logrado no pensar en el tremendo problema que la acuciaba. Durante unos instantes, había conseguido alejar de su mente el hecho de que le debía cuatro mil euros a un tipo muy, muy peligroso, y que no tenía forma de conseguirlos.

    –Bien, vamos a la Universidad – se dijo a sí misma, con una sonrisa forzada- intentemos no pensar en ese tipejo por un momento.

    Sorteando con pericia el denso tráfico de la ciudad, Mónica desconectó y se sintió libre. Le pasaba con frecuencia cuando conducía. Muchas amigas suyas no tenían interés en los coches, pero a ella le gustaban, más que por el vehículo en sí, por el hecho de liberarse conduciendo. No siempre lo conseguía, es cierto, pero cuando pasaba, era como una especie de meditación. Dejaba de pensar, tan sólo actuaba. Una paz extraña y placentera se adueñaba de ella y conseguía serenarse. Ahora lo estaba logrando de nuevo. Pero sabía que no sería por mucho tiempo. Sus problemas vendrían a buscarla, incluso allí, en ese lugar blanco y sin tiempo dónde nada podía, aparentemente, alcanzarla.

    –Mis problemas – musitó, con resignación – ya están aquí.

    Enfiló la autopista, justo cuando las imágenes – repetidas hasta la nausea por su mente mortificadora –volvían con intensidad a proyectarse en su cine interior.

    Aquella reunión de amigos, por la noche junto al mar. La luz mortecina y amarilla de las farolas, el brillo de las mesas metálicas, el rumor de las risas y frases entrecortadas de toda la gente que la rodeaba, allí, en la terraza de moda. Uno de ellos, un antiguo compañero de clase ahora casado, como casi todos – salvo ella y su amiga Cora – tuvo la brillante idea. ¿Por qué no se daban el gusto de irse de viaje a un lugar paradisíaco, por qué no se iban unos días a descansar y a pasarlo bien en uno de esos hoteles de lujo aclamados en todas las revistas de turismo? Todos juntos, un buen grupo de amigos y amigas, lo pasarían fenomenal. Mónica, por un momento, tuvo la esperanza de que nadie hiciese caso de semejante idea, porque sus finanzas estaban en rojo, porque no tenía dinero para nada que superase el pago de la hipoteca, su comida – tenía que comer, también las mujeres solteras comen – y sus gastos en ropa – por supuesto, también las mujeres solteras se visten, y hacen algún gasto que otro. Pero pronto comprobó, con frustración, que todos los demás aplaudían la ocurrencia. Y no sólo eso. Se pusieron enseguida a diseñar un plan de ataque, esto es, un plan director que planificara las compras de pasajes – carísimos – las reservas en un hotel de lujo- insoportablemente caras – y la cantidad de dinero que habría que llevar para hacer frente a los gastos de aquellas pequeñas vacaciones – vamos, dinero para discotecas, bares, restaurantes, alguna excursioncita…A Mónica el alma se le caía al suelo. El montante subía y subía, parecía no tener fin. Sin embargo, lo tuvo. Uno de sus amigos dijo, con expresión de triunfador de película barata: –¡Miren, saldrá por unos tres mil quinientos euros, más o menos! ¿Qué les parece?– Mónica tragó saliva. No tenía posibilidad alguna de poner su parte. Esperó a que los demás se decidieran, tal vez hubiera alguna resistencia…pero no la hubo. Incluso Cora, su vieja amiga Cora, aprobó, con entusiasmo, la idea:

    – ¡Fantástico! ¿No te parece, Mónica? ¡Todos juntos, en uno de esos hotelazos! ¡Será la bomba!

    –Sí, será la bomba, eso seguro. – contestó Mónica, fúnebre. Cora notó algo de reticencia en los ojos de su mejor amiga, pero pronto la desechó. No podía parecerle mal aquel plan increíble.

    – ¡Me apunto!– dijo Cora.

    – ¡Me apunto!– dijeron los demás, con risas y ademanes festivos. Parecía que, para aquella gente, tres mil quinientos euros fueran una bagatela. Estaba atrapada. No podía negarse, no podía decirles que no tenía dinero, no quería que pensasen de ella que estaba arruinada y que, con suerte, tenía para sobrevivir y pagar su dichosa hipoteca. Odiaba que la considerasen una pobre, tenía que estar dónde había que estar, a cualquier precio.

    –Me apunto – dijo al fin, sin entusiasmo, pero con una amplia sonrisa que conservó toda la noche, como pegada a ella, para evitar que se diesen cuenta de que le habían asestado un torpedo de los buenos bajo la línea de flotación. ¡Había que mantener las apariencias a toda costa! Si, sobre todo, las apariencias. Luego, ya pensaría en algo, ya trazaría algún plan para obtener el dinero.

