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El robo del poema perfecto
El robo del poema perfecto
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Libro electrónico180 páginas2 horas

El robo del poema perfecto

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Una misteriosa logia protege al Poema Perfecto en las catacumbas de un colegio. Hasta que lo roban. El juez del caso sospecha que el Poema fue a parar a la pequeña localidad de Totoral, un lugar aparentemente apacible pero marcado por la rivalidad entre los habitantes de dos casonas, llamadas "El Kremlin" y "El Vaticano".La intrigante novela de Rodrigo Agrelo, donde irrumpen escritores míticos de la talla de Pablo Neruda y Rafael Alberti (que efectivamente se hospedaron en ese pueblo), juega con el lenguaje y confirma el gran momento del policial cordobés.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9788726903409
El robo del poema perfecto

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    El robo del poema perfecto - Rodrigo Agrelo

    El robo del poema perfecto

    Copyright © 2014, 2022 Rodrigo Agrelo and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726903409

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A Magdalena Aliaga, mi mujer, amor y pilar de mi vida.

    I

    Jamás lo imaginó de ese modo. Pablo arribó aquel día bochornoso de diciembre de 1955. El tren que llegaba a Sarmiento, pocos kilómetros al oeste de Totoral, lo dejó en la estación bajo un sol que horadaba a quien se animara a desafiarlo. Venía buscando paz, tentado por su amigo Rodolfo quien tantas veces le había contado sobre su edén al límite de crearle una intriga inquietante. Solamente despejar la incógnita justificaba atravesar los Andes para luego, desde Córdoba, transitar aquellos interminables kilómetros de vías que parecían más el galope alocado de un caballo que una formación tirada por locomotora.

    Nadie lo esperaba. Eran las doce del mediodía y la figura de su camarada aún no aparecía. Resolvió entonces buscar una sombra misericordiosa y acomodar su humanidad sobre unos troncos de algarrobo que apiló como pudo.

    El panamá en la cabeza, su guayabera bordada color marfil y un pantalón de lino al tono daban cuenta de su condición de forastero. No era común vestir así por aquellos lares. Se sentía escrutado por los pocos lugareños que resistiendo el apabullante calor esperaban sobre el andén, quién sabe qué ni hasta cuándo.

    —Oiga, señor, no vaya a descuidarse sobre esa leña. ¡Mire que cada dos por tres aparece una cascabel traicionera! —le dijo un criollo ya entrado en años mientras se acariciaba el bigote.

    La despreocupación con que Pablo había resuelto esperar a Rodolfo se transformó en repentino sobresalto y, no bien logró enderezarse, puso sus huesos a la mayor distancia posible de aquel montículo al que ya sentía amable compañero.

    —Ha hecho bien don. Cuando llega la siesta es mejor no tentar al diablo. Pero dígame una cosa, ¿usted a quién espera?

    —A mi amigo Rodolfo Aráoz Alfaro, de Totoral —le contestó agitado—. Hace un largo rato que debería estar aquí, pero ni su sombra ha llegado. Me llama la atención porque es un caballero puntual.

    —¡No se aflija, hombre! Mire que por aquí el tiempo suele ser más largo. Mejor póngase a reparo bajo aquel alero y si necesita algo, no tiene más que llamarme. Voy a darle agua a mi mula —le dijo señalando un desvencijado recipiente que parecía imposible pudiera retener algo de líquido.

    Levantando sus maletas, Pablo se dirigió en la dirección aconsejada por el hombre y una vez allí, sintiéndose algo desdichado y ansioso, empezó a escudriñar el ambiente con la esperanza de ver a su anfitrión.

    —¿Qué hago si este no viene? —se interrogó.

    Metió la mano en un bolsillo del pantalón y chequeó el texto de aquel telegrama que había recibido en Santiago de Chile la semana anterior. Te buscaré el miércoles en la estación de Sarmiento. Allí estaré a tu arribo. Un fuerte abrazo. Rodolfo.. Pensó que en aquel pueblo polvoriento y olvidado del mundo no existirían automóviles. Menos aún alguno de alquiler que lo depositara de una buena vez en destino. Caminar era una alternativa poco soportable. Seguir esperando, una opción que lo sacaría de quicio.

    Decidió que saldría de aquel brasero en el que se había convertido Sarmiento cuando el reloj marcaba ya la una y media de la tarde. Miró hacia el bebedero y de allá, a paso cansino y arrastrando el yute de sus alpargatas, volvía el único ser del que podía esperar algo de solidaridad en aquel momento.

    —¡Amigo! —le gritó—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

    —Cómo no —respondió el lugareño.

