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Duelos para la esperanza: Acompañamiento desde el Grupo Resurrección
Duelos para la esperanza: Acompañamiento desde el Grupo Resurrección
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Libro electrónico240 páginas4 horas

Duelos para la esperanza: Acompañamiento desde el Grupo Resurrección

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La muerte de un ser querido nos golpea a todos tarde o temprano. Este libro recoge 28 relatos testimoniales, fruto de la experiencia de la dolorosa pérdida de un ser querido –cónyuges, hijos, nietos, hermanos…–. Son testimonios que acompañan y ahondan en el camino del duelo con breves recomendaciones para quienes quieran arrojar luz y esperanza a la desolación por el fallecimiento y la despedida. Mateo Bautista, religioso camilo experto en Pastoral de la Salud, participa activamente desde hace décadas en el acompañamiento y la sanación de personas en situación de duelo, sobre todo a través del Grupo Resurrección, un espacio pastoral y de evangelización que más allá de la ayuda mutua.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2020
ISBN9788428560832
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    Duelos para la esperanza - Mateo Bautista García

    Índice

    Portada

    Portadilla

    Créditos

    Prólogo

    Quedé sola y sin mis dos hijos, pero...

    Sin perdón nunca se sana el duelo

    Cuando asesinaron a mi esposo de 28 años...

    Los duelos sin elaborar no son una buena inversión para la vida

    El camino del duelo por la muerte de un hijo es desolador, no se puede ni se debe hacer en solitario

    Los duelos mal elaborados pasan factura

    ¡Bronca, bronca, más bronca!

    Mi hijo se suicidó

    Los hermanos también hacen el duelo

    Ante la muerte de mis dos únicos hijos, tenía dos alternativas...

    Tus palabras te sanarán

    Mi marido y mi hijo murieron en un accidente

    ¡Nadie había sufrido más que nosotros!

    Consolando con el aceite con que Él nos consoló

    Si cuidas la herida de tu hermano, el Señor cicatrizará pronto la tuya

    ¡Nuestra casa se convirtió en una trampa!

    En el dolor, no levantar fortalezas inexpugnables de egocentrismo

    Como el ave fénix, comencé a resurgir desde mi sufrimiento

    Murió hace 26 años y acabo de completar mi duelo

    Solamente Dios nos mantenía en pie

    Ayer una desgracia, hoy una gracia

    ¡La culpa! ¡La culpa! ¡La culpa!

    El duelo de los recuerdos sufrientes

    Cuando Marcela murió, yo morí con ella

    Si se transforma el sufriente, se transforma el sufrimiento

    Motivar que toda la familia viva como resucitada

    Parecía imposible: podemos ser felices

    El duelo de Dios Padre

    Homilía del papa Francisco: «Muerte, Resurrección, Vida»

    El duelo en la web

    Notas

    portadilla

    Colección dirigida por José Carlos Bermejo

    Mateo Bautista, sacerdote camilo nacido en España, lleva las últimas décadas dedicado a brindar su espíritu y su testimonio en América Latina. Es bachiller en Teología, y está licenciado en Teología Moral y en Teología Espiritual. Como especialista en Pastoral de la Salud ha participado activamente en la animación de la reflexión eclesial sobre estos temas, a través de diferentes roles.

    Es autor de más de 60 libros, en los que plasma su espíritu camilo, su particular vocación por la Pastoral de la Salud y, en especial, la reflexión y experiencia en el acompañamiento y sanación de personas en situación de duelo que animó a través del Grupo Resurrección.

    © SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

    Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

    secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

    © Mateo Bautista García 2021

    Distribución: SAN PABLO. División Comercial

    Resina, 1. 28021 Madrid

    Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

    E-mail: ventas@sanpablo.es

    ISBN: 9788428560832

    Depósito legal: M. 330-2021

    Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

    Printed in Spain. Impreso en España

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

    Prólogo

    Estimado lector/a: Duelos para la esperanza es una colección de veintiocho relatos testimoniales escritos desde la experiencia, después de haber transitado el camino del duelo tras la muerte de un ser querido.

