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Troteras y danzaderas: Novela
Troteras y danzaderas: Novela
Troteras y danzaderas: Novela
Libro electrónico438 páginas6 horas

Troteras y danzaderas: Novela

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"Troteras y danzaderas" de Ramón Pérez de Ayala de la Editorial Good Press. Good Press publica una gran variedad de títulos que abarca todos los géneros. Van desde los títulos clásicos famosos, novelas, textos documentales y crónicas de la vida real, hasta temas ignorados o por ser descubiertos de la literatura universal. Editorial Good Press divulga libros que son una lectura imprescindible. Cada publicación de Good Press ha sido corregida y formateada al detalle, para elevar en gran medida su facilidad de lectura en todos los equipos y programas de lectura electrónica. Nuestra meta es la producción de Libros electrónicos que sean versátiles y accesibles para el lector y para todos, en un formato digital de alta calidad.
IdiomaEspañol
EditorialGood Press
Fecha de lanzamiento17 ene 2022
ISBN4064066062798
Troteras y danzaderas: Novela

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    Troteras y danzaderas - Ramón Pérez de Ayala

    Ramón Pérez de Ayala

    Troteras y danzaderas

    Novela

    Publicado por Good Press, 2022

    goodpress@okpublishing.info

    EAN 4064066062798

    Índice

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    PARTE II

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    PARTE III

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    PARTE IV

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    PARTE V

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    I

    Índice

    Teófilo Pajares, «el príncipe de los poetas españoles, a cuyo paso debía tenderse por tierra un tapiz de rosas» al decir de algunos diarios de escasa circulación, el autor de Danza macabra y Muecas espectrales, bajaba poco a poco y como embebecido en cavilaciones por la calle de Cervantes, cara al Botánico. Era una mañana de otoño; el cielo, desnudo, y la luz, agria. Neblina incierta, de color hez de vino, saturaba sombras y penumbras.

    Lo primero que se echaba de ver en la persona del poeta Pajares era lo aventajado de su estatura, lo insólito de su delgadez y el desaliño de la indumentaria: desaliño de penuria económica y también por obra de cierto desdén hacia las artes cosméticas. Las botas y los pantalones, en particular, delataban con sañuda insolencia la inopia y desaseo de Teófilo. Sin duda, este lo echaba de ver, porque, según caminaba con las manos a la espalda y la cabeza caída hacia el pecho, miraba pertinazmente pantalones y botas, y su rostro aguileño, cetrino y enjuto, languidecía con mueca de consternación —una mueca espectral hubiera dicho él—, como si encarándose con aquellas prendas tan deleznables y mal acomodadas a los miembros las motejase de falta de tenacidad ante el infortunio y de adhesión a su amo.

    Detúvose Teófilo delante de una puerta y miró el número pintado en el dintel: el 26. Volvió sobre sus pasos y penetró en el portal del 24. Arrancaba a subir las escaleras, cuando la portera, enarbolando un escobón, se precipitó a atajarle el paso:

    —¡Eh!, tío frescales, ¿adónde va usted? —rugió la mujer, con iracundia que a Teófilo le pareció incongruente en tal caso. Continuó, casi frenética—: Aquí no se admiten méndigos, ¿lo oye usté, so sinvergüenza, tísico?

    Teófilo sintió helársele el alma. Sus ojos perdieron por un segundo la visión. Teófilo, que había suspirado infinitas veces en verso por la muerte, y había descrito con cínica deleitación y nauseabundos detalles la orgía que con su carne pútrida habían de celebrar los gusanos, y también el fantasmagórico haz de sus huesos, ya mondos, a la luz de la luna; él, el cantor de la descomposición cadavérica, así que escuchaba mentar la palabra tisis desfallecía de miedo. Su zozobra constante era si estaría tísico.

    La portera había ganado la delantera a Teófilo. Estaba dos escalones más alta que el poeta, con el escobón empuñado a la ofensiva y muy despatarrada, de manera que, dado el terrible volumen de su vientre y caderas, podía obstruir el paso con solo ladearse un poco a diestra o siniestra, según por donde viniera el ataque.

    —Señora... —tartamudeó Teófilo.

    Como si del calificativo hubiera recibido la más bárbara injuria, la portera reanudó sus voces con furor próximo al paroxismo. Esgrimía el escobón con entrambas manos a modo de mandoble; amagaba, pero no acometía.

