Viernes
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VIERNES se convierte en confusión de imágenes abandonadas al desvarío, envueltas en una constante persecución. En sus páginas nace el chasquido de la muerte y el hedor de los cadáveres; hay una mezcla de sudor rancio, de ratas y pequeños monstruos que andan por las aceras, también hay voces alocadas; música que atosiga y mujeres que van de espaldas para no abrazar el placer.
En VIERNES, seres anónimos que no encuentran su nombre en la noche, ni en el viento, van encadenando
gestos y rasgos que los definen. Son seres que parten de la nada se envuelven en un laberinto, se pierden y, luego, se encuentran como perseguidos por ellos mismos.
Javier Garrido Boquete
ACERCA DEL AUTORNacido en Caracas en 1964.Médico graduado en la UCV. Pediatra e Intensivista Pediatra.1989: Primer Premio del II Concurso de Narrativa “Miguel de Unamuno” del ICIV. Cuento: “Máscaras”.1989: II Premio del VIII Concurso de Cuentos “Lola de Fuenmayor”. Cuento “Problema digestivo”.1990: II Premio del IX Concurso de Cuentos “Lola de Fuenmayor”. Cuento “Lectura interrumpida”.1990: Primer Premio, mención Narrativa, en el Primer Concurso Literario “Simón Bolívar” (Juan Griego). Libro de cuentos “Viernes”.1991: Primer Premio, mención Narrativa, en el Concurso Literario de FONDENE (Nueva Esparta). Libro de cuentos: “La muñeca descalza”.1992: Ganador en Mención Narrativa del Concurso Municipal de Literatura de la Alcaldía de Porlamar. Libro de cuentos: “Invitación a la danza”.2017- Mención en el II Concurso de Cuentos “Salvador Garmendia”.Publicaciones:Viernes (cuentos). Fondo Editorial “Santiago Mariño”. Porlamar, 1991.La muñeca descalza (cuentos). Colección Madreperla, Porlamar, 1992.
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Viernes - Javier Garrido Boquete
Insomnio
El no dormir, harto crucifica a los melancólicos.
ROBERT BURTON - ANATOMIA DE LA MELANCOLIA
Aquí, la espera habitual, esa que no perdona, tenaz y melancólica como una sombra olvidada de su cuerpo. Y reclina la cabeza sobre la almohada por ¿quinta vez?, abrumado por el incipiente embrión de desesperanza, por la certeza inmóvil de que ya está aquí la bandada de mariposas grises y de que en su lóbrego laberinto la Hidra arrastra sin cesar su cuerpo multicéfalo, a la espera de la víctima que sabe inevitable. Y no basta removerse entre las sábanas ya recalentadas en busca del ángulo más propicio y fingir la respiración sosegada del durmiente, pues estos engaños apenas consiguen acentuar la calidad del tormento, transformarlo en una trampa.
Difícil cosa, esta de no poder dormir. Algo de eso sabrán los réprobos en el infierno.
El azote de los recuerdos, la puntual evocación de los sucesos de ese día, de todos los días, como granos de arena que van cayendo de uno en uno hasta formar una duna o pirámide, en cuyo fondo usted quisiera soñar que se asfixia, la opresión en el pecho, los granos ásperos y amargos saturándole la nariz y los ojos y la boca, pero cualquier cosa con tal de soñar y ya no estar despierto.
Pero no, no puede, y deja caer la cabeza sobre la almohada por..., pero ya no sabe, ni le importa, sólo el reloj implacable que lo aturde con ese tic tac resonante, y los ruidos de la calle, y los ruidos del piso de arriba, y las voces que cuchichean tras la pared, todos puntuales, precisos, a pesar de su mudo e impotente intento de soslayarlos, de no prestarles atención, como al chapoteo de la Hidra y al multitudinario rumor de las alas de las mariposas grises y ciegas.
Pero no puede. Repite estas tres palabras hasta que se le pegan al fondo de la boca.
En la calle hay música, una música desvaída y lejana, ajena, y también el camión que pasa y el perro realengo que aúlla con hambre o dolor.
Son las dos de la madrugada, no tiene que abrir los ojos y mirar el reloj para saberlo, simplemente lo sabe, y usted está solo en esta vigilia involuntaria, atroz. Afuera, todos (o casi todos) duermen, así, sin saberlo, ignorándose, desconocedores sacrílegos de su desventura, infinitos rostros asimilados por el sueño, una sola máscara repetida hasta la náusea como por dos espejos enfrentados, feliz y cruel y victoriosa, que se mofa de su imposibilidad. No le importa que haya otros que tampoco duermen, aquellos insensatos que han despreciado la noche y ejercen la vil tarea de permanecer despiertos por propia voluntad; como esas dos voces al otro lado de la pared que se empecinan en murmurar entre sí, o los pasos irregulares, taconeantes, del piso de arriba.
Tac, tac, tac, tac, tac.
Muy a lo lejos, la música que no cesa, y la risa de una mujer.
Acaso, un baile. Los cuerpos sudorosos giran al compás de una música gutural y lasciva, ejercida por el viejo leproso que tañe con lujuriante habilidad una vihuela. Alguien cae y los danzantes pisotean a ese alguien hasta convertirlo en un manchón sanguinolento, incapaces de piedad o de aceptar cualquier interrupción en su vertiginoso entrevero de cuerpos. Y la mujer vuelve a reír y su cabeza cae hacia atrás, descubriendo la dentadura imperfecta y la carne blanca y manchada del cuello y los hombros. Esa risa dura hasta que el puño harto le deshace la mueca del rostro y sólo queda un aullido de dolor.
Tac, tac, tac, y también las voces, incansables, obscenas.
Está sentado al borde de la cama, el rostro apoyado (oculto) entre las manos, que sienten el sudor que le corre por el cabello y la frente. De nada le ha servido la doble dosis de Valium con que quiso prevenir (eludir) a ese demonio personal, discreto, silencioso. Las mantas yacen a un lado y la almohada se ha deslizado hasta el suelo.
Las voces siguen su diálogo impersonal, entrecortado de rumores misceláneos y silencios. Una voz de mujer y una voz de hombre. Luego, un maullido violento y ascendente que va postergando todos los demás ruidos de la noche hasta convertirse en un grito gutural e inhumano que aniquila todas las demás cosas y lo obliga a levantar el rostro de su improvisado refugio.
Por supuesto, no ve nada en la semipenumbra del cuarto; sólo están sus imágenes cotidianas, la cortina que