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La Pandilla: Vianos, verano 1970
La Pandilla: Vianos, verano 1970
La Pandilla: Vianos, verano 1970
Libro electrónico226 páginas3 horas

La Pandilla: Vianos, verano 1970

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El colegio acaba de terminar en Vianos. Nando y sus amigos Pablo, Luis y Javi se preparan para un nuevo verano lleno de aventuras. La pandilla comienza sus vacaciones en el arroyo de las Moreras cogiendo renacuajos, sin ser conscientes de que todo lo que vivirán en los próximos meses representará un antes y un después en sus vidas. Las travesuras que les acarrearán reprimendas, las miradas furtivas hacia las niñas de su edad que les despertarán sentimientos desconocidos y un hecho que les hará abandonar la infancia en un abrir y cerrar de ojos harán de este libro una lectura llena de risas y lágrimas que tocará tu corazón y te hará recordar los mejores veranos de tu infancia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ene 2020
ISBN9788412121247
La Pandilla: Vianos, verano 1970

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    La Pandilla - José Garrido Villanueva

    LA PANDILLA

    Vianos, verano de 1970

    [José Garrido Villanueva]

    Primera edición: enero de 2020

    © Copyright de la obra: José Garrido Villanueva

    © Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

    ISBN: 978-84-121212-3-0

    Depósito Legal: B-25416-2019

    Corrección: Teresa Ponce

    Ilustración de portada: Adrián Garre García

    Maquetación: Celia Valero

    Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions

    www.angelsfortuneditions.com

    Derechos reservados para todos los países

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compila- ción en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

    PRÓLOGO

    Al final, el verano de 1970 nos dejó una de las peores experiencias que se puedan vivir, sobre todo siendo niños. No puedo borrarme de la cabeza la imagen de aquel cortejo fúnebre caminando hacia el cementerio aquella tarde soleada de septiembre.

    Don Marcelino, el alcalde; don Arsenio, mi maestro; don Celestino, el cura… caminaban con cara de pesadumbre, como si sobre Vianos hubiera caído una maldición. Y es que, al ser un pueblo pequeño, las desgracias parecen más grandes, porque nos conocemos todos y llegan a toda la gente: grandes y pequeños, hombres y mujeres…

    También acompañaban la comitiva Rufino el Pastor; el alguacil; Berto, sobrino del alcalde, y sus amigos; el Alicates, que decimos que es el tonto del pueblo, pero, en realidad, lo que le pasa es que le falta un tornillo; Felipe, el camionero; su padre, Venancio; Andrés, el del bar de la plaza Mayor; Bárbara, Lola, la Pili y la Mila, que eran las chicas con las que a veces jugábamos mi pandilla y yo; por supuesto, nuestras familias —las de mis amigos y la mía, quiero decir—, y mis amigos y yo, faltaría más. En fin, toda la gente del pueblo quiso acompañar en esa despedida a aquella familia destrozada. En nuestras caras tristes se veían los efectos de la terrible desgracia que sacudió el pueblo a últimos de aquel verano que, al final, marcó un antes y un después en nuestras vidas.

    Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos tres meses atrás. Abrámosle las puertas a un verano que, como todos por aquella época, se presentaba genial.

    1. EL REMANSO

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    No os podéis imaginar las ganas que teníamos de coger las vacaciones. ¡Qué hartura de Matemáticas, Lengua, Historia y, sobre todo, de don Arsenio! En aquella época en que los días ya eran largos y calurosos, oírle hablar de fórmulas, de apotemas, de predicados y sustantivos daba una desazón... Cuando mirábamos la ventana y veíamos aquel sol tan espléndido, que parecía llamarnos, volvíamos los ojos hacia la pizarra con una cara de asco que no podíamos con ella.

    Menos mal que en aquella hermosa época del año, la primavera bien avanzada nos traía un entretenimiento al que nos entregábamos con ganas. No solo porque era la antesala del verano, al que llevábamos esperando durante meses, sino que, además, nos lo pasábamos en grande.

    Se trataba de coger renacuajos, que durante esos días estaban viniendo al mundo. El lugar elegido por la mayor parte de los niños de Vianos para buscar estos pequeños bichos era el arroyo de las Moreras. Pero quiero aclarar que este es el nombre formal, porque todos en el pueblo lo conocíamos por el Royo, así sin más. Y es que, claro, como decía mi padre, «con el agua que lleva, ¿para qué quiere más nombre?». Pues eso digo yo.

    Pero resultaba que aquel invierno había sido abundante en lluvias y el Royo rugía como si estuviera cabreado. Nosotros buscábamos los renacuajos en el mismo nacimiento del arroyo, en un sitio que, como no puede ser de otra forma, se llama el Nacimiento.