    Teófilo se mantuvo vacilante en un principio. Recobrado del desfallecimiento, por reacción la sangre le invadía acelerada los pulsos. Temblaba, sintiendo levantarse dentro de sí una fuerza indócil a la voluntad.

    —Pero, ¿es que no tiene usted orejas, so tísico? —gritó exasperada la portera.

    —Mujer, esté usted loca o no lo esté, esto se acabó, porque se me ha acabado la paciencia —masculló Teófilo atropellando las sílabas. Inclinó la cabeza, adelantó con el pie derecho un escalón y descargó secamente sobre la barriga de la portera, y en su zona central y más rotunda, un golpe recto con el puño. Como si el vientre fuese el fuelle de una gaita gigantesca, y por la colisión del puño se hubiera vaciado de pronto, los ámbitos de la caja de la escalera retemblaron: tal fue el alarido de la portera. Cayó sentada la mujer, y Teófilo brincó sobre ella, con propósito de huir escaleras arriba; pero la portera logró asirle un pie, y en él hizo presa. Tiraba Teófilo con todas sus fuerzas, y la mujer aferraba sin ceder, pidiendo auxilio. Oíanse pasos apremiantes dentro de las viviendas. Teófilo, a la desesperada, dio una sacudida y libertó el pie; pero al ponerlo en firme recibió rara impresión de frío y falta de tacto, como si el pie no le perteneciese. Mirose y vio que le faltaba la bota y le sobraban agujeros al calcetín, color cardenal retinto. Vergüenza y rabia le encendieron las mejillas. Le acometió la tentación de patear, con la bota que le quedaba, la cabeza de la portera, la cual agitaba en su mano la otra bota a modo de trofeo, y vociferaba:

    —Este ladrón... este ladrón... ¡Emeteriooo...! Pero, ¿en dónde te metes, bragazas? ¡Emeteriooo! —y poniendo un descanso en sus clamores, hizo hito de la nariz de Teófilo y le lanzó la bota con tanta violencia como pudo. La bota pasó por encima de la cabeza del poeta, rebotó en el muro y deslizándose entre dos hierros del barandal fue a caer al pie de la escalera. Para recobrarla, Teófilo debía pasar otra vez por encima de la portera.

    En el rellano del piso primero asomó un cuerpecito muy bien cortado; una apicarada cabeza femenina por remate de él.

    —Pero, ¿qué pasa, señá Donisia? ¿Es c’a caído un bólido?

    Teófilo levantó la cabeza y respiró:

    —¡Conchita! —dijo Teófilo—, con qué oportunidad sale usted... Esta arpía —y señaló a la portera yacente— no me dejaba subir; me amenazó, quiso agredirme con la escoba, y me dirigió los insultos más groseros.

    La portera comenzaba a incorporarse. El señor Emeterio, portero consorte, surgió en este punto, liando un cigarrillo y en mangas de camisa. Venía con aire pachorrudo y ceño escrutador, como hombre que no se deja alucinar, sino que examina cabalmente los hechos antes de emitir juicio. Adelantose, con esa prosopopeya cómica del pueblo bajo madrileño. El frunce de su cara parecía decir: «vamos a ver lo que ha pasao aquí».

    —¿Pero no sabe usté, señá Donisia —preguntó desde lo alto Conchita—, que el señor Pajares es visita de casa, amigo de la señorita?

    —¿Cómo iba a fegurarme yo que este méndigo?... —comenzó a decir la portera, adelantando, al llegar a méndigo, el labio inferior, en señal de menosprecio. El señor Emeterio mutiló la frase incipiente de su esposa con una mirada de través.

    —Suba usté, don Teófilo —habló Conchita.

    La señá Donisia no pudo reprimir una exclamación sarcástica.

    —¡Uy, don Teófilo! ¡Qué mono!

    El señor Emeterio dobló el brazo derecho en forma de cuello de cisne y puso la mano como para oprimir un timbre; el dedo índice muy erecto, apuntando a los labios de su mujer. Ordenó campanudamente:

    —¡Tú, a callar! —y enderezando la mirada a Teófilo—: Vamos a ver, ¿le ha faltao mi señora?

    Disponíase la portera a protestar, pero el señor Emeterio, con un movimiento autoritario del brazo izquierdo, la redujo a silencio y sumisión.

    Teófilo estaba aturdido y nervioso. Comprendía que el señor Emeterio estaba en la duda de dar o no una paliza a la señá Donisia, y que el porvenir colgaba de su respuesta.

