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Filosofía del cáncer: Una perspectiva dinámica y relacional
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Libro electrónico411 páginas6 horas

Filosofía del cáncer: Una perspectiva dinámica y relacional

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Este libro demuestra que es necesaria una reflexión filosófica radical para sacar la investigación del cáncer de sus puntos muertos. En último caso, será una reflexión sobre los supuestos que se asumen en los distintos planteamientos en la investigación del cáncer, sobre las implicaciones de cuanto se ha estado descubriendo a lo largo de cuarenta años y más de investigación, en los que se ha hallado un mayor sentido a los conflictos cognitivos y sociales y, por último, sobre la naturaleza de las entidades vivas con las que nos planteamos este fascinante baile epistemológico que conocemos como investigación científica.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial UFV
Fecha de lanzamiento15 abr 2022
ISBN9788418746819
Filosofía del cáncer: Una perspectiva dinámica y relacional

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    Excelente libro con un nuevo enfoque epistemológico y filosófico para el abordaje de la investigación del cáncer.
    Gracias. Marie

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Filosofía del cáncer - Marta Bertolaso

1.1. PERSPECTIVA GENERAL

El cáncer es un fenómeno multicausal que se produce en múltiples niveles. También se caracteriza por una desorbitada heterogeneidad de efectos, y lo más sorprendente es que afectan a las mismas entidades que participan en el proceso neoplásico. En este capítulo, se articulan estos términos descriptivos presentando, primero, esta fenomenología del cáncer que va más allá de los diferentes niveles (gen, genoma, célula, interacción célula-célula, tejido, organismo, etcétera). Se dedica una particular atención a la distinción entre dos procesos que, a pesar de ser ambos procesos celulares, dan pie a distintos niveles descriptivos: la proliferación (el vigor con el que una célula genera copias de sí misma) y la diferenciación (la distribución de tipos de células que emerge en un contexto con el paso del tiempo). A continuación, se describe la importancia del segundo proceso, la diferenciación, además del paralelismo entre el desarrollo embrionario y el cáncer, y la idea de una teoría unificada del desarrollo, el envejecimiento y el cáncer. Acto seguido, pasamos a la multiplicidad de causas del cáncer que siempre se ha reconocido, desde la importancia del medio ambiente hasta la teoría química, la parasitaria y otras teorías hasta la llegada del giro de la genética a mediados de los años setenta. Después, nos ocupamos de la latencia y la reversibilidad tumorales como posibles pruebas de que el cáncer se caracteriza por una complejidad causal más que por una multiplicidad de causas. Por complejidad causal se entiende no solo que las causas son muchas, sino principalmente que los factores causales se disponen en una dinámica temporal que influye a su vez en ellos. La complejidad del cáncer se debe en realidad a su condición de proceso dinámico. Tal complejidad la revela la heterogeneidad de las manifestaciones clínicas del cáncer y de las propiedades funcionales de las células tumorales que impide que los investigadores alcancen una interpretación unificada del cáncer. Pasamos a examinar la multiplicidad de efectos del cáncer y, acto seguido, nos centramos en esa manera de ver el cáncer como una desregulación interniveles debida al desacoplamiento de unos procesos (diferenciación, apoptosis y proliferación). Es un punto de vista particular sobre el cáncer que hace hincapié en su aspecto dinámico. Observamos que las perspectivas dinámicas del cáncer dan acomodo a la heterogeneidad tumoral, otro efecto típico del cáncer. Se detallan dos tipos diferentes de heterogeneidad intratumoral que coexisten en las publicaciones: la H1, que afecta a la diversidad de las etapas de diferenciación de las células por todo el tumor, y la H2, que afecta a la diversificación genética. Se extraerán unas implicaciones finales antes de pasar, en el capítulo dos, a una revisión de cómo se desarrolló la investigación del cáncer en su dedicación a la complejidad causal presentada en este capítulo.

