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Terapia de las enfermedades espirituales: en los Padres de la Iglesia
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Terapia de las enfermedades espirituales: en los Padres de la Iglesia
Libro electrónico311 páginas5 horas

Terapia de las enfermedades espirituales: en los Padres de la Iglesia

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Frente a la tendencia a convertir al cristianismo en una ideología más o a reducirlo a una moral voluntarista, los orígenes cristianos nos lo muestran íntimamente conectado con el mundo de la salud en el sentido más amplio de la palabra (saludable y salvador): Cristo es el Buen Samaritano que nos cura de nuestras dolencias del camino y nos entrega en manos del Mesonero-Espíritu para que nos cuide. La finalidad de este libro, más para ser practicado que leído, es mostrar cómo actúa Dios en medio de nuestras vidas y la respuesta más adecuada a su presencia. Además de estudiar y analizar las enfermedades espirituales, ofrece medios e instrumentos para ayudarnos a vivir sana y cristianamente en una etapa espiritual situada entre el inicio de la andadura cristiana y las alturas de la purificación o la mística.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2008
ISBN9788428564618
Terapia de las enfermedades espirituales: en los Padres de la Iglesia

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    Terapia de las enfermedades espirituales - Fernando Rivas Rebaque

    Introducción

    El origen de estas páginas se encuentra en la lectura de un libro de Javier Garrido, Ni santo ni mediocre. Ideal cristiano y condición humana, donde leemos:

    «Somos muchos los creyentes que nos debatimos entre el deseo y la realidad, la entrega radical y el egocentrismo. Que no somos santos es evidente. Pero tampoco nos consideramos mediocres si mediocridad significa tibieza, es decir, autosuficiencia y acomodación a lo fácil y seguro... Con los años hemos aprendido que el salto a la realización de nuestros mejores deseos no está en nuestras manos. Los libros de espiritualidad se han dirigido casi siempre a los que iniciaban la andadura cristiana o a los que caminaban por las alturas de la purificación y la mística. Faltan libros que traten precisamente de la zona intermedia. Hemos salido de la hondura del valle, hemos subido a la planicie, oteamos la montaña sagrada en la que sólo Dios habita, pero la meseta es áspera y prolongada. Necesitamos la paciencia que consolida la fidelidad, para que nuestra esperanza no quede defraudada»[1].

    En esta «zona intermedia» se sitúa el presente libro, cuya intención es ofrecer medios e instrumentos para ayudarnos a vivir sana y cristianamente esta etapa espiritual de «meseta», tan difícil de sobrellevar y tan común a nuestra experiencia, sobre todo por algunos factores que han venido a agudizar este paso por el desierto.

    Nuestra pastoral se centra casi exclusivamente en los medios sacramentales e intelectuales (catequesis, formación), olvidando o marginando los aspectos y cauces más concretos de transformación personal, que quedan al libre albedrío del sujeto o al control de los grupos a los que se pertenece.

    Hemos pasado de una pedagogía autoritaria y rigorista a una educación supuestamente no directiva y rousseauniana, donde el individuo se siente en multitud de ocasiones perdido y sin referencias, obligado a partir desde cero. En esta situación es comprensible el recurso a grupos de carácter autoritario y rigorista (tanto en el ámbito social como en el eclesial), que ofrecen un camino seguro en tiempos de crisis, o bien el buscarse la vida como cada uno/a buenamente pueda, en un cristianismo por libre o a la carta, con los peligros que ambas posturas conllevan.

    La separación entre la praxis creyente y la reflexión teológica o, en otra clave, el mundo de la ascética y el de la mística, se ha convertido en una triste y prolongada realidad, lo que ha traído consigo, entre otras cosas, la reducción de la ascética a su dimensión más pobre y negativa: prácticas rutinarias, en muchos casos acusadas de masoquismo, represión corporal y minusvaloración del sujeto. En vez de intentar transformar la ascética, rehabilitando sus aspectos más profundos y personalizadores, simplemente la hemos abandonado como un trasto inútil y obsoleto: una molestia menos.

