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Spaghetti Paradiso
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Libro electrónico396 páginas4 horas

Spaghetti Paradiso

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Un abogado en prácticas inexperto y un poco torpe se ve involucrado en la defensa de dos mujeres muy diferentes entre ellas por edad y clase social, unidas por el hecho de ser ambas víctimas de la violencia. A partir de aquí se desenmaraña, aderezado por intrigantes mezclas culinarias, un denso entramado de historias y personas que, entre el suspense y la gravedad, se adentra en el fenómeno del acoso y de la manipulación por medio de una sucesión de eventos destinados a revelar una realidad insospechable. En una encantadora Puglia, descripta de manera cuanto menos original, Nicky Persico guía al lector a través de un mundo de individuos peligrosos (enemigos invisibles ante los ojos de todo el mundo, y sin embargo envidiosos de la vida y la vitalidad de las víctimas que persiguen) proponiendo la receta que su protagonista ha ideado para transformar elementos triviales en filosofía de vida: los Spaghetti Paradiso.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento16 may 2019
ISBN9788893984850

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    Spaghetti Paradiso - Nicky Persico

    Nicky Persico

    Spaghetti Paradiso

    Traducido por María Acosta

    Nicky Persico © 2019.

    Trabajo con derechos de autor - todos los derechos reservados - cualquier divulgación o reproducción, incluso parcial, está prohibida a menos que esté expresamente autorizado

    Has descrito el infierno, aquel de las mujeres que no tienen voz, que no saben pedir ayuda.

    Porque no lo consiguen, porque no pueden, porque no quieren.

    O, en verdad, porque es esto lo que creen.

    Pero es sólo un maleficio, un hechizo mortal.

    Han comido la manzana equivocada, que parecía hermosa, en cambio estaba vacía y podrida.

    Podrida en el interior.

    NO-TIEMPO

    Oscuridad. Oscuridad absoluta. El tiempo está parado. Cierro la puerta del bufete. El último en salir, como ocurre a menudo.

    Tampoco el ascensor, tampoco esta vez. Me deslizo con decisión por una angosta y polvorienta escalera de cemento. De esas que conducen, normalmente, a los aparcamientos subterráneos, con las franjas rojas y blancas en los bordes, las colillas apagadas y el típico olor de humedad y ambiente cerrado.

    Después del último tramo de escaleras paso una puerta de hierro abierta, con la barra antipánico. La zona de aparcamiento está semivacía, despejada. Un tubo fluorescente, medio averiado, ilumina malamente algunos de sus rincones creando amplias zonas de penumbra entre las columnas y las bandas amarillas del pavimento.

    Las rampas están desportilladas y marcadas por maniobras torpes. Hay aparcados dos coches.

    Voy hacia el mío, enseguida, al doblar la esquina, descubro una figura inmóvil, a unos metros. Me quedo helado.

    Una mujer alta. Abrigo largo, oscuro y un sombrero de ala ancha. Cabellos largos y claros.

    La reconozco aunque me de casi la espalda. Nos hemos visto un poco antes, en el bufete. Luego se marchó, unos minutos antes que yo.

    Está inmóvil. Con los brazos estirados empuña, con las dos manos, una pistola cromada que apunta con firmeza, con seguridad, delante de ella.

    La observo y mientras tanto observo todo lo que hay a mi alrededor, como si sólo estuviese corriendo mi tiempo mientras que el resto es una imagen congelada.

    Doy otro paso, en silencio. Ahora veo mejor.

    El arma que la mujer estrecha con las dos manos está apuntando a alguien, todavía no visible, enfrente de ella.

    Con esfuerzo distingo su aspecto: una figura femenina con abrigo oscuro y sombrero. Cabellos largos y claros.

    ¡Son idénticas!

    También ella aferra una pistola que apunta hacia su gemela. Pero lo hace con una sola mano y tiene el cuerpo de perfil con respecto a su objetivo, como en un duelo de otra época.

