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En busca del tiempo sagrado: Santiago de la Vorágine y la Leyenda dorada
En busca del tiempo sagrado: Santiago de la Vorágine y la Leyenda dorada
En busca del tiempo sagrado: Santiago de la Vorágine y la Leyenda dorada
Libro electrónico294 páginas4 horas

En busca del tiempo sagrado: Santiago de la Vorágine y la Leyenda dorada

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Un prodigioso diálogo entre la obra más famosa de la Edad Media y el más grande medievalista contemporáneo. La Leyenda dorada, escrita por el dominico Santiago de la Vorágine a fines del siglo XIII, fue, después de la Biblia, el libro de mayor circulación en la Edad Media. Lejos de limitarse a registrar la leyenda edificante de los santos del calendario, esta prodigiosa obra tuvo la ambición de cristianizar el tiempo y mostrar cómo Dios, a través de él y con su buen uso, puede encantar al mundo. Así, el tiempo divino y el tiempo humano interactúan en un movimiento perpetuo que es el de la vida misma del cristiano, santo o no. Como Jacques Le Goff muestra magistralmente, la Leyenda dorada desempeñó un papel determinante en el desarrollo de la cultura europea, en la que la conciencia y el control del tiempo son elementos esenciales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2022
ISBN9788446052159
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    En busca del tiempo sagrado - Jaques Le Goff

    cubierta.jpg

    Akal / Universitaria / Historia medieval / 390

    Jacques Le Goff

    En busca del tiempo sagrado

    Santiago de la Vorágine y la Leyenda dorada

    Traducción: Tomás Fernández Aúz

    Un prodigioso diálogo entre la obra más famosa de la Edad Media y el más grande medievalista contemporáneo.

    La  Leyenda dorada, escrita por el dominico Santiago de la Vorágine a fines del siglo XIII, fue, después de la Biblia, el libro de mayor circulación en la Edad Media. Lejos de limitarse a registrar la leyenda edificante de los santos del calendario, esta prodigiosa obra tuvo la ambición de cristianizar el tiempo y mostrar cómo Dios, a través de él y con su buen uso, puede encantar al mundo. Así, el tiempo divino y el tiempo humano interactúan en un movimiento perpetuo que es el de la vida misma del cristiano, santo o no.

    Como Jacques Le Goff muestra magistralmente, la Leyenda dorada desempeñó un papel determinante en el desarrollo de la cultura europea, en la que la conciencia y el control del tiempo son elementos esenciales.

    Jacques Le Goff (1924-2014) fue uno de los más grandes medievalistas de todos los tiempos. Autor de un sinfín de artículos y monografías, que han configurado el presente y el futuro de los estudios medievales, entre sus publicaciones caben destacar Los intelectuales en la Edad Media, Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Mercaderes y banqueros de la Edad Media, La civilización del occidente medieval, El nacimiento del Purgatorio, La Baja Edad Media, ¿Nació Europa en la Edad Media? y Por otra Edad Media. Tiempo, trabajo y cultura en Occidente. En Akal ha publicado San Francisco de Asís (2003), el Diccionario razonado del Occidente medieval (con Jean-Claude Schmitt, 2003) y La Edad Media y el dinero (2012).

    Diseño de portada

    RAG

    Director de la serie

    José Manuel Nieto Soria

    Motivo de cubierta

    San Remigio y Clodoveo, en Jacques de Voragine, Legenda aurea, traducción francesa de Jean de Vignay, París, 1404

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota editorial:

    Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original

    À la recherche du temps sacré. Jacques de Voragine et la Légende dorée

    © Perrin, 2014

    © Ediciones Akal, S. A., 2022

    para lengua española

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-5215-9

    INTRODUCCIÓN

    La Leyenda dorada es extraordinaria, tanto en sí misma como por su destino. Escrito en el último tercio del siglo XIII, este texto, cuyos ciento sesenta y ocho capítulos ocupan más de mil páginas en la edición de la Biblioteca de la Pléiade, ha sido objeto de más de un millar de manuscritos medievales –contando únicamente los que se han conservado hasta hoy–, lo que le confiere, a este respecto, el primer puesto de las publicaciones medievales tras la Biblia.

