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Daños colaterales
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Libro electrónico258 páginas3 horas

Daños colaterales

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Cuando la vida de Rodrigo del Castillo cambia radicalmente allá por el año 1736 bajo la mano inquisidora del Santo Oficio y más concretamente por las artimañas de su verdugo Vidales, el joven Rodrigo se promete hacer justicia por su familia. Una historia de venganza que pasará de generación en generación hasta el siglo XXI, pues el destino siempre niega la posibilidad de hacer realidad aquella ancestral promesa de Rodrigo tras la muerte de su familia.
Una novela de intrigas, de venganza, de confabulaciones y de secretos donde todos los acontecimientos se van precipitando bajo un juramento y dos familias enemigas que dejan entrever el escenario de una sociedad actual donde los principios, la moral y la ética se ven alterados quizás de forma no tan diferente a la época inquisidora, donde todo acto tiene daños colaterales y la historia sucede o se cuenta… según se mire.

Ángel Meana (Cádiz, 10 de octubre de 1956). En edad temprana, se trasladó a Santa Cruz de Tenerife, donde residió hasta los 19 años. Estudió el bachillerato y el COU en un total de ocho colegios e institutos diferentes. Comenzó cuatro carreras universitarias en Sevilla, Madrid y Cádiz; obviamente, no acabó ninguna, de lo cual se siente muy orgulloso. Trabajó, algo había que hacer, como vendedor de puertas de seguridad, ayudante topógrafo, árbitro de fútbol, dependiente de grandes almacenes, delegado de ventas, director comercial y, finalmente, empresario del sector de la hostelería. Reside en Málaga desde hace 30 años. Su hobby es pensar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 feb 2023
ISBN9791220138246
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    Daños colaterales - Ángel Meana

    CAPÍTULO I o CAPÍTULO XIII, según se mire

    RODRIGO (CARCASTILLO)

    El último día del mes de agosto del año del Señor de 1736 no se le olvidó nunca a Rodrigo Castillo…

    A pesar del tórrido y agobiante calor que hacía en el valle, Rodrigo sintió un frío intenso y estremecedor que le recorrió todo el cuerpo cuando de pronto se encontró con su mejor amigo, Pere, en el camino que unía su pueblo con el pequeño castillo propiedad de su familia y donde él vivía.

    Por aquel entonces reinaba en España Felipe V y el país andaba convulso, enfrascado desde hacía ya mucho tiempo en recuperar buena parte del prestigio perdido y en tratar de reformar, de paso, el desmesurado aparato militar, maltrecho y extenuado tras las recientes guerras e impresionado por el tremendo poder que Francia había acumulado durante los últimos años.

    En los pueblos y aldeas de España se percibía un ambiente encrespado y difícil, producto de la abusiva subida de impuestos, las enfermedades y, al tiempo, de la perenne escasez de alimentos. La gente malvivía asustada y temerosa del aún más negro futuro que se avecinaba a pasos agigantados.

    Ese cálido y bochornoso día del final del verano de 1736 fue el primero que Rodrigo no pudo disfrutar en casa con su familia; fue la ultima ocasión también que pudo atravesar, libre, las tierras de Carcastillo que le vieron nacer y donde se crio y fue también la última vez que pudo ver la casa de sus padres antes de iniciar la huida que le llevó ya el resto de su desgraciada y agitada vida.

    Rodrigo no acertó nunca a comprender del todo ni las razones ni el porqué de lo que le aconteció a él y a su familia entera aquel fatídico día de tan infausto recuerdo aún hoy en toda la comarca.

    Aquella aciaga tarde, cuando la luna ya avisaba de la inminente entrada de la noche, al regreso del viaje que hacía a diario al pueblo cercano y cuando ya divisaba su casa a lo lejos, fue interrumpido violentamente en su camino por las señales y aspavientos que le hacía Pere, su amigo entrañable de infancia, más tarde compañero también de andanzas juveniles y ahora, en ese preciso momento, portador de crueles noticias.

    —¡¡Alto!!, ¡alto! ¡Detén el caballo! —vociferó su amigo mientras salía de detrás de unos arbustos y corría hacia el encuentro de Rodrigo, que ajeno a lo que sucedía no daba crédito a los gritos desaforados que escuchaba—. ¡¡No sigas!!, ¡¡no sigas más!! — repitió.