    —Dígame, ¿a qué distancia queda Totoral?

    —Casi dos leguas a pie y unos diez kilómetros caminando —le contestó, socarrón, mientras sostenía por el bozal a su mula Malacara.

    —¿Sería usted capaz de llevarme hasta allá?

    —Y… por unos pesos con todo gusto.

    —¡Trato hecho! ¡Vamos ya! —gritó Pablo lleno de alegría palmeando al animal por el lomo.

    El brusco arranque de la mula casi deja a Pablo en el punto de partida. Atado a una carreta de un solo eje, el animal tiraba con ánimo, como apurado, mientras los dos hombres sentados uno a la par del otro miraban hacia adelante adivinándose el semblante.

    —Pablo Neruda, poeta —dijo el visitante, estirando su mano.

    —Moyano. Hilario Moyano, carrero y compositor —dijo orgulloso mientras agitaba suavemente las riendas sobre las ancas de la mula.

    —¿Compositor? —preguntó Pablo.

    —Sí, compositor de caballos de cuadrera. ¡Me salen ligeros! No hay quien me gane en toda la zona… Pero ¿qué lo trae por estas tierras, amigo? Aquí no hay más que distancias. ¿Acaso le gusta sufrir?

    Pablo soltó una carcajada.

    —¡Hablo en serio, señor! —se enojó el otro.

    —Disculpe, no quise ofenderlo. Es que mi amigo Aráoz Alfaro me ha prometido hacerme conocer su paraíso y hasta ahora me está regalando una temporada en el purgatorio. De no ser por usted, todavía estaría anclado en el andén.

    La carreta dibujaba cada pozo en la columna vertebral de Pablo, que buscaba sin éxito acomodarse sobre la tabla que servía de asiento. Habían pasado unos pocos minutos de viaje, tiempo bastante parecido a la eternidad para su espalda; Totoral aún no se divisaba y el ala de su sombrero sólo atajaba algunos rayos de los muchos que el sol desplegaba a esa hora.

    —Me gusta su mula. Parece fuerte… —dijo Pablo intentando relajar la conversación.

    —Es guapa. ¡No hay dios que la canse! ¿Sabe usted cuántas veces me ha dado de comer? Se la compré atada a la viuda del finado Dionisio Casas.

    —¿Atada?

    —Sí, atada al carro, con arneses y todo. Desde el mismo día que la tengo nos hemos vuelto inseparables. La dueña me la dio al fiado. Muerto el pobre Dionisio, su mujer no tenía qué hacer con la Malacara y yo justo me había quedado a pie después de que un puma me mató la mula baya. Desde entonces tiramos juntos.

    Pablo notó en Hilario un modo afectuoso de hablar sobre la Malacara; por momentos parecía que el hombre se refería a una persona a la que debía gratitud y afecto. Le recordó su infancia en el sur de Chile, donde tantas veces había visto al criollo entenderse de memoria con su animal, tal como si ambos fueran una sola cosa.

    Con vocablos inentendibles que parecían surgir de sus vísceras, el conductor daba órdenes a la mula para que apurara el paso o lo demorara. La Malacara detenía su marcha o arrancaba al escuchar una especie de beso prolongado que salía de los labios de su dueño como una señal amorosa y firme que aquel motor peludo de orejas largas acataba inexorablemente. Ese juego de sonidos componía el idioma de la curiosa pareja.

    En esas observaciones se le fue pasando el camino que, aunque no era demasiado largo, se había convertido en una carrera de obstáculos por las lluvias de la temporada.

    —Ahí tiene Totoral —dijo Hilario señalando el otro lado de un único y pedregoso cerro coronado por una enorme cruz de hierro, e intrigante agregó—: ¡Tenga cuidado al entrar que luego es difícil salir!

    Un par de curvas más y estuvieron en destino. Rodolfo, el amigo del poeta, estaba parado frente a la puerta de su casa.

    —¿Adónde te metiste? —le lanzó Pablo, aún trepado al carro, al ver a Rodolfo con gesto serio y contrariado. Se bajó de un salto y le dio un abrazo prolongado, mezcla de afecto y reproche, a quien consideraba su mejor amigo argentino.

    —¡Te esperé un largo rato en Sarmiento y de no ser por este buen hombre y su mula, mis huesos ya serían presa de los cuervos! ¡Casi me derrite este maldito calor! —refirió jocoso.

    Rodolfo no atinaba a responder. Había esperado ansioso la visita de Pablo y ahora que lo tenía al frente, en la puerta de su casa y en el lugar del que tantas maravillas le había contado, no lograba expresarle la alegría de verlo.

