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Baudelaire. El heroísmo del vencido
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Libro electrónico317 páginas4 horas

Baudelaire. El heroísmo del vencido

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Baudelaire no es un autor para soberbios. A todos aquellos que tienen una alta concepción de sí mismos, su obra los irrita, los incomoda, los enfurece. Y con justa razón, pues no era otro el efecto que deseaba provocar en sus lectores. Había allí, en ese retrato repulsivo con el que puso en evidencia la miseria social y espiritual de la civilización moderna, una violenta acusación contra una sociedad infatuada de sí misma, un implacable juicio que aniquilaba todos los discursos filantrópicos con los que se engalana la voracidad insaciable de los hombres. Pero Baudelaire es también aquel que “lanza una luz mágica y sobrenatural en la oscuridad natural de las cosas”. De ese Mal que considera irremediable, de ese mundo en ruinas que se vislumbra en sus poemas, el poeta supo arrancar la belleza que se esconde detrás de una humanidad doliente, aquella que sufre y llora de tener que seguir viviendo, como si desde la verticalidad de la caída se contemplara mejor la inmensidad del cielo. Coedición digital Luna Libros - Laguna Libros – eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9789588887371
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    Baudelaire. El heroísmo del vencido - Juan Zapata

    Parte I

    Los primeros años de la bohemia

    El jovial mistificador

    Baudelaire no solo compartió su modo de vida con la bohemia —esa misma que le inspirará al escritor ya maduro de Las Flores del Mal desconfianza y repulsión— sino que también la vio nacer. Recordemos que hacia los años de 1839-1841, momento en el que decide convertirse en autor, una nueva población letrada, proveniente en su gran mayoría de las provincias, se instaló en París con la esperanza de alcanzar algún día la celebridad literaria. Desprovistos de un capital económico, pero alentados por el desarrollo de la prensa y por la gloria de los grandes románticos —Victor Hugo, Lamartine y Vigny—, muchos de estos jóvenes aspirantes se alistaron, mal que bien, en las atiborradas filas del periodismo; otros, mucho más afortunados, encontraron un socorro temporal en los puestos y pensiones estatales; mientras que la gran mayoría sucumbió en diferentes oficios mal pagados que poco tenían que ver con la literatura. Es la historia de Lucien de Rubempré y de Étienne Lousteau en Las ilusiones perdidas de Balzac (1837, 1839, 1843), personajes que marcaron profundamente el imaginario literario de la época. En todo caso, más allá de estas representaciones ficcionales del oficio, lo cierto es que, con la industrialización y concentración progresiva de la prensa en la capital francesa, la demografía literaria de la época conoció una masificación y una estratificación sin precedentes que tuvo como consecuencia mayor la pauperización de la carrera de escritor. Bajo estas circunstancias, no es difícil comprender la estupefacción de la madre de Baudelaire y de su padrastro, el general Aupick, cuando el futuro poeta les anunció su decisión, pues querer ser autor en una época en la que la precariedad del oficio estaba a la orden del día significaba no solamente renunciar a la posibilidad de hacerse una posición honorable, sino también convertirse, a los ojos de los victoriosos, en un vagabundo, en un excéntrico, en un marginal:

    Cuando llegó el éxito en el colegio Louis-le-Grand, y cuando terminó sus estudios, [el general Aupick] había previsto para Charles un brillante futuro: quería verlo alcanzar una posición social privilegiada, lo que no era irrealizable, dada su amistad con el duque de Orleans. Pero cuán grande fue nuestra estupefacción cuando Charles rechazó todo lo que habíamos previsto para él y quiso volar de sus propias alas para ser autor[24].