    Mónica aceleró con rabia. El viejo automóvil rugió, pero no avanzó gran cosa. Mónica estaba enfadada. Con el mundo, con sus amigos, con ella misma. Porque no se le había ocurrido ningún plan. Es decir, sí se le ocurrieron, pero todos fallaron. Todos salvo uno. Todos, salvo el más peligroso. El banco le denegó el crédito, como era previsible. No quería ni pensar en acudir a su madre. En cuanto a sus amigos, realmente sólo confiaba en Cora y no quería meterla en ese asunto, no quería pedirle dinero, ambas se sentirían tan mal que, seguramente, su amistad de años se resentiría. Porque la verdad era que no sabía cómo iba a devolver el dinero que le prestaran. Se encontraba en un atolladero. Y, para salvarlo, no se le ocurrió otra cosa que tirarse de cabeza al abismo. Y ese abismo tenía un nombre: Dicenta.

    No recordaba muy bien quien le había hablado de ese hombre. Decían que obraba milagros, que prestaba dinero cuándo todo fallaba, que sacaba a mucha gente de apuros. Por supuesto, todos callaban en torno a una delicada cuestión: ¿qué ocurría si no se le devolvía el dinero? Sin embargo, en ese momento, meses atrás, a Mónica no le pareció importante. Lo importante era aparentar, ir a esa reunión de amigos, ir a ese hotel de lujo, seguir con su vida de clase media alta, como si el dinero le sobrase, como parecía sobrarle a los otros. Y así, un día, una mañana que tenía libre, entró en ese edificio de oficinas tan atildado. Subió a uno de los pisos más altos y allí, se metió directamente en la boca del lobo. Dicenta no habló con ella. Tramitó todos los detalles de su préstamo como si de un Banco se tratara. Incluso firmó unos documentos. Luego, discretamente, un hombre alto y fornido, de huesos sobresalientes, le entregó un sobre. Dentro estaba el dinero. Tres mil euros. Los quinientos que faltaban, hasta los tres mil quinientos, los pondría ella misma. Era todo lo que había podido conseguir.

    Contenta, estúpidamente feliz, salió del edificio con aquel sobre dentro del bolso. Aquella noche le entregó la parte correspondiente a uno de sus amigos, el que se dedicaba al trámite de la reserva y compra de pasajes. El resto se lo quedó, para llevarlo al viaje y tener lo suficiente para las diversiones que les esperaban.

    Y llegó el día de la partida. Todos reunidos, Cora junto a ella, todos muy amigos, todos riendo felices y contentos. El viaje en avión, el hotel, que luego resultó ser un complejo de elegantes bungalows de lujo, todo fue muy bien. Hasta aquel fatídico día. En la piscina. En el césped, bajo la luz de un sol maravilloso e implacable.

    Los edificios mal construidos de la universidad se presentaron al fin ante ella. Buscó sitio para aparcar, y, después de perder unos quince minutos dando vueltas, al fin encontró un lugar libre. Salió deprisa del coche, entró en el recinto de su facultad y de pronto se encontró frente a Cora. Su mejor amiga también daba clases allí.

    –Mónica, te están esperando. Tus alumnos están a punto de irse. Vamos, venga…

    –Se me ha hecho tarde, Cora. Un asunto inaplazable en la ciudad.

    –Bueno, date prisa…eh…Mónica… ¿no te has dado cuenta de…?– Cora acaba de ver el generoso escote de su amiga. Intenta advertirla, pero Mónica, desde que volvieron de vacaciones, no está muy comunicativa con ella.

    –Tengo que irme, Cora, no tengo tiempo de hablar contigo– le dijo Mónica, cortante. Y sin dejarle posibilidad de reaccionar, se fue, corriendo casi, escaleras arriba, hacia su clase. Cora la vio irse, con tristeza. Mónica era su mejor amiga. Y ahora parecía odiarla. Después de lo que pasó en el bungaló.

    Mónica huyó de Cora, subiendo rauda y veloz los escalones. Sus grandes, hermosas y sensuales tetas – gran parte de las cuales estaba a la vista – se movieron, saltarinas, arriba y abajo y hacia los lados. Mónica no reparó en nada. Con la cabeza en otro sitio, entró en el aula y murmuró una disculpa. Los jóvenes tomaron asiento con respeto y se dispusieron a escuchar la clase.

    Desde luego, bastantes alumnos se dieron cuenta del desliz de su profesora. Algunos sonrieron con sorna y los cuchicheos se elevaron más intensos que de costumbre. Pero Mónica no era una profesora despampanante, ni era joven. Era una cuarentona, que no estaba mal del todo, pero que no levantaba pasiones. Pronto todo se calmó y aunque hubo alguna chica que, compadecida de su profesora, tuvo la idea de decirle de algún modo que se le habían desabrochado los dos botones superiores de la blusa, al final, nadie dijo nada y todo se desarrolló como de costumbre. Ya se daría cuenta ella misma. Eso pensaron todos y pasaron página. Bueno, todos no.

