Candelaria del Azar
Por Tatiana Lobo
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Maureen Shea
"Por medio de la originalidad de la estructura, la fluidez del lenguaje, el ritmo acelerado, el manejo de las múltiples voces narrativas, y sobre todo por la ironía, por el fino humor negro, Tatiana Lobo ha dado coherencia a la incoherencia, reflejando en múltiples espejos el vacío, el drama de nuestras sociedades ¡Qué crítica tan mordaz y goyesca!."
Gloria Guardia
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Candelaria del Azar - Tatiana Lobo
Elizondo
Los ojos agazapados, las manos en los bolsillos y un balance calculado entre cadera y cadera, entró el Pintilla al hospital San Juan de Dios a la hora de visitas.
Laura no lo vio, concentrada como estaba en sujetar los boletos de lotería con esas prensas de plástico que normalmente se usan para tender la ropa al sol. Complacida, apreció la nota pintoresca de los amarillos, rojos, verdes y celestes sobre el monótono ordenamiento de su mesa, truco infalible para llamar la atención de sus clientes. Su atención y también su confianza puesto que, como todo mundo sabe, el que compra lotería bebe su esperanza con el bíter de la incertidumbre.
Fue después cuando ella advirtió la presencia del muchacho y entonces ese día, que comenzó a las nueve de la mañana libre de premoniciones, se quebró hacia las cuatro de la tarde con la sospecha de un mal presagio.
Laura podría estar sentada delante de su televisor disfrutando, plácida y ociosa, de la modesta pensión que le dejó el finado y del giro mensual que le envía el hijo que se marchó a los Estados. Si no está en su casa y está aquí, es porque tiene hambre de multitud, necesita palpar con los cinco sentidos el ir y venir del loco mundo a su alrededor, compartir sus olores y sudores. Detrás de su mesa, contemplando el infatigable bullicio de la vida, Laura lleva treinta años asomada al intrigante misterio de cada individuo que pasa por su campo visual. Le gusta comprobar su teoría de que cada ser humano es un baúl de doble fondo y se da maña para tratar de adivinar lo que cada quien disimula bajo su apariencia. La ropa no siempre revela la identidad de quien la porta, al contrario, en muchos casos suele ser el disfraz de una personalidad indeseada. Por ejemplo, esa muchacha que va de salida, cuya minifalda apenas le tapa el fondillo, bien puede ser una tímida reprimida celosa de su virginidad. O esa gorda con la cintura del pantalón a media nalga y el borde inferior de la camiseta a la altura de las costillas, bien puede que intente ocultar, con la exhibición de la llanta de grasa estrujada entre las fronteras de su ropa, la depresión que le produce su obesidad. La gente suele recurrir al desafío para esconder sus vergüenzas, sus complejos, sus penas y sus humillaciones, piensa Laura y siente que su corazón desborda compasión por la condición humana.
Ella también tiene un secreto que no es humillante ni doloroso. Al revés, podría decirse que su secreto es para ella un motivo de orgullo y de placer. Pero los secretos son peligrosos y el de Laura no es la excepción. Por eso lo guarda celosamente. No lo comparte con nadie y si en algún momento cometió una infidencia, fue arrastrada por la misericordia que es, como resulta fácil advertir, su lado flaco. Para su suerte, el gesto caritativo que pudo conducirla a un desastre profesional fue conjurado por el tiempo y la distancia, ya que nunca más volvió a saber del cirujano erudito en asuntos del Olimpo, al que guardó un sentimiento de gratitud por no haber revelado la verdad cuando lo entrevistaron por la televisión.