    Mientras Pere se acercaba, sin remisión pasó por la mente de Rodrigo la imagen de su padre, muy débil y enfermo en los últimos días, y se temió lo peor.

    —¿Qué te ocurre? —preguntó nervioso—. Has asustado al caballo y casi me haces caer —le dijo a su amigo, irritado—. ¿Qué pasa?, ¿es mi padre? ¡Habla pronto!

    —No, no… es eso… —respondió su amigo jadeando y hablando entrecortadamente por el esfuerzo—. Pero no puedes seguir; tienes que huir de inmediato.

    Pere, extenuado, se agarró al bocado del caballo para no caer; estaba demasiado excitado.

    —¡Tienes que huir! —repitió como buenamente pudo.

    —No te entiendo; ¿qué quieres decir? —Rodrigo no salía de su asombro—. ¡Por Dios, habla de una vez! — le gritó.

    —Te esperan en el castillo para prenderte —su amigo pudo decir al fin.

    —¿Quién? ¿Por qué? —preguntó Rodrigo cada vez más alterado mientras desmontaba apresuradamente del corcel.

    —La Inquisición, la Santa —aclaró Pere—. Ya lo han hecho con tus padres y con tu hermana Inés y ahora te esperan a ti; tienes que huir sin más dilación; no puedes perder tiempo, pues te va la vida en ello.

    —Pero… ¿por qué? ¿Es que se han vuelto todos locos? —preguntó Rodrigo agarrando del cuello con cierta violencia a su amigo.

    —Tu familia ha sido denunciada —Pere trataba de soltarse—. Han venido a buscaros en nombre del rey. No tienes tiempo; márchate y escóndete —casi le ordenó.

    —Pero… —Rodrigo aún no entendía nada de lo que ocurría—. ¿Cómo es posible? ¿Quién nos ha denunciado? ¡Habla de una vez…!

    —Aún no lo sabemos; los alguaciles están dentro del castillo y tienen detenidos a tus padres.

    —Y mi hermana, ¿qué es de ella?, ¿dónde está Inés?

    ¡Dime algo más! —volvió a gritar.

    Las preguntas se agolpaban en su confuso y maltrecho cerebro mientras su amigo ahora le rodeaba con su brazo y le empujaba con fuerza hacia el caballo.

    —Creo que está encerrada en su habitación. Hay muchos mangas verdes rodeando la casa, escondidos tras los árboles. Yo he podido salir con el carro y no han sospechado que venía a tu encuentro, pero aquí corres peligro. Tienes que esconderte —le aconsejó de nuevo Pere.

    —No puedo abandonarlos ahora, me necesitan — replicó Rodrigo encorajinado—. Iré a su encuentro y aclararé lo ocurrido; ha de ser un error, un tremendo error; hablaré con los alguaciles y verás como todo se arregla.

    —Si haces como dices —Pere lo paró—, poco podrás ayudarles; te detendrán y estarás igual que ellos; los podrás defender mejor si no te atrapan; piénsalo bien.

    En aquel tenso e intenso momento, imperaron la sensatez y el juicio de Pere sobre la furia y la ansiedad de Rodrigo y este, al cabo, lo reconoció a duras penas.

    —Quizás, quizás lleves razón y estés en lo cierto —lo pensó mejor—. Haré lo que dices al menos por el momento; buscaré ayuda entre los amigos de mi padre y regresaré en cuanto pueda.

    Rodrigo, de un salto, montó en su caballo y habló a Pere desde lo alto con la voz grave y el semblante circunspecto y crispado:

    —Vive Dios que te encargo por nuestra amistad que veles por ellos mientras yo no esté a su lado. Te suplico que no los dejes ni un solo momento.

    —Sabes que eso nunca lo haré —replicó su amigo—. Confía en mí, confía siempre en mí.

    Rodrigo se volvió sobre el caballo y miró otra vez hacia el castillo, ya iluminado por las antorchas encendidas. Le pareció distinto y no sabía en verdad todo lo que había cambiado…

    Alargó su mano hasta Pere y este la apretó con fuerza; después Rodrigo picó al caballo con sus talones e inició raudo la marcha atravesando por entre los árboles las negras sombras de la noche en dirección contraria a su casa, alejándose de todo. Mientras galopaba, cruzaron por su cabeza imágenes de sus padres y de su hermana Inés; a partir de aquel momento ya nunca pudo dejar de pensar en ellos. 