    La cabeza girada, alineada con el hombro derecho y el brazo levantado. Puedo intuir que observa la mira, como hace un tirador de precisión que mira una diana en el polígono de tiro.

    Tres puntos alineados: ojo, mira, objetivo.

    Dos mujeres armadas, totalmente inmóviles.

    Realmente, es obvio, una se defiende de la otra.

    Una asesina, una víctima, y luego yo: el elemento inesperado, la variable imprevista, una complicación o una suerte inesperada. Todo depende de lo que suceda de ahora en adelante.

    De lo que podré hacer y si podré hacerlo.

    De cómo me moveré y si lo haré.

    Puedo permanecer petrificado por el miedo o inmóvil, por decisión propia. Puedo gritar, es mi instinto natural, o tirarme al suelo, o huir intentando protegerme, o dar un paso hacia ellas, o retroceder.

    Puedo hacer cualquier cosa, o no hacer nada, y puede que cambie todo: la vida, o también la muerte.

    Una cosa es segura, de todas formas. Una de aquellas mujeres no está sólo defendiendo su vida: también está defendiendo la mía.

    Si la asesina prevalece sobre su objetivo, luego me matará también: soy un testigo.

    Puedo esperar, y desear que ocurra lo contrario. O puedo actuar

    ¿Pero cómo?

    Nadie podría imaginarse tener que decidir algo tan importante en unos pocos minutos. Y en cambio, puede suceder.

    Ni siquiera yo hubiera podido imaginar hallarme en una situación parecida.

    Nunca habría pensado poder ser juez, o árbitro, o un factor determinante en la vida de otras personas. Las mismas personas que, paradójicamente, eran jueces y árbitros de la mía.

    Y tener que decidir en una situación de no-tiempo qué hacer. O no hacer, sabiendo que podría ser la diferencia entre vivir y morir.

    El tiempo no es siempre igual.

    Hay años que duran un momento, e instantes que no parecen eternos: lo son realmente. Esto es el no-tiempo.

    Al lado de mí, sobre una repisa de la pared, una forma voluminosa de metal, quizás un tornillo de banco de carpintero¹, olvidado quién sabe por quién. Me había dado cuenta de su presencia por un reflejo, poco antes de pararme.

    Lo cojo mecánicamente, sin pensar. Pesa por lo menos un par de kilos. Está frío.

    El instinto es el espacio de un instante que no existe.

    No-tiempo.

    ***

    A muchas personas les ha ocurrido, por ejemplo después de un accidente, no tener ningún recuerdo consciente de lo que había sucedido. Para más tarde, en cambio, descubrir  que habían conseguido girar, frenar y alargar al mismo tiempo un brazo protegiendo a alguien. A menudo movimientos eficaces, corrientes. Quizás la mejor decisión que se podía tomar dada la coyuntura.

    A pesar de que, mientras revisaban lo acaecido, no había habido interrupciones, o pausas, en la secuencia de los hechos: algo inesperado o imprevisto había ocurrido y habían actuado en consecuencia.

    ¿Pero en qué momento han decidido cómo actuar? ¿Cuándo, en qué momento han podido reflexionar sobre las acciones que después han puesto en práctica? ¿Cuándo, en qué momento han llevado a cabo el proceso de preguntarse lo mejor que podían hacer, o no hacer, entre todas las posibilidades, incluso seleccionándolas o descartando alguna por medio de los efectos colaterales que podrían producirse?

    La respuesta sería: jamás, porque no tuvieron, materialmente, tiempo.

    Y sin embargo existe una incongruencia porque, de hecho, han escogido y luego han realizado gestos calculados y razonados. Ni casuales ni confusos.

    ¿Cómo se explica, entonces?

    «He actuado por instinto» dirán.

    Pero lo que ellos llaman instinto ha ocupado la razón por un lapso de tiempo que no ha existido jamás.

    El no-tiempo.

    Que, sin embargo, ha existido, a pesar de no poder ser medido según nuestras convenciones. Quizás se pueda definir como tiempo expandido. O incluso tiempo eterno: ya que no es mensurable su valor esencial, saltan todos los parámetros que el ser humano ha fijado para medir el tiempo.