    Hemos dejado la mística para una elite minoritaria, presuntamente agraciada de forma directa por el Amor gratuito de Dios, olvidando que para que este Amor nazca es preciso preparar bien y a fondo el terreno, aunque la semilla crece por sí misma. De esta manera nos encontramos hoy con personas que pretenden llegar a la mística sin pasar antes por la ascética, desconociendo que toda experiencia humana profunda tiene su necesario componente de esfuerzo, contención, dominio y exigencia. Otras personas, en cambio, pretenden vivir la experiencia religiosa sin que esta tenga una incidencia real en el ámbito personal o social, creando una especie de religiosidad virtual, sucedánea de la auténtica religión.

    Incluso hemos acudido a beber a fuentes extrañas (filosofías orientales o terapias psicológicas de todo tipo)[2], olvidando nuestras propias fuentes y el hecho de que el cristianismo nace y se presenta, desde sus orígenes, como una tradición salvadora y saludable, en el doble sentido que tiene la palabra griega sôtsô o la latina salus, de donde proceden nuestras palabras «salvación» y «sanación»: como salud psicofísica y salvación integral.

    Dentro del cristianismo, el monacato ha representado un lugar privilegiado donde experimentar esta salud y salvación, destacando la preocupación por su dimensión terapéutica sobre todo en los ss. IV al VII, especialmente en la parte oriental. Tanto el número como la calidad de las personas que se han dedicado a esta manera de vivir convierten a los monjes y monasterios en auténticos laboratorios de experimentación de lo humano: autoanálisis, estudio del funcionamiento de los mecanismos internos, terapias para cada caso... alcanzaron una altura y nivel considerable dentro del monacato, con innumerables personas dedicadas a esta práctica durante toda su vida. Además, el carácter laical de su espiritualidad hace que este instrumento tenga una dimensión universal, aplicable a todos y todas, independientemente del estado en que nos encontremos dentro de la Iglesia o la sociedad.

    Estos han sido algunos de los factores que me han llevado a fijarme en esta tradición monástica oriental para analizar y descubrir aquellos medios y re-medios que puedan ayudarnos a vivir esta etapa de meseta-llano, en un período de desarraigo continuo y búsqueda, a veces desesperada, de raíces, con el firme convencimiento de que hay demasiadas analogías históricas (cambio de cultura, etapa de crisis, continuas transformaciones sociales...) y demasiada sabiduría acumulada como para no ver en esta tradición una referencia válida para nosotros.

    El proceso que vamos a seguir en este libro será el siguiente. En primer lugar haremos una breve introducción sobre el planteamiento médico-terapéutico en la tradición veterotestamentaria, el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia. Posteriormente veremos una serie de presupuestos antropológicos y teológicos necesarios para comprender el mundo y la cultura de la enfermedad en este período. El núcleo del libro comienza con un breve estudio de las enfermedades corporales y psíquicas, para desde aquí pasar al análisis, origen y desarrollo de las diferentes enfermedades espirituales, que serán el centro de este escrito.

    Dentro de las enfermedades espirituales (definidas por los antiguos como «pasiones»), comenzaremos por las consideradas como enfermedades espirituales con más alto influjo corporal: la gula, la lujuria, es decir, toda tendencia desordenada de los apetitos sexuales, el amor al dinero y el deseo de tener más, estas dos últimas pasiones consideradas como cara y cruz de la enfermedad espiritual relativa al dinero. Más adelante describiremos las pasiones con un mayor componente psíquico: la tristeza, la cólera, el temor y la acedía, pasión esta última que supone el culmen o síntesis de todas las pasiones anteriores. Una vez aquí, entraremos en las enfermedades más específicamente espirituales: la vanagloria y el orgullo, pasión por excelencia, en íntima conexión con todas las anteriores, y también suma o síntesis de todas ellas[3].

