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Lo que significa ser humano: Un argumento a favor del cuerpo en los debates públicos sobre bioética en Estados Unidos
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Lo que significa ser humano: Un argumento a favor del cuerpo en los debates públicos sobre bioética en Estados Unidos
Libro electrónico361 páginas5 horas

Lo que significa ser humano: Un argumento a favor del cuerpo en los debates públicos sobre bioética en Estados Unidos

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En nuestro discurso sobre bioética pública, las partes contendientes suelen invocar principios abstractos o basarse en premisas que no reflejan toda la complejidad de la realidad cotidiana. Esto, a su vez, conduce a la aprobación de leyes y políticas incapaces de comprender toda la gama de necesidades humanas, a menudo en grave detrimento de los más débiles y vulnerables.

¿Pero qué pasaría si propusiéramos una visión alternativa sobre cómo gobernarnos en esta materia que partiera de una comprensión básica compartida construida sobre la experiencia y la identidad humanas? ¿Y si las instituciones jurídicas y la política que regulan la bioética pública reflejaran con mayor exactitud nuestra experiencia vivida, nuestros valores compartidos, nuestras esperanzas comunes, nuestros temores y nuestras necesidades? ¿Y si existiera una nueva forma de dirigirnos en asuntos que afectan a las cuestiones más íntimas y definitivas de nuestra humanidad? Este libro pretende ofrecer ese nuevo camino para los debates públicos sobre bioética, arraigado en lo que significa ser humano y florecer como tal, a la luz de lo que somos y de quiénes somos realmente.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial UFV
Fecha de lanzamiento31 mar 2023
ISBN9788419488572
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    Lo que significa ser humano - O. Carter Snead

    ¿QUÉ ES LA BIOÉTICA PÚBLICA? HISTORIA Y CONTEXTO HUMANO

    La historia de los debates bioéticos estadounidenses, y la respuesta legal y política que ha surgido de ellos, muestra una sucesión de reacciones ante la utilización, el abuso y la explotación de las personas más débiles y vulnerables que se busca proteger. Se trata de una historia sobre dependencia mutua, necesidad y finitud. Una historia que comienza con la práctica científica de investigación con seres humanos.

    ¿Por qué la investigación científica con seres humanos precipitó la crisis ante la que surgió como respuesta la bioética pública? La respuesta se encuentra en la definición propia y propósito básico de lo que implica la búsqueda de la salud y la plenitud, que, a pesar de su importancia, se trata de una actividad cargada de potenciales y graves riesgos éticos y personales para todos los implicados.

    Una ley federal define la investigación con seres humanos como una «investigación sistemática […] diseñada para desarrollar o contribuir a un conocimiento generalizable».⁶ Se trata de una práctica esencial para comprender el funcionamiento biológico humano, pero también cómo operan los mecanismos que activan los medicamentos, dispositivos e intervenciones médicas para ofrecer medios seguros y eficaces —o no— a fin de prevenir o tratar enfermedades y lesiones. Cuando se dirige a curar enfermedades mortales comunes, esta investigación puede salvar vidas. Ante amenazas existenciales para la salud pública, la investigación con seres humanos puede salvar comunidades o incluso naciones enteras. No es de extrañar que la investigación biomédica goce de un amplio respaldo público y que sus más destacados científicos sean a veces aclamados, con razón, como auténticas figuras del bien común.

    Sin embargo, el objetivo principal de esta investigación va más allá de quienes se benefician del trabajo de los investigadores que los cuidan y curan. Al hecho de que los investigadores utilizan a personas como herramientas para evaluar intervenciones todavía no probadas o para comprender el progreso natural de una enfermedad para la que no se aplica ningún tratamiento médico. A menudo, las personas implicadas en estos trabajos son profundamente vulnerables, están gravemente enfermas y sufren. Aunque tanto el investigador como el enfermo seguramente esperan que este último se beneficie a través de su participación en el proyecto, este no es el objetivo fundamental de ese trabajo. El objetivo consiste en obtener información válida sobre la seguridad y la eficacia de posibles tratamientos médicos. Las personas implicadas son, por diseño, medios e instrumentos para un fin que no son ellas mismas: el desarrollo del saber médico.