    De estas cosas ya había oído hablar. Sí. Con respecto a la velocidad de la luz. Si pudiésemos viajar a esa velocidad podríamos ver detrás de los ángulos.

    Algo había oído, en cierto sentido, también con respecto a Maradona.

    Maradona era un campeón porque era más veloz, más rápido decidiendo. Sólo unas pocas milésimas de segundo, quizás, pero suficientes para ser imprevisible: cuando los adversarios entendían lo que pasaban era demasiado tarde. Pensamiento y acción, transmisión neuronal, cálculo dinámico: lo que el resto del mundo llama talento. Algunos, en cambio, usaban el término barrilete cósmico.²

    No obstante, la magia de Maradona se cumplía, a los ojos de la gente, cuando el balón entraba en la red. En realidad, la magia ya había sucedido cuando el balón de cuero perdía el contacto físico con su pie. En ese momento todo ya había ocurrido, pero todavía no se había materializado el resultado.

    De hecho, desde ese momento en adelante nadie hubiera podido parar los acontecimientos. Sólo asistir y, según a qué grupo de fanáticos se perteneciese, esperar.

    Pero una persona, sólo una en el Universo, sabía, sentía, que el balón acabaría justo allí, donde él había decidido que tenía que acabar, en el instante que había imaginado, valorando en proyección las posiciones, las distancias, la velocidad y los movimientos del adversario, los compañeros de equipo, el portero, la posición espacial de la portería, y todas las otras variables que existían. En una combinación dinámica entre ellas.

    Maradona lo sentía, a pesar de que ni siquiera él lo creía en el fondo. De hecho, se regocijaba sólo cuando el balón entraba en la red. Y se le hubiésemos preguntado cuándo había  hecho todos esos complejos razonamientos que lo habían llevado a una secuencia impresionante de decisiones, realmente habría respondido que lo había hecho por instinto.

    Sea de la forma que sea, cuando el balón abandona el empeine de la bota de fútbol ha comenzado el momento en el que no se puede volver atrás: la gloria o la consternación eterna, para Maradona.

    Ese fragmento de tiempo, justo ese, que sea eterno o no,  a muchos se lo parece. Ese momento en que todo se ha cumplido y después del cual a los acontecimientos sucesivos sólo se puede asistir, no se puede medir con ningún reloj del mundo.

    ***

    Un gesto imprevisto, veloz y decidido. Alargo la mano, cierro los dedos  empuñando con firmeza el metal y comienzo a moverlo en círculos con amplios movimientos del brazo, ayudado por el rápido giro del hombro.

    Como en el tenis cuando se inicia el servicio.

    El pesado objeto metálico, en efecto, comienza a coger velocidad en el mismo momento en que mi manera de moverme, como había imaginado, atrae la atención de las dos mujeres por un brevísimo e infinitesimal instante.

    Percibo su atención, pero sólo pueden dedicarme una parte marginal de su mente y de sus sentidos, en la situación en que se encuentran. Separar la mirada del adversario puede ser fatal, y ninguna de las dos lo haría jamás. Por esto se habían quedado inmóviles al verme llegar.

    Pero a pesar de su frialdad o de lo concentradas que puedan estar, a pesar de toda la adrenalina que puedan tener en el cuerpo, el instinto les deberá llevar, por fuerza, a dedicarme por lo menos el tiempo suficiente para comprender lo que está sucediendo. Su razón, a pesar de no quererlo, debe tener en consideración ese movimiento, ese zumbido inesperado, proveniente del ángulo más oscuro de todo el aparcamiento, que significa que me he movido.

    He oído que, por término medio, los tenistas no profesionales consiguen poner la pelota a una velocidad de más de 180 km/h, en el momento de golpearla.

    Yo mido, más o menos, un metro ochenta, y peso unos 78 kilos, y he jugado al tenis.