    Durante un buen trecho, Rodrigo dirigió su caballo sin rumbo ni tino, sin saber dónde podría esconderse y ni tan siquiera, lo que aún era más grave, por qué tenía que hacerlo. Entre tanto, pensó que, si le estaban buscando, lo primero que vigilarían serían las casas de sus amigos o de sus familiares, así que por el momento aceptó sin remisión que no debía acercarse a ninguna persona conocida que pudiera comprometerlo o delatarlo; pero entonces, ¿hacia dónde ir?, ¿qué hacer…?

    Absorto en sus pensamientos continuó Rodrigo en su infeliz deambular, galopando en unas ocasiones, trotando en otras, hasta que su agotado caballo no pudo resistir más. Al cabo de un par de horas eternas, errantes y desesperadas, encontró la ribera de un pequeño arroyo y paró a descansar por fin. El río donde había llegado, llamado el Aragón, separaba los límites de su terruño y de su vida. De pequeño, aquel riachuelo, desde la primavera y hasta finales del estío, le había servido en infinidad de ocasiones de bálsamo y de diversión; antaño solía acercarse a él para jugar y para bañarse con sus amigos, pero nunca había necesitado recorrer tanta distancia para llegar hasta su amable orilla como esa negra noche de agosto. La misma agua, kilómetros atrás, en su merodear silencioso y continuo, había pasado también cerca del castillo, cerca de su casa.

    Ahora, triste y añorante, rendido, Rodrigo se tendió bajo una enorme endrina y sobre la hierba olorosa y húmeda. Cansado, se durmió sin quererlo, preso de la fatiga y el agotamiento que el día que ya terminaba le había traído. No sabía aún en ese momento que no volvería nunca más a sus pagos y que nunca jamás volvería a ver a su gente… 

    En las semanas siguientes a la precipitada huida, Rodrigo vagó de incógnito de un lugar para otro intentando encontrar alguna manera de ayudar a su familia. Pere, su amigo del alma, lo mantenía informado a duras penas mediante un código de señales y escritos que, día a día, iba construyendo con las pocas noticias fiables y ciertas en torno a la denuncia y al apresamiento de las que disponía. En algunas ocasiones incluso lograron verse unos instantes en distintos lugares y en diferentes horas, siempre con el peligro de que siguieran a Pere y dieran con la presa que andaban buscando con fruición malsana y que a la llamada autoridad aún le faltaba para completar la felonía y la indignidad iniciada contra aquella familia.

    Rodrigo intentó varias veces, en vano, buscar ayuda y socorro entre sus amigos más íntimos y entre los familiares más cercanos, pero el temor que causaban los registros y la vigilancia extrema de los inquisidores y alguaciles, amén de las posibles delaciones de los siniestros informadores a sueldo, frenaron todos sus intentos. Forzados por las adversas circunstancias, casi todos ellos declinaron el auxilio y el compromiso y el que se atrevió fue también acusado de complicidad e incluso alguno de ellos, como su primo Federico, arrestado durante unos días. La amenaza constante de la Inquisición se cernía implacable y certera también sobre todos ellos. Libre aún su cuerpo pero preso de la impotencia, Rodrigo lloró amargamente su cruel e injusto destino, errante y solo.

    Transcurrido justo un mes desde aquel fatídico día de finales de agosto en que sobrevino la desgracia, Pere le comunicó a su amigo los términos finales de la dolosa acusación, ya una vez hecha oficial, y los cargos que se habían formulado contra él, ahora en rebeldía, y contra el resto de su familia. Según le informó, se les acusaba en primera instancia de gran herejía, término usado en la época para englobar cualquier asunto de extrema gravedad y que requería aquel título tan rimbombante y a la vez tan difuso como el mencionado para establecer el nivel de la denuncia. El acusador e inductor del sumario, según relató su amigo, provenía de Valladolid, feudo entonces de la cruel organización en aquella zona, y se trataba del inquisidor llamado Vidales. 