    La explosión demográfica de la población letrada y la incapacidad del nuevo sistema mediático para absorber el surplus de la producción literaria trajeron consigo, como era de esperarse, la marginalización social y económica de esos jóvenes aspirantes al título de autor. Nos encontramos, pues, frente a las condiciones sociales y económicas que dieron origen a esa bohemia menesterosa, jovial y aventurera que describió Murger a finales de los años 1840 en su novela Escenas de la vida de bohemia[25]. La solución a dicha crisis pudo haber sido profesional, si tan solo se hubiera insistido en el proceso de profesionalización empujado para entonces por escritores como Balzac, George Sand, Victor Hugo o Dumas, quienes fundaron en 1838 la Sociedad de Hombres de Letras con el fin defender la propiedad literaria y los derechos de autor, pero cuyos resultados fueron, a decir verdad, bastante exiguos. Así pues, ante la falta de medidas concretas que integraran la nueva población letrada en el sistema de retribución oficial, los jóvenes aspirantes a la gloria literaria, confrontados en masa a esta situación de precarización social, prefirieron invertir en una postura colectiva en la que la marginalidad pudiese ser vivida como deseable y virtuosa, pasando así del plano de las reivindicaciones reales al plano ilusorio, pero compensatorio, de las representaciones. Esta postura, portadora de valores éticos y estéticos, se erigía en contra de los códigos de profesionalización propios del régimen burgués (trabajo regular, aprendizaje, rigor, disciplina, vida familiar, remuneración, etcétera), al mismo tiempo que proclamaba una visión del arte y del artista en la que la actividad letrada era descrita en términos de una vocación que, al ser asumida por un individuo de excepción, exigía el sacrificio, la renuncia y el desinterés.

    ¿Qué decir entonces de Baudelaire? Por sus disposiciones sociales y culturales, el joven poeta se distinguía de todos esos plumíferos desprovistos de un capital económico que invadieron la escena literaria de la Monarquía de Julio y del Segundo Imperio. Esto no le impidió, sin embargo, codearse con esos microuniversos literarios que se construyeron en torno a la prensa parisina. Fue en la pensión Bailly —una suerte de institución cultural en la que el propietario, un impresor, ponía a disposición de los estudiantes bibliotecas y salas de reunión— donde Baudelaire encontró sus primeros camaradas literarios: Gustave Le Vavasseur, Philippe de Chennevières, Ernest Prarond y Auguste Dozon. Todavía puedo verlo, cuenta Prarond en sus memorias, bajando la escalera de la casa Bailly, con el cuello despejado, un chaleco muy largo, las mangas de su camisa intactas, con un ligera caña terminada en oro entre sus manos, caminando con un paso delicado, lento, casi rítmico[26].

    Este pequeño grupo, que tenía en común el gusto por la camaradería y el virtuosismo técnico, era conocido bajo el nombre de École Normande. Provenientes en su gran mayoría de Normandía, estos hijos de la provincia, que habían migrado a la capital para hacer sus estudios, terminarían por darle la espalda a un futuro honorable para ir hacia las aventuras de la existencia y del azar. Baudelaire, como sus camaradas, se entregó desde muy temprano a una vida desordenada y disoluta. Su familia, preocupada por su conducta escandalosa, lo envió en un barco a la India con la esperanza de que esta ruda prueba lo hiciera entrar en razón. Tal era, en todo caso, el deseo que expresaba el general Aupick en una carta decisiva dirigida al hermanastro de Baudelaire:

    El momento ha llegado de hacer algo para impedir la pérdida absoluta de su hermano. […] En mi opinión, que es la misma de Paul y Labie, es urgente arrancarlo del resbaladizo pavimento parisino. Me dicen que debería hacer un largo viaje por mar, a las Indias y a otros países, con la esperanza de que así, con un cambio de escenario, arrancado de sus detestables amistades y en presencia de todo lo que tendría que estudiar, pueda volver al buen camino y regrese a nosotros como un poeta, si su vocación persiste, pero al menos un poeta que se inspire en mejores fuentes que las alcantarillas de París[27].