    Pero sobre todo era capaz de lanzar una piedra por lo menos a una distancia un tercio más lejana que el resto de mis amigos, cuando éramos unos niños. Me defendía bastante bien. Y tenía una puntería infalible.

    Son esos extraños talentos que cada uno tiene consigo. Cosas que no sirven para nada a menudo. Cosas que te son innatas y no sabes por qué.

    Las dos mujeres, por lo tanto, han tenido que volver parte de su atención hacia mí. Ambas, en su mente, están estudiando ese movimiento imprevisto. Su instinto está intentando comprender qué hace con exactitud aquella sombra. A qué se debe aquel movimiento repentino que, a pesar de ello, han advertido.

    En ese mismo espacio temporal necesario para plantearse la cuestión el giro del brazo llega a su fin.

    Ahora mis dedos, según una orden precisa del cerebro, sueltan el frío trozo de metal, que se mueve hacia su objetivo a una velocidad impresionante, lanzado con todas mis fuerzas después de haberlo cargado de inercia.

    Si quisiese hacer una estimación, el objetivo hacia el cual he lanzado la pesada mordaza de carpintero, diría que está a unos 15 o 20 metros de mí.

    Ese objeto, calculando por defecto a una velocidad de 160 kilómetros por hora en el momento en que mis dedos lo han lanzado, cubrirá el recorrido en unas pocas milésimas de segundo, además de ser prácticamente invisible, debido a la débil luz del aparcamiento.

    Naturalmente, he escogido el objetivo.

    Rápidamente, por instinto, ya lo he dicho. Pero, entre los instintos, el instinto primario humano, la supervivencia, es más veloz que los otros, y mi objetivo consigue percibir el peligro y  adoptar una actitud defensiva: apartar el pecho para alejarse, o por lo menos esta es su idea.

    El movimiento no ha sido suficiente.

    El trozo de hierro, inexorablemente, alcanza e impacta violentamente en el cráneo, produciendo un macabro sonido.

    La mujer que ha sido golpeada se desploma de golpe, cayendo al suelo como un títere, y la otra, fuera de tiro, comienza a volverse para mirar hacia mí.

    Todo ha sucedido como debía. No se puede volver atrás y las consecuencias de mi acción son desconocidas. Quizás he salvado a la persona buena y a mí de un solo golpe.

    Quizás.

    Si, en cambio, he escogido mal mi objetivo, he quitado de en medio a la única persona que habría podido hacer algo por salvarme la vida. La mujer más cercana a mí, la que empuña la pistola con las dos manos, después de volverse, me matará.

    Cómo decidí actuar, cómo he escogido, y cuándo lo decidí, todo esto, no sabría decirlo. "Actué por instinto."

    A continuación, un sobresalto. Todo está oscuro a mí alrededor. Ningún ruido.

    Intentaba concentrarme, razonar. Estaba alucinado. El corazón me latía a lo loco y los músculos no respondían.

    Intentaba moverme.

    Después de haber abierto con dificultad un poco los ojos me di cuenta de que era de noche. Bien entrada la noche.

    Intentaba, como siempre ocurría, calmar el nerviosismo. No pasa nada, me repetía, no pasa nada. Lo conseguimos: ha sucedido otra vez.

    Ha sido un sueño.

    Un sueño que conocía muy bien.

    Es siempre igual y terminaba todas las veces así, porque me despertaba de repente.

    LA MAFIA NO EXISTE

    Entre todas las cosas que habían llamado mi atención del abogado Spanna cuando lo conocí una en particular me había asombrado.

    Los zapatos.

    Sus zapatos.

    Eran viejos, realmente viejos. Pero bien conservados. Muy trabajados, diría: negros, costura inglesa, limpios. Probablemente con las suelas cambiadas una y otra vez. Probablemente Church Burwood³. Con cada pisada emitían siempre un característico y leve crujido que convertía todavía en más austera la forma de andar de aquel hombre anciano, bien plantado y arreglado.

    Sus zapatos.