Laura es una mujer de gustos rutinarios y aspecto poco llamativo, pero tiene un detalle que sorprende y hasta inquieta: su cabeza roja. Su cabeza roja parece el fruto de los amores entre una zanahoria y una remolacha, que son los dos tonos de tinte que llegan a su pelo, amancebados por una peluquera de su barrio. Se vería bien si fuera joven o si tuviera la piel blanca y pecosa de una irlandesa, pero no va con sus años ni con el azúcar tostado de los pómulos aindiados ni con los ojos pepitas de sandía que heredó de su mamá. Su mamá llegó hace seis décadas en estado de gravidez a la ciudad, acompañada de un señor desplazado por las secuelas de una muy cruenta guerra civil. Este señor, de labios prominentes y pelo ensortijado, que se colocó al poco tiempo como barrendero municipal, resultó, también al poco tiempo, su papá. También hay un español en esta trenza genealógica, un castellano que se le asentó en las nalgas planas como una tabla. Y como lo que le falta en las nalgas se le recargó en el pecho, para estibar el equilibro, se ve obligada a caminar echada para atrás. De manera que si no se le mira la alarma roja de su pelo, la vendedora de lotería transmite tranquilidad doméstica, placidez maternal y afecto muelle. Por algo el finado la llamaba mi almohada cuando reposaba sobre su regazo al regresar de sus extenuantes giras como vendedor viajero.
Cuando el tiempo lo permite, Laura se instala en la acera y cuando llueve se mete en el zaguán del hospital a pocos pasos de la puerta principal. Hoy no llueve, la resolana es implacable. Para no deshidratarse se ha refugiado adentro, bajo la sombra, a pocos pasos de la calle, sentada en un banquito ante su mesa plegable en cuya cubierta hacen fila india los boletos de la lotería nacional, en correcta formación descendente del 9 al 0. No le va del todo mal. Gracias a sus buenos contactos y su posición estable es dueña y señora de un imperio de 60 × 100 cm donde se juega el destino de los audaces, entre los cuales no son pocos los enfermos que tientan la suerte con la esperanza de sobornar a la muerte. Por aquí pasó el Pintilla antes de acomodar la espalda en la pared.
Esta mujer que tan a gusto se siente en la vida, que no le pide peras al olmo y se conforma con pequeños placeres, tiene un sueño sin cumplir: vivir en un buen barrio. No le importa el lujo, lo que le interesa es el silencio, vecinos cuyas intimidades no traspasen los tabiques. Porque una cosa es disfrutar, de día, de los barullos del mundo y otra muy diferente que el barullo interrumpa el necesario descanso por la noche. Bombardeada por las guerras intestinas que ocurren en las alcobas matrimoniales cuyas paredes colindan con las suyas, Laura despierta a medianoche igual que los habitantes de Guadalcanal en la Segunda Guerra Mundial, entre un fuego cruzado de enemistades virulentas. Armada de paciencia se tapa los oídos a esperar que se instaure la paz, pero apenas firmados los pactos de no agresión comienzan a celebrarse, con los mismos decibeles, las reconciliaciones.
¡Una casa silenciosa! Estuvo a punto de tenerla en la parte oeste de la ciudad, la más cara según se sabe. Sucedió que el cirujano que le conoció el secreto casi le regala la suya, pero luego se arrepintió.
Quería comprar el 21 y Laura le recomendó el 32.
—Lleve el 32.
—¿Por qué el 32? –preguntó el médico que, a pesar de sus canas y su aspecto honorable, acababa de recibir una paliza moral en el quirófano y se había acercado al puesto de lotería para olvidar.
—Es un pálpito que me da a veces y a veces pega.
—Entonces cómprelo usted misma –sugirió él.
—No resulta, doctor, ya lo probé. Si yo lo compro, se sala.
—¿Y un amigo, un pariente, una organización de caridad? –insistió el cirujano que venía de hacer una exitosa operación de riñón, pese a la cual su paciente murió.
Laura no sabía nada de estos tristes asuntos y siguió conversando con la placidez de la ignorancia.
—También se sala. Las cosas son como son. Pero si desconfía, no me haga caso.
—¿Y por qué a mí?
—Porque está usted que da lástima… ¡Vea cómo viene, vea cómo traé esa cara…! Sin embargo, no me tome muy en serio porque a lo mejor el destino me castiga y el 32 se sala y no sale, o a lo mejor usted es el destinado y sí. Con el destino nunca se sabe, es así de caprichoso.