    Veintiún relatos evocan la muerte de un hijo; dos, la muerte de los dos únicos hijos; uno, la muerte simultánea del marido y del hijo; dos, la muerte del esposo; uno, la muerte de la nieta, y, finalmente, otro, la muerte del hermano.

    Como puede notarse, estamos hablando, sin duda alguna, del sufrimiento más desolador, más crítico, más existencial. Un sufrimiento que compromete a realizar el duelo más penoso, más complejo, más duradero.

    Los relatores no hablan de memoria, sino de experiencia y de una experiencia curtida tras pasar por la muerte de un ser querido, o de varios, de hacer el propio proceso de elaboración del duelo, de haberlo trabajado personal y comunitariamente en el Grupo parroquial de mutua ayuda Resurrección y, algunos, tras haber coordinado dicho grupo.

    En los escritos observamos un realismo natural, donde los autores, con valentía inaudita y con algunas lágrimas en sus ojos, han desnudado públicamente su alma. Nos van contando su recorrido del duelo por estas fases: incredulidad, añoranza, desorganización personal y comunitaria y reorganización. Por ello, en cada testimonio podemos constatar el trabajo del duelo realizado en las etapas de negación, reacción y acomodación.

    Las líneas de estos escritos arañan las entrañas de la vida misma y de la muerte, pues encontramos duelos por muertes repentinas, circunstancias traumáticas, enfermedades prolongadas y accidentes, tanto de niños como de jóvenes y adultos. Por eso, en estos aportes encontramos muchas y valiosas iluminaciones en torno al sufrimiento, el duelo y la sanación por vínculos, cronológicamente hablando, relacionados con el pasado (padres), presente (esposos) y futuro (hijos).

    Los relatos muestran claramente que el sufrimiento hay que elaborarlo en todas y cada una de las seis dimensiones de la persona: corporal, emocional, mental, social, valórica y espiritual, pues afecta a la persona entera en su biología, biografía y biofilia.

    Se dice que se aprende sobre todo por amor y por dolor, y que el sufrimiento nos hace filósofos. Por tanto, en estas líneas descubrimos un gran conocimiento psicológico en torno al dolor, el sufrimiento, la bronca, el miedo, la culpa, la ansiedad, el distrés, el apego, las emociones, los sentimientos, el amor, etc. También encontramos profundas observaciones de la lógica del sufrimiento con sus ideas sanas e insanas. Los aspectos relacionales comunitarios (familiares y sociales) están muy bien esclarecidos. Y, como después de la muerte de un ser querido, especialmente de un hijo, nadie es el mismo, para bien o para mal, las consideraciones en torno al mundo de los valores de la vida y de la cosmovisión existencial son muy provechosas. Y, si algo hubiera que destacar sobremanera, me centraría en la agudeza con que se han tratado los aspectos espirituales del duelo. Sin espiritualidad el duelo se vuelve anémico, se lee en un relato. Se comenta que el ser humano cultiva la espiritualidad a través de la naturaleza, del arte, del encuentro y de las expresiones religiosas de su fe. Y yo me atrevería a sumar otro factor: el encuentro con la propia muerte o con la de un ser muy querido. El amable lector o lectora descubrirá profundas intuiciones al respecto en estos escritos.

    Cada relato consta de cuatro partes bien diferenciadas: presentación del grupo familiar, situación de la muerte del ser querido, narración de los aciertos y desaciertos en el camino del duelo (que es el más extenso) y unas breves recomendaciones a los lectores.

    Estos testimonios no han sido escritos para hacer un homenaje al ser querido fallecido (que no lo necesita), ni para prolongar su memoria histórica, ni para exponer públicamente un corazón dolorido (dando pena o haciéndose la víctima), sino para ser un instrumento de relación de ayuda para quien navega por la borrascosa alta mar del sufrimiento y necesita un salvavidas para elaborar sanamente su duelo, tarea muy personal, pero también muy comunitaria.