    Cuando me lo encontré la primera vez mi mirada fue atraída, no tanto por la figura, sino porque me evocaba un encuadre específico de la película Cadena perpetua: un primer plano de los zapatos de Brooks.

    Brooks era uno de los presos condenados a cadena perpetua; ahora, ya anciano, está encargado de labores socialmente útiles. Libre, en la práctica, pero deshabituado al mundo fuera de la prisión, tanto que la echa de menos. Seco y musculoso, a pesar de la edad, bajo, con la espalda y los hombros curvos y las manos como tenazas.

    El encuadre partía desde un primer plano de sus zapatos: viejos pero cuidados. Negros, brillantes y robustos como los de los marines americanos (tipo Church Shannon,⁴ para hacernos una idea). La cámara seguía subiendo lentamente por las piernas de aquel hombre canoso para a continuación, girar a su alrededor y llegar hasta el rostro curtido: de pié encima de una mesa de madera, estaba intentando grabar con una navajita la frase Brooks estuvo aquí en la viga donde se mataría poco después.

    Quién sabe porqué me había venido a la cabeza aquel encuadre. Me lo he preguntado muchas veces pero nunca he encontrado la respuesta. Jamás.

    Quizás porque siempre he pensado que por los zapatos de un hombre es posible entender muchas cosas sobre él. O quizás también porque Brooks era cuidadoso, austero y comedido en todos los aspectos. Lo fue incluso en la forma de morir. Y también de él me habían llamado la atención los zapatos.

    Con aquellos zapatos, paso a paso, decía, el abogado entró en la habitación.

    Sobre el empeine se apoyaban los bordes de unos pantalones azules a rayas. Un clásico, con rayas claras muy finas y no muy juntas⁵. Los pantalones tenían la largura justa: ni un milímetro de más ni un milímetro de menos. Le caían bien. Debajo del traje, perfecta también en los hombros y probablemente hecha en una sastrería, una camisa con el cuello de puntas rectas, turndown collar⁶, de color blanco con rayas azules, corbata regimental⁷ azul con un nudo equilibrado, no demasiado grande, un medio Windsor, naturalmente.

    Esta era la combinación perfecta para el trabajo de abogado: se adapta a todas las ocasiones, comunicaba autoridad pero no señales identificables a primera vista. Ponía al abogado en el sitio justo respecto a cualquier interlocutor y en cualquier contexto.

    Su lenguaje corporal decía: no soy superior a ti pero tampoco inferior. No quiero aparentar pero te respeto y pido respeto por mi trabajo. No soy ostentoso, no busco cubrir defectos de carácter (es decir, tengo puntos débiles reconocibles). Soy una persona equilibrada. Lo que suceda también dependerá de ti. Traducido: autoritario con los clientes, irreprochable con los funcionarios, un escalón debajo de los jueces  que lo querían un escalón por debajo. Sin excesos. Spanna, sencillamente, evitaba y prevenía potenciales equívocos y contrastes basados en el lenguaje no verbal.

    Y usaba esta manera de vestir cuando la necesitaba: si se quería proteger aparentaba inexpugnable, recordaba su pertenencia a un orden. Si sus tonos eran más comunes, se convertía en modesto, preparado para dar un paso atrás, elásticamente, para sugerir estar dispuesto a un acuerdo, a una propuesta atrevida, incluso indecente pero necesaria. Podía tomar partido, sí, pero por una razón de deber legítimo. Irreprochable frente a su colega adversario, pero debía hacer su trabajo. Creíble con los jueces, respetuoso con su papel, pero también de la correcta aplicación de las leyes o de las excepciones a pesar de lo inocuas que podrían ser. Y así todo.

    Eficaz, es el término exacto para describir su forma de vestir.

    Para resumir, en él, en conjunto, nada desentonaba. Los cabellos eran grises, cuidados en su corte y todavía espesos. Las gafas de vista tenían una elegante montura en cromo y las lentes siempre limpísimas.