    En primera fila, justo delante de Mónica, se sentaba Marcial. Desde hacía tres años, este joven muy bien vestido, algo tímido y buen estudiante, admiraba en secreto a la señorita Mónica. Ella era su musa. Ella era su amada. Ella era el objeto de su deseo. Día tras día pensaba en ella. En sus arrebatadoras fantasías sexuales, reinaba, no una de sus compañeras de clase, como hubiera sido lo lógico, sino Mónica, la señorita Mónica, su profesora, veinte años mayor que él. Durante años, ha estado rogando a los dioses de los solitarios que la señorita Mónica acuda a clase con un vestido provocativo, dejando a la vista adivinar gran parte de sus ocultos encantos. Y hoy, sus plegarias han sido escuchadas. Excitado, Marcial contempló el más que generoso escote de la señorita Mónica. Arrobado, temblando de emoción, deslizó sus ojos por la blanca superficie de aquellas hermosas, desbordantes y lujuriosas tetas, que están casi por completo a la vista de todos. Parte del sujetador, negro y ajustado, se ve también sin esfuerzo. El joven se revolvió nervioso en la silla: sabe que está teniendo una erección, pero no le importa, no cree que nadie se dé cuenta de ello. Durante muchos minutos, continuó mirando y admirando a su diosa sexual, mientras Mónica, ajena a todo, hablando y hablando, como siempre, como si fuese un día como otro cualquiera y no tuviera, como tenía, sus grandes tetas casi a vista de todos. Marcial nota que la erección que tiene es ya casi total y tiene miedo de acabar masturbándose delante de todos, mirando a la profesora. Es muy posible que, si persiste en seguir mirándole las tetas a la señorita Mónica, puede que, en su turbación acabe por acariciarse la entrepierna, olvidándose de donde está. Así, con gran esfuerzo, apartó su mirada de aquellas tetas deliciosas que se mecen suavemente al compás de los más ligeros movimientos y se centró en los pies de Mónica. La profesora calza unos zapatos abiertos por delante y así puede mirarle los dedos de los pies, que están muy a la vista. Al poco rato, Marcial comprendió que no ha ganado nada con el cambio de estrategia: mirar los dedos de los pies de la señorita Mónica lo excita también, y de qué modo…Despacio, aparta los ojos de los elegantes zapatos de la profesora y se encuentra enseguida mirándole las pantorrillas. Mónica tiene unas preciosas y bien torneadas pantorrillas, que siempre han hecho sus delicias. Cuando no lleva pantalones holgados – una de las manías en cuestión de vestimenta que Marcial no le perdona a la profesora –Mónica suele llevar falda hasta las rodillas. Así, han sido muchas las ocasiones en las que ha podido disfrutar viéndole las pantorrillas desnudas y hoy es una de ellas. Pronto, sin embargo, también se da cuenta de que no puede contenerse. Está excitado, de todas formas y resuelve, por lo menos, aprovechar la ocasión y hartarse de mirar el escote de la profesora. No cree que vuelva a presentarse ocasión como esta y sólo lamenta no tener el valor suficiente para, de algún modo, sacarle una foto con el móvil. No, no puede hacerlo, sería demasiado obvio. Es imposible; pero no lo es continuar mirándola.

    Qué tetas más hermosas, qué tetas más grandes, rotundas y bien formadas tiene la señorita Mónica. Daría lo que fuera por ver esas tetas al completo, desnudas, fuera del sujetador. Y entonces, cuando más concentrado está, perdido en la admiración y contemplación de las tetas de su profesora, siente que una mirada penetrante se fija en él. Asustado, levanta la vista y se encuentra con los ojos de Mónica, mirándole directamente .Toda su resolución, toda su máscara de indiferencia, construida durante años para que nadie pueda sospechar que la señorita Mónica es para él una diosa, se derrumbó en un momento y supo, en ese instante, que sus lujuriosas miradas habían sido descubiertas. Como para corroborar esa impresión, Mónica bajó su vista hacia el escote, y una leve sonrisa, sólo entrevista por Marcial, cruzó sus labios sensuales.

    Soy un imbécil, se dice el joven a sí mismo. Me ha visto. Ahora, seguro que se abrocha los botones de la blusa. Pero Mónica no lo hizo. En lugar de eso, volvió a mirar al joven a los ojos. Marcial apartó la mirada, abochornado y enrojecido de vergüenza. Luego, la profesora continuó con su clase, como si no hubiera pasado nada.