    —¡Vaya! —intervino Conchita, impacientándose—, que se hace tarde y no puedo estar toda la mañana a la puerta. Suba usté, don Teófilo. ¡Vaya si son ustedes pelmas!...

    —¡Un hemistiquio, Conchita! —rogó el señor Emeterio.

    —Un hemis... ¿qué? —y Conchita rio alegremente.

    —Quiere decirse un momento —el señor Emeterio enarcó las cejas y chascó la lengua; daba a entender que era tolerante con la ignorancia de Conchita. Dirigiéndose a Teófilo, repitió—: Vamos a ver, ¿le ha faltao mi señora?

    —¡Oh... verá usted!... No; de ninguna manera —Teófilo no sabía qué decir.

    —Creía... —insinuó el señor Emeterio.

    —¡Bah! —concluyó Teófilo, esforzándose en sonreir—. Una equivocación cualquiera la tiene.

    —Pero que muy bien dicho —comentó el señor Emeterio—. Quiere decirse entonces que usté sabe disimular si mi señora ha tenido un lasus o quiprocuó.

    —Claro, claro —aseguró Teófilo sin atreverse a reconquistar la bota y sustentándose en un pie.

    —Pues, buenos días y disimular. ¡Tú, anda p’alante! —y el señor Emeterio, en funciones de imperio conyugal, acompañó esta orden haciendo castañuelas de los dedos.

    La señá Donisia comenzó a retirarse con paso remolón y gesto reacio. Volvíase de vez en vez a mirar de soslayo, tan pronto a Conchita como a Teófilo, y sus ojeadas eran, respectivamente, de servilidad y de encono. Desde el comienzo de la escena la conducta de la señá Donisia había sido ejemplarmente canina. Recordaba esos perros de casa grande que ladran con rabia descomunal al visitante humilde; luego, si por ventura se han excedido en su celo, el visitante es admitido a la mansión del dueño y ellos golpeados por un sirviente, vanse mohinos y rabigachos, con ojos inquietos, tan pronto recelosos del castigo como coléricos hacia el intruso.

    Así como la señá Donisia descendió los cuatro escalones, Teófilo recuperó y se calzó la bota, que era de elásticos, aun cuando había renunciado ya a sus cualidades específicas de elasticidad; y como si se hubiera ajustado al tobillo, no una bota, sino las alas de Mercurio, voló, más que subió, al piso primero.

    En estando a solas los dos porteros se les serenó la cara: la de la señá Donisia dejó de ser iracunda y servil, y la del señor Emeterio perdió su prosopopeya y toda suerte de aderezo figurado. Mirábanse llanamente el uno al otro, como matrimonio bien avenido, y era evidente que se comprendían sin hablarse.

    —¡Pero miá tú que la señorita Rosa!... —chachareó la mujer, conduciendo involuntariamente la mano al paraje en donde Teófilo había descargado el golpe—. Si son unas guarras... Ya ves tú si el señor Sicilia, y más ahora que le han hecho menistro, le dará lo que la pida el cuerpo...

    —¡Qué ha de dar, Donisia! A su edad...

    —No seas picante, Emeterio. Digo que si le dará tantas pelas, ¡qué pelas!, tantos pápiros como pesa. Pues na, que le ha de poner la cornamenta. Y entavía, si fuera aquello de decirse con un señorito decente. Pero, ¡hay que ver el chulo que ha selecionao!... Con una cara de tísico... Pues, ¿y los tomates del calcetín? ¿Te has fijao?

    —¿No m’había de fijar, Donisia? Las hay pa toos los gustos. Pero tú, también, ¡vaya que has dao gusto a la muy! Y hay que tener púpila...

    —Pero —acordándose del golpe recto de Teófilo—, si es que me ha soltao un mamporro talmente aquí... —señalaba lo más avanzado del vientre.

    —Ya, ya. Y na, que hay que cerrar el pico, porque las propis de la señorita Rosa...

    —Es la princesa del Caramánchimai, Emeterio.

    —Y que lo digas, Donisia.

    Y se engolfaron en las tinieblas del cuchitril.

