Sanar el corazón: Escucha de la Palabra y acompañamiento espiritual
Por Krzysztof Wons
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En este libro se nos ofrece un medio para nuestra curación, invitándonos a acercarnos a Dios con todo lo que somos, con nuestras heridas, para entrar en una dinámica de conversión del corazón y sanación interior.
Partiendo del relato evangélico de los discípulos de Emaús, se presentan cinco pasos necesarios para sanar el corazón: reconocer nuestro sufrimiento; dejarnos ayudar; creer en la fuerza sanadora de la Palabra; madurar hasta la independencia y dejarse tocar por el poder curativo de Dios para renacer a la vida. Este recorrido es como un fuego que purifica, como un bálsamo que alivia y cura, como el amanecer de una nueva vida que trae esperanza, alegría y paz.
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Sanar el corazón - Krzysztof Wons
SDB
EL CAMINO HACIA
LA PROFUNDIDAD Y
LA SANACIÓN DEL CORAZÓN
Secretos que desearíamos compartir
Todos guardamos en nuestro corazón secretos íntimos, cada uno único en su género, de los que no hablamos públicamente. Los tenemos reservados para nosotros mismos y los protegemos de personas incompetentes. Lo hacemos así, en primer lugar, porque tenemos derecho al respeto de nuestra intimidad. Tenemos el derecho de no compartirlos con las personas con las que no tenemos confianza; pero también tenemos la necesidad de compartirlos porque a menudo son un misterio para nosotros mismos. Enmascaran sucesos que, hoy todavía, no comprendemos su significado. Intentamos descubrir el sentido de estos secretos íntimos, pero sin cesar surgen nuevas preguntas. Forman en la historia de nuestra vida un dominio sombrío como una tumba, aunque son tan claros como el horizonte de la resurrección. Cualquiera que sea nuestra edad, los hemos vivido desde hace algún tiempo. Nos lo recuerda el Qohélet cuando dice:
Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y otro tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y otro tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para edificar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y otro tiempo para danzar (Qo 3,2-4).
Cuando leemos este texto, sentimos como si Quoelet adivinara los secretos de nuestra historia personal, como si nos conociera a fondo.
Los secretos conservados en nuestro corazón pertenecen a un pasado que no ha desaparecido y que no desaparecerá jamás totalmente, sino que, por el contrario, seguirá influyendo en el presente de cada uno, esperando y buscando encontrar su significado actual
¹. A veces tenemos la necesidad de compartirlos, aunque no siempre estamos dispuestos a hacerlo e incluso creemos que es mejor dejarlos ahí y no tocarlos. Sin embargo, en alguna ocasión, intentamos conocerlos mejor y descifrarlos en profundidad, buscando así comprenderlos. Aprendemos a aceptar lo que nos ha sucedido en el pasado. No es tarea fácil, porque hay en nuestra historia lugares bellos, parecidos a un campo de trigo preparado para la cosecha, pero hay también campos repletos de malas hierbas en donde solo creció la tristeza y el dolor, y que necesitan limpiarse. Hay en nuestra vida días alegres que quisiéramos revivir y otros tristes que buscamos olvidar pues nos recuerdan sucesos penosos. Preferimos, a menudo, permanecer como enfermos crónicos, aunque en el fondo de nuestra alma, deseemos curarnos.
