¡Atrévanse a morir!
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Menuda historia...
Esto sí que no me lo habría imaginado…
Después de pasar a mejor vida por una muerte accidental, Leander Moss relata con pelos y señales qué le ocurre a un ser humano desde el momento de su muerte.
Además de las banales verdades sobre el sentido de la vida y sobre si Dios realmente creó el mundo o no, nuestro héroe salva (con algo de ayuda) nada menos que el universo completo y reconoce que ¡morir no está tan mal!
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¡Atrévanse a morir! - Kai Zaremba (Pseudonym: Leander Moss)
Para mi padre que siempre me quiere.
Si sacáis lo que hay dentro de vosotros,
aquello que saquéis os salvará.
Si no sacáis lo que hay dentro de vosotros,
aquello que no saquéis os destruirá.
Jesús de Nazaret, Evangelio de Tomás
Esto sí que no me lo habría imaginado. Yo tenía otro plan completamente diferente. Aun así, debí haberlo intuido. En la vida, la mayoría de las cosas no salen como uno las había planeado y habría sido fácil llegar a la conclusión de que después de la muerte no iba a ser diferente. Sea como fuere, fue algo inoportuno pasar a mejor vida justo hoy. No estaba listo. Todavía me quedaba pendiente alguna cosilla que me habría gustado dejar resuelta. Por si fuera poco, la fastidiosa luz al final del túnel me deslumbraba como el faro de Alejandría al yate de Ptolomeo.
El libro tibetano de los muertos cuenta que la probabilidad de alcanzar la iluminación, es decir, la posibilidad de escapar del ciclo eterno de la reencarnación de una vez por todas es mayor durante el periodo inmediatamente posterior a la muerte. Justo en ese momento en el que te deslumbra la luz. Después, la dificultad de alcanzar el nirvana y abandonar este estado intermedio, en el que yo mismo me encontraba, crece de manera exponencial. Yendo al grano: se me pasó la salida. Tampoco había ningún cartel que dijese «Por aquí a la iluminación». Al final resultó mejor así, pues si hubiese habido iluminación, no habría libro. A los lectores que deseen ser iluminados sin dilaciones durante el deslumbramiento, les recomiendo que practiquen phowa y que busquen ustedes mismos en Google qué es y cómo funciona.
Como les decía, no estaba para nada de acuerdo con el momento de mi fallecimiento. Tal vez tenía algo que ver con esa lista de cosas que hacer antes de morir que pasea consigo la gente de ahora. En su mayoría, algo así como «algún día seré rico..., emprenderé..., triunfaré..., daré la vuelta al mundo..., empezaré a escribir un libro... etc., etc.» Si me permiten, queridos lectores y lectoras, un consejo bienintencionado de recién fallecido: atrévanse ahora, pues el día de mañana no existe. En algún momento, todos estiramos la pata. Así que carpe diem, mens sana in Campari Soda y esas cosas.
Sobre el tema «algún día...» se me ocurre además un chiste.
Esto es un matrimonio de ancianos que va al juez para divorciarse. El juez le pregunta al hombre:
—¿Qué edad tiene usted?
—Noventa y ocho —responde el hombre.
—¿Y su esposa?
—Noventa y cinco.
—A su edad, ¿a santo de qué quieren divorciarse? —pregunta el juez.
—Pues, ¿sabe?, queríamos esperar a que falleciesen nuestros hijos.
Lo que ya tenía claro antes de morir es que toda energía en vida es prestada. En algún momento hay que devolverla. Lo asombroso es que la mayoría de las personas lo sabe, pero aun así cometen estupideces y se comportan como si fuesen a vivir para siempre. Los antiguos toltecas, y también un servidor fallecido, decían que cada minuto de la vida se debe contemplar desde la consciencia de la propia mortalidad. De esta manera, desaparecen todas las preocupaciones y todos los miedos, excepto el miedo a la muerte, por supuesto. Aunque también este les desaparecerá cuando terminen de leer mi relato. Si resulta que no, entonces lo perderán, a más tardar, tras su muerte. Dicen que todos los miedos en la vida provienen de uno en concreto. Ya saben a cuál me refiero: el miedo a la muerte; decían los toltecas (y C.G. Jung, creo). Lo cierto es que, con la consciencia de su propia mortalidad, disputas como si las ramas del cerezo del vecino le pertenecen a usted o al propietario del cerezo, se esfumarán.