—¿Mi cara, qué tiene mi cara?
—Mírese en un espejo. Tiene las cejas juntas, la boca amarga y estrías rojas en los ojos. Arréglese la corbata que la lleva torcida. Perdone, doctor, pero también noto que se le va la voz para adentro.
Él, impresionado ante su sagacidad, por vengarse de la ciencia que le había jugado sucio apostó al azar, compró el 32 y prometió regalarle su casa si pegaba.
—¡Y no le diga nada a nadie que yo le dije lo que le dije, doctor!
Gracias a este episodio ella tuvo sus segundos de gloria, apareció en la televisión. La cámara la enfocó en un primer plano, le preguntaron ¿cómo se siente?, ella respondió, sonriendo, demasiado satisfecha y así se acabaron los segundos. También entrevistaron al cirujano que le guardó el secreto y no dijo nada del pálpito de Laura. Después regresó muy contento a darle las gracias. Olvidado de su promesa, cambió la casa por una cierta cantidad de dinero que Laura empleó en comprarse una refrigeradora de dos puertas cuya ubicación en la reducida cocina no fue nada fácil.
La refrigeradora no tuvo mucha trascendencia, pero lo que sí le afecto la vida fue un comentario que el cirujano, sin detenerse a pensar en el impacto que sus palabras podían causar en la mente sensible de una vendedora de lotería, por halagarla, despachó frívola e irresponsablemente:
—Usted ha sido elegida por el Olimpo para hacer felices a los hombres.
Laura sufrió un sobresalto, conocía la palabra Olimpo como una marca de calzoncillos.
—Olimpo –aclaró el médico al advertir su desconcierto– es el lugar habitado por los inmortales que le han dado a usted el don de Casandra pero al revés, usted avisa la buena suerte y además consigue que le crean.
—¿Y a la otra?
—Ah… esa es una historia trágica. A Casandra le pasó que tenía el don de anunciar el futuro pero Apolo, despechado porque ella lo rechazó, la maldijo haciendo que nadie le creyera. De modo que cuando surgió el conflicto entre aqueos y troyanos, Casandra avisó el peligro pero los troyanos no le creyeron y ardió Troya. El Olimpo estaba muy dividido, unos por los aqueos, otros por los troyanos.
Con su gabacha blanca, el pelo entrecano, los anteojos de marco dorado sobre su perfilada nariz, los dedos finos como los de una mujer, el médico parece saberlo todo y habla con mucha seguridad. Además, los troyanos existen. Desde donde ella está, se ve perfectamente al otro lado de la calle un edificio cuya ventana del segundo piso lleva la leyenda, Gimnasio Los Troyanos. Laura sintió el terreno resbaladizo y adoptó una actitud cautelosa:
—¿Y cuándo fue ese incendio?
—Es un mito ático, épico, del período arcaico. Lo sabemos por Homero, quien describió lo que pasó. Nadie le creía a Homero, hasta que un alemán entró en sospechas y desenterró las ruinas de Troya.
—¿Ah, sí? Yo no supe nada…
Entonces él comprendió que una vendedora de lotería no era interlocutora para un tema tan erudito y cambió su tono enciclopédico por otro condescendiente, el mismo tono paternal que usaba con sus pacientes terminales.
—¡Oh…, mi chiquita…! Es como un cuento, ¿me entiende? Un cuento que no hay que tomar en serio.
Y nunca más volvió. Corrieron dos rumores, que había instalado su propia clínica o que estaba en Japón. Sea como sea, nunca más se le volvió a ver, pero sus palabras no fueron olvidadas y Casandra, con la que Laura se sintió secretamente identificada, quedó rondando entre los boletos de la lotería. Se le va la mirada por el paso de cebra al otro lado de la avenida Central, espía el gimnasio y se imagina a la pobre mujer, en licras, gritando fuego, fuego, sin que nadie le haga caso. Un día cruzó la calle y fue a preguntar de dónde había tomado su nombre el gimnasio. El musculoso instructor que le abrió la puerta levantó la voz para hacerse oír sobre el ruido de las máquinas ocupadas por hombres y mujeres con cara de sufrimiento. No estaba del todo seguro, pero tenía entendido que los troyanos fueron unos atletas que ganaron muchas medallas de oro en las olimpiadas. Del incendio no sabía nada, en el gimnasio había extinguidores. Y en cuanto a Homero, solo conocía al muñeco de la televisión.
