No Soy Como Tú Querrías
Por Victory Storm
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Tal vez no debería haber visitado a mi novio en la oficina, aunque fuera el día de San Valentín.
Tal vez no debería haberme desnudado delante de él sin estar segura de que estábamos solos.
Tal vez podría haber evitado que lo despidieran, haciéndole perder lo que Stefan consideraba el trabajo sus sueños.
Tal vez todavía seguiríamos juntos.
Pero, en fin, han pasado siete años desde aquel día.
He crecido. He cambiado.
En resumen, Stefan ya me había hecho sentir bastante culpable después de dejarme y desaparecer por lo que había hecho.
Ahora no puede volver y pagarme con la misma moneda, ¿verdad?
No me van a despedir, ¿verdad? ¿Verdad?
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No Soy Como Tú Querrías - Victory Storm
Prólogo
«¿Te has vuelto loca?», soltó Stefan con cara de sorpresa mientras yo me desabrochaba el abrigo.
«Este es mi regalo de San Valentín», susurré con voz seductora dejando caer al suelo la prenda y mostrándome a él.
«¡Estás loca, Eliza!», balbuceó excitado mientras su mirada recorría ávidamente mi ropa interior de leopardo, mis medias y, finalmente, mis zapatos de tacón de aguja del mismo color que mis bragas. Únicamente la excitación por esta locura me impedía temblar de frío o ir a ponerme algo más cálido.
«Vístete. Inmediatamente». Noté como se ponía nervioso mientras avanzaba hacia él, pero lo ignoré.
«No has venido a mi cena especial de San Valentín, así que he pensado en venir yo a ti», le susurré al oído, haciendo que mi cuerpo se aferrara al suyo y disfrutando del bulto en sus pantalones, apretándolo contra mí.
«Eliza, estoy trabajando. Ya te lo he explicado. Después de dos años trabajando aquí, finalmente he conseguido el ascenso que deseaba desde hacía tanto tiempo, y ahora tengo esta bonita oficina para mí solo...».
«Me alegro», susurré temblando de deseo mientras empezaba a desabrocharle la camisa.
«Si alguien nos descubre...».
«No te preocupes. No hay nadie. Lo he comprobado».
«No puedo arriesgarme a que me despidan. Me gusta demasiado este trabajo».
«Lo sé muy bien», siseé irritada. Yo, en cambio, odiaba su trabajo. Me gustaba verlo vestido con un traje detrás de un bonito escritorio, pero no podía soportar la cantidad de horas que le dedicaba. Horas sustraídas a la aquí presente, que ya había tenido que dejar de lado las tres tardes por semana de gimnasio y los estudios. Después de ese ascenso, pasar tiempo con Stefan se había vuelto cada vez más difícil.
Llevábamos seis meses juntos y me divertía con él porque, aunque era tres años mayor que yo, era siempre tan tímido e inseguro que me hacía enternecer y me incitaba a hacer locuras como salir a mediados de febrero con tan solo la ropa interior y un abrigo para ir a darle esa sorpresa improvisada al trabajo.
Era la primera vez que lo iba a ver a la oficina y estaba emocionada.
«Vístete, por favor. Y espérame en mi casa», me suplicó Stefan mientras trataba de ponerme el abrigo y yo seguía desnudándolo y marcando su pecho enjuto y poco musculoso con un rastro de besos rojos, gracias a mi nuevo pintalabios de femme fatale .
«Stefan, déjate llevar por una vez, ¿vale?», le solté, nerviosa por su manía de querer tenerlo siempre todo bajo control.
«Si nos descubren, yo...», intentó convencerme, pero le hice callar con un largo beso.
Stefan seguía tenso, así que le metí la lengua en la boca y dejé que mis dedos pasearan por su hermoso pelo rubio ceniza oscuro que armonizaba a la perfección con sus ojos color avellana con reflejos dorados y verdes.
Aunque Stefan no era el hombre perfecto, a mí me encantaba tal y como era; con su estatura de jugador de baloncesto, su cuerpo escultural pero enjuto y delgado; su maravilloso rostro, siempre afeitado y arreglado; su manera de ser, algo nerviosa e insegura, pero también protectora y afectuosa; su sentido del deber y sus complejos, debidos a su estatura y delgadez. Finalmente, me parecía divertido y excitante que yo hubiera tenido más experiencias sexuales que él, a pesar de que yo solo tenía diecinueve años y él, veintidós.
Estaba enamorada de él.
Era mi primer San Valentín con un chico y quería hacer algo extremo, pero, sobre todo, había decidido que esa noche le confesaría que lo amaba.
«No me has dicho si te gusto», le pregunté cuando finalmente sentí que estaba más relajado.
«Por supuesto que me gustas, Eliza», suspiró Stefan con desesperación mientras me besaba ardientemente y me apretaba contra él.
Me encantaba cuando usaba ese tono, entre quejumbroso y dolorido, que, invariablemente, me daba a entender que había ganado.
«¡Es a mí a quien no le gusta este espectáculo de casa de citas!», resonó una voz a nuestra espalda, haciéndonos gritar de miedo.
Me di la vuelta. A un par de metros de nosotros había un hombre con el pelo canoso que nos miraba con la boca torcida en una mueca de repugnancia.