    No quisiera dejar de alabar, además del profundo, provechoso y valiente contenido, la belleza literaria de estos párrafos, pues sus autores se han esmerado en buscar y utilizar variados recursos literarios, como hermosas y atrevidas comparaciones y metáforas, para expresar la densidad de los jirones del sufrimiento de su alma, los estados de ánimo, las crisis interiores, las luchas espirituales y de fe, los encuentros y encontronazos con Dios mismo (o con la imagen que tenían de Dios), los esfuerzos titánicos en este éxodo del duelo...

    A todos y a cada uno de los relatores y relatoras, nuestro agradecimiento por ofrecerse a dar, y darse, desde su sufrimiento, que es la donación más valiosa y meritoria. Desde esa entrega tan personalizada nos han enseñado y capacitado más y mejor para: usar el lenguaje correcto (así como no decir «he perdido» un hijo); evitar decir «frases hechas» que más que ayudar «deshacen»; saber que es mejor escuchar mucho y hablar poco ante el que sufre; ayudar oportunamente y con empatía; sanar ideas insanas sobre el sufrimiento y el duelo, purificando también ideas insanas sobre Dios; salir del egocentrismo, victimismo y ensimismamiento del sufrimiento; echar lavandina a un «amor de apegos, posesiones y ataduras»; resistir a la lógica insana del sufrimiento que nos quiere hacer creer que «no se puede» volver a ser feliz, vivir con esperanza, «resucitados» y con un proyecto significativo de vida, y a elaborar el duelo «desde las dos orillas», pues, como expresaba san Agustín, solo perdemos a los que se murieron si no los amamos y si no los tenemos junto a Dios que nunca se pierde.

    En el apéndice se encuentra una preciosísima homilía de nuestro papa Francisco, sumamente iluminadora, comentando el pasaje bíblico de dos discípulos en duelo, los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35), que transitan el camino ternario de muerte, resurrección, vida. ¡Imperdible!

    También en el apéndice hay una página muy útil ofrecida por Mario Irigoy, un coordinador del Grupo Resurrección y promotor de la idea de publicar este libro, que nos informa de que disponemos de la página web pastoralduelo.org y del Facebook: «Pastoralduelo Resurrección»; instrumentos digitales muy útiles para quien se encuentra elaborando su sufrimiento. Se lo agradecemos cordialmente. Como agradecemos también la fortaleza demostrada por cuantos han participado de los encuentros del Grupo Resurrección, siendo ello un motivante estímulo para los mismos coordinadores y coordinadoras de estos grupos, buenos samaritanos de la Pastoral del Duelo.

    No puedo dejar de mencionar que este libro de veintiocho testimonios de elaboración del duelo se puede considerar como el mejor homenaje a los 25 años de la fundación del Grupo de mutua ayuda parroquial en duelo Resurrección, surgido en 1993. De él los relatores han escrito que es un «bendito grupo», «acto de la Providencia divina», «una gracia del Cielo», «especie de salvavidas», «escuela de vida», que «hizo crecer mi espíritu, aumentar el sentido de comunidad cristiana y purificar la fe», «me ayudó a resucitar», «a recrear la esperanza», «a sentir el amor de mi hijo resucitado», «a ver el duelo desde las dos orillas». Dios quiera que esta iniciativa tan humana, terapéutica y pastoral se extienda a todas las parroquias de nuestra patria, como complemento imprescindible de la Pastoral de Duelo.

    Y, finalmente, querido lector/a, quiero pedirle un favor. Estos relatos se han escrito con dedicación, valentía y apostando por la vida. Le ruego que usted los lea también con dedicación, valentía y apostando por la vida. Gracias.

    Quedé sola y sin mis dos hijos, pero...

    Cuando la muerte te arrebata un hijo, o dos, o más, quiere

    secuestrarte el porvenir, pero está en nosotros resignificar la vida.