    En consecuencia, los objetivos y las medidas de éxito no son los mismos para los médicos clínicos que para los investigadores. Los primeros se centran exclusivamente en conseguir la salud de sus pacientes. Los intereses y objetivos tanto del médico como del paciente están perfectamente alineados, incluso en la aplicación de una terapia experimental. El éxito de la atención clínica se mide por la curación o, en su defecto, por la disminución del sufrimiento. En cambio, el investigador busca un conocimiento generalizable mediante la aplicación rigurosa y sistemática del método científico. Para el investigador, un experimento que demuestre definitivamente que una intervención médica no probada es ineficaz o incluso peligrosa es un éxito, porque produce un conocimiento valioso y generalizable.

    El reto para los investigadores en seres humanos consiste en encontrar la manera de llevar a cabo esta investigación sin dejar de ser fieles a los principios fundamentales de la ética, la justicia y los derechos humanos que nos vinculan a todos. Tradicionalmente, lo hacen asegurando el consentimiento informado. Este consentimiento permite a los sujetos participar libremente en la investigación, si conocen y valoran tanto los riesgos para su vida e integridad física como las expectativas de éxito que conlleva. Así, mediante el ejercicio de su propia autonomía y autodeterminación, los sujetos humanos transforman la naturaleza de la transacción, pasando de ser objetos de estudio a sujetos que colaboran.

    Pero ¿basta el consentimiento informado para protegerlos de la explotación y el abuso? ¿Qué ocurre con aquellos que son incapaces de dar su consentimiento informado debido a deficiencias cognitivas causadas por inmadurez, discapacidad, escasa inteligencia o falta de conocimiento suficiente? ¿Qué ocurre con los sujetos cuya capacidad de consentimiento se ve mermada por circunstancias como el encarcelamiento, el servicio como soldados, sometidos a estrictas normas de obediencia y cadena de mando, o la pertenencia a una comunidad acosada por la injusticia racial sistemática? ¿Qué pasa con los que están tan desesperados por un tratamiento que sus deseos por curarse comprometen su comprensión de los hechos? Se trata de cuestiones serias que se manifiestan dramáticamente en el relato histórico de la bioética pública.

    Por lo tanto, en esencia, la investigación con seres humanos presenta un contexto humano éticamente tenso y volátil, plagado de peligros potenciales para todos los involucrados. Incluso en las mejores circunstancias posibles, la investigación con seres humanos implica la gestión y distribución de graves riesgos y el compromiso para enfrentar conflictos potencialmente profundos que exigen la justicia, la dignidad humana, la libertad y el bien común. En el peor de los casos, la investigación con seres humanos puede ser ocasión de las formas más oscuras de explotación, abuso y violencia. En este ambiente nació la bioética pública estadounidense.

    Los estudiosos y comentaristas no se ponen de acuerdo sobre cuándo comenzó el debate público sobre bioética en Estados Unidos de forma institucionalizada. Sin embargo, tres hechos muestran claramente la urgencia de vincular la dignidad de la persona a las directrices bioéticas que sirvan como orientación de esas prácticas de forma apropiada y justa. Además, estos eventos detonaron una cascada de respuestas políticas y jurídicas que sentaron las bases del marco legal y filosófico que subsiste en la actualidad. El primero fue la publicación del artículo «Ethics and clinical research», de Henry K. Beecher, en el New England Journal of Medicine en el año 1966. Allí se detallan veintidós ejemplos de experimentos poco éticos con seres humanos.⁷ El segundo fue la publicación, el 25 de julio de 1972, de los detalles del tristemente célebre «Tuskegee study of untreated syphilis in the negro male» en el Washington Evening Star.⁸ El tercero, el 10 de abril de 1973, fue un artículo de Victor Cohn publicado en la primera página del Washington Post donde informaba por primera vez de los debates en el Institutos Nacionales de Salud (NHI por sus siglas en inglés) —la agencia del Gobierno federal estadounidense para la investigación médica— sobre si se debían financiar o no los trabajos con «fetos humanos recién nacidos —productos de abortos— para la investigación médica antes de que mueran».⁹

