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Calvino En La Oración
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Libro electrónico129 páginas2 horas

Calvino En La Oración

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De la parte anterior de la obra se desprende claramente lo completamente desprovisto que está el hombre de todo bien y lo desprovisto que está de todo medio de procurarse su propia salvación. Por lo tanto, si quiere obtener auxilio en su necesidad, debe ir más allá de sí mismo y procurarlo en alguna otra parte. Además, se ha demostrado que el Señor se manifiesta bondadosa y espontáneamente en Cristo, en quien ofrece toda la felicidad para nuestra miseria, toda la abundancia para nuestra carencia, abriéndonos los tesoros del cielo, para que podamos acudir con plena fe a su amado Hijo, depender de Él con plena expectación, descansar en Él y aferrarnos a Él con plena esperanza. Esta es, en efecto, esa filosofía secreta y oculta que no puede aprenderse por medio de silogismos: una filosofía que entienden completamente aquellos cuyos ojos Dios ha abierto de tal manera que ven la luz en su luz (Salmo 36:9).

Pero después de haber aprendido por la fe a saber que todo lo que nos es necesario o defectuoso se suministra en Dios y en nuestro Señor Jesucristo, en quien ha querido el Padre que habite toda la plenitud (Colosenses 1:19; Juan 1:16), para que de allí podamos sacar como de una fuente inagotable, nos queda buscar y en la oración implorar de Él lo que hemos aprendido que está en Él. Conocer a Dios como soberano disponente de todo bien, invitándonos a presentar nuestras peticiones, y sin embargo no acercarnos ni pedirle, estaba tan lejos de servirnos, que era como si a quien se le habla de un tesoro lo dejara enterrado en la tierra. De ahí que el Apóstol, para mostrar que una fe que no va acompañada de la oración a Dios no puede ser auténtica, afirma que este es el orden: como la fe brota del Evangelio, así por la fe nuestros corazones se enmarcan para invocar el nombre de Dios (Romanos 10,14-17). Y esto es lo mismo que había expresado algún tiempo antes, es decir, que el Espíritu de adopción, que sella el testimonio del Evangelio en nuestros corazones (Romanos 8,16), nos da valor para dar a conocer nuestras peticiones a Dios, hace brotar gemidos (Romanos 8,26) que no se pueden expresar, y nos permite clamar: "Abba, Padre" (Romanos 8,15).

Este último punto, como hasta ahora sólo lo hemos tocado ligeramente de pasada, debe ser tratado ahora con más detalle.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 may 2022
ISBN9798201126001
Calvino En La Oración

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    Calvino En La Oración - JUAN CALVINO

    Secciones 1-3

    Visión general de la oración

    Sección 1 Introducción

    De la parte anterior de la obra se desprende claramente lo completamente desprovisto que está el hombre de todo bien y lo desprovisto que está de todo medio de procurarse su propia salvación. Por lo tanto, si quiere obtener auxilio en su necesidad, debe ir más allá de sí mismo y procurarlo en alguna otra parte. Además, se ha demostrado que el Señor se manifiesta bondadosa y espontáneamente en Cristo, en quien ofrece toda la felicidad para nuestra miseria, toda la abundancia para nuestra carencia, abriéndonos los tesoros del cielo, para que podamos acudir con plena fe a su amado Hijo, depender de Él con plena expectación, descansar en Él y aferrarnos a Él con plena esperanza. Esta es, en efecto, esa filosofía secreta y oculta que no puede aprenderse por medio de silogismos: una filosofía que entienden completamente aquellos cuyos ojos Dios ha abierto de tal manera que ven la luz en su luz (Salmo 36:9).

    Pero después de haber aprendido por la fe a saber que todo lo que nos es necesario o defectuoso se suministra en Dios y en nuestro Señor Jesucristo, en quien ha querido el Padre que habite toda la plenitud (Colosenses 1:19; Juan 1:16), para que de allí podamos sacar como de una fuente inagotable, nos queda buscar y en la oración implorar de Él lo que hemos aprendido que está en Él. Conocer a Dios como soberano disponente de todo bien, invitándonos a presentar nuestras peticiones, y sin embargo no acercarnos ni pedirle, estaba tan lejos de servirnos, que era como si a quien se le habla de un tesoro lo dejara enterrado en la tierra. De ahí que el Apóstol, para mostrar que una fe que no va acompañada de la oración a Dios no puede ser auténtica, afirma que este es el orden: como la fe brota del Evangelio, así por la fe nuestros corazones se enmarcan para invocar el nombre de Dios (Romanos 10,14-17). Y esto es lo mismo que había expresado algún tiempo antes, es decir, que el Espíritu de adopción, que sella el testimonio del Evangelio en nuestros corazones (Romanos 8,16), nos da valor para dar a conocer nuestras peticiones a Dios, hace brotar gemidos (Romanos 8,26) que no se pueden expresar, y nos permite clamar: Abba, Padre (Romanos 8,15).

    Este último punto, como hasta ahora sólo lo hemos tocado ligeramente de pasada, debe ser tratado ahora con más detalle.