    ¡Hola!, estimado lector y lectora, te invito a compartir conmigo esta historia de vida, nuestra historia, contada en primera persona. Me llamo Isabel. Esperanza Isabel es mi nombre completo. Creo que mi madre me marcó con el nombre, ya que la esperanza es lo último que se pierde, según dice el dicho popular. Tengo 60 años, soy docente jubilada, counselor, con un postgrado en terapia familiar, estudio grafología científica y trabajo. Vivo en Buenos Aires. Coordino con Raquel, una amiga, un grupo de mutua ayuda para familiares en situación de duelo llamado Resurrección. Escribo sola esta historia, pero en su momento éramos cuatro...

    Desde que era niña y luego adolescente soñaba con tener una familia, un esposo con quien compartir la vida, envejecer juntos y ser madre; quería tener dos hijos, una nena y un varón, ¡la parejita!, pensaba entonces. ¿Y por qué dos? Porque tengo dos brazos, dos manos para llevarlos, guiarlos, ayudarlos a cruzar la calle, ¡qué sé yo!, ideas que tenía.

    La vida fue inmensamente generosa conmigo. En mi matrimonio nacieron dos hijos: Andrea y Pablo. Dos soles que alumbraron mi vida intensamente y la llenaron de felicidad y alegrías. ¿Qué no decir de ellos? ¡Hermosos!, por fuera y por dentro.

    Andrea, una niña vivaz e inteligente; siempre estaba sonriendo, y para cada comentario tenía una salida alegre. Lucía una larga cabellera de color castaño claro y unos hermosos ojos azules. Siempre soñaba con su fiesta de 15 y quería ser médica.

    Pablo, flaco y alto. Le gustaba usar el cabello corto, número dos de la rapadora, lo que hacía resaltar sus llamativos ojos verdeazulados. Sano, vital, alegre, divertido, lleno de energía y de proyectos. Quería aprender saxo y tocar en la banda del colegio, ser chef y tener su propio restaurante. Preparaba unos asados espectaculares; él hacia todo, desde comprar la carne, buscar las maderitas, hasta servir la mesa. Cuando sabía que el abuelo venía, lo recibía con alguna comida preparada especialmente y nunca faltaba el tiramisú. ¡Qué gran muchacho Pablo!

    Tengo añoranza de momentos que nunca voy a vivir, pero qué hacer con la vida, si cada mañana amanece conmigo.

    Fue la última vez que vi a mi hija Andrea con vida

    Amaneció fresco en la ciudad, era el 14 de junio de 1991. Yo, que estaba embarazada de ocho meses, y mi hija Andrea, de cinco años, nos preparamos para ir a un almuerzo en el colegio donde trabajaba como profesora de ciencias naturales en varios cursos. «Hoy quiero estar como una princesa», me dijo Andrea. «¿Qué te gustaría ponerte?», le respondí con total naturalidad. «Ese vestido azul que me puse para el casamiento del tío». «Bueno, está bien, pero abrígate con el saquito blanco que te queda tan lindo». «¡Sí, mamina!». ¡Qué bien lo pasamos en el almuerzo!

    Cuando ya casi nos íbamos, llegó al colegio mi esposo diciendo que venía a buscar a la nena para llevarla con él, argumentando que pasaba poco tiempo con ella. Esa tarde él viajaba a una ciudad distante unos 200 km, para hacer unas cobranzas. Le dije que era mejor que fuera solo y pensáramos en un paseo para el fin de semana, en familia. Él insistió. Le dije que Andrea estaba desabrigada y que, cuando bajara el sol, podría refrescar. Insistió y dijo: «Pasamos por casa y llevamos la campera». Volví a decirle que no quería quedarme sola, ya que tenía algunas contracciones y que prefería que Andrea se quedara en casa conmigo. Tuvimos un cambio de palabras, nada serio. Él insistió y dijo: «Me la llevo y punto». Antes de irse, Andrea me musitó: «Mamina, ¿me esperas con sandwichitos de matambre caserito?».