    II

    Índice

    Habíanse entrado en la portería el señor Emeterio y la señá Donisia cuando se oyeron grandes y majestuosas voces llamando al marido y a la mujer. Acudieron estos al lugar de donde las voces partían, para lo cual hubieron de atravesar un pasadizo que daba a un angosto patizuelo; en él, una puerta con dos escalones, y por ella se entraron a una pequeña antesala y luego a una ancha pieza, con vidrieras a un costado y en el techo a modo de estudio de pintor. Estaba esta pieza atalajada con pocos y vetustos muebles de nogal denegrido; un arcón tallado, sillones fraileros, y en el respaldo de uno de ellos una casulla, una mesa de patas salomónicas trabadas entre sí por hierros forjados, un velón de Lucena, algunos cacharros de Talavera y Granada, una cama con colcha de damasco de seda carmesí, y en la cama un hombre flaco, barbudo y sombrío. A la primer ojeada, este hombre ofrecíase como el más cabal trasunto corpóreo de Don Quijote de la Mancha. Luego, se echaba de ver que era, con mucho, más barbado que el antiguo caballero, porque las del actual eran barbas de capuchino; de otra parte, la aguileña nariz de Don Quijote había olvidado su joroba al pasar al nuevo rostro, y, aunque salediza, era ahora más bien nariz de lezna.

    Estaba el caballero sentado en la cama, con una pierna encogida y la rodilla muy empinada, haciendo de pupitre, sobre el cual sustentaba un cartón con una cuartilla sujeta por cuatro chinches. Con la mano derecha asía un lapicero. Despojose con la izquierda de las grandes gafas redondas, con armazón de carey, y miró severamente al matrimonio. Sin embargo, sus ojos, fuera por sinceridad, fuera por condición de la miopía, delataban gran blandura de sentimientos.

    —¿Me quiere usted decir, Dionisia, a qué obedece el escándalo que usted ha movido en las escaleras? ¿No sabe usted, mujer, que no puedo trabajar si hay ruido? ¿Quiere usted obligarme a que busque nuevo alojamiento a cien leguas de su desordenada vocinglería? —habló el caballero, con un tono semejante al de un actor joven representando un papel de arzobispo.

    —¡Por Dios, señorito! —rogó el señor Emeterio.

    —¡Por Dios, don Alberto! —suplicó la señá Donisia con extremada y dolida humildad.

    Marido y mujer acercábanse siempre a don Alberto poseídos de medrosa devoción. Lo amaban como el perro ama al hombre y el hombre ama a Dios, como a un ser a medias familiar y a medias misterioso.

    Don Alberto del Monte-Valdés, como los españoles de antaño, había dado los nerviosos años de la juventud a las aventuras por tierras de Nueva España, en cuyo descubrimiento y conquista, al decir de don Alberto, habían tenido gloriosa parte antepasados suyos. Acercábase a la mitad del camino de la vida cuando retornó a la metrópoli y cayó en la villa y corte, luciendo extraña indumentaria y anunciando la buena nueva de un arte extraño. Los transeúntes reían de su traza; los cabecillas literarios hostilizaron con mofas sus escritos. Monte-Valdés, como haciéndose fuerte en un baluarte, entonó la vida conforme a una pauta de orgullo, mordacidad y extravagancia, que tales eran los tres ángulos de su defensa contra burlas, insidias y rutinas ambientes. Algunos escritores mozos le seguían y remedaban. Y a todo esto, el escaso dinero con que había llegado a Madrid andaba a punto de consumirse. No conseguía publicar ningún artículo en los periódicos, y si por acaso alguna revista de poco fuste se lo acogía, no se lo pagaba, como no fuera en elogios. Habiéndose reducido su caudal a dieciséis duros mal contados, caminaba cierto día sin rumbo por las calles, considerando lo que darían de sí y el tiempo que tardaría en ganarse otros dieciséis, cuando un corro de apretada gente, al pie de una casa a medio construir, le atrajo la atención. Abrió brecha entre los mirones a codazos y descubrió en el centro un hombre lívido y quejumbroso, yaciendo en tierra. Dos personas parecían prestarle auxilio y examinarlo. Trajeron una camilla y en ella acomodaban al herido a tiempo que Monte-Valdés, llegándose al lugar de la escena, interrogó a una de aquellas dos personas, que resultó ser médico:

    —¿Qué ha ocurrido?

    Monte-Valdés, como Don Quijote, suspendía a quien por primera vez hablaba, con una emoción entre imponente e hilarante. El médico examinó despacio al advenedizo, se encogió de hombros y respondió despegadamente:

    —Nada; ya lo ve usted. Un albañil que se ha caído del andamio. Nada.

    —¿Cómo que nada? —rezongó a lo sordo Monte-Valdés, sacudiendo barbas y quevedos.