La investigación del cáncer se ha visto impulsada fundamentalmente por el interrogante acerca de la génesis biológica del cáncer en el organismo: ¿Cómo es que ciertas células llegan a proliferar y diferenciarse de un modo no regulado y funcionalmente integrado? En la fenomenología observada, algo hay que se tuerce respecto del comportamiento normal de las células en un metazoo (cualquier organismo pluricelular que se desarrolle a partir de un cigoto, es decir, un óvulo fertilizado). Lo cierto es que las células tumorales no proliferan y se diferencian con normalidad, sino que generan unas masas y tejidos anormales cuyas células, con el tiempo, pueden invadir otros tejidos y alterar su estructura funcional también. ¿Por qué las células tumorales se comportan así, y no asá?

La práctica científica suele centrarse en la pregunta sobre el comportamiento de las células tumorales a base de identificar los factores —las causas— que participan en el origen, el desarrollo y la aparición final del cáncer. Esta expectativa domina la ciencia y la práctica clínica. En la tradición clínica, la posibilidad de intervenir en los mecanismos principales de la enfermedad se garantiza por medio de una diagnosis adecuada (es decir, la identificación y diferenciación) y una aprehensión de los aspectos etiopatológicos y fisiopatológicos de la propia enfermedad. Del mismo modo, una aprehensión inadecuada de la naturaleza de la enfermedad no permite la identificación de las causas más probables (o menos probables) con el fin de predecir la evolución de la enfermedad, seleccionar la terapia apropiada para un paciente concreto, llevar a cabo ensayos clínicos en poblaciones de riesgo y juzgar si el tratamiento prescrito será eficaz. Nos gustaría hacer hincapié en esta cuestión, porque, a pesar de que la elevada heterogeneidad de las manifestaciones clínicas y las características biológicas del cáncer podrían dar pie —y de hecho lo dan con frecuencia— a renunciar a la idea de una definición y explicación unificada de la enfermedad, el éxito de las grandes decisiones en la práctica clínica depende de que las hipótesis de diagnóstico y pronóstico sean correctas. Debido a la complejidad del cáncer, esta meta ideal puede resultar difícil e incluso imposible de alcanzar.

En este capítulo, se pretende abordar lo siguiente de manera directa: ¿Qué características de la biología del cáncer nos impiden comprender sus causas originales y obtener, al menos en apariencia, una explicación común? ¿Cómo deberíamos entender el cáncer para comprender estas dificultades a la hora de obtener una interpretación unificada de las diferentes fenomenologías de la enfermedad? Hay tres características principales que exigen atención y plantean las dificultades epistemológicas fundamentales: (1) la fenomenología multinivel del cáncer, (2) la multiplicidad de causas implicadas en su origen y aparición, y (3) la heterogeneidad de los fenotipos tumorales.

1.2. MULTIPLICIDAD DE NIVELES

El cáncer, generalmente descrito como una enfermedad incurable, ya era conocido entre las antiguas comunidades de Grecia y Egipto como un fenómeno multinivel que afecta a tejidos y órganos hasta alcanzar el conjunto del funcionamiento del cuerpo. Desde entonces, la estructura morfológica aberrante de los tejidos era el principal parámetro de diagnóstico de la patología: el término cáncer se utilizaba para indicar una formación anómala dentro de algún órgano o tejido con la característica forma de un cangrejo. Esta derivación etimológica se conserva en diversos idiomas modernos basados en el latín y también en el idioma alemán. El término tumor (o neoplasia, del griego ‘nueva formación’ o ‘nuevo crecimiento’) se suele utilizar como sinónimo de cáncer en el lenguaje común. El término descriptivo se confirma ahora por medio de una biopsia, es decir, el análisis de la histopatología del órgano en situación de riesgo, y haremos ese mismo uso en este texto, aunque sin ignorar las distinciones que se podrían hacer.¹ Como decíamos antes, nos interesa centrarnos en la interpretación de la etiopatología del cáncer vista como un proceso que depende del tiempo y que, en algunos casos, es reversible.