    Esa tarde descansé, como cualquier tarde. No estaba preocupada por nada. En ningún momento pasó por mi mente que ese día cambiaría nuestra vida para siempre. Cerca de las seis de la tarde, me puse a preparar el matambre para que estuviera listo para la cena. El tiempo fue pasando, se hacía la hora en que tendrían que estar de vuelta, pero no llegaban. Las ocho, las nueve; ya estaba preocupada, pero en ese momento no teníamos móvil (no me acuerdo si existían), ni un número de línea fija como para llamar a alguien; solo me quedaba esperar. ¡Las diez! Ya tenía la certeza de que algo malo había ocurrido; solo restaba que llamaran a la puerta.

    La última en enterarse es la mamá

    Te cuento que, cuando ocurre una tragedia, una desgracia o un accidente con un hijo, casi siempre la última en enterarse es la mamá. ¡Claro! Si lo pensamos juntas, hasta es lógico. ¿Quién querría dar semejante noticia? Pero no, no es lógico, ni la muerte de Andrea tampoco es lógica.

    A las 23:30 h llamaron a la puerta. «¿Quién es?», dije yo. «¡Soy yo, primita!», me respondieron del otro lado; abrí y pregunté: «¿Qué pasó?». Me contó que habían tenido un accidente y que estaban graves los dos. A mi marido estaban trasladándolo a un hospital y Andrea había sido derivada a otro nosocomio en una ciudad diferente. Por supuesto que en la desesperación decía que quería viajar inmediatamente a ver a la nena. Le pregunté si le llevaba ropa. Mi primo, con mucha paz, pero con el corazón hecho pedazos, me abrazó y me dijo: «Ya hablamos con tu obstetra y no te permite viajar; y por la ropita, espera a ver qué te dicen los médicos».

    Fuimos hasta el hospital, donde todos parecían esperarme. Monitorizaron al bebé; estaba bien. Me decían que me tranquilizara: «Lo importante ahora es el bebé». Trataban de mantenerme acostada; me faltaba el aire, me ahogaba. Preguntaba por Andrea y me decían que me tranquilizara. ¡Cómo tranquilizarme sin saber nada de ella! De repente me senté, miré de frente a la médica que me atendía y le pregunté: «¿Cómo está la nena?». «¡Tu hija murió!», respondió. «¿Qué? ¡Andrea muerta! ¡Noooooooooooooo!». Salió un aullido desgarrador de mi garganta. El alma se me escapaba del cuerpo, como si mi vida quisiera irse con ella. De repente, alguien me tapó la boca: «Que la señora no llore –se escuchó por allí–, está entrando la ambulancia con el esposo». ¡Que la señora no llore! ¡No podía hacer otra cosa! Quisieron darme un tranquilizante, pero preferí estar lúcida para despedirme de mi hija.

    Mi hermano viajó en la ambulancia para traer el cuerpo sin vida de nuestra amada Andrea. En una bolsa venían su vestido azul, su campera y sus zapatos. La noticia revolucionó a toda la familia. Todos querían viajar, pero alguien con buen tino dijo que era mejor viajar de a uno, ya que esto iba a ser para largo y necesitaríamos estar acompañados por un buen tiempo.

    Mi esposo quedó hospitalizado. Tenía un yeso pelvipédico, es decir, que va desde debajo de las axilas hasta la punta del pie; le abarcaba una pierna y el resto del cuerpo, ya que durante el accidente, entre otras cosas, se había pulverizado el fémur. ¿Cómo estaría haciendo su duelo?

    Querido lector, ¿cómo seguir contándote? ¿Cómo poder trasmitirte mi sufrimiento infinito de ese momento? Velamos el cuerpo de Andrea solo por algunas horas, no sé por qué, no me acuerdo, creo que era una disposición de la sala velatoria, y luego la llevamos al cementerio. Imagen patética, si las hay: ¡una mamá con una tremenda panzota de ocho meses de embarazo llevando una manija del féretro que contenía el cuerpo de su hija de cinco años!

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