    Sección 2 La oración: Definición, necesidad y uso

    A la oración, pues, le debemos el penetrar en aquellas riquezas que están atesoradas para nosotros con nuestro Padre celestial. Porque hay una especie de relación entre Dios y los hombres por la cual, habiendo entrado en el santuario superior, se presentan ante Él y apelan a sus promesas, para que cuando la necesidad lo requiera puedan aprender por experiencias que lo que creyeron, simplemente con la autoridad de su Palabra, no fue en vano. Por consiguiente, vemos que no se nos presenta nada como objeto de expectativa del Señor que no se nos ordene pedirle en la oración, tan cierto es que la oración desentierra esos tesoros que el Evangelio de nuestro Señor descubre al ojo de la fe.

    La necesidad y la utilidad de este ejercicio de la oración no hay palabras que puedan expresarse suficientemente. Ciertamente, no es sin razón que nuestro Padre celestial declara que nuestra única seguridad está en invocar su nombre (Joel 2:32). Por medio de ella, invocamos la presencia de su providencia para que vele por nuestros intereses; de su poder para sostenernos cuando somos débiles y estamos a punto de desfallecer; de su bondad para recibirnos en gracia, aunque estemos miserablemente cargados de pecado; en fin, [le] pedimos que se manifieste a nosotros en todas sus perfecciones. De este modo, se da una paz y una tranquilidad admirables a nuestras conciencias; porque las [necesidades] por las que fuimos presionados son expuestas ante el Señor, descansamos plenamente satisfechos con la seguridad de que ninguno de nuestros males le son desconocidos, y que Él es capaz y está dispuesto a hacer la mejor provisión para nosotros.

    Sección 3 Por qué debemos orar

    Pero alguien dirá, ¿no conoce Él sin monitor tanto nuestras dificultades como lo que nos conviene, de modo que parece en cierta medida superfluo solicitarle con nuestras oraciones, como si estuviera guiñando el ojo, o incluso durmiendo, hasta que lo despierte el sonido de nuestra voz? Los que argumentan así no atienden al fin por el que el Señor nos enseñó a orar. No fue tanto por Él como por nosotros. Él quiere, en efecto, como es justo, que se le rinda el debido honor reconociendo que todo lo que los hombres desean o sienten ser útiles y rezan para obtener se deriva de Él. Pero incluso el beneficio del homenaje que así le rendimos redunda en nosotros mismos. De ahí que los santos patriarcas, cuanto más confiadamente proclamaban las misericordias de Dios para con ellos mismos y para con los demás, se sentían más incitados a la oración. Bastará con referir el ejemplo de Elías, que estando seguro del propósito de Dios, tenía buenos motivos para la promesa de lluvia que hace a Ajab, y sin embargo ora ansiosamente de rodillas, y envía a su criado siete veces a preguntar (1 Reyes 18:42); no porque desacredite el oráculo, sino porque sabe que es su deber exponer sus deseos ante Dios, para que su fe no se adormezca o se torne torpe.

    Por eso, aunque es cierto que mientras estamos desganados o insensibles a nuestra desdicha, Él se despierta y vela por nosotros y a veces incluso nos asiste sin pedirlo. Es de gran interés para nosotros estar constantemente suplicándole: en primer lugar, para que nuestro corazón esté siempre inflamado con un serio y ardiente deseo de buscarle, amarle y servirle, mientras nos acostumbramos a recurrir a Él como ancla sagrada en toda necesidad; En segundo lugar, para que no entre en nuestra mente ningún deseo, ningún anhelo del que nos avergoncemos de hacerle testigo, mientras aprendemos a poner todos nuestros deseos a su vista y a derramar así nuestro corazón ante Él; y, por último, para que estemos preparados para recibir todos sus beneficios con verdadera gratitud y acción de gracias, mientras nuestras oraciones nos recuerdan que proceden de su mano. Además, habiendo obtenido lo que pedimos, estando persuadidos de que Él ha respondido a nuestras oraciones, somos llevados a anhelar más fervientemente su favor, y al mismo tiempo tenemos mayor placer en acoger las bendiciones que percibimos que han sido obtenidas por nuestras oraciones. Por último, el uso y la experiencia confirman el pensamiento de su providencia en nuestras mentes de una manera adaptada a nuestra debilidad, cuando comprendemos que Él no sólo promete que nunca nos fallará, y espontáneamente nos da acceso a acercarnos a Él en todo momento de necesidad, sino que tiene su mano siempre extendida para asistir a su pueblo, no divirtiéndolo con palabras, sino demostrando ser una ayuda presente.

    Por estas razones, aunque nuestro misericordiosísimo Padre nunca se adormece ni duerme, muy a menudo parece que lo hace, para poder ejercitarnos, cuando de otro modo estaríamos desganados y perezosos, en pedir, suplicar y rogarle fervientemente para nuestro gran bien. Es, pues, muy absurdo disuadir a los hombres de la oración, pretendiendo que la divina Providencia, que vela siempre por el gobierno de los universos, sea en vano importunada por nuestras súplicas. Por el contrario, el mismo Señor declara que está cerca de todos los que le invocan, de todos los que le invocan de verdad (Salmo 145, 18). No es mejor la frívola alegación de otros de que es superfluo orar por cosas que el Señor está dispuesto por sí mismo a conceder; ya que es su placer que esas mismas cosas que fluyen de su espontánea liberalidad sean reconocidas como concedidas a nuestras oraciones. Así lo atestigua aquella memorable frase de los salmos a la que corresponden muchas otras Los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos están abiertos a su clamor (Salmo 34:15; 1 Pedro 3:12). Este pasaje, al tiempo que

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