Antes de que siga hablando sobre la luz, esa que casi me cuesta la vista de este cuerpo de energía, seguramente les interese saber cómo llegué a fallecer. La versión resumida es: al salir de frente y mirar a la derecha vino el tranvía por la izquierda. Es curioso como uno ni siquiera es consciente de su propio fallecimiento, si este ocurre de manera tan repentina. Literalmente, me echaron de mi cuerpo y me quedé observando interesado a la masa de personas que formaron un semicírculo alrededor de la cabina del conductor de la línea 1. Me dejé llevar por la curiosidad y me acerqué a descubrir qué provocaba que más de veinte adultos estuviesen dispuestos a mojarse en ese tiempo de perros. En realidad, debí darme cuenta en el momento en que pregunté a uno de los curiosos y no recibí respuesta. Justifiqué su comportamiento pensando que lo ocurrido debía ser tan interesante que el viandante no captó mi pregunta. No fue hasta mucho después que descubrí que no me podía oír, ya que me encontraba en una especie de estado intermedio inmediatamente anterior al avistamiento de la luz al final del túnel, por el que pasan todos aquellos que no mueren de forma natural, sino, por accidente, como fue mi caso, o incluso por asesinato.
Así que me encontré allí, en la última fila del semicírculo de curiosos esperando a que se abriese un hueco que me permitiese ver un atisbo de aquel espectáculo. Si en este instante ya hubiese intuido que con mi cuerpo de luz podía atravesar todo y a todos, me habría abierto paso hasta la primera fila sin miramientos. Me disculpo, lo hice lo mejor que pude. Era la primera vez que moría en esta vida y, siendo un caballero chapado a la antigua, la cortesía me prohibía colarme. Si en vida hubo algo que se me daba bien, era esperar. ¿Alguna vez se ha planteado que nos pasamos la mayor parte del tiempo esperando? Esperamos al autobús, a que lleguen las vacaciones, a que acabe la jornada, al buen tiempo, al nacimiento del niño, a que entre en la pubertad y luego a que la pase pronto. En la consulta del médico incluso hay un lugar con este nombre temido y odiado por los pacientes: la sala de espera.
Como lectores también estarán ustedes esperando a que termine de una vez de hablar sobre el tiempo perdido y esperan impacientes que prosiga con el relato.
Les pido que tengan algo de consideración y comprendan que como recién fallecido tras una vida relativamente larga, a pesar de mi muerte accidental, tengo necesidades comunicativas.
La belleza de la espera se encuentra en que en algún momento termina, como todo en la vida.
En algún momento termina.
Esta idea es especialmente consoladora en situaciones desagradables.
En algún momento terminan.
Y así fue. También mi espera encontró su fin y se abrió un hueco. Lo primero que me llamó la atención de quien yacía, o de lo que quedaba de él, fue su vestimenta. El pobre desgraciado, con las extremidades dislocadas y la cara en las vías, llevaba la misma chaqueta que yo.
Mientras el conductor del tranvía y el revisor intentaban proteger el lugar del accidente, ya se escuchaban las sirenas de la ambulancia que encabezaba la carrera seguida de cerca por el coche de bomberos y el de policía.
—No hay nada que hacer. ¡Este la ha palmado! —dijo uno de los presentes, afirmación que provocó el asentimiento sincronizado de los demás mirones.
Tras reconocer la chaqueta, me fijé en los pantalones y los zapatos del fresco cadáver. También estas prendas me eran conocidas y empezó a invadirme el sentimiento de que algo no acababa de encajar. Mordiéndome con fuerza el índice doblado por la angustia, me permití dirigir la mirada lentamente hacia la cabeza del finado. Bajo el gorro de lana azul manchado de sangre, el cual también me sonaba mucho, vi unos rizos negros canosos que me resultaban muy familiares. De repente, me inundó el miedo. Si se me hubiese ocurrido, habría pedido a alguien que me pellizcase. Pero mi ataque de pánico me llevó a una reacción desmedida. Me coloqué en medio del círculo de personas y grité:
—Creo que soy yo el que está en medio de las vías.
Evidentemente no me escuchó nadie.
—¡Hola! —grité. Ninguna reacción. Mi miedo creció hasta que, de repente, se desvaneció. Entonces tuve la corazonada de que todo aquello solo podía ser un capítulo de «Cámara oculta» y lo más seguro es que uno de mis amigos hubiese planeado este numerito.
—Vale, habéis ganado. Ya podéis parar. ¿Dónde está la cámara? Lo habéis hecho genial. Me lo he tragado, pero ya os he pillado.
Nadie me prestó atención. Nadie ni siquiera miró en mi dirección. Era imposible que fuesen tan buenos. ¿Eran todos actores profesionales? Empezaba a ponerme furioso. Solo me quedaba una opción: debía agarrar a uno de los mirones por el cuello de la chaqueta y darle un buen zarandeo. Me decidí por el revisor del tranvía. Con esta clase de gente tenía cuentas pendientes de todas formas. Los revisores de metro, de trenes o de parquímetros tienen todos un poco la misma aura. Quizás ya se imaginen lo que ocurrió cuando