    El joven embarcó el 9 de junio de 1841 en el Paquebot des Mers du Sud, comandado por el capitán Saliz. Pero Charles, contra las esperanzas de su madre y su padrastro, regresó nueve meses después a París, en febrero de 1842, sin haber alcanzado su destino, después de haber pasado dos semanas de desembarco en isla Mauricio y unos días en Isla Borbón. A pesar de los ruegos de su familia y de sus incansables sermones, Baudelaire continuó con su vida extravagante, con la diferencia de que a su regreso disponía ya de la jugosa herencia de su padre. Con ese dinero alquiló y decoró un lujoso apartamento en el Hotel Pimodan, donde se celebraban por aquella época, en el departamento de un pintor vecino, Joseph Ferdinand Boissard, las famosas reuniones del club des Hachichins, a las que asistió en compañía de Balzac, Flaubert, Daumier y Gérard de Nerval. Gautier, que relata una de esas sesiones en las que los asistentes se entregaban al consumo de estimulantes bajo la supervisión médica del doctor Jacques Joseph Moreau, un reconocido psiquiatra de la época, describió la atmósfera que reinaba en el Hotel Pimodan en uno de sus textos, publicado por la Revue des Deux Mondes en 1846:

    Una tarde de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria, escrita en términos enigmáticos comprensibles solo por algunos de los miembros, ininteligibles para otros, llegué a un barrio lejano, una especie de oasis de soledad en medio de París, que el río, rodeándolo con sus dos brazos, parecía defender contra las invasiones de la civilización. Era en una antigua casa de la isla Saint-Louis, llamada el Hotel Pimodan, construida por Lauzun, que ese club extraño, del que me había hecho miembro hace poco, celebraba sus reuniones mensuales[28].

    De esos años en el Hotel Pimodan, cuando se entregaba a todo tipo de excentricidades para marcar su disidencia, proviene la leyenda del dandy irreverente y provocador que se propagaría hasta nuestros días. Ciertamente, Baudelaire nunca dejó de ser ese comediante de las letras, siempre listo para desconcertar, a través de sus ambigüedades y mistificaciones, tanto al burgués como a sus pares. Pero lo que se olvida a menudo es que ese deseo de singularización, esa inclinación hacia la extravagancia y la rareza, era un rasgo que compartían por la misma época todos los candidatos a la vida artística. Basta con recordar la subasta permanente de su imagen a la que se lanzaron con frenesí esos acróbatas caprichosos de la escena literaria del segundo romanticismo (Théophile Gautier, Pétrus Borel, Gérard de Nerval, Charles Lassailly, Philothée O’Neddy, entre otros) para medir hasta qué punto los artistas de la Monarquía de Julio habían tomado consciencia de la importancia de la imagen y de la puesta en escena de sí mismos en los rituales públicos. Trajes escandalosos, alborotos nocturnos, desenfrenos y blasfemias hacían parte integral de la comedia literaria. Baudelaire, como todos sus camaradas de la bohemia, se entregará con un perverso gozo a esta subasta escénica, acentuando las excentricidades, abandonándose a los placeres clandestinos de la capital y librándose a una prodigalidad excesiva que escandalizó a su familia. El resto de la historia lo conocemos bastante bien. Los gastos y las deudas se multiplican. Es la época del consejo judicial que le impedirá disponer de su fortuna, de la renuncia definitiva a la carrera de derecho, de su encuentro con Jeanne Duval y de su entrada fulgurante en la prensa literaria y artística.

    A estas primeras relaciones literarias se sumarán después figuras tan heterogéneas como Théodore de Banville, Charles Asselineau, Félix Nadar, Privat d’Anglemont, Barbey d’Aurevilly, Pierre Dupont, Champfleury y el pintor Émile Deroy, quien hizo el primer retrato de Baudelaire en 1843, cuando aún vivía en el Hotel Pimodan. Solo Nadar, Banville y Asselineau lo acompañaron hasta su muerte, sin olvidar también a su fiel editor, Poulet-Malassis, que tantas penas y disgustos tuvo que pasar a causa de Baudelaire. Sobre esta época de jovial camaradería, vale la pena citar un bello testimonio de Banville en el que parece anunciarse desde ya la errancia parisina que va a caracterizar al autor de los Cuadros parisinos y El Spleen de París:

    Vagabundeábamos en la periferia, por los lados de Plaisance, o incluso más lejos, en un cabaret mucho más allá del suburbio de Saint-Jacques, en el moulin de Montsouris, en los terrenos por entonces casi baldíos, que después serían plantados, perforados, convertidos en parques. […] Hacia las cinco de la tarde, nos buscábamos un lugar despreciado por los burgueses y cómodo para la tertulia literaria y artística, e incluso moral. La calzada de Maine y la calle de Tombe-Issoire escucharon, en algunos días, propuestas y declaraciones de principios que habrían hecho temblar al Instituto[29].