Con frecuencia interpretamos equivocadamente ese íntimo acontecimiento secreto
. Mezclamos vida y muerte, esperanza y fatalismo, realidad e ilusión. ¿Es posible equivocarse así? Sí, lo es. ¿Cuántas veces allí donde nosotros no vemos más que muerte nos espera la vida? Por el contrario, ¿cuántas veces, estamos ciegos creyendo que vamos por el camino correcto, mientras que nos dirigimos hacia la muerte? ¿Cuál es la causa de estos errores? Puede haber muchas; una de ellas, la más frecuente tiene su base en el sufrimiento existencial
, capaz de crearnos tal confusión y debilitamiento hasta hacernos perder de vista el horizonte de la vida. El sufrimiento proviene de las heridas de nuestra vida, que nos focalizan en nosotros mismos (aunque tendemos a negarlo): centrados en nuestras heridas nos cegamos
y nos encojemos
. Estas heridas continúan sangrando durante años y oprimiendo los ojos de nuestro corazón. Como hipnotizados, nos las fijamos al mismo tiempo que tememos ocuparnos de ellas. Las situamos en el inconsciente –donde nos hacen sufrir aún más– y al mismo tiempo, nos creemos ser un modelo de buena salud
. Cuando nos preguntan cómo estamos, respondemos automáticamente, sin pensarlo, que estamos muy bien
para no enternecernos. Esta buena
respuesta está sólidamente inscrita en nuestras vidas. Sin embargo, es preciso ocuparse de esas heridas sin prisas, pero con la suficiente sensibilidad como para que dejen de hacernos sufrir y podamos vislumbrar la mañana de la Resurrección. Todo cuanto en nuestra historia nos impide vivir es como una losa que pesa sobre nosotros y que no nos deja salir.
– Necesitamos alguien que nos libre de esa losa.
– Necesitamos resucitar a una vida nueva.
– Necesitamos curación. No se trata solo de mejorar nuestro bienestar, sino de curar nuestro interior profundamente.
– Necesitamos una presencia, un buen acompañamiento, una mirada que nos devuelva la autoestima, una palabra que nos toque hasta el fondo y nos cure.
La Palabra que ilumina nuestra historia
Solo una Persona es capaz de llegar a los rincones más recónditos de la intimidad del hombre, respetando sus secretos sin atentar contra su libertad. Él nos conoce mejor que nosotros mismos; incluso conoce esos rincones ocultos y olvidados. Y es capaz de conducirnos a ellos y lograr que nos abramos, que reencontremos nuestros secretos para alcanzar un nuevo nacimiento. Dios no solo se acerca a nuestro corazón, sino que llega hasta sus profundidades. El autor de la carta a los Hebreos escribió:
La Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón (Hb 4,12).
Por esta razón, en nuestra reflexión, siguiendo el camino que conduce hasta lo más profundo de nuestro corazón, ponemos en el centro la Palabra de Dios.
Entre las numerosas páginas de la Biblia, hemos elegido el texto evangélico de los discípulos de Emaús. ¿Hay un vínculo entre ese pasaje y cada uno de nosotros? En efecto, él resume nuestra propia historia. En él podemos encontrarnos cada uno de nosotros con nuestros misterios, nuestras preguntas, nuestras luchas y nuestros descubrimientos. La Palabra de Dios está siempre viva. Vive y palpita
con las historias humanas. Esto significa que no solo las cuenta, sino que revela su sentido. No solo revela sino que hace que tengan un sentido. La Palabra de Dios tiene tal fuerza productiva que se introduce en nuestras vidas, reforzando lo sano, sanando lo que está enfermo, resucitando lo que está muerto. Ella orienta y da forma a la existencia
. Esto es lo que sucede en el episodio evangélico que describe Lucas.
Es habitual vernos reflejados en estos dos discípulos que solo han entendido una parte de la verdad, la noticia de la muerte de Jesús. No comprenden las noticias, el hecho de que suceda lo que suceda, la vida siempre tiene un sentido, pues la última palabra no la tiene la oscuridad. A veces, nuestros pensamientos nos alejan de la vida, retrotrayéndonos a sucesos que nos han hecho sufrir, hurgando en la herida y provocándonos un dolor aún mayor. Entonces, nuestro corazón se contrae y se llena de tristeza. Fuertemente amarrados a los detalles, reafirmándonos en nuestras miserias, no advertimos que el anuncio de salvación que nos habla de la vida no nos llega. Es algo que sucede no solo en nuestras conversaciones con los otros, sino también en nuestra relación con Dios. Celebramos la Eucaristía, escuchamos el Evangelio, pero entendemos solamente los fragmentos de lo que se transmite; no escuchamos hasta el fondo y no vemos ahí signo alguno de vida. Nos quedamos pensando en nuestro ilusorio Emaús
que nos promete una apariencia de paz, sosiego y de olvido momentáneo. En el camino de Emaús encontramos a nuestros hermanos que son parecidos a nosotros en sus comportamientos.
Comencemos por una lectura atenta del pasaje evangélico: