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Surrealica: Fábrica de Ficciones
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Surrealica: Fábrica de Ficciones
Libro electrónico158 páginas2 horas

Surrealica: Fábrica de Ficciones

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Información de este libro electrónico

Una fábrica sin ubicación, sin tiempo.
Empleados indescifrables y productos imposibles. 
Miedo, risa, tristeza, alegría y misterio.
Lo inimaginable cobra vida en Surreálica. 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 abr 2022
ISBN9798201546502
Surrealica: Fábrica de Ficciones

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    Surrealica - Dario Tima

    Surrealica: Fábrica de Ficciones

    Dario Tima and Punto K Ediciones

    Published by Punto K Ediciones, 2022.

    This is a work of fiction. Similarities to real people, places, or events are entirely coincidental.

    SURREALICA: FÁBRICA DE FICCIONES

    First edition. April 19, 2022.

    Copyright © 2022 Dario Tima and Punto K Ediciones.

    ISBN: 979-8201546502

    Written by Dario Tima and Punto K Ediciones.

    Tabla de Contenido

    Title Page

    Copyright Page

    Darío Tima | SURREALICA | Fábrica de Ficciones

    Darío Tima

    SURREALICA

    Fábrica de Ficciones

    LA ENTREVISTA

    Prohibido para curiosos.

    Si recordaba y acataba esa frase, estaría bien. Su abuela había trabajado en la fábrica y le dio consejos a la hora de presentarse en la entrevista.

    Morteau había terminado sus estudios secundarios y tenía que decidir qué tipo de adulto sería. En su casa no abundaba el dinero como para emprender una carrera universitaria, y convengamos que tampoco se moría por ejecutar una apendicitis.

    Cuando se enteró de que en la fábrica buscaban empleados, no lo dudó; fue a su armario, como si se tratara de un lugar y no de un objeto, y sacó de la bolsa su mejor traje. No era gran cosa, si se lo comparaba con los trajes de los empresarios, pero era al menos el rey de ese armario. Con el mismo traje había subido a recibir el diploma y también había asistido al casamiento de su hermana. Dos ocasiones felices, pensó, veremos cómo resulta la tercera.

    Sus padres se habían conocido en la delegación olímpica. Él remero, ella miembro del equipo de vóley. Pero Morteau nunca fue amigo de los deportes ni de sus odiseas. A la hora de irse a dormir, un Morteau pequeño escuchaba por cortesía cuando sus padres le contaban de la medalla de bronce, del triunfo sobre la hora o de la nota del diario. Él prefería una y mil veces las picardías de la abuela en la fábrica, aunque en su imaginación el overol era reemplazado por un delantal de cocina.

    Como salió de su casa con tiempo, pasó a visitar a la abuela para contarle a dónde iría. En el camino iba nervioso, no tenía experiencia en entrevistas de trabajo y mucho menos en la fábrica más grande e importante del mundo. No descartaba que la abuela tuviese consejos de última hora, quizá palabras en clave que pudiera decirle al empleador para saltear los protocolos y empezar el lunes directamente.

    Se preguntó qué atributos buscarían, qué decir de uno mismo, cuánto pagarían. Pero luego recordaba lo que siempre le decía su abuela, eso de los curiosos. Llegó a la casa de la abuela y encontró el sitio más descascarado y despintado que nunca. La abuela vivía sola desde hacía varios años, desde ese momento los arreglos de la casa quedaron reservados para el heredero. Tocó el timbre y aguardó. Supuso que funcionaban mal tanto el timbre como los oídos de la abuela. Golpeó repetidas veces pero al parecer ella no estaba en casa. Morteau supo que debió haberle avisado un día antes para asegurarse su presencia.

    Tendría que resolver su situación sin los consejos de la abuela. Incluso se hubiese conformado con los consejos de sus padres, pero ya era tarde. Partió hacia la fábrica a pie, con paso continuo y miedo en la mirada. En el camino pudo distinguir a quienes iban a su mismo destino; algunos ya iban vestidos de operarios para ganar tiempo, otros llevaban la ropa en un bolso de espalda. Tuvo que preguntar cuatro veces dónde quedaba la oficina en donde lo habían citado. La primera persona le respondió amablemente pero las indicaciones eran tantas que mientras las oía sabía que no las retendría. Obedeció hasta donde recordó y volvió a preguntar. Una vez que pasó por debajo del río, recordó que en las primeras indicaciones se mencionaba ese camino.

    Al llegar a la oficina se anunció ante una recepcionista que llevaba un sombrero de vaca y ella lo mandó a esperar junto a tres personas más.