    Después de haber analizado las diferentes enfermedades espirituales, describiremos la terapia específica contra cada una de las pasiones en particular, así como los síntomas por los que podemos vislumbrar la salud recobrada: no estar sujeto a las pasiones (paz interior), la caridad y el conocimiento profundo de sí mismo/a, del mundo y de Dios, unido a la praxis[4].

    Al final de cada capítulo tendremos un apartado dedicado a la actualización del mismo, en un intento de acercar los resultados de los análisis y las terapias a nuestra realidad actual, pues no en vano han pasado más de mil quinientos años desde que se plantearon muchos de estos problemas, así como sus soluciones, y las cosas han variado considerablemente; aunque el reconocimiento de que lo profundo del ser humano sigue siendo sustancialmente el mismo, es uno de los aspectos que más resalta si estudiamos a fondo esta cuestión.

    La utilización de cierto lenguaje y conceptos empleados por los Padres de la Iglesia, que pueden parecernos lastres del pasado o lenguaje trasnochado, tiene una doble intención: por un lado refleja un profundo respeto a su manera de expresarse y acercarse a la realidad, por otro puede ayudarnos a ampliar nuestra perspectiva, tan reducida en algunos casos, con otros elementos desconocidos para nuestro modo de ser y pensar.

    Este es un libro, pues, no sólo ni fundamentalmente para ser leído, sino sobre todo para ponerlo en práctica, dejándonos acompañar y ayudar por otras personas que han iniciado el camino de seguimiento con anterioridad, pero reconociendo, como dice León Felipe que:

    «Nadie fue ayer

    ni va hoy,

    ni irá mañana

    hacia Dios

    por este mismo camino

    que voy yo.

    Para cada hombre guarda

    un rayo nuevo de luz el sol...

    y un camino virgen

    Dios»[5].

    No quisiera acabar esta introducción sin las sabias palabras de una de las obras fundamentales de espiritualidad oriental, las de Juan Clímaco, que, en su Escalera espiritual, llega a decir:

    «No juzgues demasiado severamente a los que enseñan grandes cosas con palabras, si los ves menos apresurados a ponerlas en práctica; porque a menudo la utilidad de las palabras compensa la penuria de las obras. Porque no todos poseemos igualmente todos los bienes: en algunos la palabra sobrepasa la obra; en otros, por el contrario, la obra sobrepasa la palabra»[6].

    Capítulo 1

    Breve recorrido histórico por el mundo de la salud

    El cristianismo heredó de su matriz judía una especial preocupación por todo lo relativo a la salud, en un sentido muy amplio del término que va desde las cuestiones más específicamente corporales a lo que sería su expresión más excelsa: la salud espiritual. Sin embargo, desde sus inicios el movimiento cristiano tiene como una peculiaridad propia la especial concentración en la persona de Jesús de todo lo relacionado con la salud, considerada además desde una perspectiva integral como salvación. Cristo se convierte, de este modo, para la tradición posterior (patrística) no sólo en el eje de toda auténtica salud, sino incluso en el médico de nuestros cuerpos y nuestras almas, que cura todas nuestras enfermedades.

    1. La salud/enfermedad en el Antiguo Testamento

    En la Antigüedad las enfermedades no son meros fenómenos corporales, cuyas causas son investigadas por la medicina con vistas a la curación. En muchos casos las enfermedades son consideradas como una consecuencia de la agresión de fuerzas externas (dioses, demonios, poderes mágicos) o del propio pecado.

    En estos casos, de cara a conseguir la curación se aplicaban exorcismos (para expulsar los demonios), diferentes prácticas mágicas (primeros inicios de la ciencia médica) o se intentaba la reconciliación con la divinidad a través de oraciones y sacrificios. Todo con la intención de congeniarse con aquel poder al que se consideraba airado.