    El médico volvió a examinar al intruso, pensando si estaría loco. Y habló de nuevo, esta vez con cortesía:

    —Digo que nada precisamente por eso, porque este nada quiere decir todo: quiere decir que el hombre quedará inútil para toda su vida, cosa que, en resumidas cuentas le estará bien merecido, porque son unos bestias, que no se cuidan de nada; eso, como no estuviera borracho. Y digo que se quedará inútil porque el arreglo del brazo, que es donde tiene la quebradura, no se puede hacer sino con un aparato ortopédico que vendrá a costar setenta y cinco pesetas, y como él no tiene las setenta y cinco pesetas ni quien se las dé, pues, ¡nada!

    —¿Y quién le ha dicho a usted que no tiene quien se las dé? —bramó opacamente Monte-Valdés, despidiendo centellas por los ojos. Ahora fueron tan violentas las sacudidas de los quevedos que hubo de afianzarlos en la nariz con insegura mano.

    —Digo; como usted no las...

    —Naturalmente que yo las doy.

    En este punto apareció una mujer que hipaba y gemía, conduciendo de la mano una chicuela morenucha y enclenque. El médico se acercó a la mujer, y, en hablándole unas palabras, la mujer acudió a Monte-Valdés, y quería besarle las manos. El escritor, con ademán y son evangélicos, dijo:

    —Mujer, no llores, que lo que hago no vale la pena. Toma los quince duros.

    La mujer quiso saber el nombre y domicilio del protector de su marido. Resistíase Monte-Valdés, pero hubo de ceder al fin.

    Una modistilla, arrastrada por ese instinto sentimental y burlesco que es toda el alma de las madrileñas de clase humilde, gritó:

    —¡Viva Don Quijote!

    Y los testigos de lo acaecido, en su mayoría de pueblo bajo, hicieron coro:

    —¡Viva!

    Monte-Valdés, gran enemigo de la plebe y despreciador de sus arrebatos, huyó con ligero compás de pies. Las menestralas, que le veían de espaldas, con su larga cabellera y extraño pergeño, lloraban de risa.

    El albañil herido era el señor Emeterio; la mujer sollozante, la señá Donisia.

    A solas ya, Monte-Valdés contó el dinero que le quedaba; cuatro pesetas y veinte céntimos. Tenía arrendado un cuarto y solía comer en cafés y restoranes de precio módico, solo dos veces a la semana, porque su sobriedad era tanta como las de algunos célebres españoles de otros siglos. Es decir, que sus arbitrios pecuniarios no alcanzaban a procurarle el sustento más arriba de una semana. No tenía amigos a quienes acudir, ni, de otra parte, se hubiera doblegado nunca a solicitar dineros.

    Esforzábase en resolver tan intrincado problema cuando acertó a pasar frente a la iglesia de las Góngoras. Entró en el templo, sentose en un banco, y allí, estando con la cabeza gacha, los ojos entornados, las aletas de la nariz dilatadas por el olor a incienso y peinándose despaciosamente las barbas con los dedos, tuvo una revelación. Salió confortado de la iglesia y se encaminó a una panadería, en donde compró pan para un mes. Pan que luego conservó blando envolviéndolo en pañizuelos, los cuales mantenía húmedos siempre, como los escultores hacen con sus bocetos en barro. Antes de terminar el mes, y con él el pan, Monte-Valdés colocó dos artículos que cobró a cinco duros cada uno. Casi al mismo tiempo presentáronsele Emeterio, repuesto ya del percance, y la mujer. Su agradecimiento y adhesión al caballero eran tales, que a la vuelta de lagrimear y dar gracias centenares de veces, la Dionisia habló así:

    —Señorito, nosotros queremos servirle a usté, estar siempre con usté y a sus órdenes pa lo que nos resta de vida.

    —Me place. Yo no puedo vivir sino rodeado de servidumbre —y comenzó a peinarse las barbas, signo en él de reflexión—. Pero debo advertirles que yo soy un hidalgo pobre.

    —Con usté, aunque fuese morir de hambre —afirmó decidido Emeterio—. ¡Mejor que con el Rochil!

    —¡Sea! —concluyó Monte-Valdés.