La explicación no la dejó satisfecha, quería saber más y siguió averiguando. Uno le dijo que había escuchado la frase tirios y troyanos cuando surge el odio entre dos bandos. Otro, que hubo una guerra por culpa de una mujer raptada. Alguien creyó recordar que fue un escándalo entre homosexuales en el que un cierto Aquiles mató a otro llamado Héctor. Un auxiliar de enfermería le aseguró que fue un alboroto muy grande ocurrido en mayo de 1968, en Francia. Laura dejó por fuera estas dos últimas informaciones por no corresponderse con el relato del médico y con las dos primeras más otras, dispersas y contradictorias, reunidas por aquí y por allá, consiguió recomponer la historia de dos amigos que se pelearon porque uno le quitó la esposa al otro y cuando Aqueo, el marido traicionado, llegó en su caballo a matar a Troyano, el raptor, Casandra lo alertó pero él no le hizo caso; entonces Aqueo y sus amigos incendiaron la casa donde estaba la pareja infiel y solo quedaron las cenizas. Homero bien pudo ser el detective que investigó el crimen, Troya, la finca de café donde ocurrió el hecho y Olimpo, la cantina donde comenzó el pleito. Y tiene que haber estado del lado del marido ese tal Polo que cometió la infamia de maldecir a Casandra, la que lloró mucho porque fracasó al dar la alerta. Disipado el misterio, Laura arribó a la misma conclusión del alemán que desenterró las ruinas de Troya; en los cuentos no hay que creer ni dejar de creer.
Fue una lástima que el médico aficionado a la literatura griega no regresara, se hubiera divertido, la versión de la vendedora de lotería parecía un corrido mexicano. Faltaban los grandes actos heroicos, los bronces, los yelmos refulgentes, los penachos, los petos manchados de sangre, los carros de combate, las lanzas, los caballos descuartizados arrastrados por el polvo, los cadáveres abandonados en el campo de batalla, los gritos de derrota y los gritos de triunfo. Faltaban la voz de Zeus y la de Apolo y la de Afrodita y la de Artemisa, la muerte de Patroclo y el dolor de Aquiles, la cobardía de Paris y la astucia de Ulises. Faltaban la belleza de Helena y la carrera desesperada de Héctor alrededor de los muros de la asediada Ilión. Faltaba todo eso pero en cuanto a los celos, la traición, la codicia, la venganza, la violencia y la sordera de los hombres a las advertencias de las mujeres, eran los mismos del siglo VIII a. C.
Laura advierte que con el paso…
¿Pero dónde dejó al Pintilla del comienzo?
Oh, pronto aparecerá otra vez. Permítame continuar.