    El extremo secreto que rodeó aquella terrible imputación hizo que, al comienzo de la instrucción, la parcial actuación del investigador del caso quedara sin eco entre la gente del pueblo, pero transcurrido cierto tiempo ya era de dominio público y comentario general en la comarca lo que en realidad estaba aconteciendo. Nadie entendía ni el proceso en sí mismo, ni el afán, ni la dureza desmedida con que estaba actuando la todopoderosa Inquisición en general y aquel sujeto llamado Vidales en particular.

    Este personaje, impulsor principal y único de aquella causa, era mal temido por ser una persona religiosa en extremo y perseguidor severo y enconado. Hombre persuadido hasta el límite de que las ideas que preconizaba habían de ser dogmas, amén de que sus desmanes continuos, reiterados e incluso a veces sangrientos desde tiempo atrás le habían dado terrible fama en toda su jurisdicción e incluso más allá, en los confines del reino, según noticias fidedignas. 

    Aunque hasta ese preciso momento el inquisidor no se había significado nunca, ni especialmente contra la familia Castillo, a aquellas alturas del proceso sí que existían ya en el pueblo rumores y hablillas de envidias y rencillas anteriores, referentes a alguna herencia ancestral o quizás también, maldecían algunos otros, a causa de las reiteradas negativas de Inés, la hermana de Rodrigo, a desposarse con el hijo de Vidales, Román. La única realidad constatable y cierta es que la inventiva popular superaba por momentos a los hechos y con ellos a la verdad.

    El proceso iniciado, una vez hecho público, fue ruidoso y al mismo tiempo tan injusto como escandaloso, según reflejaban las crónicas, debido en gran medida a la parcialísima actuación del tribunal encargado ex profeso desde Valladolid para tal menester. El espíritu dirigido de la denuncia, los testigos llamados a declarar, vox populi, casi todos ellos enemigos declarados de la familia Castillo, el desprecio hacia la defensa de que hicieron gala los intervinientes por parte del Estado y la falta de cualquier prueba fehaciente hicieron de aquel juicio una pantomima tan atroz como falsa y delirante.

    Sin embargo, tal era el poder que acumulaba el inquisidor provincial que el veredicto final de condena, como no podía ser de otra forma, no tuvo mayores problemas para la acusación e incluso la apelación posterior ante la Suprema ratificó igualmente la sentencia dictada en primera instancia, sin más derecho de réplica.

    La suerte o la desgracia, siempre según se mire, estaba echada desde entonces para Rodrigo y en especial para su familia presa. Así, sus padres fueron condenados a prisión inmediata sin atenuantes y Rodrigo declarado prófugo y en busca por la justicia. Su joven hermana Inés fue cedida en adopción y todas las posesiones y bienes de la familia Castillo fueron incautados y puestos a la venta con insólita premura.

    El reino del terror bajo la mano ejecutora de Vidales había descargado contra aquella familia toda su crueldad y su fuerza. Se consumaba así uno de los más tristes y lamentables episodios que en su inmenso e infausto debe tuvieron las actuaciones de la Santa Inquisición y que fueron infinidad, según reflejan las crónicas, en su perverso rondar por aquella parte de la historia más negra de España y de la humanidad. En particular, la estirpe de los «del Castillo», según eran conocidos en la comarca, prácticamente quedó aniquilada con aquella cruel sentencia que se había dictado en su contra.

    El pueblo de Carcastillo, incrédulo y resignado, asistió impotente a la sinrazón de aquel exterminio. La Inquisición y con ella también Vidales campaban a sus anchas. España era tan solo un solar con inhumanos y atroces dueños.

    Rodrigo, al enterarse finalmente del veredicto en contra de su familia, herido y desolado, a la entrada de una pequeña cueva que ahora le servía de refugio, profirió un terrible alarido, blandió su puñal al cielo y a gritos juró venganza; luego el eco del valle ya la hizo eterna.

    Rodrigo hubo de recapacitar poco tiempo después: ¿qué podía hacer?, se preguntó. Estaba solo, cansado y desvalido ante la poderosa institución y ante sus secuaces y lacayos. Además, según le contó también su amigo Pere, el inquisidor Vidales, una vez finalizada la farsa de aquel juicio, había desaparecido sin dejar rastro, asustado quizás por la temida y segura represalia de Rodrigo que hubiera de llegar. Para mayor vergüenza, nunca en el pueblo habían sentado sus reales tantos y tantos soldados, alguaciles y mangas verdes como ocurría por aquellos días, hecho que corroboraba el miedo y el recelo que producía la posible venganza del hijo prófugo. 