    A partir de este punto comenzó la época misteriosamente heroica de la vida de Monte-Valdés, la época de la conquista: conquista de renombre y, en segundo término, si ello viniera de añadidura, conquista de bienestar. Y así como la enjuta Castilla de los tiempos del Emperador, con el hambre en casa y la miseria, conquistaba el mundo lidiando por la fe, y tanto como se le apretaban las tripas se le erguía la cabeza ante ojos ajenos, Monte-Valdés peleaba, a su modo, por un ideal de arte, y cuanto más recia era la escasez en casa, más se le entiesaba y endurecía la raspa, que no la doblaba ante nadie. Solamente entre españoles se encuentra el tipo de hombre que ha hecho compatible el hambre con el orgullo y a quien no envilece la pobreza. No era raro que durante aquella época de conquista Monte-Valdés permaneciera algunos días sin salir del lecho, habiendo empeñado el único traje que poseía, por no morirse de hambre él y su servidumbre. Y si acaso en tales ocasiones aportaba un amigo de visita, recibíale Monte-Valdés en cama, con afable prestancia y un como natural olvido de las humildes cosas en torno de ellos, que no parecía sino que el lecho era estrado.

    Era pendenciero, porque consideraba que en la adversidad los ánimos nobles se enardecen. Una de sus pendencias hubo de costarle una pierna, la derecha, que sustituyó con otra de palo. Si se le hubiera de creer a él, de este accidente recibió gran contento, porque le hacía semejante a Lord Byron, que también era cojo, si bien de distinta cojera.

    —Lo que me duele —exclamaba a veces componiendo un gesto de consternación irónica— es sentirme incapacitado para aplicar puntapiés a los galopines de las letras y no poder desbravar potros cerriles —cosa la última que dejaba un tanto perplejo al interlocutor.

    Tras muchas y ásperas campañas, la fortuna comenzó a serle amiga y el éxito a lisonjearlo. Iba camino de alcanzar cuanto se había propuesto.

    El señor Emeterio, que había dejado el oficio, y la señá Donisia, que había incurrido en menesteres porteriles por distraerse, decía ella, habían seguido caninamente a Monte-Valdés en todas sus andanzas y participado, con resuelto corazón, de sus privaciones. Sentían, además de amor, cierto orgullo reflejo por su señorito: esa jactancia de servir a buen amo, que es la verdadera cadena y muestra visible de todas las servidumbres. Por eso le amaban como el perro ama al hombre y el hombre ama a Dios, como un ser a medias familiar y a medias misterioso.

    —Es que, verá usté, señorito —empezó a explicar la señá Donisia—, se cuela un méndigo en el portal, porque talmente era un méndigo. Ya sabe usté que el casero no quiere méndigos. Lo mismo da decir ladrón que méndigo.

    —Mendigo, mujer, y no méndigo, como ha dicho usted por cuatro veces.

    —Ladrón me paece más al caso. Pues como le digo, voy y no le dejo pasar. Pues que se arranca a decirme perrerías, y va y me da un puñetazo en el vientre; y na, que resulta que es el chulo de la señorita Rosa.

    Monte-Valdés se peinaba las barbas. Al oír el nombre de Rosa, alargó el brazo y dijo:

    —Basta, Dionisia. Que no le oiga a usted llamar señorita a una mala mujer. Veo que en esta casa no se puede vivir. Y como quiera que ya vengo pensándolo hace varios días, usted, Emeterio, irá hoy a verse con el casero y le dirá que me mudo en seguida. Yo mismo buscaré nuevo cuarto, y ustedes, si quieren seguir sirviéndome, me acompañan; si prefieren la portería y los gajes que le pueden venir de una mala mujer, se quedan.

    —Pero es que... señorito —el señor Emeterio titubeaba.

    —He dicho basta. Dionisia, traiga agua caliente que quiero vestirme al punto.

    III

    Índice

    —La señorita se levanta ahora mismo. Pase usté entretanto al gabinete.

    —Si no hubiera dificultad, Conchita, yo preferiría esperar en el comedor.

    —A ver, ¿es que no nos hemos desayunao aún, don Teófilo? —soltose a reír Conchita, como una chicuela. No había dado sentido literal a la pregunta; creía haber dicho una agudeza, sin sospechar que atormentaba a Teófilo.

    —Es usted tremenda, Conchita —balbuceó Teófilo azorándose.

    —Tráteme usted de tú, don Teófilo.

    Teófilo pensaba: «Conchita se figura que estoy muerto de hambre. Con mi facha...»

    —Es que en el comedor hay más luz, Conchita.

    —Más luz, ¿eh? Está usted apañao del quinqué. Cómprese unas gafas ahumás.