Laura advierte que con el paso de los años un ojo se le ha vuelto más pequeño y el otro más grande, uno se le entrecierra bajo el peso del párpado y el otro se le tiende a dilatar como si entre los dos quisieran abarcar lo micro y lo macro de la existencia. En efecto, hay una asimetría nada desagradable, un cierto punto desencontrado no carente de irónica y sutil coquetería que le confiere la apariencia de una persona perspicaz, lo que es verdad. En su larga experiencia de trato cotidiano con la diversidad humana ha desarrollado una gran capacidad de observación para leer en el alma de las personas y ha aprendido a adivinar culpas, inseguridades, dudas, tormentos, odios, amores, frivolidades, iras, penas secretas, vergüenzas, arrogancias, humillaciones y resignaciones. Hoy, con su ojo más grande cubre la panorámica de su entorno y con el más pequeño observa a un muchacho entre los trece y los catorce años que, a su vez, también observa a la gente pero sin la dulce ironía de Laura, que mira a todos con suma cordialidad. Este muchacho mira de refilón, de soslayo, agacha la cabeza, sin mover el cuello esquinea los ojos mientras mantiene el cuerpo tieso, las manos en las bolsas de sus anchos pantalones, sostiene la cabeza bajo una maraña de rizos que a Laura le recuerdan la pelambrera pasuda, acolchonada y mulata de su papá, donde era un gusto apoyar la mano y enredar los dedos. Y le dan ganas de hacer lo mismo, acariciar con ternura la cabeza adolescente pero al momento se arrepiente, algo en él rechaza cualquier intento de acercamiento, es un animal acosado, lleva su soledad como los santos su aureola. Tiene algo de monstruo y algo de mártir, una combinación así no es nada confiable; pronto ese muchacho hará algo malo contra alguien inocente, piensa Laura con un soplo frío en el bochorno de la estación, lo que suele suceder cuando le viene la corazonada del número premiado. Pero esto es muy distinto, no siente la alegría de saber que por su medio actúa la fortuna. No, esta sensación es otra, se parece al miedo. Miedo mezclado con pringues de compasión, el muchacho se ve indefenso embutido en sus tontos pantalones y sus tenis grotescas. No espera a nadie porque si esperara a alguien su cuello, impaciente, se estiraría hacia la calle o hacia el interior, frotaría las manos, caminaría. Nada de eso, rígido espía los cuerpos que pasan. De pronto sus ojos se cruzan con los de Laura, rápidamente inicia un movimiento de repliegue hacia el interior del hospital y desaparece.
Ella lo sigue con la mirada, pone cara neutra, simula el gesto negligente de acomodarse la enagua, mete la mano debajo de la cintura y guarda el dinero recaudado de sus ventas, maniobra hábilmente disimulada bajo la cubierta protectora de la mesa. Su calzón tiene una bolsita cosida en el interior, a la altura del ombligo, prudente prevención en estos tiempos en que cada quien necesita poner a buen recaudo sus haberes. Aquí Laura se olvida del muchacho para concentrarse en su trabajo y atender a sus clientes. Su negocio está en su mejor momento, es la hora de las visitas y muchos quieren aliviar sus penas tentando la fortuna. Hoy se siente relajada y cómoda, no hay pálpitos angustiosos, no es responsable de nada, solo tiene que entregar papelitos sin valor y recibir dinero a cambio. La esperanza y la desilusión son hermanitas siamesas, van pegadas del ombligo.
El Pintilla regresó al zaguán de ingreso y como ya sabe que la vendedora de lotería ha advertido su presencia y desconfía, se sitúa en la misma pared de modo que ella tendría que girar la cabeza para verlo. No necesitó pensarlo mucho, desde hace tiempo domina el arte de escurrir el cuerpo, todo se resuelve dentro de los límites del espacio y el tiempo como aprendió observando, a la luz de un rayo de sol, las boronas de polvo que navegan a la deriva encerradas por el cristal de un vaso con agua. Lo único que se puede hacer es mirar bien para no chocar con otra borona. Y eso es lo que hace ahora, tomarse su tiempo, observar y evitar en lo posible ser observado.
Aprendió a vivir con el sol en el vaso. En su contemplación pasaba las horas cuando estaba solo, que era el mejor tiempo de su vida, hasta que su madre se enfermó, se quedó en cama y ahora él tiene que buscar la soledad en la multitud porque cuando estás solo-solo, sin nadie al frente, nadie atrás, nadie a los lados, ni una voz, todo en silencio, entonces aparece la sombra de la memoria y esa es la peor cosa que puede haber en la vida: la memoria. Así que para espantar a la sombra de la memoria aprendió a consumirse entre los otros, a estar ocupado y fuera de sí mismo. Pero, eso sí, que nadie lo toque ni se le acerque ni lo mire demasiado. La solución está en las paredes. Lo aprendió con el vaso de agua, las boronas que se aplastan contra el vidrio son las que sobreviven, las demás corren peligro de pegarse entre sí en una especie de nata donde ya no se distinguen unas de otras. Con la espalda contra la pared todo queda delante y se puede controlar. Por otra parte, es divertido ver pasar a la gente, si alguien pasa dos veces y te mira, se advierte. A tus espaldas, la pared no tiene ojos ni ve ni siente ni sospecha, nadie a tus espaldas. Al frente, la gente se empuja y pasa de largo.