    Para llegar hasta el Nacimiento basta con coger la carretera del Royo, que no está asfaltada y tiene piedras para dar y tomar. Al comienzo de esta carretera hay unas cuantas eras, que son como corrales grandes con las paredes de piedra muy bajas y el suelo también empedrado. Aunque entre piedra y piedra nace bastante hierba y esto hace que, sobre todo en primavera, presenten un color verde muy bonito.

    En estas eras, que, por cierto, también las hay en otras partes del pueblo, era donde lo agricultores trabajaban el cereal segado para separar el grano de la paja. Esta labor, si se hacía al método tradicional, exigía un gran esfuerzo, aunque las cosechadoras ya funcionaban en esa época y el trabajo se hacía mucho más soportable. De todos modos, ya os hablaré sobre este asunto un poco más adelante.

    Tengo que deciros que la carretera del Royo tiene un desnivel apreciable y algunas curvas son muy cerradas, como una que se encuentra a mitad de camino hasta el Nacimiento y da vista a todo el valle. En esa, si te pasas de frenada, caes por un terraplén lleno de rocas y, bueno, ya te puedes ir despidiendo de este mundo.

    Más abajo, como a dos kilómetros del pueblo o algo más, en otra curva de aúpa, hay un puente de piedra que a mí me gusta mucho. Por debajo de él pasa el arroyo de las Moreras, o sea: el arroyo que da nombre a todo el valle y que está lleno de huertos, con algunos olivares más abajo; es decir, lo que se viene llamando el Royo de toda la vida. El Nacimiento está a menos de doscientos metros a la parte de arriba de ese puente. Es facilísimo llegar andando hasta él. Allí hay varias charcas donde abundan los renacuajos.

    Cada uno de nosotros llevaba un frasco donde alojar a los animalillos que capturáramos, después de haber vertido en su interior un poco de agua para que pudieran vivir hasta que los lleváramos a casa y los instaláramos en recipientes mayores.

    Pero antes de seguir, me gustaría aclarar algo. Los que no viváis en pueblos pequeños os preguntaréis por qué motivo atrapábamos a estos animales inocentes. También, por qué hacíamos tantas otras cosas que iréis conociendo a lo largo de estas páginas. Seguro que nuestras diversiones eran distintas a las vuestras en las grandes ciudades, pero, claro, cada uno se debe amoldar a lo que tiene. Y en el pueblo, si algo está de sobra es naturaleza y ganas de disfrutar de ella. Y eso es lo que hacíamos mis amigos y yo.

    Veréis, en esas tardes de calor daba gusto llegar a una charca repleta de renacuajos, descalzarse, meter los pies en el agua fría y emprender una batalla campal contra los pobres bichos, que recorrían la charca a gran velocidad. Y hacíamos competiciones para ver quién era capaz de meter más bichos en su frasco.

    Pero la diversión no terminaba ahí. Luego, en nuestra casa, los cuidábamos y los veíamos hacerse mayores, observando cómo perdían la cola y les crecían las patas, hasta convertirse en ranas diminutas que intentaban escapar del envase donde las teníamos guardadas. Y, por último, para que no penséis que éramos unos..., bueno, lo que podáis pensar que éramos, las llevábamos de nuevo al Nacimiento y las poníamos en libertad.

    Quería aclarar esto para que no penséis que no teníamos escrúpulos. Es cierto que solíamos hacer algunas trastadas, bueno, lo dejaremos en muchas, pero eso no significa que lo destrozáramos todo a nuestro paso. Éramos niños, igual que los demás.

    Debo decir que Pablo era el más hábil de la pandilla, y no solo en coger renacuajos, sino en todo lo demás. Ponía un pie a cada lado de la charca y con rápidos movimientos de manos causaba estragos en la población. Después, a gran distancia, me encontraba yo. Cogía alguno de vez en cuando, siempre entre una serie de manotazos inútiles que ponían a Pablo de los nervios.

    —¡Eres el colmo, Blandengue! —me solía decir cuando fallaba.

    Debéis saber que en los pueblos pequeños muchas personas, sean pequeñas o mayores, tienen un mote. Este puede hacer referencia a su forma de ser, a su apariencia física o al oficio que haya tenido.