    Esos suburbios casi baldíos, que aún no habían sido plantados, perforados, convertidos en parques, se transformarían algunos años después, cuando el barón Haussmann emprende los trabajos de renovación de la urbe parisina, en el objeto de la melancolía baudeleriana, en el símbolo de ese París desaparecido que el poeta celebrará en El Cisne y en Las viejecitas —con sus pliegues sinuosos, sus campos de barracas, sus viejos arrabales — y que le hará pensar que la forma de una ciudad / cambia, más rápido, ¡ay! que el corazón de un mortal[30]. Fue allí, durante sus primeras deambulaciones por la capital, donde también escuchó las primeras lamentaciones humanas[31] y vio los barrizales de sangre y de fango que cubrirían, durante las sublevaciones obreras de 1848, las aceras parisinas.

    Pero volvamos al bohemio que pasaba sus días entre los cafés del Barrio Latino y las salas de redacción de los periódicos parisinos. Privado del padrinaje de las élites y de las instancias de consagración oficiales, lo que reducía considerablemente sus oportunidades para alcanzar el éxito, este joven relegado a las márgenes de la producción literaria encontró en la prensa literaria y artística, como muchos otros de sus camaradas, un soporte para publicar sus escritos. Fue en la prensa de la Monarquía de Julio que Baudelaire publicó sus primeros poemas y sus textos críticos, caracterizados por ese tono burlesco y satírico que cultivó a lo largo de su vida. Calificada en aquella época de petite presse —en oposición a la grande presse politique—, la prensa literaria y artística fue, ciertamente, el refugio pasajero de la bohemia de los años 1840. El epíteto petite hacía referencia a su subordinación económica con respecto a la gran prensa política y a los contenidos de segundo orden que la componían. Frente a los periódicos de gran tiraje que trataban de política y economía, la petite presse abordaba principalmente la crónica cultural y mundana, lo que le valió el título de prensa literaria. Aunque no todas sus páginas estuvieran dedicadas a la literatura, sino más bien a los espectáculos y a la moda, esta se autoproclamaba literaria no solo por prudencia política, sino porque se servía de elementos propios de la literatura: los juegos verbales, la ficción, la sátira y la imaginación. Para esos desterrados de la institución literaria, la petite presse constituyó no solamente una primera plataforma para publicar sus escritos, sino también un espacio en el cual podían construir una primera identidad literaria[32].

    Otro aspecto mayor de esta relación indisoluble que se tejió entre la bohemia y la petite presse fue, sin duda alguna, la colectivización de la vida literaria. Este fenómeno fundamental tuvo una consecuencia mayor en las dinámicas de creación, circulación y legitimación de la literatura durante todo el siglo XIX. De hecho, las redes de sociabilidad que se crearon en torno a la petite presse permitieron que los jóvenes escritores desprovistos del padrinaje literario de sus mayores se organizaran en círculos reducidos de camaradas que, reemplazando las antiguas redes de integración social y económica del Antiguo Régimen, les conferían a sus miembros el reconocimiento simbólico tan añorado. Frente al anonimato del mercado y ante el silencio de las instancias de consagración tradicionales, estas redes de sociabilidad se constituyeron como espacios de autolegitimación alternativos en los que prevalecía el juicio de sus pares (los miembros de la tribu) sobre el juicio del público, de la crítica autorizada o de la Academia. Fueron estos lazos de convivialidad, irrigados por la prensa y los placeres de la conversación, los que permitieron que surgiera una literatura relativamente autónoma de las presiones ejercidas por el mercado y por la industrialización progresiva de las prácticas

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