Como ahora. Sobre él aletean las miradas distraídas, presurosas y se pierden. Nadie lo observa, nadie lo toca, perfecto. El mundo es un desorden que se debe mirar desde la orilla, piensa y siente un desprecio infinito por todos los incautos que no se dan cuenta de que son observados. Él está por encima de todos. Eso es lo que le gusta de la multitud, sentir que puede controlarla.
Ordenado y bien vestido el Pintilla parece un chico normal, rizos graciosos y aspecto de colegial travieso. Nadie es capaz de imaginar la sustancia pegajosa que le envuelve el cuerpo de arriba a abajo sin dejar una pulgada al aire libre, nadie tiene el alma tan retorcida para adivinar qué experiencia se trae el Pintilla de la vida. (Mamá duerme y no lo defiende y cuando despierta, llora, lo abraza, mi pobre chiquito, ¿quién fue, quién te lo hizo, dónde estaba yo que no me di cuenta?, mejor no hubieras nacido, mejor nos morimos los dos. Siempre las mismas palabras acompañadas de las mismas lágrimas). El Pintilla era el postre incluido en el precio del menú. Es la desgracia de tener una madre puta que lleva los viejos a su propia casa, que por jumas no se da cuenta de lo que le hacen a su hijito. Cuando está perdida de borracha ronca con la hedionda jeta abierta. El Pintilla todavía no sabía hablar cuando aprendió el arte de fugarse a tiempo. Apenas se abría la puerta él salía, escupido, a esconderse en los charrales, sin importarle el frío ni la desolación. A salvo. Volvía al clarear el día para verla regresar de su largo viaje a la nada, entre vómitos pestilentes y arrepentimientos tardíos, mi pobre chiquito, mejor nos morimos los dos. Terrible voluntad de sobrevivir la suya, pero al costo de un terror permanentemente agazapado en el sótano de sus recuerdos. Olvidada la forma de la causa quedó, independiente, el miedo del efecto. La desconfianza se le pegó al alma como las costillas al esqueleto.
Y así va por el mundo, calibrando el peligro, sospechando, siempre alerta para escapar a tiempo. De haber nacido en otras épocas, pudo haber llegado a ser uno de esos santos que por desprecio al propio cuerpo nunca se bañaban, cargaban con su arsenal de piojos privados y pulgas colectivas, en éxtasis el olor a mierda, levitación de mocos, sarna y legañas. Pero como el Pintilla es hijo de un siglo narcisista, cuida mucho la pulcritud de su apariencia, se mete a diario bajo el tarro con agujeros que le sirve de ducha fría y se restriega con jabón de barra, lava su ropa y hasta le pide prestada la plancha a la vecina. Y todo este afán de verse limpio y ordenado es justamente porque se siente sucio. ¿Si se ha salvado de caer en las drogas?, ¡él, que las vende!, no es por virtud ni falta de curiosidad ni ganas, es porque necesita estar lúcido y alerta para prevenir peligros. Envidia profundamente a las moscas, le gustaría tener sus mismos ojos que ven para todos lados. Los ojos son para él lo más importante en este mundo, tan importantes que nunca derrocha las miradas, sabe bajar los párpados para reservarlas. Es este gesto suyo, el de la mirada baja, lo que confunde y hace tomar por timidez lo que es astucia. El Pintilla es un alma perdida en su propio mundo. Eso parece visto desde fuera, pero por dentro se encona la lucha entre la voluntad y el miedo. Pobrecillo,