    Morteau tenía miles de dudas: cuánta gente necesitarían, para qué puestos, si habría un solo entrevistador o varios, y de qué animal sería el sombrero de la recepcionista el día de mañana. Luego recordó lo de la curiosidad. ¿Por qué era esta una fábrica prohibida para curiosos? ¿Acaso tenían cosas que ocultar? ¿Habría péndulos con guillotina detrás de las puertas y trampas corta dedos cuando se abría un cajón ajeno?

    Una mujer hermosa salió de la oficina y se retiró saludando a todos los presentes. No cerró la puerta de la que había salido y no pasó nada los siguientes cuatro minutos. Nadie volvió a salir ni a entrar, la recepcionista seguía mirando un punto en blanco y se acomodó el sombrero de vaca una vez. Los otros candidatos se miraban unos a otros sin atreverse a preguntar aún y pecar de impacientes. Morteau se preguntó si también sabían eso de la curiosidad. ¡Ay, abuela! ¿Por qué elegiste las siete de la mañana para ir a comprar pescado?

    Uno de los candidatos le preguntó a la recepcionista:

    –Disculpe, ¿ingreso por esa puerta?

    La recepcionista levantó el hombro como si no supiera. Mejor dicho, no sabía, no le interesaba. Seguía resolviendo el misterio del punto fijo que estaba mirando.

    El candidato preguntón se puso de pie e ingresó por donde no lo habían llamado. Seguramente había sido el primero en llegar y se sentía con derecho a ser el primero en entrar. Pasó media hora y no volvió a salir. En ese lapso nadie más habló. A los cuarenta minutos, el segundo candidato quiso comunicarse con la recepcionista, también sin éxito. Se levantó y se fue del lugar por la puerta opuesta, que conducía al exterior, y ese sería todo el aporte de dicho personaje a este relato. Se ve que no aguantó el maltrato de la indiferencia. ¡Buena suerte con los empleos y con el amor!

    Ya solo quedaban Morteau y una señorita de su misma edad. La señorita quiso hablar con él, quería compartir sus inquietudes con quien consideraba otro individuo confundido, nervioso y esperanzado como ella. ¿Acaso era una competencia de paciencia? Le preguntó para qué puesto iba, si sabía cuánto pagaban, quién era el que decidía y muchas otras cosas. Morteau respondió que iba para ser aprendiz y hacer carrera, que cobraría lo que le pagasen y que no sabía quién era el que decidía. A los cinco minutos, ella le preguntó si sabía cómo se hacía el producto, qué cosas llevaba en su interior, cuánto tiempo había que dejarlo sumergido en agua de mar... Morteau contestó que no le interesaba, alguien le diría qué hacer, cuándo y cuánto tiempo. Con el pasar de los años, él le diría a un nuevo aprendiz qué, cuánto, dónde y cómo. También les diría a los candidatos que no entrasen en puertas abiertas, que no inquietasen a las recepcionistas cuando están pensando y que las preguntas se contestan solas.

    En ese momento se dio cuenta.

    No sabía cómo lo supo ni por qué. Fue un impulso que le envió el universo, un destino perdido, encontrado. Miró a los ojos a la señorita que le hacía preguntas y le dijo: –Lo siento mucho, la búsqueda ha finalizado. Vuelve a presentarte en la próxima convocatoria y quizá tengamos algo para ofrecerte.

    La joven tardó un segundo en salir del desconcierto pero al final comprendió, tomó su bolso y se retiró. Volvería el año entrante. Él sintió que su abuela le había dado las claves de la entrevista escondida en los cuentos de cuna, en las anécdotas picarescas. La entrevista, demasiado intensa para tanto silencio, había durado hasta el mediodía.

    Morteau le dijo a la recepcionista:

    –Ya son casi las doce, tómate tu hora para almorzar y tráeme jugo de bananas envasado, por favor.

    Para su sorpresa, la recepcionista le dijo, mientras tomaba su bolso y salía de la oficina:

    –Como usted diga, señor.

    Morteau no lo podía creer. Tenía muchas preguntas y tenía miedo de hacerlas. Pensaba que tal vez bastaba una sola inquisición para que alguien se arrepintiera y su logro se esfumase. Seguía sin saber de qué trabajaba, cuál era su horario, cuáles eran su puesto y su función. Ingresó una mujer de pelo corto y le hizo una pregunta con la confianza de conocerlo de toda la vida:

    –Señor, ¿cómo nivelo la presión de los diyos rubios, para que sequen más rápido? –Con la máquina oblonga en máxima potencia, colocando un pañol entre la plancha y el fuego –contestó Morteau, sin saber cómo sabía.