    Pero si materialmente era casi imposible acercarse al inquisidor, ¿qué podía hacer Rodrigo entonces…?

    El único castillo libre, bien aconsejado una vez más por su amigo del alma, Pere, aceptó que, si lo reconocían, lo detendrían sin más y que finalmente correría la misma suerte que el resto de su familia. Convino así que por un tiempo tenía que huir lejos y desaparecer y que, en todo caso, cuando las circunstancias fueran favorables, aprovechara alguna oportunidad que pudiera surgir, siempre sin poner en peligro su vida, y regresar indemne para tratar de restañar las heridas y recuperar todo cuanto había perdido. Rodrigo era, además, la más valiosa esperanza para todos y lo que era aún más importante, la última.

    Pasadas varias semanas escondido en los montes cercanos al valle, debido al cerco que día a día aún más se estrechaba con motivo de su busca por la mal llamada justicia, amén de la recompensa ofrecida por su arresto, debilitado por el hambre, sin poder hacer efectiva aún su ayuda a la familia y cada vez más acuciado por el temor de su apresamiento, un día cualquiera ya del crudo invierno que se cernía sobre el norte de España, Rodrigo Castillo decidió marchar hacia otras tierras y esperar a que el tiempo, al menos él, le ayudara en su intento de regresar algún día, vengar su afrenta y recuperar todo lo que le había sido arrebatado con tanta maldad y alevosía.

    Iniciada la huida en su famélico caballo, cabalgó solo hacia el sur durante muchas jornadas comiendo lo que se cruzaba en su camino, algún conejo, alguna perdiz, lo que furtivamente y amparado en la oscuridad de las noches robaba en los huertos que se encontraba a su paso o simplemente compartía en el camino lo que le ofrecía algún que otro viajante y a veces, las más, sencillamente ayunaba a fuerza de no tener nada que echarse a la boca.

    En su triste deambular buscando algún destino y casi muerto de esfuerzo y ya de hambre su caballo, llegó por fin a la ciudad de Granada, donde trató de asentarse en primera instancia, pero el crudo invierno del año del Señor de 1736 que todavía fustigaba por aquel tiempo a la ciudad de la Alhambra le determinó en pocos días a abandonarla y proseguir con su solitario destierro, dirigiéndose aún más al sur. Encaminó entonces sus pasos, escondido y anónimo en medio de una caravana, hacia la llamada Hispalis romana, Ishbiliya mora y ya Sevilla cristiana. Según noticias que le fueron referidas por un bachiller que conoció cerca de Santa Fe, Triana y la Giralda prometían superior vida y más oportunidades que el Albaicín y la puerta de Elvira, «Desde luego mucho mejor en la ribera del Guadalquivir que en la del Genil», le aseguró finalmente el licenciado con cierta impertinencia gongorina.

    Una vez llegado tras duras jornadas de camino a la ciudad elegida finalmente, más hambriento y andrajoso si cabe, trató primero de buscar refugio y algún trabajo que le ayudara en su terrible e ignominiosa escasez, pero para su aún mayor desgracia soplaban malos, terribles vientos ya casi huracanados para el país en general y para la ciudad de Sevilla en particular. España estaba en bancarrota total, apurada in extremis por los onerosos gastos militares y por las deudas que el país mantenía con la banca europea. La monarquía borbónica había suspendido pagos, por lo que una ingente masa de pobres y desarrapados malvivía lastimosamente en todo el Estado y especialmente en Andalucía, debido a su particular morfología económica con enormes latifundios casi feudales aún, en su mayoría sin cultivar, y sobre todo debido al escaso trabajo que los nobles y terratenientes en esos años ofrecían a la maltrecha y famélica plebe.

    Con estas negras perspectivas presentes en su ánimo, su ansiado regreso al pueblo que le había visto nacer se complicaba en demasía. Rodrigo, atemorizado, triste y sin noticia alguna de su gente, tampoco se atrevía a volver aún y tampoco sabía ya hacia dónde ir; casi se le había acabado el sur y con ello, la tierra firme.

    Así pasaron cinco sórdidos y miserables años de la vida de casi todos los españoles en general y de Rodrigo, por dos veces ya

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