    Algunos motes son muy feos, porque representan lo peor que los demás ven en esa persona. Por eso se lo ponen, para resaltar sus defectos. Y no es raro que haya gente que le fastidie que no la llamen por su nombre, porque, claro, si uno tiene un mote tan feo, lo normal es que no le guste que lo llamen por él. Este era mi caso, porque desde siempre he sido bastante sensible y me cuidaba mucho de hacer ciertas gamberradas, y eso en un pueblo tan pequeño como Vianos tiene un precio. De cualquier forma, diré que mi nombre es Fernando, Nando para los amigos.

    De todos modos, moleste o no, si tienes mote te lo dicen de todas formas. Así que ¿para qué enfadarse si va a dar igual? También debéis saber que existen motes que pasan de padres a hijos, como si se arrastraran de generación en generación.

    Por lo que respectaba a Luis, bueno, ¡qué malo era!, no cogía un renacuajo ni por recomendación divina. Lo veíamos superconcentrado, preparando un golpe que parecía mortal de necesidad y, cuando conseguía asestarlo, el bicho se había metido en el último rincón. Como era natural, nosotros guardábamos las distancias para que no nos pusiera chorreando. Y también nos tronchábamos de risa, que todo hay que decirlo.

    —No sé por qué os reís, si he estado a punto de pillarlo —se defendía él.

    ¡Era para matarlo a huevazos!

    Pero, si había alguien que pudiera considerarse aliado de los renacuajos, ese era Javi. Y es que era muy poco habilidoso, pero no solo en eso, sino en todo lo que se ponía. Recuerdo una tarde que, cuando disparó la mano en busca de un renacuajo que creía a su alcance, se le resbaló un pie y cayó de culo en el arroyo. Tuvieron que pasar muchos minutos hasta que se nos pasara la risa contagiosa que nos atacó a los tres antes de que pudiéramos ayudarle a salir del bache que su enorme trasero ocasionó en el lecho del arroyo. Luego se miró los pantalones llenos de barro, con las lágrimas asomándole por el rabillo del ojo. Otras veces, al agacharse, la presión de los intestinos liberaba un poderoso trueno que nos hacía retorcernos de risa, al tiempo que poníamos tierra por medio, o sea, que salíamos pitando.

    —¡Eres más guarro que una cloaca! —protestaba Pablo.

    —Es que… yo… —mascullaba Javi.

    Tirillas y yo nos tronchábamos. Incluso se nos quedaba esa risa floja, ya sabéis, la que hace que uno la emprenda a carcajadas ante cualquier tontería que pueda pasar después. Bueno, quiero deciros que Tirillas es el mote por el que todos conocíamos a Luis. Y es que era tan delgaducho que parecía que se iba a romper.

    En fin, como quien no quiere la cosa, ya os he presentado a mis tres mejores amigos. Los cuatro formábamos una pandilla genial. Mi abuela nos llamaba los Cuatro Jinetes de la Pocalisis, que no sé muy bien lo que quería decir con eso, pero es que... como hablaba tan mal...

    Pero vayamos a aquella tarde de primavera, con las vacaciones de verano metidas entre ceja y ceja, cuando estábamos en el lugar donde era seguro que cogeríamos un buen puñado de renacuajos. Así lo pensábamos nosotros.

    Allí, en las charcas del Nacimiento, nos juntamos casi todos los chicos del pueblo, una docena más o menos. La mayoría solo llevábamos nuestro frasco para guardar las capturas, pero para cogerlos íbamos con las manos limpias; era más divertido atraparlos con las manos que con la red como hacían algunos. Debido a que sobraban pescadores se crearon algunas tensiones, que podrían haber acabado mal de no ser por la genial idea que se le ocurrió a Pablo.

    —¿Por qué no nos vamos al Remanso? —nos dijo a los tres, con cuidado de no ser escuchado por los demás.

    —¿Dónde está el Remanso? —preguntó Javi muy serio.

    —¡Eres increíble! —le respondió Pablo con desprecio—. A ver cuándo le dices a tu madre que te destete. Pareces un crío pequeño.

    Yo hice un gran esfuerzo por contener la risa, a pesar de que tampoco tenía ni idea de dónde estaba el puñetero Remanso.

    —¿Y qué es un remanso? —Ahora era Luis quien pedía información.

    Pablo le dirigió una mirada feroz y él se arrugó hasta convertirse en una pasa. Yo encontré el momento para aportar a la situación un toque culto y apuntarme un tanto delante de todos.

    —Es una poza que se produce en el cauce de un río debido a una depresión del terreno...

    —¿Ha terminado ya el profesor?

    Esta pregunta de Pablo, llena de mala leche, no aclaró en absoluto si había acertado con mi intervención, pero sí me convenció de que era el momento de callarme. Sin añadir una palabra más, Pablo nos hizo un gesto y echó a andar hacia la carretera. Nosotros le seguimos con paso escurridizo, sin hablar.