    Teófilo pensó ahora: «Se está burlando de mí. Le parezco ridículo.» Aquella fuerza tiránica, indócil a la voluntad, que le había movido a descargar gallardo golpe sobre el vientre de la portera, comenzaba a insurgirse y dominarlo. «¿Quién me manda a mí venir a casa de una prostituta?...» Cerebro y corazón se le quedaron en suspenso unos instantes. Prosiguió el hilo del soliloquio mental: «Al fin y al cabo, una prostitutaAl fin y al cabo valía tanto como «aunque yo esté enamorado de ella; aunque quizás llegue a enamorarse de mí y se regenere; aunque ando loco entre esperanzas y desesperanzas.» Y Teófilo, dolido por lo que él juzgaba burlas de Conchita, continuaba pensando: «Lo natural, lo decoroso, el gesto bello de este trance risible sería que le diese un puntapié en el trasero a Conchita, para que aprenda a no ser desvergonzada.» Y aquella fuerza agresiva e irreprimible le hormigueaba ya en una pierna. Pero de pronto tuvo la sensación de quedar exangüe, con las venas vacías, y así como si el corazón fuese una cosa flácida y hueca, susceptible de ser vuelto del revés. A pesar suyo, volvió a formular con palabras las ideas: «¡Pobrecita! ¿Qué culpa tiene ella de que yo sea pobre y grotesco?» Y otra vez, de la palabra concreta descendió a derretirse en neblina y angustias sentimentales. Era que tenía miedo de las palabras: miedo de desvelar la verdad acerca de sí propio; y a tiempo que todo su ser, a tientas, aspiraba a interrogarse y conocer si en realidad era un ser grotesco, Teófilo se obstinaba en ignorar esta aspiración perentoria. Cerraba los ojos de la conciencia igual que, después de algunos días de hambre y algunas noches sin sueño, solía cerrar los del rostro al pasar ante un espejo, por miedo a verse con toda la traza de un tísico rematado. Tales estados de ánimo iban unidos siempre, en lo afectivo, a una rara ternura y tolerancia hacia la maldad ajena, a un movimiento de amor por todos los seres y las cosas, y en las líneas de la cara trasparecían a modo de mueca simpática y pueril, como si con el gesto dijese: «Yo os perdono que seáis como sois. Perdonadme que sea como soy, porque la verdad es que yo no tengo la culpa.»

    —¡Parece mentira! Y yo que te quiero tanto, Conchita... —cuando le entró por los oídos el compungido acento de sus propias palabras, Teófilo quedó estupefacto y corrido de haber hablado como por máquina, sin el concurso de la voluntad.

    —¡A ver, a ver, que yo me entere! —Conchita colocó los brazos en jarras, se empinó sobre las puntas de los pies, entiesando el grácil torso, y ladeó la cabecita para oír mejor. Ahora era Conchita quien pensaba que se burlaban de ella.

    Su engallada actitud de braveza y enojo era tan linda y graciosa que Teófilo se deleitaba contemplándola y no pudo menos de sonreir.

    —Te quiero como amigo, Conchita; nada más que como amigo. Sabes que las aguas van por otro lado; aparte de que tú ya tienes novio.

    —Eso es lo que a usté menos le importa —dijo Conchita con sequedad que no era hostil.

    —Claro que no me importa, si tú te empeñas. Bien; ahora llévame al comedor.

    —¡Y dale! ¡Qué pelmazo es usté, señor Pajares!

    Conchita tomó de la mano al poeta, y corriendo de suerte que Teófilo iba a remolque, le condujo al comedor.

    —¿Lo ve usté? —preguntó la muchacha, mostrando el desorden de la habitación.

    Las sillas estaban unas encima de otras y algunas sobre la mesa; los cortinajes, recogidos en los batientes de las puertas. Una vieja criada barría.

    —¿Se quiere usté quedar aquí, don Teófilo?

    —Ya veo que tenías razón; pero es que el tal gabinetito me es antipático.

    —Anda, que si le oye a usted la señorita; está loca con él.

    —¡Concha!... —gritó una voz tumultuosa, masculina, desde el interior de un aposento.

    —¿Qué hay? —respondió Conchita.

    —¿Quién está ahí? —preguntó la voz.

    Y Conchita:

    —Un amigo de la señorita.

    Y la voz:

    —¿Es el señor Menistro? —por el tono se comprendía que lo pronunciaba con letra mayúscula.

    Y Conchita:

    —No, señor.

    Y la voz:

    —Pero, será amigo del señor Menistro...

    Y Conchita:

    —No lo sé. Es un señor poeta.

    Y la voz:

    —Qué cosa ye más: ¿Menistro o poeta?

