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Siempre De Azul: Cuentos Escritos En Pandemia
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Libro electrónico189 páginas2 horas

Siempre De Azul: Cuentos Escritos En Pandemia

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Cabrera ha escrito unos cuentos que nos ponen frente al dilema de saber si habla de la realidad social o de los fantasmas propios. Son cuentos que tratan de temas como la familia, las relaciones entre seres humanos, la soledad, los recuerdos, la locura, la maternidad, la ansiedad, los deseos, el caos emocional.

La autora sabe cómo dosificar con virtuosismo las tensiones y los quiebres que muchas veces viven las personas. Pero no se trata de relatos que directamente hablen de la realidad; el valor de la pluma de Cabrera es hacer un extrañamiento para hacernos dar cuenta que hay intersticios, tramas, figuras inquietantes de las que muchas veces no nos damos cuenta y que forman parte de nuestras vidas.
De este modo, los cuentos inquieren al lector, le obligan a identificar lo que no se percibe directamente, acaso las propias realidades internas.
(Iván Rodrigo Mendizábal, crítico literario)
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento15 dic 2021
ISBN9788835432876
Siempre De Azul: Cuentos Escritos En Pandemia

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    Siempre De Azul - María Dolores Cabrera

    Prólogo

    En los años 2020 y 2021 se ha vivido confusión y dolor en el mundo. El virus Sars Cov 2, nos respiró en la nuca. La enfermedad y la muerte rondaron alrededor de las familias, de los amigos, de nosotros mismos. El miedo desnudó los sentimientos más encubiertos y salió a la luz la verdadera naturaleza de las personas. Al inicio el encierro, el confinamiento, la paranoia. Después el fracaso económico de los negocios y la inestabilidad financiera a todo nivel. El quiebre de las relaciones humanas. El desbalance en la salud mental y psicológica de la gente. Se vivió episodios de angustia e impotencia de manera individual y colectiva. El aprender a cuidarse para continuar con la vida y el empezar de cero en medio de la nada, en muchos casos con la ausencia definitiva de seres queridos que no pudieron vencer a la Covid 19, fue devastador. Pero hubo algo que no pereció, que ayudó a sublimar el espíritu, que nos levantó y nos redimió: EL ARTE.

    Escribir en medio de la alarma, del pánico, de la enfermedad o del duelo, no solo ayudó a resistir sino a ser resilientes. La pintura, la lectura, la poesía o cualquier expresión artística, es a veces la única tabla de salvación a la que se aferra el alma humana frente al caos. En mi caso, escribir ha sido siempre sinónimo de sobrevivir.

    No todos los relatos de este libro abordan el tema de la pandemia como tal, pero sí fueron escritos en un momento difícil para la humanidad. La mayoría de estos cuentos se han publicado, mes a mes, en la revista literaria digital Máquina Combinatoria (Ecuador), dirigida por el reconocido escritor y catedrático Iván Rodrigo Mendizábal, a quien agradezco por su generoso altruismo al promover, apoyar y difundir la literatura dentro y fuera del país.

    María Dolores Cabrera

    El jugador

    Leonardo sale de su casa todas las tardes a la misma hora. Camina por la estrecha calle adoquinada del centro de la ciudad que lo lleva a la parada de buses. Ahí espera hasta que llegue el transporte público que lo traslada al norte de la capital. Siempre cabizbajo, pensativo. Tiene el cabello rizado, oscuro y bastante corto. La tez trigueña y una pequeña cicatriz en la ceja por una agresión que recibió en la infancia, percance del que nunca le ha gustado hablar. Va preocupado por una vida que transcurre sin éxito. La incertidumbre flota en su cabeza como una canoa sobre olas agitadas, veleidosas. Busca de manera constante algo mejor, algo nuevo, estimulante, motivador. Vive solo. No tiene padres, ni hermanos. A los dieciséis años abandonó la casa de sus progenitores porque era infeliz, porque no creyó justo que en un hogar se deba sentir miedo, dolor y decepción. Se alejó de una niñez desdichada y a la vez de su precario pueblo rural. No tiene amigos por timidez y desconfianza. No se ha casado ni tiene pareja y a sus cuarenta y dos años tiene fija en su mente la imagen de una sola mujer.

    Leo, como le dicen algunos que lo conocen, llega en media hora a la avenida en la que debe bajarse. Es ancha y siempre está atestada de tráfico. La bulla de los motores, las bocinas de los automóviles, los gritos de la gente que ofrece gangas y ofertas. Todo forma parte de un escenario turbio y caliente al que ya se ha acostumbrado a frecuentar.

    Al acercarse a la esquina precisa, comienza a temblar. Son los nervios. Le ocurre siempre y no puede evitar que la duda lo atormente cada vez que titubea antes de entrar al salón de juegos de azar en el subsuelo de un hotel. En esos momentos y por los prejuicios de una sociedad hipócrita, confunde la sutil diferencia entre el bien y el mal, el delicado límite entre lo correcto y lo incorrecto, el corto paso con el que atraviesa desde la luz hasta el fondo del abismo. La frágil línea entre el placer y la angustia, entre la demencia y la cordura, entre el utópico cielo y el averno de la vida. Tiene miedo de no saber qué es lo que en realidad elige en aquel momento. Pero finalmente entra, aunque tenga que tragar la saliva con firmeza para cruzar ese umbral.