    El resto de la tarde resolvió cuestiones ininterrumpidamente. Algunos asuntos eran urgentes, otros no tan importantes. El área de flameado necesitaba de inmediato un responsable interno. Nombró uno. Reforzó el presupuesto de las torres musicales, compensando el faltante de dinero con maniobras financieras de préstamos bajos en intereses. Tuvo tres reuniones de personal y cuatro presentaciones formales de gerentes. Al anochecer se presentó ante las máquinas apagadas y les brindó sus respetos. Al otro día se reuniría con proveedores, acreedores y accionistas.

    Día duro. Día alegre. Le contó todo a su abuela. Luego les contó a sus padres y lavó los platos de todos antes de irse a dormir. Les pidió que por favor se mantuviesen callados porque estaba demasiado abatido. Mientras ponía el despertador, hizo esa maldita cuenta para calcular las horas de sueño que disfrutaría, siempre y cuando el resumen del día en su cabeza y las preocupaciones no lo traicionasen.

    Y no fue así, se durmió de inmediato. La fábrica de diyos tenía nuevo presidente, y no podía estar en mejores manos.

    El Sereno

    Ingresa todas las tardes a las dieciocho horas. No tenía llavero propio de las entradas de la fábrica, por lo que debía esperar a ser recibido por el último de los empleados en retirarse a su casa.

    Su nombre es Fabulé, ha sido el sereno por más de treinta lunas. No le costó conseguir el empleo, al principio el gerente le había dicho que ya tenían un hombre en ese puesto, pero igual le tomó los datos, como anticipando la inminente necesidad de otro profesional. Cuatro días después, Fabulé fue citado al trabajo.

    El último empleado en salir era un señor de poca estatura, su tarea tenía lugar en el salón de pesaje y en la cámara de refrigeración. El pequeño era muy antiguo en su calidad; al retirarse a su casa, dejaba entrar al sereno y volvía a sellar los candados, fundiendo el metal irremediablemente hasta que llegase el primer hombre de la madrugada, a eso de las cinco. El encuentro con Fabulé de cada tarde era prácticamente idéntico. El empleado estaba fatigado y solo pensaba en la ensalada de arroz de su esposa y en las novedades de la condición de su hija. A él no le gustaba hablar de ese tema, pero dicen los rumores de la fábrica que sus compañeros de turno están negociando con los ángeles la rehabilitación de la muchacha.

    En una de tantas tardes de invierno, cuando recién comenzaba su desempeño, Fabulé cambió la rutina y le preguntó al cincuenta por ciento de las personas con las que podía contactar un diálogo, la razón de la ida del antiguo sereno. El empleado vaciló, le dijo que él era de hecho el cuarto sereno en lo que iba del año. Todos renunciaban. En un principio los gerentes dejaban la fábrica sola durante la noche, pero los gorilobos aprovechaban para colarse por las rendijas de estaño y saquear las instalaciones. Con la llegada del personal de seguridad nocturno, los gorilobos ya no se atrevieron a molestar.

    El primero de los serenos fue un tal Gómoz, oficial retirado de la policía, callado, inmutable. Sorprendió a todos con su retirada abrupta en menos de una semana. Rompió una ventana ubicada a tres metros y escapó por allí alcanzando esa altura al sobreponer el escritorio de la Señorita Sullivan con el del gerente Reejinen. Este fue el único caso del que se tuvo certera información (debido a las pruebas encontradas en la mañana).

    Gómoz ni siquiera regresó a cobrar su semana, descontados los gastos de reparación del vidrio masacrado.

    El segundo y el tercero habrían tenido historias similares. El gerente dijo que no había llegado a un acuerdo monetario entre los serenos y la contadora H, por el precio de las horas. Pero una versión paralela comenzó a circular entre la mano de obra. El padre de dicho rumor dice ser el empleado bajito último en salir, quien sería el ser con quien habló el tercer sereno por última vez de todos los de la fábrica. Se dice que lo encontró pálido, temblando y que nunca llegó a hablarle. Tan asustado como una tortuga marina recién nacida, que ve a la mangosta devorar a su hermana de adelante, y luego a la de atrás, sin resistencia. Un joven musculoso del sector de descargas pesadas se apoderó de la primicia, ya que vive en el mismo barrio que uno de los serenos.

    Todas las leyendas se desvanecieron gracias a Fabulé, quien ya batió el récord de dos semanas del segundo trasnochador, y lo multiplicó.

    Cualquier conjetura acerca de los misterios de la noche en la fábrica, de los fantasmas de la soledad y los pasillos oscuros, es ahora un recuerdo. A veces sale a flote con la llegada de un nuevo empleado o cuando los usuales agotaron los

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