    Los últimos minutos fueron un suplicio para Marcial. El joven no sabía ni dónde posar la vista. Sabe que ha sido descubierto y que ahora, ya nada será igual. Al fin, la clase terminó. Mónica recogió en medio del barullo de conversaciones típico del final. En pie, dirigió una última mirada con indisimulada sorna, en dirección a Marcial. Éste no lo pudo resistir y apartó nuevamente la vista, mirando al suelo, avergonzado. Cuando se atrevió a levantar los ojos, la profesora ya no estaba.

    Marcial, derrotado, se dejó caer sobre la silla. Ahora, pensaba, todo está perdido.

    Donde entra Cora en escena y Mónica nota que alguien se interesa por ella

    Mónica salió de la clase con toda la dignidad de la que era capaz. Sabía que tenía desabrochados los dos botones superiores de la blusa y que sus tetas estaban muy visibles, pero debía aparentar calma. Una vez fuera del aula, se escabulló a un pasillo lateral poco frecuentado y allí se abrochó los culpables botones. Reconfortada por su recuperada decencia, salió del pasillo y se dirigió a su despacho. Por el camino, sonrió pensando en el chico al que sorprendió mirándole el escote con expresión ávida y lasciva. ¡Qué susto se llevó, el pobre! La verdad, ahora casi se arrepentía de haberle dirigido aquellas aviesas miradas, pero le estaba bien empleado. Casi alegre, Mónica llegó a la puerta de su despacho. Sacó del bolso el manojo de llaves y comenzó a buscar la correspondiente, en medio de un escandaloso tintineo metálico. Justo cuando la había encontrado, una voz femenina, detrás de ella, la interrumpió:

    – ¡Mónica!– la llamó Cora, trotando ligera hacia ella. Mónica le dirigió una mirada de pocos amigos y continuó hurgando en el llavero, hasta que consiguió introducir la llave en la cerradura. Abrió la puerta, pero Cora ya estaba a su lado.

    – ¿Qué quieres ahora?– le espetó, fría como un témpano. –Tengo trabajo.

    –Mónica, por favor, tenemos que hablar, no podemos continuar así. Déjame entrar, tengamos una conversación, vamos. Somos amigas. Somos buenas amigas. –

    –Cora, de verdad, tengo algunos problemas graves, no puedo…ahora no es el momento.

    –Mónica, soy yo, por favor, déjame pasar…hablemos.

    Mónica miró a los ojos a su amiga de toda la vida. Cora tenía unos bellos ojos grandes, sinceros y algo ingenuos. Su rostro era casi angelical, a pesar de tener, como ella, más de cuarenta años. Algunas arrugas aquí y allá lo denotaban, pero por lo demás, era la Cora de siempre, o al menos, eso le parecía.

    –Bueno, pasa, pero sólo un momento. Después tengo otra clase y debo prepararla.

    –Sólo un momento, te lo prometo.

    Las dos mujeres pasan al despacho, iluminado por la luz del jardín exterior, un par de plantas más abajo. Mónica cierra la puerta tras su amiga. Cora toma asiento con confianza y luego, Mónica se siente ante ella.

    –Mónica, esto tiene que acabar, no puedes seguir eludiéndome. Somos amigas.

    –Sí, somos, o éramos, amigas. Pero lo que ocurrió en aquella piscina, en aquel jardín, no lo puedo olvidar.

    – ¡Yo no quiero que lo olvides! ¡No hicimos nada malo!– saltó Cora, volcándose hacia delante.

    – ¿Para eso has venido, para decirme que todo estuvo bien?

    –No, estoy aquí para intentar recuperar tu amistad. Tu amistad es muy importante para mí. Si tú crees que lo que ocurrió estuvo mal, que no debió pasar, bien, piénsalo así. Yo no me arrepiento de nada, pero si esa es tu opinión, la respeto. Lo que no quiero es perderte, Mónica. –

    Durante unos momentos, Mónica no dijo nada. Contempló a su mejor amiga, mirándola a los ojos, aquellos ojos tan grandes y tan bonitos. Luego, mirando al tablero de su mesa de trabajo, dijo, simplemente, con voz neutra y fría:

    – ¿Eso es todo?

    –Sí, eso es todo – contestó Cora, derrotada – es todo. Me voy, ya que tanto te molesto. –

    Mónica la vio levantarse. La delgada y esbelta Cora, un poco más alta que ella, de piernas largas y bien formadas, su mejor amiga desde antes de la Universidad. Cuándo la puerta se cerró tras ella, Mónica sintió que un peso le oprimía el pecho. Con ganas de llorar, se acercó a la ventana y la abrió de par en par, respirando el aire puro del jardín repleto de árboles y preñado del canto de los pájaros.

    – ¿Por qué todo es tan complicado?– susurró al aire claro de la mañana. – ¿Por qué?

    Volvió adentro, cerró la ventana y,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1