    A partir de la segunda mitad del siglo XV, momento en el que se desarrolla la imprenta, la Leyenda dorada conservará largo tiempo esa primera plaza, también entre los libros impresos. A diferencia de la mayor parte de las obras de la Edad Media, que generalmente se redactan en latín para un público clerical y un reducido número de laicos cultos, la Leyenda dorada se tradujo muy pronto a la lengua vulgar. De la Edad Media han llegado hasta nosotros diez ediciones en italiano, diecisiete en francés, diez en neerlandés, dieciocho en alto alemán, siete en bajo alemán, tres en checo y cuatro en inglés, es decir, sesenta y nueve en total. Las versiones impresas son prácticamente igual de numerosas. Hubo cuarenta y nueve entre 1470 y 1500, veintiocho entre 1500 y 1530, solo trece entre 1531 y 1560, y la última traducción en lengua vernácula fue la italiana de 1613. Por consiguiente, la fama de esta obra procede en parte del hecho de que surgiera y circulara en ese momento esencial de la historia de la escritura en el que las lenguas vernáculas empiezan a competir con el latín, en el que crece el número de laicos alfabetizados y en el que comienza a difundirse –poniendo fin a la lectura en voz alta que había sido la única practicada en la Edad Media central– la lectura silenciosa, que permite, a partir de la segunda mitad del siglo XIII, aproximadamente, la lectura individual. La Leyenda dorada disfruta, por tanto, de unas circunstancias históricas excepcionales. Y cuenta, como veremos, con las bazas precisas para aprovechar esa ventaja.

    Pero no abandonemos la época medieval de las traducciones de la Leyenda dorada sin señalar una de las más célebres, la que el traductor titular del rey Carlos V de Francia, Jean du Vignay, realizó para su regio empleador en la segunda mitad del siglo XIV.

    Entre 1260, fecha probable del inicio de su elaboración, y su muerte, sobrevenida en 1297, el autor de la Leyenda dorada, el dominico italiano Santiago de la Vorágine[1], tuvo ocasión de aumentar o modificar frecuentemente su obra. Del mismo modo, los copistas del texto latino y los traductores de las lenguas vernáculas también introducirían a menudo, y de distintas formas, variaciones en el texto mismo de la Leyenda dorada. De este modo, y a pesar de las recientes y excelentes ediciones y traducciones efectuadas sobre la base de unos manuscritos escogidos y fijados de acuerdo con los mejores métodos científicos –métodos en los que habré de apoyarme–, el texto de todos los manuscritos conservados de la Leyenda dorada no ha sido explorado de manera exhaustiva, con lo que sigue vivo y en condiciones de evolucionar.

    Tras el gran éxito obtenido por espacio de más de tres siglos, la Leyenda dorada sufrió una suerte de eclipse entre mediados del siglo XVII y principios del XX. Y es que, sea cual sea la interpretación que se dé a la obra, la Leyenda dorada se compone esencialmente de una serie de vidas de santos. Esa es la razón de que los especialistas la hayan clasificado durante mucho tiempo (como todavía sucede en la actualidad) en el apartado de la literatura hagiográfica. Ahora bien, los principales estudiosos que han enviado la Leyenda dorada al purgatorio del olvido son los grandes especialistas modernos de los santos: los bolandistas. Esta institución jesuita, que asumió como propia la misión de ofrecer una presentación científica de los santos, desembarazada de las fantasías de la credulidad medieval, ha estado a punto de excluir a la Leyenda dorada del conjunto de textos que nos permiten conocer la Edad Media, cuando hoy sabemos que se trata de una de las grandes obras maestras de esa época. De hecho, el padre Baudouin de Gaiffier, basándose en un trabajo de monseñor J. Lestoc­quoy, ha desvelado el nombre del verdadero autor del juicio desfavorable vertido sobre la Leyenda dorada al que más tarde se sumaron los bolandistas. Se trata de Juan Luis Vives (1492-1540), el célebre erudito español que desarrolló el espíritu crítico del Renacimiento y escribió que la Leyenda dorada era en realidad una «leyenda de plomo»[2].