Son múltiples las definiciones del cáncer que han surgido a lo largo de las últimas seis décadas. La ausencia de una definición causal unificada es un reflejo de que, en última instancia, en el proceso de la carcinogénesis participan diferentes niveles de la organización biológica de un organismo pluricelular, y también refleja la dificultad para seguir el rastro de la cantidad de factores distintos y de su importancia relativa. Por otro lado, las definiciones del cáncer no están relacionadas simplemente con las tecnologías disponibles que exploraban el fenómeno en diferentes niveles —desde los genes hasta las células y sus interacciones—, sino que están determinadas por las perspectivas específicas de la complejidad causal intrínseca del proceso neoplásico.

La mayoría de las definiciones subrayan que el cáncer es una proliferación anormal de una masa celular recién formada y que puede ser visible o no en un organismo. Esta nueva masa, al no estar sujeta ya a las reglas que controlan la proliferación del tejido huésped, lo invade de manera desorganizada. Tradicionalmente, se ha considerado que las células cancerosas se dividen y reproducen continuamente más que las demás células del mismo tejido y escapan del control del organismo (IFO, 2008). El cáncer es «una enfermedad heterogénea que a menudo requiere de una complejidad de alteraciones para llevar a una célula normal a un tumor maligno y, en última instancia, a un estado metastásico» (Edelman et al., 2008). Sin duda, algunos autores estiman que el término genérico cáncer puede incluir más de cien patologías caracterizadas por un crecimiento anormal no regulado (Hanahan y Weinberg, 2000). Según Hanahan y Weinberg (2000), el cáncer suele aparecer de la manera siguiente:

[Como] una enfermedad que implica cambios dinámicos en el genoma; las células cancerosas tienen defectos en los circuitos reguladores que gobiernan la proliferación y la homeostasis normal de la célula […]. Simplificando la naturaleza del cáncer, podemos presentarlo como un proceso que es autónomo de la célula e intrínseco de la célula cancerosa, pero el desarrollo del cáncer depende de cambios en las interacciones heterotípicas entre las células tumorales incipientes y sus células contiguas normales.

En los últimos cincuenta años, ha surgido un énfasis en el cáncer como «una enfermedad de la diferenciación celular, más que de la multiplicación» (Harris et al., 1969; 2004). En las últimas décadas, una visión organicista tenía el cáncer por «el resultado de la destrucción de la arquitectura del tejido» (Sonnenschein y Soto, 1999) o por «una enfermedad de la biología de los sistemas» (Hornberg et al., 2006), más que por una patología molecular o genética. Los factores medioambientales e inmunológicos se han integrado en la definición del cáncer, también, reconstruyendo hasta cierto punto toda esa complejidad del panorama original de la etiopatogénesis del cáncer que había caracterizado la investigación científica a comienzos del siglo pasado, cuando tanto los factores medioambientales como organísmicos se consideraban relevantes en el origen y la aparición del cáncer (véase un análisis más extenso en Bertolaso, 2011a; 2012a). El cáncer no se considera el resultado acumulativo de unas mutaciones genéticas que producen ciertos efectos en los circuitos que regulan la proliferación de las células normales. Las interacciones cobran una relevancia cada vez mayor, y la dimensión dinámica del proceso neoplásico prevalece sobre la presencia o ausencia de ciertos componentes moleculares (por ejemplo, las mutaciones genéticas). Este papel de preponderancia de las interacciones por encima de las partes conduce en ocasiones a definir el cáncer como una enfermedad sistémica.

Por último, algunas definiciones generalizan y definen el cáncer como «un proceso no adaptativo y un fenómeno informe» (Aranda, 2002). La fenomenología multinivel del cáncer ha provocado que la investigación se centre en el trastorno de las propiedades funcionales del organismo y se lance la hipótesis de una estrecha relación entre el cáncer y el proceso ontogenético.