«Sr. Chapman, yo...», Stefan tartamudeó, visiblemente pálido, mientras yo corría a cubrirme con mi abrigo.
«Sr. Stefan Clarke, le aconsejo encarecidamente que se calle, coja a esa niñata sin ningún tipo de pudor y se vaya de aquí ahora mismo. Ah, y no olvide llevarse también todas sus pertenencias, ya que a partir de mañana no podrá volver a pisar este despacho», le ordenó su jefe antes de abandonar la habitación dando un portazo.
«No quería que te despidieran», traté de decir rompiendo el silencio sepulcral que llenaba la habitación.
«En cambio, lo sabías. Te lo advertí, pero tú eres la típica niñata impulsiva siempre dispuesta a hacer alguna locura, ¿no? Ahora me doy cuenta de que, después de todo, no eres más que una colegiala, una adolescente, una niña incapaz de relacionarse con el mundo de los adultos», respondió Stefan con voz seria mientras guardaba sus cosas en una bolsa.
«Perdóname... por favor». Me sentía terriblemente culpable.
«Vete, Eliza. Necesito estar solo».
«De acuerdo, pero me llamarás más tarde, ¿verdad?».
«No lo sé», suspiró amargamente, sin siquiera dignarse a dirigirme la mirada.
«Te... te quiero», traté de decir, pero Stefan ni siquiera pareció haberme escuchado.
Con el corazón roto y la humillación de haber sido atrapada in fraganti por el Sr. Chapman aún caliente, me fui.
Yo era solo una niña, pero sabía cuándo una historia se había terminado y ahora mismo acababa de llegar al final del trayecto con el único hombre al que le había dicho el fatídico te quiero .
Me juré a mi misma que, si perdía a Stefan para siempre, cambiaría y me convertiría en una adulta seria con la cabeza bien puesta sobre los hombros.
1
Siete años después
«Qué depresión», suspiró Breanna, abatida, mientras observaba la sala de exposición medio desierta.
«Luigi me ha dicho que, si esto sigue así, tendrá que cerrar y volver a Italia. Las ventas han bajado, cada vez tenemos menos clientes y hay demasiados gastos», añadió Lexie con preocupación, «No puedo perder este trabajo. Tengo un hijo que mantener y un exmarido que me paga la pensión alimenticia con un cuentagotas».
«Yo tampoco. Vivo sola y no quiero ni pensar en volver a casa de mis padres», murmuré angustiada ante la idea de quedarme sin sueldo y acabar bajo la asfixiante mirada de mi madre, que aún no aceptaba que fuera vegana, o de mi padre, que todavía no me había perdonado que abandonara los estudios universitarios y prefiriera independizarme gracias a un trabajo de vendedora en una tienda de muebles.
Tenía 26 años, y esta no era precisamente la vida con la que había soñado. De niña, imaginaba a las mujeres de veinticinco como profesionalmente realizadas, felizmente casadas y, quizás, ocupadas ya con su primer embarazo.
Imaginaba una vida plena y maravillosa, no estar a un paso del desempleo viviendo sola en un estudio con dos vagabundos que me utilizaban como si fuera un albergue gratuito donde recibir alojamiento y comida según sus necesidades o el tiempo que hiciera fuera.
Ni siquiera podía encontrar consuelo en mi vida amorosa, ya que era incapaz de tener una relación sin cometer errores o acabar haciendo daño a alguien.
Y mis amigas... Hope trabajaba todo el día y seguía viviendo con su tía, mientras que Arianna se había casado y cada vez tenía menos tiempo para mí.
Resoplé amargamente.
«¡No os preocupéis! ¡Ya me ocupo yo de mantener la barraca en pie!», exclamó Laetitia detrás de nosotras, «Acabo de cerrar una negociación para amueblar toda una casa de campo victoriana con vistas al mar en West Hill», nos informó mientras se abrochaba cuidadosamente la blusa, que dejaba a la vista varios centímetros cuadrados de un vientre plano y superbronceado y un escote que cortaba la respiración.
«Déjame adivinar: ¡tu cliente es un hombre soltero!», dedujo Breanna quien ya conocía, como todas nosotras, los métodos de abordaje de nuestra compañera, que siempre usaba su cuerpo para cerrar tratos.
Estaba segura de que, en ese momento, Breanna se preguntaba qué había tenido más éxito con aquel hombre, si la barriga plana de Laetitia o su noventa de pecho, ya que ella se lamentaba a menudo de su físico de pera, con hombros estrechos y pechos microscópicos, pero con caderas y muslos en abundancia.
Todavía seguía preguntándose qué veía en ella su marido, con el que llevaba once años casada.
«Separado, con dos hijos. Tiene una villa en Rye y un ático en Londres, pero hace poco se ha comprado una casa aquí para los fines de semana. Es el director de un banco y hemos quedado para tomar una copa esta noche. ¿No os importa si salgo media hora antes? Me cubris vosotras con Luigi».
«No hará falta. Sabes que a ti te lo perdona todo», murmuró Lexie irritada por el favoritismo del jefe hacia su trabajadora predilecta, quien siempre se las arreglaba para cerrar las mejores ventas del mes.
Todos la odiábamos y ella no hacía nada para ocultar su soberbia.
«Lo sé», rio Laetitia con satisfacción.
«Yo