    El abogado Egidio Spanna había entrado en la habitación, todavía no había pronunciado una palabra, sin embargo ya había dicho lo que pensaba a su interlocutor, que había adoptado la pose psicológica más idónea.

    Me miró durante un momento (aunque fuesen milésimas de segundo, Spanna era capaz de repetirlo empleando exactamente el mismo tiempo) y se dirigió, acompañado por el crujido de sus zapatos negros, a la gran butaca de piel detrás del escritorio, sobre la cual se puso con el habitual movimiento, casi sin producir ruido que no fuese el del cuero que la revestía.

    Después de una rápida ojeada a una nota puesta de manera ostentosa por la secretaria, se quitó las gafas con lentitud, las puso encima de la mesa, se apoyó en el respaldo, relajándose y pasando a continuación, una sola vez, las dos manos por la cara. Era el único momento de relax que se concedía y sólo con personas que conocía: colaboradores, amigos o familiares. Enseguida se puso las gafas de manera rápida y  precisa, y me miró.

    Yo estaba sentado, antes de que él entrase en la habitación, en una de las dos pequeñas butacas de madera al otro lado del escritorio. Incomodísimas. Y estoy seguro que ni siquiera esto era fruto de la casualidad.

    Ahora ya había comprendido bien a ese hombre. Y había llegado el día en que le cantaría las cuarenta. Estaba harto, no me dejaría engañar por sus juegecitos y su dialéctica florida.

    Con una expresión interrogativa me dirigió la palabra en tono amigable. Vagamente paternal.

    «Bien, Alessandro, ¿cómo va todo?»

    Pregunta abierta: necesitaba sondear el terreno.

    «Bien» respondí con rapidez, «estoy intentando orientarme, abogado»

    Respuesta cerrada: hoy te vas a enterar.

    Había comprendido desde el principio que con ese hombre no necesitaba malgastar nada, y menos las palabras. Las palabras llevan tiempo, y las que se derrochan provocan un esfuerzo suplementario en el diálogo, una dispersión de conceptos, un efecto dominó que convierte en agotador cualquier enfrentamiento. La palabra mágica con el abogado Spanna era «esencial».

    Creo que una de las razones principales por las que le era simpático, innegablemente, fuese porque había comprendido enseguida: «habla poco, escucha mucho, se sintético, y también rápido»...

    Para ser claros: con el abogado Egidio Spanna estás en tu derecho de ser un completo idiota y él te lo permitirá: basta que seas rápido.

    A mi respuesta Egidio Spanna permaneció inmóvil. El mensaje era bastante claro: la respuesta cerrada no bastaba, debía proseguir.

    «Estoy comenzando a entender muchas cosas, del Derecho y de la realidad. Hace ya seis meses que vengo a este bufete y la profesión» añadí, pero también yo me sorprendí de la poca convicción que había en el tono «me gusta mucho. Me gusta, en particular, el derecho penal. Es más práctico en los procedimientos y más interesante en su aplicación práctica.»

    El abogado frunció el ceño levemente: percibía una incongruencia en el interlocutor.

    «Pero es indudable que todavía me queda mucho camino por recorrer» proseguí. Sus ojos volvieron a la normalidad y casi parecieron sonreír, complacidos por mi recuperación en tiempo real.

    Se recostó: estaba a punto de hablar.

    «Tú tienes muchas cualidades» comenzó. Pero por el tono pareció lo que era: una premisa negativa. De hecho continuó diciendo: «Quizás demasiadas para este trabajo».

    Pausa. Podía tomar la palabra. Lo hice.

    «Es que el Derecho, a veces, es muy árido, esquemático, anacrónico» argumenté «y no es fácil habituarse a esto.»

    Tuve la clarísima sensación de haber dicho una solemne tontería, a pesar de haber expresado un concepto plausible. Pero no sabía dónde estaba el error. Dos palabras y ya estaba en apuros.

    El abogado se quitó las gafas y pareció dudar.

    «Árido, esquemático y… ah, sí… anacrónico.»

    Repetía mis palabras, diciéndolas con los

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