Históricamente, Van R. Potter fue uno de los autores que adelantaron la idea del cáncer como un problema estrechamente relacionado con la ontogénesis y la diferenciación celular.² En la época de Potter, la idea básica era que las células cancerosas han perdido los mecanismos de control retroactivo —o de control de reacción— de la proliferación, de tal modo que son capaces de multiplicarse de forma incondicional. Las células tumorales adquieren entonces un amplio rango de propiedades nuevas que las convierten en destructivas para el organismo como un todo. A partir de los estudios de la bioquímica del cáncer (Potter, 1964), Potter imaginó el crecimiento tumoral como un problema de diferenciación y comunicación intercelular, y desarrolló el concepto de la oncogénesis como una «ontogenia bloqueada» (Potter, 1968; 1969). Comenzó considerando que la diversidad fenotípica en los tejidos normales puede depender de dos ámbitos principales: (1) la evolución, donde la diversidad emerge de las mutaciones adaptativas del ADN en el genotipo; (2) la ontogenia, cuyo programa global de diferenciación se puede considerar «un proceso que altera la disponibilidad, pero no el contenido de información de todo el conjunto del complemento de ADN» (Potter, 1978). Las similitudes enzimáticas en los tumores de hígado y los tejidos fetales del hígado llevaron a Potter a sugerir que la diversidad fenotípica del cáncer se podría explicar sin la necesidad de asumir unos cambios importantes en el plano genómico. Acto seguido, Potter propuso una visión de las células tumorales basada en la combinación incorrecta de los procesos de proliferación y diferenciación cuando no se conocían aún los mecanismos que bloquean la diferenciación. El cáncer era «una enfermedad de la diferenciación», «un típico caso de ontogenia bloqueada» donde cabría la posibilidad de que el bloqueo se produjera en cualquier etapa entre la división celular y un estado terminal de la diferenciación (Potter, 1978).

Los estudios inmediatamente posteriores nos han ofrecido pruebas de que, si no en todas, en la mayoría de las células indiferenciadas de los mamíferos afectadas por una leucemia mieloide se podía inducir una diferenciación en macrófagos y granulocitos maduros (Lotem y Sachs, 1974), mostrando que el bloqueo era real y que se podía superar en algunas situaciones. Lo mismo se demostró en células de carcinoma en embriones de múridos, en las que se podía inducir la diferenciación por medio de la exposición al ácido retinoico, análogos del AMP cíclico (AMPc), butirato de sodio y otros compuestos, y en el caso de las células humanas de la leucemia promielocítica aguda (HL-60) obtenidas en cultivo, estas se diferenciaban utilizando una serie de medicamentos contra el cáncer, DMSO, vitamina D3, ésteres de forbol y análogos del ácido retinoico (Ruddon, 1995). Otros estudios han demostrado que el bloqueo de la diferenciación celular en un organismo sano induce una posible reacción, lo cual incrementa la proliferación de las células en la región anterior al bloqueo y produce hiperplasia. El bloqueo de la diferenciación induce la transformación neoplásica solo de manera indirecta. Hubo quienes interpretaron esto en términos de plasticidad celular, como si dichos bloqueos fuesen capaces de generar células con diferentes grados de madurez y de diferenciación que pudieran convertirse en tumores y formar la masa neoplásica (Rapp et al., 2008). Para que su fenotipo se hiciera neoplásico, serían necesarias unas mutaciones sucesivas. Regresaremos a la cuestión de la plasticidad de las células en el capítulo cinco (apartado 5.3; véase también el 2.2).

1.2.1. UNA TEORÍA UNIFICADA DEL DESARROLLO, EL ENVEJECIMIENTO Y EL CÁNCER

Los datos que hemos citado sobre las similitudes entre la carcinogénesis y la ontogénesis abonaron el terreno para los estudios unificados de sus rutas y patrones proteínicos. Tenemos un ejemplo muy simple en los estudios de las proteínas de la familia Wnt, cuyos miembros —glicoproteínas secretadas modificadas por enlaces covalentes con lípidos— participan en la embriogénesis, la homeostasis de tejidos adultos y la carcinogénesis (Katoh, 2008). Algunos autores comenzaron incluso a contemplar la posibilidad de una teoría unificada del desarrollo, el envejecimiento y la tumorigénesis. Tenemos ejemplos de mecanismos reguladores en la regulación postranscripcional dependiente del micro-ARN (Oakley y Van Zant, 2007) y en el control epigenético de la expresión del gen. Los micro-ARN son pequeños ARN de codificación no proteínica que regulan negativamente la expresión del gen en el plano postranscripcional. Las células madre expresan perfiles específicos de micro-ARN que, a su vez, pueden alterar la diferenciación potencial de la célula. En cuanto a la epigenética, parece que la condición de célula madre guarda correlación con su estado de organización de la cromatina y sus modificaciones epigenéticas.