    —Dime, sólo por curiosidad, ¿qué te ha pasado?, ¿en dónde te habías metido que no estabas en la estación? —insistió Pablo—. No lo tomes como una recriminación, querido amigo... ¡Abre la boca, dime qué ha pasado que tienes esa cara! ¡Aquí estoy, junto a ti; es día de fiesta! —le dijo mientras lo sacudía por los hombros, como queriendo despertarlo.

    —Es que no lo vas a creer —dijo Rodolfo meneando la cabeza.

    —¿No voy a creer qué cosa?

    —Lo que ha pasado aquí hace un momento.

    —¡Bueno, bueno…, dilo ya de una vez!

    Rodolfo caminó hacia dentro de la casa. Le pidió a Pablo que lo acompañara. Este lo siguió entre divertido y ansioso. Pasaron por la sala. Rodolfo no se detuvo y entró en la habitación contigua. Hizo pasar a su amigo, cerró la puerta y quedaron los dos solos. Rodolfo se mantuvo de pie, callado. Después de unos segundos, con una voz que apenas lograba salir de su garganta, se animó a decir:

    —Sentate, Pablo, por favor. Si no me creés lo que voy a decir no te culpo.

    Tragó saliva, ordenó su confusión como pudo y se esperanzó con que Pablo no considerara un mal invento lo que iba a contarle.

    —Era como mediodía. Estaba preparando mi auto para salir a recogerte en Sarmiento. El vino ya estaba dispuesto en la mesa para brindar por tu llegada. Margarita había preparado el cuarto de huéspedes y llenado los floreros; todo estaba hecho según lo planeado, cuando…

    —¿Cuándo qué, Rodolfo? —lo apuró Pablo.

    —Cuando se presentó en la puerta un hombre corpulento, de gesto severo, que bajó de un auto negro acompañado por tres policías. Soy el Juez Savino Barrientos, se presentó. Traía una orden de allanamiento de esta casa. Me dijo que había dado precisas instrucciones para que nadie saliera del pueblo hasta encontrar lo que buscaba, y después me advirtió: Si quiere que terminemos rápido será mejor que coopere. Obviamente le franqueé el paso y le pregunté qué buscaba. Me dijo que tenía una grave denuncia de la Gran Logia Poética. Después agregó que se había denunciado el robo del manuscrito original del Poema Perfecto, que la Logia tenía bajo su custodia. Me impresionaron sus palabras: El poema es la suma de la belleza, la síntesis de la armonía, la explicación más maravillosa del sentido de la existencia del hombre y del camino hacia la justicia total. Me dijo también que existían fundadas sospechas de que lo habían escondido en este pueblo. Concretamente me han señalado su casa, apuntó. Según él, existen grandes probabilidades de que los autores del robo hayan ocultado el tesoro acá, así que había resuelto allanar minuciosamente cada rincón, levantar hasta la última baldosa y revisar detrás de cada cuadro hasta encontrarlo. Y, como si eso fuera poco, me dijo que no se iba a ir de Totoral sin hallarlo. Que nadie podría salir del pueblo hasta tenerlo en la mano. Dijo todo eso y le ordenó a los tres oficiales que entraran a la casa. Así fue querido Pablo, aunque te cueste creerlo, que vi impedida mi salida a Sarmiento para recogerte. Gracias a Dios ya se han retirado. No descarto que vuelvan en cualquier momento porque, como es obvio, se han ido con las manos vacías.

    Pablo, atónito, no daba crédito a lo que escuchaba. No sabía si reírse por lo ingenioso del pretexto de Rodolfo para justificar su faltazo o preocuparse seriamente por la salud mental de su amigo.

    —¿El Poema Perfecto?, ¿la suma de la belleza?, ¿el sentido de la vida…? —masculló, y acuciado por el hambre y la sed se dijo más tarde lo veremos. Es hora de deshacer las valijas y responder a la demanda de mi estómago que clama por pronta atención. ¡Al fin y al cabo, los poetas también tenemos la mala costumbre de comer todos los días!, y sonrió por su ocurrencia.

    La mesa para el almuerzo aún estaba tendida en el medio de una larga galería. Un viejo ventilador movía el aire seco de aquella siesta de verano. Pablo se desplomó sobre un sillón de cabecera y alargó su mano sobre los panes mientras con su mirada repasaba la etiqueta de una botella de vino con forma de puño cerrado que esperaba ser descorchada.

    En su origen, la casa de Rodolfo era un rancho de paredes anchas de adobe. Los techos eran de madera, barro y paja; las

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