    Cada uno de estos tres episodios originó un escándalo público relacionado con el abuso de personas vulnerables tratadas como objetos por parte de investigadores o de médicos, al que siguió una respuesta gubernamental. Esta discusión incluyó la recopilación de información y el debate sobre los límites morales y legales apropiados, así como la aparición de tensiones entre el deseo de progreso científico y el respeto a la dignidad, autonomía e integridad corporal de personas marginadas y explotadas. La respuesta gubernamental terminó, finalmente, en una acción oficial, ya fuese una ley, un reglamento administrativo, una decisión judicial o un informe consultivo. Las soluciones se construyeron principalmente en torno a los bienes éticos de la autonomía y la autodeterminación individual como los valores clave que proteger contra futuros abusos.

    BEECHER, LA VOZ DE ALARMA

    Henry Knowles Beecher fue un eminente médico y profesor de Anestesiología en la Universidad de Harvard, y también un famoso investigador clínico. Le interesaban profundamente los espeluznantes abusos en investigación perpetrados por los médicos nazis aplicados contra más de siete mil cautivos en los campos de concentración, incluyendo judíos, gitanos, prisioneros soviéticos, polacos, sacerdotes católicos, presos políticos y homosexuales. Estudió detenidamente los documentos militares estadounidenses clasificados que detallaban estas atrocidades, junto con los registros procesales del juicio a los doctores de Núremberg (1946-1947), que culminó con la condena de dieciséis acusados; de entre ellos, siete fueron condenados a muerte.

    Durante el juicio a los médicos de Núremberg, los acusados objetaron que los americanos tampoco eran un dechado de ética en la investigación y que escondían sus propias y sórdidas atrocidades. De hecho, en el interrogatorio, un testigo clave del fiscal admitió que hasta ese momento tampoco existía ninguna protección codificada a favor de personas en la investigación en Estados Unidos. De hecho, el primer código de este tipo, Principles of ethics concerning human beings, fue adoptado por la Asociación Médica Americana (AMA) en 1946 precisamente en respuesta al juicio a los doctores.

    A partir de su estudio de estos documentos, Beecher exploró la falta de protección de las personas en la investigación en Estados Unidos, así como la explotación sufrida por poblaciones vulnerables en América. El 22 de marzo de 1965, pronunció una conferencia en el simposio Brook Lodge, para escritores científicos, en Kalamazoo, Michigan —patrocinado por la empresa Upjohn—. Ahí describió más de una docena de experimentos realizados que no presentaban ningún beneficio terapéutico para los sujetos implicados y para los que no se les había solicitado ningún consentimiento informado. Su discurso provocó una enérgica respuesta tanto de la comunidad de investigadores médicos como del público no especializado.¹⁰ Durante el siguiente año, habló y escribió sobre el tema mientras trabajaba en la recopilación de un estudio cuidadosamente documentado e ilustrativo destinado a demostrar el alcance y la gravedad del problema.

    El 16 de junio de 1966, el New England Journal of Medicine publicó los frutos de la minuciosa labor de Beecher en un artículo con el poco llamativo título de «Ethics and clinical research» («Ética e investigación clínica»). En el artículo, Beecher argumentaba que eran «frecuentes los procedimientos poco éticos o de dudosa eticidad» y documentó veintidós trabajos de investigación publicados en los que personas no recibían ningún beneficio médico con el tratamiento.¹¹ En los ejemplos, no se mencionaba en absoluto el consentimiento informado, excepto en dos. Muchas de las personas eran incapaces de ofrecer su terotímiento debido a su incapacidad cognitiva o a circunstancias atenuantes. De hecho, muchos de los afectados no tenían ni idea de que participaban en un proyecto de investigación biomédica. Las personas implicadas eran profundamente vulnerables. Entre ellas, había soldados, pacientes indigentes de un hospital de caridad, niños institucionalizados con graves discapacidades intelectuales, ancianos, enfermos terminales y alcohólicos crónicos que padecían daños en el riñón.