El envejecimiento y el cáncer también parecen estar profundamente relacionados. Algunos datos sobre el papel de las células madre en el envejecimiento sugieren que las células madre envejecen a consecuencia de la alteración de unos procesos que, en el transcurso de la vida, trabajan para prevenir la aparición del fenotipo neoplásico. A los procesos de envejecimiento en los mamíferos, no solo pueden contribuir los factores celulares que son heredables por medio de la duplicación celular (por ejemplo, los daños en el ADN), sino también las alteraciones en los nichos que dan soporte a las células madre (Sharpless y De Pinho, 2007).

El cáncer también se ha descrito como una afección médica crónica mantenida por factores inmunomoduladores (como las citoquinas), que suprimen la función inmune y aseguran un microentorno favorable a la formación tumoral por inmunosupresión de las redes de control del organismo (Greten et al., 2004; Condeelis y Pollard, 2006). Sobre esta base, también se han definido los tumores como «heridas que no sanan» (De Vita et al., 2008), llamando así la atención sobre el hecho de que el sistema inmune actúa de manera ordinaria para prevenir el cáncer.

Las células tumorales muestran ciertas características que se han comparado con las células embrionarias. Por ejemplo, están menos diferenciadas que sus equivalentes normales, se dividen de forma rápida y continua, y parecen menos especializadas que las células diferenciadas por completo. Algunos investigadores que estudian la leucemia argumentan que los genes homeobox (Hox) —que se expresan durante la embriogénesis, pero se regulan y rebajan durante la madurez— se vuelven a expresar en algunos cánceres. Esta hipótesis se resume del siguiente modo: «La oncología recapitula la ontogenia» (Grier et al., 2005). La fusión de los genes Hox provocada por la translocación pone en situación de riesgo³ la regulación de las células madre pluripotentes, al modificar su proceso normal de diferenciación y formar progenitores que producen tumores. Aunque nuestro conocimiento de la base celular y molecular del desarrollo de la próstata sigue teniendo demasiadas limitaciones como para validar esta hipótesis de forma definitiva, hay algunos datos que son comunes a otros tipos de tumor y que muestran que muchos de los genes que regulan el desarrollo embrionario de este órgano se vuelven a expresar durante la progresión neoplásica de los tumores de próstata (Marker, 2008). En las primeras etapas de los tumores testiculares, la prueba de que el precursor de la neoplasia se desarrolla desde un gonocito con capacidad de célula madre explicaría que en un hombre adulto se puedan desarrollar estructuras que aparecen como «caricaturas neoplásicas del crecimiento embrionario» (Skakkebaek et al., 1998).

Si la tumorigénesis y la embriogénesis son similares en ciertos aspectos, hemos de reconocer también unas diferencias importantes, tal y como demuestran los experimentos sobre los efectos diferenciales de la misma mutación durante la diferenciación embrionaria y la transformación neoplásica (Biava, 1999). Esta dependencia contextual de los efectos de las mutaciones genéticas nos lleva a una consideración que será fundamental en este libro: el carácter patológico de las células tumorales va más allá de cualquier alteración genética o bioquímica (Biava, 2002). Las células tumorales tienen defectos en los mecanismos reguladores de la diferenciación y son incapaces de interpretar correctamente las señales que reciben. La aparición del fenotipo neoplásico parece guardar relación con la incapacidad de las células madre para diferenciarse en ciertas condiciones del microentorno.