    Una vez adentro, el olor le es familiar. El ambiente habitual. La alfombra con rombos de color vino, círculos verdes entrelazados y líneas con vértices amarillos, es llamativa y recargada. No hay ventanas, solo luces estridentes que están encendidas de día o de noche y el tintineo perenne de los timbrecitos que emiten las máquinas de juego. Todos conocen al hombre que acaba de entrar. Modesto y serio. Sencillo pero impecable.

    —Buenas tardes, Don Leo —le dicen a su paso los empleados, los crupier y hasta el administrador. Él responde a los saludos mientras echa un vistazo por toda el área, en especial hacia la esquina derecha del fondo, donde por lo general está Gabriela. Mujer de piel blanca y un pelo lacio y negro que llega hasta su hombro. Misteriosa y reservada. Silente. Siempre bien maquillada aunque sin excesos. Poco comunicativa. Responde a las preguntas de quienes se dirigen a ella, con monosílabos o con un leve movimiento de cabeza. Sonríe muy poco. Leonardo la mira y siente alivio, una especie de consuelo que lo aplaca tan solo porque ella está ahí, porque su sola presencia le da seguridad. Imagina el perfume que usa y cree que puede percibirlo disperso por todo el salón. La mujer aún es algo joven y casi nunca repite el vestido que usa. Su máquina de juego es fija, siempre la misma. Si está ocupada cuando ella llega, se retira y regresa luego. La temática arácnida de ese juego la cautiva hasta la pasión y tal vez hasta la locura. Las posibilidades de los resultados del azar, incluyen la combinación de todas las variedades posibles de arañas pero cuando acierta cuatro en línea recta, de la especie Latrodectus mactans o viuda negra, gana el premio mayor. Leonardo vive intrigado con aquella enigmática figura femenina y le obsesiona la idea de que llegue el día en que pueda descubrirla, conocerla bien por dentro y por fuera.

    El hombre se sienta en la mesa de juego, casi siempre pide un whisky y empieza con el póker. Está seguro del conocimiento que tiene sobre las cartas pero también está fascinado con la suerte en la que pone su futuro, el desafío de su existencia. Eso lo excita, le emociona, le estimula a seguir. Le agrada el aroma que despide el fieltro verde que forra las mesas. Le cautiva el sonido de las fichas al rodar, al mezclarse unas con otras y al ser recogidas en grupos y también le gustan los uniformes de etiqueta del personal.

    Para Leonardo, el azar y la buena o mala suerte, no solo implica el ganar o perder dinero. Asocia la ventura del triunfo trivial con todo lo positivo, con la salud, con el amor, con la felicidad y asimismo, conecta el fracaso banal con todo lo negativo, con la enfermedad, con de desamor, con los desencuentros, con la desdicha, la traición, la desilusión y el fracaso.

    —Si esta tarde he de ganar, Gabriela me sonreirá —especula— Si ocurre lo contrario, ni siquiera me mirará. La suerte atrae a la suerte y el infortunio al infortunio, se repite él.

    Aquella noche, Leo pierde una cantidad importante de billetes y antes de salir del local, sudoroso y contrariado, levanta la mirada. Gabriela no solo que lo ignora sino que en ese preciso momento cruza hacia la puerta de salida del brazo de un tipo de apariencia vulgar. Lleva puesto un sombrero de tono llamativo y caricaturesco, una chaqueta a cuadros que no combina con el pantalón y los zapatos deportivos. Todo un fantoche ridículo —piensa— pero hay que aceptar que hoy ha sido su día.

    Las visitas al casino se repiten tarde tras tarde. Por las noches, cuando regresa al cuarto semi oscuro y reducido donde vive en el sector colonial de la ciudad, su actividad depende de si ha ganado o ha perdido. En aquella mustia habitación, por lo general, cuenta siempre con una botella de licor barato que repone con otra cuando se termina, también con algunos víveres y unos pocos trastos acomodados dentro de una alacena de madera empotrada en el rincón. Bajo una pequeña ventana, hay un mini refrigerador blanco de bar donde es común que tenga leche, algo de fruta, a veces un trozo de carne y un plato de arroz. Al otro lado de la cama está el closet y la puerta de un baño básico y diminuto. Si ha sido una buena tarde, prepara la cena en su minúscula cocineta eléctrica. Mira cualquier película de acción y hasta pone música antes de dormir. Si ha sido una tarde mala, toma un vaso de agua, no come y se acuesta temprano pero siempre obsesionado con la vida de Gabriela.