    Lo primero que hay que hacer para valorar adecuadamente el sentido y el alcance de la obra de Santiago de la Vorágine es acabar con una noción que no solo ha perjudicado a la Leyenda dorada sino a gran parte de los textos de la cultura medieval. Hasta un conocedor tan completo de la Leyenda dorada como mi discípulo, colega y amigo, el gran medievalista Alain Boureau[3], califica de «compilación» la obra. Sabemos que ese término evoca una connotación peyorativa, desde el siglo XVIII, apenas inferior a la de «plagio». Ahora bien, la compilación, muy extendida en la Edad Media –y Santiago de la Vorágine la emplea en la Leyenda dorada–, tenía en esa época un valor positivo. Quien sin duda lo ha explicado mejor es su gran mentor etimológico, el sabio Isidoro de Sevilla, en el siglo VII: «Compilador es aquel que mezcla las cosas que otros han dicho con las suyas propias, al modo de los vendedores de pigmentos, que acostumbran a combinar diferentes sustancias en el almirez. Un día se acusó a cierto adivino de Mantua que había trenzado unos versos de Homero con otros de su cosecha. Los émulos de los antiguos le denunciaron por compilador. Él respondió: Hay que poseer una gran fuerza para arrancar la maza de la mano de Hércules»[4]. Por lo demás, Alain Boureau, reconducido a la verdad por su excelente comprensión de la Leyenda dorada, termina por confesarlo: «El compilador era también un autor».

    En segundo lugar, es habitual incluir la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine en la categoría de las colecciones de leyendas latinas[5]. Ahora bien, siendo cierto que hay en la Leyenda dorada un conjunto de vidas de santos, repartidas por lo demás en el contexto de una exposición litúrgica, la obra supera ampliamente el limitadísimo carácter de esas simples antologías hagiográficas que denominamos «legendarios». Parece indudable que la Leyenda dorada se inscribe en la determinación que lleva a la orden dominica, recién creada en el siglo XIII, a encuadrar a su manera la selección, la presentación y el uso de las vidas de santos. Santiago de la Vorágine no ocultó la deuda que había contraído con los dominicos que le habían precedido –autores, ellos sí, de un verdadero legendario en la primera mitad del siglo XIII–: Juan de Mailly y Bartolomé de Trento.

    Otros especialistas de Santiago de la Vorágine han querido ver en la Leyenda dorada una suerte de condensado de la contribución intelectual de los dominicos al apostolado cristiano. Sin embargo, este planteamiento no resulta aceptable, dado que Santiago de la Vorágine, sin dar la espalda –como se ha dicho erróneamente– a la actividad teológica de la escolástica dominica, quiso dejar a algunos de sus cofrades la tarea de entregarse a esa vertiente de la actividad intelectual de la orden para consagrarse él a la otra faceta, la del apostolado inserto en la práctica. Para otros, la Leyenda dorada viene a constituir una verdadera enciclopedia. Ahora bien, si, como yo mismo he intentado mostrar, el siglo XIII es efectivamente un siglo enciclopédico, y si también es cierto que los dominicos Tomás de Cantimpré y Vicente de Beauvais, junto con el franciscano Bartolomeo Ánglico, compusieron auténticas enciclopedias, Santiago de la Vorágine, pese al interés que manifiesta, por ejemplo, en los animales, no incluye en la Leyenda dorada esa otra gran creación divina que se halla naturalmente presente en las enciclopedias dignas de tal nombre: la naturaleza[6] –por más que asocie, cosa rara en la Edad Media, el tiempo de la Leyenda dorada con el ritmo de las estaciones.

    A mi juicio, la obra de Santiago de la Vorágine es desde luego, tal y como quiso su autor, un compendio, pero un compendio que hace del tiempo su objeto de estudio. De hecho, el propio Santiago de la Vorágine lo indica ya en la primera línea: «Universum tempus presentis uite in quatuor distinguitur» –«La totalidad del tiempo de la vida terrena en cuatro se divide»–. La notable originalidad de Santiago de la Vorágine no estriba únicamente en la circunstancia de que considere y abarque en su globalidad el tiempo, esa gran pregunta de todas las civilizaciones y todas las religiones. Radica también en la particularidad de llegar a ese tiempo total mediante la combinación de tres tipos de tiempo que habré de examinar sucesivamente en este ensayo: el temporal, es decir, el tiempo de la liturgia cristiana, que es un tiempo cíclico; el santoral, esto es, el tiempo marcado por la sucesión de la vida de los santos, que es un tiempo lineal, y, por último, el tiempo escatológico, por el que el cristianismo transita el camino temporal, que es también aquel por el que la humanidad se dirige al Juicio final. Igualmente original es la forma en que Santiago de la Vorágine expone el engarce de esos tres tiempos, y original se revela asimismo el papel esencial que se atribuye a los santos, entendidos como jalones del tiempo.