    Y Conchita:

    —Luego se lo diré, en cuanto lo averigüe —volvió a tomar de la mano a Teófilo y salieron del comedor.

    —¿Quién era? —interrogó Teófilo muy sorprendido.

    —El padre de la señorita. Era marinero, al parecer, allá por el Norte, no sé en dónde. Ahora está ciego.

    —Y, desde luego, como si lo viera: al padre le parecerá muy bien la vida que lleva su hija.

    —Mía tú este; como al mío, si yo tuviera la suerte de ella. Vaya, entre en el gabinete, que yo tengo que vestir a la señorita.

    IV

    Índice

    Conchita penetró en la estancia y, sumiéndose entre tinieblas, con gran desenvoltura y tino fue derechamente a abrir las contraventanas. A través de las cortinas de delgado lino blanco, lisas y casi conventuales, fluyó la luz, fría, pulcra. La habitación era amplia y rectangular, de una blancura mate, nítida, que en los ángulos menos luminosos degradábase en velaturas azulinas y marfileñas. Hubiérase creído vivienda amasada con sustancia de nubes a no ser por el estilo tallado, perpendicular, de los muebles, de laca blanca. Las puertas estaban aforradas con una cuadrícula de sutiles listones, encerrando espejillos biselados. La alfombra era espesa y muelle. Había pocos muebles, y estos ingrávidos, sin domesticidad. De las paredes colgaban tan solo tres cuadros, un aguafuerte y dos grabados en sepia, con mucho margen, y por marco un fino trazo de roble color ceniza.

    Daban las únicas notas de color una butaquilla baja, de respaldar sinuoso y con orejeras a entrambos lados del respaldar, tapizada de pana gris perla, y dos lechos, uno matrimonial y el otro infantil, los dos de hierro dorado y diseño muy simple; a la cabecera, sendas cabecitas rojiáureas, y a los pies, edredones de seda oro viejo.

    En aquel fondo inmaculado, el cuerpo menudo y ágil, vestido de negro, de Conchita, destacaba como un ratoncillo caído en un cuenco de leche.

    Las dos cabezas, encendidas por el sueño y sumergidas en una masa de cabellos de miel, yacían profundamente, ajenas al advenimiento de Conchita y de la luz.

    La doncella se acercó a la cama de la señorita y la zarandeó con suavidad.

    —¿Qué hora es? —preguntó Rosina, con voz algo ronca.

    —Las diez y media, sobre poco más o menos.

    —¿Por qué me despiertas tan temprano?

    —El señor Pajares está ya en el gabinete, esperándola a usté.

    —Es verdad. Ya no me acordaba.

    Sacó los desnudos brazos de entre las sábanas y los elevó al aire, desperezándose. Eran bien repartidos de carne, gordezuelos quizás, dúctiles, femeninos porque aparentaban carecer de coyuntura y músculos, cual si ondulasen, y tenían, así como el cuello y los hombros, una suave floración de vello entre rubio y nevado, a través del cual se metía la claridad de manera que trazaba en torno a los miembros un doble perfil, como si estuvieran vestidos de luz.

    —Que no se despierte la niña —bisbiseó Rosina, incorporándose y haciendo emanar del interior del lecho una fragancia cálida, semihumana y semivegetal.

    El tibio olor llegaba hasta Conchita, sugiriéndole ideas de voluptuosidad. Se dijo: «No me extraña que los hombres, cuando tropiezan con una gachí como esta, se entreguen hasta dar la pez.»

    —¿Dónde está Celipe? —preguntó una clara voz infantil.

    Rosina y Conchita volviéronse a mirar hacia la cama de Rosa Fernanda. La niña se había puesto de rodillas en el lecho y sentado sobre los talones, escondidos entre rebujos del luengo camisón de dormir.

    —¡Tesoro! ¡Gloria! ¡Picarona! ¿Quién la quiere a ella? Ven aquí, que te coma un poco de esa carina de rosa, que la mamita tiene mucha hambre. Ven, ven.

    Y Rosina tendía los brazos a su hija, a tiempo que murmuraba más y más ternezas y amorosos dislates.

    Rosa Fernanda, que restregaba desesperadamente los ojos con los puños, repitió:

    —¿Dónde está Celipe?

    —¡Ah, malvada! Quieres más a Celipe que a tu mamita. Ahora voy a llorar.

    Y comenzó a simular afligido llanto.

    Rosa Fernanda arrugó el entrecejo e hizo un pucherito, en los barruntos de una llantina. Rompió entonces la madre a reír, y la niña, dando con los

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