    Un viernes cerca del ocaso, parece que la fortuna está de su lado. Gana en la mesa de póker, en la de veintiuno, después en la ruleta, por último en las máquinas tragamonedas y en las que engullen billetes también. Siente una emoción que no le cabe en el pecho. El corazón rebosa de dicha y cuando decide que es suficiente, que ya ha ganado mucho dinero y debe marcharse, canjea en la caja las fichas por billetes y dirige su mirada hacia la esquina donde se encuentra Gabriela con la máquina de juegos de arañas y le sonríe. Esta vez, ella fija su mirada en él y se levanta. Leonardo siente que, conforme ella se aproxima, sube la temperatura de la sangre en sus venas y su estómago se revuelve por una inicua y agradable ansiedad. La mujer se acerca mucho. Su rostro casi rosa el de él. Los ojos de Gabriela recorren desafiantes las facciones de su cara y los labios pintados y entreabiertos emanan un aliento a gloria que él recibe con satisfacción. Entonces, la mujer le dice con un gesto sensual, irónico y provocativo:

    —Vamos.

    Leonardo no sabe qué responder en ese momento y simplemente accede. Salen juntos y caminan casi sin hablar. Después de un momento, él le pregunta:

    —¿Deseas tomar algo, Gabriela?

    —Sabes mi nombre.

    —Bueno, todo el mundo lo sabe en el casino. ¿Te apetece un trago?

    —También sé que eres Leonardo. Leo, ¿no? Bueno, sí. ¿Por qué no? Un trago estaría bien. Gracias.

    Van a un bar cercano que no es muy elegante ni especial, más bien exiguo y algo desmantelado pero es lo que hay al paso. Toman algo y salen. Ella le toma de la mano y él se deja llevar. Caminan con pasos lentos. Se pierden despacio por la ruta de un zaguán oscuro. Se desvanecen sus siluetas grises y falsas, reales e inventadas. Se mezcla en un instante la mentira y la verdad. Se concreta y se evapora una tétrica historia corta. Se define y se esfuma un deseo sin tiempo. Cuaja y se derrite una triste pasión postergada. Se deshace en un segundo la lealtad y la traición.

    Aquella noche, Leonardo no regresa al humilde cuarto donde ha vivido años de soledad y miseria. No regresa nunca. Nadie pregunta por él, excepto el dueño de casa que imagina que el infeliz debió irse sin chistar para no pagar el último mes de renta.

    Al siguiente día, en horas de la tarde y como siempre lo hace, Gabriela regresa al salón de juegos, al casino aquel en donde se deleita con su máquina de arácnidos. Un mesero con camisa blanca almidonada y corbata de lazo, se acerca a ofrecerle algo para beber y le dice:

    —Señorita Gabriela, ayer estuvo de suerte. Vi que su máquina se detuvo con cuatro viudas negras en línea horizontal, esas con el vientre rojo dividido como un reloj de arena. El chico encargado anotó su ganancia antes de volverla a cero. ¡Qué bien! La felicito.

    Gabriela, que en esta ocasión estrena un vestido gris oscuro, escotado y sensual, juguetea con el colgante escarlata que pende de su cuello y sonríe por aquel cumplido que alimenta su terrorífico ego mortal y a la vez, el triunfo de sus hazañas macabras. De inmediato, la máquina suena estridente porque ella apuesta su dinero con el hambre sádico y feroz de una viuda negra más. Aquella asesina que mata al macho después de su trampa sexual.

    A Leonardo no se lo ve nunca más por el casino y a pesar del asombro de muchos, no preguntan. Nadie supo jamás que la suerte de aquella tarde no engranó con la de su fatal destino. La premisa de Leonardo no se había cumplido. La buena racha de aquel juego, no fue precisamente la suerte de su vida como él lo había creído. La de Gabriela, siempre.

    El pintor

    Un lienzo blanco templado sobre el caballete de madera que se atreve a tentarme, a desafiarme. Yo, Mauro Callejas, pintor aficionado, lo miro mientras sostengo el pincel en la mano. Pienso en aquella laguna del parque a la que tantas veces voy con Margot, mi mujer. A pesar de que está en medio de la ciudad bulliciosa y agitada, la laguna brinda una paz que me apacigua. A ella le gusta sentarse en una banca de hierro barnizada de blanco, casi siempre en la misma. No le importa pasar un par de horas mientras mira el agua o más tiempo si le apetece. Conversamos. Nos reímos. Recordamos. A mí no me molesta en lo absoluto. Hoy sábado por la tarde, estuvimos ahí de nuevo pero ocurrió algo diferente dentro de mi cabeza. Mientras compartimos, charlamos y tomamos un helado, sentí que debía grabar en mi memoria los detalles del paisaje. Uno a uno, en especial los colores. La tonalidad que tenía el agua a esa hora. Los matices de las plantas y los árboles. Puse atención a las gamas de los cafés, de los azules y de los verdes. Me fijé en la perspectiva que forman las distancias. En la escala del tamaño de las piedras y en el cielo. Cuando nos levantamos, no pude evitar mirar hacia la banca en la que estábamos sentados. Su forma, sus tallados. Por lo general, solemos caminar despacio cuando volvemos. A veces, en la ruta a casa, compramos pan integral o alguna bebida que falta para la cena o para el desayuno del siguiente día. Hoy trajimos un paquete de bocaditos con masa de queso.

    Llegamos a casa. En las paredes de la sala

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