    Hay incluso algunos dioses con una especial conexión con el mundo de la salud: Imhotep en Egipto, o Apolo y Asclepio/Esculapio en el mundo greco-helenístico[7]. Bajo su auspicio se construyeron santuarios dedicados a la curación, cuyos sacerdotes tenían una estrecha relación con la medicina, siendo el origen de la ciencia médica posterior. A ello hay que añadir la multitud de ofrendas hechas a los dioses con vistas a la curación de sus fieles, así como los exvotos como acción de gracias posterior.

    Para el mundo bíblico sólo Yavé puede curar[8], y dirigirse a otro médico o divinidad para ser sanado es un acto de incredulidad y desconfianza hacia Él. Además, como todos los sufrimientos y enfermedades, lo mismo que la vida y la salud, vienen de Yavé, Él es el único que puede curarlos[9]. Por tanto, los demonios y el resto de fuerzas, humanas o sobrehumanas, no tienen ningún poder en relación con las enfermedades, e incluso se piensa que están al servicio de Dios.

    Sin embargo, desde muy pronto van a surgir diferentes críticas a la concepción predominante, que asociaba la enfermedad con la culpa[10]. El libro de Job y algunos Salmos[11] vienen a ser testigos de esta ruptura, aunque en otros casos se mantiene esta conexión como algo misterioso, e incluso se entiende la curación como un símbolo del perdón de Dios, de su misericordia y cercanía[12]. No es que Dios quiera la enfermedad, pero la permite para que el ser humano sea capaz de profundizar en su situación.

    Es entonces cuando surge una nueva generación, que tiene sus antecedentes en los cantos del Siervo de Isaías y que se expresa en numerosos textos sapienciales, donde se comienza a ver el dolor y la enfermedad en su carácter pedagógico, sacrificial o incluso redentor: Dios se sirve de la enfermedad para mostrarnos facetas escondidas y sorprendentes del ser humano, la enfermedad tiene un sentido profundo y oculto que sólo la persona creyente puede descubrir, toda auténtica curación lleva consigo una cierta «pérdida» y Dios se revela y salva asumiendo precisamente nuestra frágil y débil condición.

    2. Jesús trae la salud/salvación con el Reino[13]

    La teología occidental ha interpretado en multitud de ocasiones la obra redentora de Jesucristo en clave jurídica, pero en el Nuevo Testamento hay otras imágenes para expresar esta función. Entre ellas destaca la imagen médica, muy extendida, donde entran en contacto la redención y la salvación.

    Esta imagen médica de Jesús es potenciada por la pluralidad de sentidos que tenían dos palabras muy utilizadas en el Nuevo Testamento para expresar esta experiencia de «sentirse sano»: el verbo sôtsô y el sustantivo sôtêría, que no sólo significaban «librar, sacar de un peligro o salvar», sino también «curar»[14].

    El propio nombre de «Jesús» significa «Yavé salva»[15], es decir, «cura», y para el mundo bíblico el nombre de una persona no sólo sirve para diferenciarla de otras, sino que expresa su vocación, es decir, aquello para lo que está designada. Además, el propio Jesucristo actúa y se presenta a sí mismo como sanador[16].

    Sin embargo, Jesús no desarrolla ningún discurso sobre la salud, ni emplea técnicas propias de los médicos, ni está ligado a ningún santuario o estructura sanitaria. Simplemente genera salud allí donde se encuentra, es un sanador que ofrece la salvación de Dios, haciendo crecer de esta manera la salud de las personas y la sociedad entera[17]. Esta salud que Jesús promueve hay que entenderla dentro del contexto global del reino de Dios –una de cuyas expresiones privilegiadas van a ser los milagros– y en relación a su papel de Mesías.

    Para Jesús el reino de Dios no es sólo un proyecto maravilloso de cambio, sino que se convirtió en aquello por lo que merecía la pena vivir (y hasta morir). Toda su vida va a estar al servicio del Reino, y cualquiera de las palabras que dice o las acciones que lleva a cabo van a estar encaminadas a esta dirección. Los milagros, especialmente los de curación, van a convertirse en uno de los signos más evidentes de este Reino que está llegando y una manera privilegiada de expresar Jesús su servicio al Reino: a través de los milagros muestra cómo es/actúa el Reino y cómo es/actúa Dios.