    En último término, nuestro dominico quiere mostrar que solo el cristianismo ha sabido estructurar y sacralizar el tiempo de la vida humana para conducir a la humanidad a la salvación. Y es que el objeto de la Leyenda dorada no es el de un tiempo abstracto, sino el de un tiempo humano, querido por Dios y sacralizado, o santificado, por el cristianismo. Retomando una expresión de Max Weber, Marcel Gauchet ha titulado El desencantamiento del mundo una de sus grandes obras. El empeño de Santiago de la Vorágine era el opuesto, es decir, el de encantar y sacralizar el mundo y la humanidad apoyándose en el tiempo –sin ignorar la acción del diablo, decidido a poner obstáculos en el camino.


    [1] Jacopo della Voragine, o Jacobus de Voragine –entre otras denominaciones, como se verá–. [N. del T.]

    [2] B. de Gaiffier, «Légende dorée ou légende de plomb?», Analecta Bollandiana 83 (1965), pp. 350-354.

    [3] A. Boureau, La Légende dorée. Le système narratif de Jacques de Voragine († 1298), prefacio de Jacques Le Goff, París, Cerf, 1984. Jacques de Voragine, La Légende dorée, traducción, presentación y notas de Alain Boureau et al., prefacio de Jacques Le Goff, «Bibliothèque de la Pléiade», París, Gallimard, 2004 (citado en lo sucesivo como A. Boureau et al., op. cit.).

    [4] Según cita tomada de B. Ribémont en Le Livre des propriétés des choses, une encyclopédie au XIVe siècle, París, Stock/Moyen Âge, 1999, p. 10. Bernard Ribémont añade muy oportunamente: «Por consiguiente, para Isidoro el compilador no es un simple individuo de múltiples lecturas metido a copiar, en pequeños extractos, unas cuantas proposiciones autorizadas. Es un alquimista que asocia sustancias diversas y aporta personalmente elementos, engarces y catalizadores con el fin de producir algo que en último análisis es una materia nueva».

    [5] Véase el excelente estudio de Guy Philippart, Les Légendiers latins et autres manuscrits hagiographiques, Turnhout, Brepols, 1977.

    [6] Véase Michelangelo Picone (comp.), L’Enciclopedismo medievale, Rávena, 1994, muy particularmente el texto de J. Le Goff, «Pourquoi le XIIIe siècle a-t-il été plus particulièrement un siècle d’encyclopédisme?», pp. 23-40.

    SANTIAGO DE LA VORÁGINE EN SU TIEMPO

    Santiago, al que llamamos en español de «la Vorágine», es un italiano cuyo nombre tradicional, en su forma italiana, es Iacopo da Varazze. Varazze es un pueblecito asentado en la costa de Liguria, no muy lejos de Génova. No obstante, hoy se piensa que, pese a que la familia de Santiago fuera originaria de Varazze, él mismo nació en Génova[1].

    «Ese año, el viernes 3 de junio, poco después de las doce del mediodía, con un tiempo sereno y claro, el sol se oscureció, y durante un cierto tiempo se hizo la noche, sin que nadie recordara haber visto nada semejante en otros tiempos, ni que se hubiera producido en pleno día una oscuridad tan grande que durara tan largo tiempo. Tanto es así que numerosos fueron los que se sobrecogieron y espantaron.» Este eclipse de sol, descrito por un cronista anónimo y laico de Génova, tuvo lugar en el año 1239, y es el más antiguo acontecimiento auténtico de cuantos recoge Santiago de la Vorágine en sus escritos. Tiene gracia constatar que la más vieja referencia cronológica de nuestro dominico aluda a una maravilla de la naturaleza. Es una indicación de que estaba como predestinado a permanecer abierto a lo portentoso y a no separar siempre lo natural de lo sobrenatural[2].

    Conocemos bastante bien la vida de Santiago de la Vorágine, debido a que, por un lado, adquirió cierta relevancia en una orden que solía recurrir con similar frecuencia a la palabra, hablada o escrita, y a que, por otro, él mismo era persona muy sensible, pese a su humildad, a la cronología, que es una de las expresiones del tiempo. Se han conservado por tanto muchas de las informaciones autobiográficas presentes en sus propias obras, distintos documentos relativos a la historia de la orden de los dominicos y una serie de actas notariales esencialmente fechadas en el último tramo de su vida, siendo ya arzobispo de Génova (1292-1298). Este gran especialista de los santos fue, ya que no canonizado, sí al menos beatificado –beatificación no obstante tardía, ya que será pronunciada por el papa Pío VII en 1816, a petición de los genoveses, intensamente devotos a la memoria de Santiago de la Vorágine.

    Tal y como ocurre en general en la Edad Media –antes de que los registros parroquiales se conviertan en una práctica habitual en el siglo XVI– desconocemos la fecha de nacimiento de nuestro autor, pese a que perteneciera, con toda verosimilitud, a una familia de la pequeña aristocracia ligurina. Es probable que viniera al mundo en 1228 o 1229. El resumen de su biografía, que detallo a renglón seguido, incluye únicamente fechas verificadas en documentos. En 1244, Iacopo, a la sazón casi adolescente, entró como novicio en el convento de los dominicos, fundado en Génova en 1222. En 1267, el capítulo general de Bolonia le elevó al cargo de prior de la provincia de Lombardía. Era un puesto de gran importancia, dada la riqueza y el prestigio de esa región, añadido a su vasta extensión, que comprendía la totalidad de la Italia septentrional, junto con la Emilia y el Piceno, en la costa adriática situada al sur de Ancona. Ocupó ese puesto durante diez años, hasta 1277. Ignoramos en qué convento dominico de la zona estableció su sede, si fue en Bolonia o, más probablemente, en Milán. El capítulo provincial de Bolonia volvió a nombrarle para esa misma función en 1281, y la desempeñó hasta 1286. Entre 1283 y 1285 ejerció como sustituto temporal el cargo de maestro general de la orden dominica, ya que el papa no había podido nombrar a un hermano mayoritariamente aceptado por esa comunidad religiosa. En 1288, fue candidato a la sede episcopal de Génova, entonces vacante. Se vio no obstante inmerso en una viva polémica surgida en el seno de la orden en la que habría apoyado al nuevo maestro general, Munio de Zamora, y en el transcurso de los violentos enfrentamientos, a veces armados, a que dio lugar la disputa –incluso en el interior de la orden misma–, sufrió amenazas de asesinato en dos ocasiones y a punto estuvo de ser lanzado por sus cofrades al pozo del convento dominico de Ferrara. En 1292, cambiadas ya las tornas, el papa Nicolás IV le nombró arzobispo de Génova. Sin embargo, al fallecer poco después el pontífice, el cardenal que se había hecho cargo de sus funciones le consagrará en Roma el 13 de abril de 1292.

    Santiago de la Vorágine intervino muy activamente en las intensas luchas políticas que se libraron en Génova a finales del siglo XIII. Esta participación se desarrolló tanto en el medio eclesiástico, en el que procedió a la reorganización legislativa del clero, como en el entorno laico, en el que se esforzó por ser un mediador entre los enemistados partidos güelfo y gibelino. Consiguió restablecer la paz civil en 1295 y encabezó la imponente procesión que cruzó la ciudad, desfilando a caballo al frente de la población, y entregó –dado que los podestás extranjeros habían sustituido a los cónsules en el gobierno de la urbe, como en la mayor parte de las grandes localidades italianas del siglo XIII– un fajín de caballero al podestá de Génova, el milanés Iacopo da Carcano. Ese mismo año, compareció en Roma, convocado por el nuevo papa, Bonifacio VIII, a fin de consagrar sus talentos de mediador al restablecimiento de la paz entre Génova y Venecia. Pero fracasó. Y al volver a Génova tampoco le sonrió más el éxito al tratar de impedir que se rompiera la paz entre las facciones y que los enfrentamientos se reanudaran con gran violencia. En su tristeza, sus gustos poéticos le hicieron escribir: «Nuestra cítara se ha transformado en duelo y nuestro orgullo se ha trocado en voz humana de plañideros y plañideras». Los choques genoveses alcanzaron tal intensidad que se acabó prendiendo fuego a la catedral de San Lorenzo. Santiago de la Vorágine obtuvo del papa, ya en junio de 1296, un subsidio para su reconstrucción. Tras haber ejercido sus funciones lo más concienzudamente posible y puesto en orden un cierto número de problemas económicos relacionados con el arzobispado, nuestro dominico murió en la noche del 13 al 14 de julio de 1298, rondando los setenta años, lo que en esa época era una edad avanzada para los hombres.

    Tres son los elementos de su biografía que arrojan luz sobre el personaje, y también sobre su obra. En primer lugar, fue radicalmente, por no decir visceralmente, genovés, totalmente entregado a la ciudad que probablemente le había visto nacer, en la que vino a morir –al frente del clero local, sin la menor duda– y a la que dedicó un libro de historia (la Chronica civitatis Ianuensis), ya en el tramo final de su vida. Además, Santiago de la Vorágine fue miembro, desde la adolescencia, de la orden dominica, nueva en esos años, ya que había sido fundada por santo Domingo de Guzmán en 1216 –recordemos que el convento en el que Santiago hizo su noviciado se creó en Génova apenas seis años después de esa fecha–, y fue siempre un miembro importante de la misma, reconocido sobre todo en Génova y en la Italia septentrional. Pero tampoco hay que olvidar que este hermano dominico, pese a que no fuera predominantemente un predicador ambulante, como muchos franciscanos, realizó numerosos viajes, todos al ámbito de la Cristiandad mediterránea o central –a la húngara Pecs, por ejemplo, en 1273, y a Burdeos en 1277–, lo que no significa que yo vea en Santiago de la Vorágine, al contrario que otros historiadores, un monje especialmente atraído por la esfera mediterránea, que era la del comercio genovés. Se trataba esencialmente de un eclesiástico, como era el caso, antes que nada, de los dominicos, y muy particularmente de los de las ciudades populosas y activas[3]. Esto explica que el gran teólogo Alberto Magno, miembro de la orden dominica, pronunciara a mediados del siglo XIII una asombrosa serie de sermones en latín y alemán para proponer una suerte de teología y de espiritualidad urbanas en la que las calles estrechas y sombrías se equiparan al infierno y las plazas amplias al paraíso. Santiago de la Vorágine, que quería valerse piadosamente de los santos para sacralizar o santificar los tiempos y los lugares, pensó hacerlo mediante actos concretos –mientras lo efectuaba por escrito en la Leyenda dorada–, recurriendo sobre todo al traslado de reliquias. Por eso organizó en 1293, siendo arzobispo, un concilio provincial en la catedral de San Lorenzo, en el que participaron tanto las autoridades eclesiásticas como los gobernantes y los próceres de la ciudad, y, en grupos sucesivos, la población entera, a fin de reconocer solemnemente la autenticidad de las reliquias de san Siro, patrón de Génova. Entre las obras menores de Santiago de la Vorágine figura, escrita en 1283, una vida del san Siro cuyas reliquias había hecho refrendar. Entre 1296 y 1298, de la Vorágine redacta en latín una historia del traslado de las reliquias de san Juan Bautista a Génova, viaje que habría tenido lugar en 1099, aunque ya antes había compuesto, entre 1286 y 1292, siempre en latín, una historia de las reliquias que se encuentran en el monasterio de san Felipe y Santiago de Roma, un convento de monjas dominicas. Y por lo que hace a los restos del propio Santiago de la Vorágine, inicialmente enterrados en la iglesia de Santo Domingo del monasterio de los dominicos de Génova, fueron transferidos, a finales del siglo XVIII, a otro templo dominico genovés, el de Santa María di Castello, donde todavía reposan.

    En segundo lugar, Santiago de la Vorágine estaba profundamente unido a su orden, a su fundador y a sus hermanos dominicos. Hallamos justa medida de ello en sus relatos de las vidas de Domingo de Guzmán y el santo cronológicamente más próximo a él, el padre san Pedro de Verona, predicador inquisidor que fue martirizado en la carretera de Milán a Como por los enviados de unos notables herejes el 12 de abril de 1252, siendo poco después canonizado por su martirio,

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