El mencionado desarrollo de los tumores como resultado de las perturbaciones en el proceso de la diferenciación celular —provocadas a su vez por la translocación cromosómica— se ha definido como la adquisición de una función por parte de las células, pero la diferencia más ostensible entre los tejidos normales y los tumorales reside en el desequilibrio entre los procesos de diferenciación y proliferación celular, que permite que los tumores produzcan una acumulación de células aberrantes indiferenciadas o parcialmente diferenciadas, pero mitóticamente activas. Lo cierto es que durante la embriogénesis hay un magnífico equilibrio entre la proliferación y la diferenciación celular que es esencial para el desarrollo normal del feto, mientras que en el cáncer es precisamente el equilibrio entre los dos procesos lo que se ve comprometido, al no llegar a una finalización con éxito (Abbs et al., 2004). Estos hallazgos son un refuerzo de las pruebas de la fenomenología multinivel del cáncer y su complejidad causal, al tiempo que hacen hincapié en la dimensión reguladora del proceso global. Una investigación reciente sobre el comienzo del desarrollo del cáncer de próstata respalda esta idea (Marker, 2008). El distinto ritmo de proliferación y grado de diferenciación de las células que dan lugar a las diferencias fenotípicas y a los cambios metabólicos que hallamos en los tumores está vinculado a la heterogeneidad que caracteriza las células de una masa tumoral.

La consideración de la fascinante posibilidad de una teoría unificada del desarrollo, el envejecimiento y el cáncer conduce a esta observación de Rubin (1999): «El cáncer es un fenómeno biológico de una enorme complejidad que se ha de valorar en múltiples niveles para alcanzar un conocimiento razonable». La fenomenología multinivel del cáncer sin duda incluye la diferenciación celular y su regulación en el organismo, tal y como veremos con mayor detalle en las secciones siguientes.

1.3. MULTIPLICIDAD DE CAUSAS

Originalmente, se consideró que el cáncer era una enfermedad tan relacionada con el medioambiente como con los factores endógenos. Esta patología no fue objeto de unos estudios más específicos hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando se halló su relación directa con el componente celular y genético. Rudolf Virchow (1821-1902), que publicó en 1863 un tratado donde clasificaba los tumores según su morfología, fue el primero en presentar la idea de que las enfermedades, en especial el cáncer, son a la vez sucesos naturales y sociales que, por un lado, se generan por una naturaleza incorrecta y, por otro lado, por los excesos del medioambiente. En esa época, se dio importancia al descubrimiento previo del cirujano británico Percival Pott (1714-1788), que afirmaba que el cáncer de escroto —que con frecuencia afectaba a los deshollinadores— se debía a los residuos de hollín que se depositaban en esa zona del cuerpo. Pott no fue el primer académico que estableció un vínculo entre el medioambiente y la enfermedad. Este factor ya se había analizado con anterioridad. En su trabajo, Bernardino Ramazzini (1633-1714) describía aspectos clínicos de pacientes con enfermedades relacionadas con el trabajo y hablaba de quienes sufren un deterioro de la salud a causa de unos hábitos de vida poco saludables, como, por ejemplo, el consumo de tabaco rapé. La investigación científica médica de finales del siglo XIX, por tanto, no solo hacía hincapié —siguiendo a Claude Bernard— en que los factores endógenos (milieu intérieur) pueden desembocar en la enfermedad, sino que también pretendía identificar los factores externos que surgen de la situación socioeconómica (milieu extérieur). Más allá de esta distinción, que requeriría de un análisis histórico mucho más detallado y meticuloso, conviene señalar que la medicina social nació con Virchow.

Más adelante, el desarrollo de nuevas herramientas bioquímicas con la ayuda del microscopio y las posibilidades para agrandar los datos analizados surgidos del medioambiente desembocaron en una serie de estudios más finos y detallados sobre los rasgos patológicos del cáncer. Comenzaron a surgir nuevas teorías sobre el origen del cáncer, como la teoría química, que plantea la posibilidad de una alteración del equilibrio químico de la célula provocado por sustancias tóxicas del medioambiente, la popular teoría parasitaria o la teoría de la evolución celular. En los años cincuenta y sesenta del siglo XX, la formulación de la teoría genética del cáncer se apoderó del trabajo de la comunidad científica —microbiólogos, patólogos, biólogos, clínicos y cirujanos— mientras, de manera progresiva, se iba aparcando por un tiempo la relevancia del entorno orgánico y del sistema inmune. Las nuevas observaciones parecían confirmar la idea de que el cáncer podría ser una patología genético-celular. Las tecnologías en el campo de la microscopía revelaron una elevada desorganización de la cromatina en las células cancerosas, y esto añadió un nuevo nivel de observación estructural y morfológica de la desorganización de las masas tumorales, un nivel que curiosamente se vio confirmado más adelante por los descubrimientos sobre el ADN y la base molecular de la herencia genética.