    Los casos citados por Beecher incluían protocolos en los que los investigadores no aplicaban tratamientos eficaces conocidos, lo que provocaba un daño directo y grave a los participantes.¹² Por ejemplo, en un estudio sobre la fiebre reumática, los investigadores intencionadamente no administraron penicilina a ciento nueve militares con infecciones producidas por bacterias estreptocócicas. Nunca se les informó de que formaban parte de un experimento. Dos de ellos desarrollaron fiebre reumática aguda y uno desarrolló nefritis aguda.¹³ En otro estudio sobre las tasas de recaída de la fiebre tifoidea, dejaron sin tratamiento eficaz a un grupo de pacientes de hospitales de caridad, de los cuales murieron veintitrés «que no se habría esperado que murieran si hubieran recibido la medicina adecuada».¹⁴

    Otros casos se refieren a la exposición intencionada de sujetos a enfermedades infecciosas u otros agentes peligrosos. Los dos ejemplos más notorios fueron la «inducción artificial de hepatitis […] llevada a cabo en una institución para niños mentalmente limitados» —que más tarde se reveló que era la Escuela Estatal de Willowbrook, en Staten Island—, y la inyección deliberada de células cancerosas vivas en pacientes ancianos del Hospital Judío de Enfermedades Crónicas de Nueva York.¹⁵ En el primer caso, los padres de los niños con discapacidades cognitivas consintieron que se les administrara el virus, pero «no se dice nada sobre lo que se les comentó respecto a los riesgos que ello implicaba».¹⁶ En el segundo caso, a los pacientes hospitalizados «solo se les dijo que iban a recibir algunas células», pero «se omitió por completo la palabra cáncer».¹⁷

    Beecher no proporcionó ninguna información que identificara a los investigadores o las instituciones implicadas, pero los veintidós ejemplos citados procedían «de las principales facultades de medicina, hospitales universitarios, hospitales privados, departamentos militares gubernamentales —el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea—, los institutos gubernamentales de investigación —el NIH—, hospitales de la Administración de Veteranos y la industria farmacéutica».¹⁸ Entre las instituciones que acogían las investigaciones, se encontraban prestigiosos profesores de la Universidad de Harvard y médicos del NIH. Estos proyectos de investigación éticamente sospechosos fueron revisados por pares y se publicaron en revistas de élite, como New England Journal of Medicine y Journal of the American Medical Association. Beecher detalló las fuertes presiones institucionales y personales que inducen a los académicos a correr riesgos en su investigación con personas, como el acceso a financiamiento, los requisitos para permanecer en posiciones académicas o escalarlas, el hambre de prestigio; pero también una genuina pasión por buscar el saber por sí mismos o un deseo noble por aliviar el sufrimiento humano.

    A pesar de que Beecher compartía la certeza de que «la medicina estadounidense es sólida, y la mayor parte de los progresos en ella se han alcanzado de forma consistente», y de que sus propuestas de solución eran modestas —pensaba que era suficiente con llamar la atención del público sobre estos fallos éticos—, el artículo conmocionó a la comunidad científica médica y a la sociedad en general.¹⁹ Las portadas de los principales periódicos nacionales cubrieron los escándalos y el Congreso ordenó una investigación en el NIH. Como se verá más adelante, el artículo de Beecher —y su testimonio— cumplió un papel esencial en las audiencias del Congreso y terminó en una ley federal en la que nacieron las instituciones públicas —jurídicas y políticas— que debaten asuntos bioéticos en Estados Unidos.