    En los milagros de curación Jesús no utiliza habitualmente recursos externos[18], ya que lo fundamental es la fuerza (dynamis) sanadora que irradia de su persona[19], bien por sus palabras[20], bien por la imposición de sus manos[21]. La curación que Jesús ofrece tiene su base en el amor compasivo que le lleva a preocuparse por el sufrimiento del enfermo/a y el deseo de liberarlo de una manera eficaz[22]. De ahí otra de las características de las curaciones de Jesús: su absoluta gratuidad, no esperar ningún tipo de recompensa.

    Esta actividad sanadora de Jesús es, además, característica del Mesías. A la pregunta de los discípulos de Juan Bautista de si era Jesús el que tenía que venir o debían esperar a otro, la respuesta no deja lugar a dudas: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,4-5, en clara referencia a Isaías). Con Jesús se inaugura la era mesiánica. La curación se hace, por tanto, desde el servicio; de ahí la identificación de Jesús con la figura del Siervo de Yavé[23].

    La salud/salvación se convierte, de esta manera, en el horizonte de la actividad mesiánica de Jesús. Todas sus acciones están encaminadas, de una u otra manera, a promover la vida y la salud. A través de las curaciones, Jesús muestra al Dios sanador de Israel[24] y Amigo de la vida, al tiempo que manifiesta la salvación que Dios ofrece al ser humano: la vida en su más profunda expresión.

    Y es dentro de este contexto mesiánico donde se comprende que la salud que Jesús ofrece de parte de Dios sea vista como buena noticia (evangelio) para los más débiles, como leemos en algunos «sumarios» de los tres evangelios sinópticos[25]. Es una curación que afecta tanto al ámbito personal como comunitario, pues cualquier enfermedad, por individual que sea, tiene unas consecuencias y repercusiones sociales inevitables, ya que la enfermedad conllevaba en la Antigüedad la marginación y la exclusión social en la mayoría de los casos.

    Esta actividad sanadora Jesús la lleva a cabo de una manera concreta: no cura «a distancia» o «en serie», sino que en todos los casos dedica una atención personal, acercándose a las circunstancias concretas en que vive la persona enferma, e incluso con frecuencia es Jesús quien toma la iniciativa. Esta curación la realiza condenando los mecanismos inhumanos y destructivos de la sociedad, animando a una convivencia fraterna, ofreciendo el perdón y la ternura de Dios a los maltratados por la vida[26]. Además, Jesús cura desde el centro de lo humano, y no desde la periferia, porque los milagros no están hechos para ser vistos desde fuera, sino acogidos en la fe, ya que sólo así curan de verdad[27].

    La salud que promueve Jesús no consiste, sin embargo, sólo en una mejoría física, sino que busca la sanación integral de la persona[28]. Y esto significa liberar al ser humano de todo aquello que lo esclaviza (dimensión receptiva) y hacerlo responsable de su propia vida, de su propia salud (dimensión activa), ambos aspectos íntimamente unidos.

    Jesús dedica buena parte de sus esfuerzos a sanar, es decir, a liberar la vida encadenada y bloqueada por el mal, al que no se considera algo inevitable, sino superable. Mientras que lo «diabólico» (que significa etimológicamente «aquello que separa, aleja») no hace otra cosa que dividir y dispersar al ser humano de sí mismo, de los otros y de Dios, Jesús trae la paz y la armonía (el shalom)[29]. La persona se vuelve dueña de su propia existencia.

    La acción sanadora de Jesús tiene además como finalidad ayudar a que la propia persona sea capaz de desplegar todas sus potencialidades. Por eso Jesús sana al ser humano desde dentro, busca la sinergia del enfermo/a, para que ponga en funcionamiento la parte sana que todavía permanece en su interior. De ahí la conexión, habitual, entre milagro de curación y fe-conversión, cuyo modelo ideal encontramos en la curación del siervo del centurión (cf Lc 7,1-10).