Los estudios de Boveri en huevos de erizos de mar contribuyeron a esta visión. Dedicó una considerable energía al estudio de la asociación entre la mitosis aberrante y el cáncer (Boveri, 1914), utilizando manipulaciones experimentales de este tipo de huevos e induciendo una mitosis multipolar y una secretación cromosómica aberrante. El crecimiento sin límite que obtuvo como resultado —que se asocia de manera común con el fenotipo tumoral maligno— se atribuyó a la disposición cromosómica aberrante. Para algunos, este planteamiento sentó las bases de la perspectiva del cáncer como un trastorno genético.⁴ Sin embargo, hasta 1960, no se identificó el primer defecto genético asociado con el cáncer, ilustrado con mayor detalle en el siguiente capítulo (en particular, en el apartado 2.2): se observó en forma de un pequeño cromosoma en células de pacientes con leucemia mieloide crónica (Nowell y Hungerford, 1960). Posteriormente, en 1980, David von Hansemann publicó las primeras imágenes mitóticas a partir de trece muestras tumorales distintas, todas ellas caracterizadas por unas estructuras cromosómicas aberrantes.

Esta evolución de la investigación del cáncer —etiquetada como giro de la genética— se vio reforzada por el progreso tecnológico, los descubrimientos de la doble hélice de ADN y los primeros mecanismos de duplicación y transmisión del ADN. Además, el descubrimiento de nuevas correlaciones entre los defectos en la reparación del ADN y una elevada predisposición al cáncer reforzaron la hipótesis de que el cáncer era una enfermedad genética, y los experimentos in vitro —donde las células de mamíferos con deficiencias en los mecanismos de reparación del ADN tenían una susceptibilidad incrementada a la transformación maligna por medio de carcinógenos físicos o químicos— también parecían sustentar este giro de la genética (cf. Cleaver, 2005; Wijnhoven et al., 2007). Por tanto, la investigación del cáncer se centró en los genes que tenían el potencial para causar la enfermedad. Los genes Ras y Src (Duesberg, 1980) fueron de los primeros identificados por las tecnologías de clonación (Tabin et al., 1982). Estos datos, en conjunto, recibieron una amplia aprobación y contribuyeron de manera significativa a la interpretación de la base molecular del cáncer.

A pesar de que los estudios moleculares y genéticos hicieron suyo el desafío que suponía explicar el cáncer y comprender sus mecanismos, mientras que, poco a poco, iba menguando el interés en los estudios patológicos iniciales sobre la naturaleza de la dinámica de la masa neoplásica y su composición celular, la etiología del cáncer continuó en el primer plano de los programas de investigación epidemiológicos, y la relevancia de los factores medioambientales y biológicos en la carcinogénesis nunca llegó a desestimarse por completo. Diversos estudios históricos demostraron que los factores medioambientales, los hábitos de vida y la genética pueden participar en la aparición de los tumores y en su progresión metastásica. Uno de los ejemplos típicos son los estudios de impacto del cáncer en mujeres que sobrevivieron a las bombas atómicas de la Segunda Guerra Mundial (Tokunaga et al., 1979). Los tumores surgieron únicamente tras un periodo de tiempo y casi en sincronía en muchas de las que estuvieron expuestas a la radiación de una bomba atómica. La multiplicidad de las causas del cáncer quedó muy ensombrecida por el giro de la genética y por el consecuente énfasis en las mutaciones genéticas y la biología molecular, pero, tal y como acabamos de ver, la multiplicidad de las causas nunca terminó de sucumbir por completo a esta reducción en las miras del conjunto de la investigación del cáncer.

El trastorno en el plano de la secuencia de nucleótidos se tomó como la causa principal de la aparición neoplásica y su progresión (Luch, 2006), y los experimentos in vitro demostraron que el ADN era el denominador común entre los diferentes tipos de carcinogénesis (física y química, por ejemplo). Sin embargo, los estudios siguientes destacaron que los daños tisulares también pueden inducir la formación de un tumor en células que están localizadas en los bordes de la herida. Algo tan trivial, incluso, como los daños en una piel que ha estado expuesta a un carcinógeno iniciador puede desencadenar el desarrollo del cáncer, lo cual sugiere que los sucesos relacionados con la organización del tejido podrían bastar para lograr el mismo efecto.

Tal y como veremos de manera más extensa en los siguientes capítulos, esta hipótesis se apoyada en pruebas recientes de que no hace falta ningún iniciador mutagénico ni mutación somática para dar lugar al fenotipo neoplásico (Hendrix et al., 2007), sino que es probable que sea el propio cáncer el que, de alguna manera, induzca las mutaciones: «Podría ser más correcto decir que el cáncer engendra las mutaciones que decir que las mutaciones engendran el cáncer» (Prehn, 1994, p. 5 296). Así, surgieron importantes preguntas sobre las rutas reguladoras implicadas en el origen y desarrollo del cáncer, con independencia de las partes moleculares implicadas.

1.3.1. LATENCIA Y REVERSIBILIDAD TUMORAL

Como decíamos en el apartado 1.1, la multiplicidad de causas significa que hay muchos factores causales responsables del cáncer en los que se pueden centrar los investigadores. La complejidad causal, en cambio, significa que coexisten distintos tipos de dependencias causales y que los propios factores causales reciben la influencia de la dinámica temporal en la que se hallan dispuestos.

El recorrido del cáncer no es predecible con un alto grado de certeza y varía muchísimo entre pacientes distintos, aun con el mismo tipo de tumor. Las variables relevantes en la cronología del proceso neoplásico varían mucho dependiendo de cada caso concreto. Constantemente, la aparición de los síntomas clínicos de un tumor no coincide con el origen del cáncer, sino más bien con la fase terminal de la enfermedad neoplásica, precedida por un periodo de tiempo variable conocido como periodo de latencia. A lo largo de todo este periodo, que puede durar años en el caso de numerosos tumores humanos, el tumor ya existe como una agregación de células neoplásicas en el proceso de la replicación, pero aún no es clínicamente identificable. También por este motivo la prevención y el diagnóstico precoz del cáncer son de un gran interés en la práctica clínica, para poder detectar los cánceres en su etapa preclínica, es decir, durante la fase de latencia.

El tiempo es un elemento central en el fenómeno neoplásico. Algunas de las pruebas más convincentes sobre esto se remontan a los estudios realizados en la década de 1970 sobre los efectos carcinógenos de sustancias químicas aplicadas a la piel de ratones. Estos animales desarrollan cáncer de piel si se ven expuestos de forma repetida a carcinógenos químicos potencialmente mutagénicos, como el benzopireno o su análogo, el dimetilbenzantraceno. Sin embargo, se pone rápidamente de manifiesto que una sola aplicación del carcinógeno no bastaba por sí sola para dar lugar a un tumor ni a ninguna otra anomalía. La hipótesis predominante era que los tratamientos generan una forma latente de daño genético, una mutación que prepara el terreno para una susceptibilidad incrementada al cáncer, si las células se ven expuestas a la misma sustancia o a otros compuestos (aunque muy distintos en términos de agresividad). Por otro lado, la exposición durante meses a sustancias que actúan como promotoras, pero no son mutagénicas, también puede producir cáncer de piel en zonas anteriormente expuestas a iniciadores tumorales. La primera representación eficaz de estos mecanismos de iniciación y promoción fue la de Boutwell (1978), que presentó —en términos de la aparición neoplásica— el resultado de sucesivas exposiciones a un iniciador tumoral mutagénico y a un promotor tumoral no mutagénico. Resultó fundamental

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