    INJUSTICIA EN TUSKEGEE

    El 25 de julio de 1972, apareció un artículo en la portada del Washington Evening Star titulado «Conejillos de Indias: Pacientes de sífilis mueren sin tratamiento», escrito por Jean Heller, periodista de Associated Press.²⁰ Al día siguiente, esta vergonzosa historia de explotación, engaño y abandono de cientos de afroamericanos pobres y sus familias por parte de los investigadores del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos capturó los titulares de todo el país. Los detalles eran espeluznantes. En 1932, investigadores del Gobierno federal iniciaron un «estudio del Servicio de Salud Pública sobre la sífilis no medicada en afroamericanos del condado de Macon, Alabama». Se trataría de un estudio de historia natural sobre la progresión de la devastadora y mortal enfermedad sin ninguna intervención médica significativa. Estudiarían una enfermedad muy extendida en el condado de Macon, donde vivían agricultores negros pobres, la mayoría sin educación. De hecho, en Macon se registraba la tasa de sífilis más alta del país. Los investigadores reclutaron a seiscientos hombres en total, con anuncios vagos y engañosos que prometían pruebas y tratamiento contra «sangre contaminada» en «personas de color». De todos los inscritos, se conocía la sífilis latente de 301 y utilizaron a otros 299 como grupo de control. Los registros y protocolos originales del estudio son escasos, pero, hasta donde se sabe, el plan inicial consistía en estudiarlos durante seis meses. Sin embargo, se decidió después seguirlos hasta que murieran y entonces realizar autopsias de investigación. Así, la investigación se extendió durante cuarenta años.²¹

    Los científicos nunca dijeron a los participantes que padecían sífilis ni les comunicaron las consecuencias ya conocidas de no tratar la enfermedad. Tampoco les informaron sobre los riesgos de transmisión de la infección a sus parejas sexuales o a sus hijos. De hecho, no hubo prueba alguna de que se intentaran obtener en alguna medida el consentimiento informado de su parte. Solo se les dijo que se les iba a hacer una prueba de «sangre contaminada». Se los sometió a pruebas invasivas, incluida una punción lumbar. Como incentivo para participar en el estudio, se les ofreció atención médica general, almuerzos gratuitos y estipendios para compensar los costes del entierro tras la autopsia de investigación.²²

    Los investigadores no solo engañaron a los participantes y ocultaron información crucial sobre el estudio y sus riesgos, sino que tomaron medidas para impedir que los pacientes obtuvieran la necesaria atención médica. Se los privó del tratamiento eficaz de sus síntomas, incluso se documentó cómo los investigadores convencieron a los médicos locales —junto con sus socios del Instituto Tuskegee— para que no los consultaran ni medicaran, de modo que se pudiera observar la historia natural de la enfermedad sin interrupciones. Lo más escandaloso de todo es que los investigadores retuvieron deliberadamente el tratamiento de la sífilis con penicilina, a pesar de que el medicamento estaba disponible y, durante la década de 1940, ya se conocía como remedio altamente eficaz para atender la sífilis.²³

    El coste humano para estos pobres hombres y sus familias fue terrible. La enfermedad truncó la vida de muchos de ellos. Quienes sobrevivieron padecieron sus estragos, como dolor intenso, lesiones cutáneas, disfunción neurológica, defectos óseos y articulares, enfermedades cardiovasculares, parálisis y demencia. Otros, sin saberlo, transmitieron la enfermedad a sus cónyuges e hijos.

    En 1966, un investigador sobre enfermedades venéreas, con un puesto secundario en el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, Peter Buxton, se enteró del estudio e informó alarmado a sus colegas, que lo ignoraron casi por completo. Cuando sus superiores no tomaron ninguna medida, pasó la historia a un amigo periodista, quien lo puso en contacto con la reportera de Associated Press Jean Heller. Ella publicó su investigación en 1972. Los sobrevivientes presentaron una demanda colectiva de derechos civiles contra el Gobierno, que se resolvió por diez millones de dólares.²⁴

    Las infracciones éticas denunciadas por Beecher y las escandalosas injusticias de Tuskegee constituyen el segundo gran acontecimiento del que surgió la bioética pública estadounidense. Pero, antes de pasar a las respuestas gubernamentales a estos acontecimientos, vale la pena repasar un último escándalo que catalizó aún más el nacimiento de esta rama específica del derecho y la política.