    —¿Es que os vais? —preguntó Eduardo, un chico que pertenecía a otra pandilla, que nosotros llamábamos los Pistoleros.

    —Ya nos hemos cansado y nos vamos a Vianos —mintió Pablo ante las miradas de algunos otros niños que habían levantado la cabeza al escuchar la pregunta de Eduardo.

    Si lo creyeron o no, no lo sé, pero siguieron capturando renacuajos y pasaron de nosotros.

    Cuando llegamos a la carretera, en vez de girar a la derecha, por donde se iba al pueblo, caminamos en dirección contraria.

    —Veréis como allí no nos molesta nadie —comentó Pablo unos metros más adelante, al pasar una curva que impedía que nos vieran el resto de los chicos.

    —¿Crees que habrá renacuajos? —me atreví a preguntarle.

    —Seguro que hay a montones.

    Tengo que decir que Pablo era el único que se mostraba tranquilo mientras nos distanciábamos de los otros chicos. Los demás, que no estábamos acostumbrados a alejarnos tanto del pueblo, sentíamos un hormigueo en el estómago. Era el temor que nos inspiraba esa repentina expedición hacia un mundo desconocido, un mundo que podría estar poblado por extrañas criaturas. La palabra remanso, aunque se tenga una idea de lo que significa, suena un poco misteriosa, ¿verdad que sí?

    —¡Y serán todos para nosotros! —continuaba Pablo, como hablando para sí mismo.

    Se notaba la satisfacción que sentía por abandonar un lugar en donde la presencia de otros chicos podía dejarle en un segundo plano; y es que a él le gustaba que lo miraran y que todos pensaran que era el mejor. Quiero decir que cuando estaba con nosotros era él el que mandaba, pero, en presencia de otros, la cosa no estaba tan clara. Ya os iréis dando cuenta de eso.

    Mientras andábamos carretera abajo, él nos ponía al tanto de sus múltiples andanzas y de la soltura que tenía en todos los lugares por donde se movía. Pero a pesar de la tranquilidad que él manifestaba, el temor se agrandaba dentro de mí con cada paso que daba. Aun así, en el grupo había dos chicos de los que siempre se esperaba que se asustaran antes que yo, y no podía mostrarme débil porque pondría mi imagen en entredicho. Por eso era mejor callarme, porque Luis y Javi ya se quejarían en mi lugar.

    I

    Seguíamos alejándonos del Nacimiento. La carretera descendía por la margen izquierda del arroyo, llena de curvas, y, por debajo de ella, grandes zarzales, espinos y otras malezas nos separaban de los huertos. A la parte de arriba de la carretera se veían algunas plantaciones abandonadas de almendros, mezcladas con encinas y otras plantas más pequeñas.

    Pasamos la curva de donde sale el camino de Las Cabezas, que es una finca privada. A nuestra izquierda se alzaba una colina donde la vegetación era diferente a la que dejábamos atrás. Las retamas y los tomillos daban paso a lentiscos, jaras y cantuesos, los dos últimos en flor, que dotaban al terreno de una bella alternancia en el colorido, variando del blanco de las jaras al morado del cantueso, e impregnaban el ambiente de un profundo olor a esencias que parecía aislarnos de todo.

    Y es que el campo, a veces, parece que te quiere para él solo, que no desea compartirte con nadie, por eso te regala esos aromas y esos colores, para que no eches nada de menos y solo quieras estar allí. Esta es la mejor forma que se me ocurre para explicar lo que se siente cuando se está en plena naturaleza.

    De vez en cuando oíamos las carreras huidizas de los conejos entre la vegetación o el vuelo de las aves que se movían de rama en rama buscando su sustento y el de sus hijos. De pronto, asustada por nuestra presencia, una serpiente cruzó la carretera por delante de nosotros.

    Yo sentí que se me erizaba el cabello de la nuca. Una ojeada rápida a los rostros de Luis y de Javi me mostró que ellos estaban tan asustados como yo. Pero bastó una mirada inquisitiva de Pablo para que no nos atreviéramos ninguno a rechistar.

    Un poco más adelante, tras casi media hora de camino desde el Nacimiento, Pablo se salió de la carretera hacia la derecha y empezó a cruzar un olivar en dirección al arroyo. Nosotros le seguíamos expectantes, aunque un poco temerosos por lo que pudiéramos encontrarnos al llegar al Remanso, ese misterioso lugar que cada vez nos gustaba menos.

    —Ya estamos llegando —anunció Pablo con voz triunfal. Aunque tengo que reconocer que yo no

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