    Para Jesús, sin embargo, la salud no es un ídolo al que deba sacrificarse todo, ya que la salud debe estar siempre al servicio de la vida[30]. Una excesiva preocupación por la salud (hipocondría) es uno de los factores que más contribuyen precisamente a deteriorar y minar esta misma salud que se desea, mientras que el abandono en las manos de Dios permite una completa curación del ser humano herido. La salud tampoco es considerada como un absoluto, porque está en función de otros valores y prioridades[31]. Hay incluso una forma peculiar de adueñarse de la propia vida, que consiste en entregarla, en el sorprendente juego del pierde-gana (si te quedas con la vida, la pierdes, si la entregas, la ganas)[32]. Y es Jesús mismo el primero en llevarlo a cabo[33].

    La cuestión consiste en descubrir que la salud humana, por estar vinculada al cuerpo, es frágil, expuesta al sufrimiento, la enfermedad y la muerte (algo que ya habían descubierto buena parte de las tradiciones sapienciales de la Antigüedad, incluyendo la tradición bíblica), pero que, al mismo tiempo, es en este cuerpo y en esta vida donde estamos llamados/as a experimentar la plenitud, «la resurrección y la vida» (Jn 11,25), porque, como diría un gran teólogo del s. II: «La carne es el quicio de la salvación»[34].

    3. Cristo, médico en los Padres de la Iglesia

    Sobre esta tradición, los Padres de la Iglesia, unánimemente y desde el primer siglo, aplican a Jesús de manera habitual el título de «médico», añadiéndole a menudo los calificativos de «grande», «celeste», «supremo», «del cuerpo», «del alma», o más frecuentemente «de las almas y cuerpos», para resaltar que es al ser humano completo al que ha venido a curar. Un médico que ha venido al mundo para curar las heridas producidas por el pecado[35]. Una venida necesaria porque la enfermedad era tan profunda y generalizada que los remedios enviados por Dios con anterioridad (ley, profetas, sacrificios...) no habían sido capaces de atajarla. De ahí que el Padre, lleno de piedad por el género humano y conmovido por nuestras súplicas y lamentos, decide enviar al único médico capaz de curar nuestras heridas, Jesucristo, como bellamente expresa Cirilo de Jerusalén:

    «Los profetas acompañados por las lágrimas decían: ¿Quién nos dará, Señor, el remedio salvador? (Sal 13,7)... Y otro profeta suplica en estos términos: Señor, baja de los cielos y desciende (Sal 143,5). Las heridas de la humanidad sobrepasaban nuestros medios. Nuestras miserias no podían ser eliminadas por nosotros, eres tú el que necesitábamos para eliminarlas... El Señor escuchó la oración de los profetas. El Padre no despreció nuestra raza mortecina. Envió a su propio Hijo como médico»[36].

    Cristo ha curado al ser humano haciéndose humano y asumiendo nuestra naturaleza humana en su integridad, pues «lo que no ha sido asumido no es curado», y «lo asumió todo para que todo fuera curado»[37]. Pero, al mismo tiempo, al ser plenamente Dios, tiene los recursos necesarios para llevar esta curación a término. Por eso muchos Padres hablan del texto de Is 53,5 («ha tomado nuestras enfermedades, ha cargado con nuestros males») en referencia a Cristo y establecen un paralelismo entre el nombre de Jesús y «curar» (que en griego es iaomai)[38], al tiempo que consideran la parábola del buen samaritano como una escenificación de Cristo médico[39].

    Pero es una curación que, además, se completa en la propia persona de Cristo, que no sólo asume nuestra naturaleza humana, sino que además lo hace en su condición de naturaleza humana caída, es decir, asume las consecuencias del pecado hasta «hacerse

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