    INVESTIGACIÓN SOBRE BEBÉS RECIÉN ABORTADOS, EX UTERO, PERO AÚN VIVOS

    Entre el 10 y el 15 de abril de 1973, el Washington Post publicó tres artículos distintos en primera plana en los que se detallaba un debate del que no se había informado previamente. En el NIH, se proponía financiar investigaciones que implicaban el uso de «fetos humanos recién nacidos —productos del aborto— antes de su muerte».²⁵ El primer artículo —10 de abril— relataba que, trece meses antes, el NIH había recibido una recomendación interna para proceder con dicha investigación, aunque más recientemente había optado por «considerar de nuevo las implicaciones éticas del proyecto», a la luz del escándalo del estudio sobre la sífilis de Tuskegee. Dos años antes, otro comité consultivo del NIH propuso el uso de esos niños abortados recién nacidos siempre que tuvieran una edad determinada —no más de veinte semanas—, un peso —no más de 0,5 kg— y una longitud —no más de 24,9 cm de la coronilla al talón—. Se informaba de que en Gran Bretaña y otros países los investigadores utilizaban «fetos de meses para la investigación y que los mantenían vivos tres o cuatro días» ex tero. Un investigador americano afirmó que algunos científicos de su país investigaban con experimentos similares en terceros países, pero con financiación del NIH. Sin embargo, el NIH rechazó que se utilizara tal práctica. Un funcionario federal, el director científico del Instituto de Salud Infantil, señaló que el financiamiento federal a este tipo de investigación resultaba controvertido debido a «una minoría articulada católica» que no estaba de acuerdo y a «una importante y articulada minoría negra» que se oponía al aborto.²⁶

    Este comentario resultó profético, pues el segundo artículo del Washington Post, publicado tres días después —13 de abril—, daba cuenta de que más de doscientos estudiantes católicos de bachillerato se habían reunido en el auditorio del NIH para protestar y formular preguntas a los funcionarios federales. La protesta fue organizada por un grupo de la Stone Ridge Country Day School of the Sacred Heart (Escuela de Tiempo Completo del Sagrado Corazón del Stone Rige Country), liderado por tres estudiantes, entre ellos Maria Shriver, de diecisiete años, hija de Eunice y Sargent Shriver. Maria era sobrina del senador Edward Kennedy y de los difuntos senador Robert y presidente John F. Kennedy. Como se sabe, tuvo una distinguida carrera como periodista y fue primera dama de California. En respuesta a los estudiantes, el Dr. Robert Berliner, director adjunto científico del NIH, afirmó en un boletín que la agencia no financiaba dicha investigación y que no existía «ninguna circunstancia en el presente ni en el futuro previsible que [justificara] el apoyo del NIH».²⁷

    Dos días más tarde (el 15 de abril), el Washington Post publicó otro artículo donde describía el trabajo de dos científicos estadounidenses que, en distintas ocasiones, habían viajado a Finlandia para realizar experimentos con bebés recién abortados, ex tero, pero aún vivos. Uno de ellos, el Dr. Jerald Gaull, describía que su trabajo implicaba extirpar el cerebro, los pulmones, el hígado y los riñones mientras el corazón del niño aún latía. El otro médico, jefe de Pediatría del Hospital General Metropolitano de Cleveland, tomaba muestras de sangre mientras los bebés seguían unidos a su madre por el cordón umbilical. Una vez cortado el cordón, pero antes de que dejara de latir el corazón, extraía quirúrgicamente varios órganos. En la justificación de sus proyectos, apelaban, en primer lugar, a la utilidad de tales experimentos para mejorar la salud maternofetal y, en segundo lugar, porque los bebés recién abortados eran demasiado inmaduros desde el punto de vista biológico —dado que sus pulmones estaban poco desarrollados— para sobrevivir ex tero durante un periodo prolongado de tiempo.²⁸

    Estos científicos viajaban a países en los que los abortos se realizaban en fases tardías del embarazo mediante cesárea, lo que permitía acceder fácilmente a los neonatos recién extraídos y aún vivos. El Dr. Gaull indicó que, previamente, en Finlandia, había trabajado un mes y que había realizado cinco o seis procedimientos al día. Tanto él como sus colegas lograron estudiar «incluso el feto intacto completo, al que inyecta[ban] radioisótopos y seguía[n] ciertas reacciones químicas. En Europa [estudiaron] la transferencia de aminoácidos de la madre al feto mientras el cordón umbilical se mantenía intacto». Otro científico, el Dr. Abraham Rudolph, inyectó «microesferas marcadas radiactivamente» en un bebé vivo intacto después de su extracción, todavía unido a su madre por el cordón umbilical, para estudiar la circulación sanguínea en el feto. Un entrevistado más sugirió que docenas de investigadores realizaron experimentos similares. Un grupo de científicos que no utilizaban fondos federales del NIH recomendaron en 1971 que se permitiera a los investigadores mantener artificialmente la vida de los neonatos posaborto durante al menos tres o cuatro horas. Esta propuesta no parece haber sido aceptada como política formal del NIH, aunque algunos investigadores financiados por el NIH parecen haber participado en estudios realizados en el extranjero con neonatos abortados aún vivos.²⁹

    Los artículos publicados en revistas académicas también confirmaron las investigaciones que utilizaban y destruían bebés vivos recién abortados únicamente con la intención de investigar con ellos, incluidos los experimentos para prolongar intencionadamente sus vidas ex tero. Una de estas investigaciones se publicó en el American Journal of Obstetrics and Gynecology y consistía en desarrollar una placenta artificial.³⁰ Otro artículo que se publicó en Transactions of the American Pediatric Society describía la decapitación de bebés vivos recién abortados in tero —a las 12-20 semanas de gestación—, a los que después se les bañaba el cerebro con marcadores químicos para estudiar el metabolismo cerebral del feto.³¹

    Gran parte del público no especializado se escandalizó por los informes de estos experimentos, y los dirigentes del NIH trataron rápidamente de tranquilizar a la gente diciendo que no se trataba de proyectos que utilizaran dólares de los contribuyentes. Pero, como se detallará más adelante, esto no fue el final de la historia, sino solo el principio.

    Estos tres escándalos —los abusos éticos denunciados por Beecher, el escándalo de Tuskegee y los controvertidos experimentos con bebés no viables, abortados pero aún vivos ex utero— fueron la mezcla de acontecimientos que detonaron una respuesta gubernamental que sentaría las bases para los procedimientos, leyes y programas de la bioética pública estadounidense de los años posteriores.

    LAS AUDIENCIAS KENNEDY

    Todo comenzó en febrero de 1973. El Subcomité de Salud del Comité de Trabajo y Bienestar Público del Senado de Estados Unidos, dirigido por el senador Edward Kennedy, convocó una serie de audiencias en respuesta a las prácticas y los avances de la ciencia biomédica y la medicina, que en su opinión planteaban profundos retos éticos, jurídicos, políticos y sociales. Las audiencias duraron once días en total e incluyeron diez reuniones del subcomité desde febrero hasta julio de 1973 y una en julio de 1974 —una semana después de la aprobación de una importante ley federal, fruto directo de las audiencias del año anterior.

    Pero estas no fueron las primeras audiencias del Congreso sobre cuestiones de bioética. Años antes, en 1968, el senador Walter Mondale organizó siete días de audiencias con el fin de aprobar una resolución conjunta por la que se creaba una Comisión sobre la Ciencia de la Salud y la Sociedad federal para supervisar y orientar las cuestiones bioéticas de importancia pública. Mondale había leído los informes sobre el primer trasplante de corazón humano, realizado por el Dr. Christiaan Barnard en Sudáfrica, así como sobre diversas cuestiones relativas a la manipulación genética, que prefiguran los debates actuales sobre clonación humana e ingeniería genética. Pero también, como es evidente, conocía el artículo de 1966 de Henry Knowles Beecher, quien testificó en esas audiencias. Ahí recapituló sus argumentos sobre las presiones profesionales y financieras que incentivaban formas cada vez más agresivas de investigación con seres humanos. Pero las iniciativas de Mondale fracasaron. Todo cambió en 1973 con los esfuerzos del senador Kennedy.

    Las audiencias Kennedy se tradujeron formalmente en la discusión de tres propuestas legislativas: Los Proyectos de Ley SB 878 y SB 974, y la Resolución Conjunta 71. Los Proyectos de Ley SB 878 y SB 974 tenían como objetivo, respectivamente, la supervisión de la investigación patrocinada por el Gobierno federal en seres humanos y la redacción de los estándares éticos, legales, sociales y políticos de la investigación biomédica. La tercera propuesta, la Resolución Conjunta 71, pretendía crear una comisión consultiva nacional de bioética con el mismo espíritu que la propuesta de Mondale de 1968.

    Las audiencias se dividieron por temas. Las primeras se centraron en los riesgos y abusos éticos de la investigación farmacéutica en poblaciones vulnerables, incluido el controvertido uso extraoficial de Depo-Provera y DES como anticonceptivos experimentales. Una segunda serie de audiencias exploró los desafíos éticos de la investigación que implica la manipulación neuroquirúrgica o farmacológica del cerebro y del comportamiento, así como la investigación que implica la selección e ingeniería genética. Una tercera serie de audiencias se centró en la investigación realizada con sujetos vulnerables, incluidos los presos, y en un debate sobre lo que se denominó abusos escandalosos en la investigación. Esto incluía el uso experimental de un peligroso procedimiento de aborto durante el segundo trimestre, aplicado en mayo de 1972 por el Dr. Kermit Gosnell, que provocó graves complicaciones en el sesenta por ciento de un grupo de mujeres que pertenecían a minorías pobres, a quienes trasladaban en autobús desde Chicago hasta Filadelfia para que se les aplicara el procedimiento.³² La cuarta ronda de audiencias se centró por completo en el escándalo del estudio sobre la sífilis de Tuskegee. Una quinta audiencia, celebrada un año después, se dedicó a examinar el controvertido uso en investigación de niños recién abortados todavía vivos.

    A pesar de la gran variedad de temas de las cuatro primeras rondas de las audiencias Kennedy en 1973, en todas ellas se señaló con frecuencia el trabajo de Henry Knowles Beecher, los abusos de Tuskegee y, en menor medida, la investigación con niños no nacidos durante y después del aborto. Este último tema resurgió de forma importante en la última audiencia de bioética de Kennedy, dedicada por completo a explorar este controvertido asunto.

    Los participantes utilizaron con frecuencia al trabajo de Beecher. Citaron su investigación —especialmente el artículo de 1966— en casi todas las audiencias. Beecher testificó directamente en la tercera serie de audiencias sobre los abusos en la investigación de sujetos humanos vulnerables. Se trató de una voz simbólica pero potente que advertía contra el atractivo y la tentación de utilizar y explotar a los más vulnerables en nombre de la investigación biomédica, ya fuese para ganar prestigio, ascender profesionalmente u obtener financiación, o incluso por una noble búsqueda de conocimientos útiles.

    En todas las audiencias, también apareció el escándalo de Tuskegee, tanto en el número como en el alcance de los temas que tratar. El senador Hubert Humphrey envió su testimonio por escrito, que se leyó en la primera audiencia. Al recordar los abusos de Tuskegee, se refirió a las palabras de Beecher: «Es probable que las personas, sanas o enfermas, no comprendieran todas las implicaciones de los complicados procedimientos, incluso después

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