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Moonlight Sonata
Moonlight Sonata
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Libro electrónico530 páginas7 horas

Moonlight Sonata

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El 14 de noviembre de 1940, dirigido personalmente por Hermann Göring, la Luftwaffe castigó Inglaterra con el mayor raid aéreo concebido y ejecutado en la fase inicial de la Segunda Guerra Mundial: Moonlight Sonata.
Desde un año antes, los británicos tenían en su poder un ejemplar robado de Enigma, la máquina alemana de codificación más perfecta inventada hasta la fecha.
En una tentativa desesperada por frustrar el bombardeo, Winston Churchill se había encomendado a sus criptoanalistas y espías para intentar descifrar los códigos nazis y neutralizar su avanzada tecnología de navegación aérea.
Y aún sin respuesta, la pregunta que, ocho décadas después, alimenta los argumentos de ambas posturas: ¿Conocía Winston Churchill el nombre de la ciudad que iba a ser bombardeada y no actuó para proteger la inviolabilidad de Ultra?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 ene 2022
ISBN9788411144643
Moonlight Sonata

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    Moonlight Sonata - J.J. Baro

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © J.J. Baro

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-464-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    -

    A todas esas tumbas anónimas.

    A los archivos pendientes de ser creados.

    A quienquiera que se reconozca en estas páginas.

    -

    «Fue una época en la que tan bueno nos parecía vivir como morir».

    Winston S. Churchill.

    «Ningún gran país fue salvado nunca por hombres

    buenos, pues los hombres buenos no llegarán nunca

    a los extremos a los que tal vez sea necesario llegar».

    Horace Walpole.

    PARTE PRIMERA

    I. Salida en Falso

    Abadía de Westminster.

    14 de noviembre de 1940.

    Más allá de la voz grave del orador, cuyos dedos tamborilean nerviosos en el púlpito; por encima incluso del viento gélido que arremolina las hojas de los árboles y se cuela por las ventanas desnudas de la Abadía de Westminster, el sentimiento dominante aquella fría mañana de otoño en Londres, reflejado en los rostros de los asistentes que se apretujan en los bancos, es de desesperanza. Durante cincuenta y siete noches consecutivas, una tras otra sin descanso, la Luftwaffe ha descargado sus bombas sobre la ciudad. La metrópoli se desangra.

    «Al rendir homenaje de respeto y consideración a este hombre eminente que nos ha sido arrebatado —las palabras de Winston Churchill resuenan limpias en el templo—, nadie debe sentirse en la obligación de alterar las opiniones que formó o expresó en su día respecto a una larga serie de temas que han pasado ya a formar parte de la historia. Pero no es menos cierto que, a las puertas del camposanto, todos podemos juzgar conveniente proceder a una escrupulosa revisión de nuestros propios actos y dictámenes».

    El Primer Ministro británico hace una pausa. Pasea la mirada en derredor y eleva el tono, «no le es dado al ser humano, por fortuna, ya que de lo contrario la vida resultaría intolerable, prever o predecir, más allá de un breve plazo, el curso y el despliegue de los acontecimientos. Si en una fase de la vida, ciertos hombres parecen haberse regido por criterios acertados, en otra pudiera tenerse la impresión de que incurrieron en error». Toma aire Churchill, dejando planear sus palabras sobre el auditorio. El ataúd con los restos mortales de Neville Chamberlain reposa desangelado en el coro de la Abadía de Westminster. Sin traslado, ni procesión solemne. Neville Chamberlain, anterior Primer Ministro, rival político y colaborador leal, el hombre que había errado al intentar apaciguar a Hitler, guiado por «los más benévolos instintos del corazón humano —continúa Churchill—, incluso en momentos de gran peligro, y ciertamente con el más absoluto desprecio de la popularidad o el clamor de sus adversarios».

    Hastiado, el ministro de trabajo Ernest Bevin disimula un bostezo. «La historia, que nos ilumina con luz parpadeante —la voz de Winston Churchill reverbera ahora vibrante en las paredes del templo— nos lleva casi a tientas por las sendas del pasado cuando intentamos reconstruir sus escenas, revivir sus ecos y avivar con pálidos destellos las pasiones de antaño. ¿Qué valor tiene todo esto? La única guía del hombre es su conciencia; el único escudo que puede proporcionar amparo a su memoria es la rectitud y la sinceridad de su conducta. Resulta extremadamente imprudente caminar por la vida sin esta salvaguarda, pues son tantas las veces en que el descalabro de nuestras esperanzas y la alteración de nuestros cálculos se burlan de nosotros. En cambio, provistos de esta adarga, sea cual sea el juego del destino, marcharemos siempre en las filas del honor».

    La ceremonia ha finalizado y Winston Churchill, seguido por algunos miembros de su gabinete, se encamina hacia la salida. «El Primer Ministro ha tenido al menos el decoro de llorar ante el ataúd», comenta alguien desde uno de los bancos.

    Un brigada del Ejército británico felicita a Churchill por su discurso.

    —No me ha supuesto una tarea insuperable —contesta sin detenerse—, ya que admiraba muchas de las grandes cualidades de Chamberlain. Con todo, le pido a Dios que me ahorre, en su infinita misericordia, tener que pronunciar un alegato similar en el caso de Baldwin. Eso sí que me resultaría realmente difícil.

    Ditchley Park es una casa de campo situada en Oxfordshire, a ciento veinte kilómetros de Londres. Es propiedad de Ronald Tree, Ronnie, diputado conservador y amigo íntimo de Winston Churchill. Aquí, en esta fastuosa mansión decorada de forma exquisita, planea pasar el premier los próximos días. Por motivos de seguridad, han sido descartadas las dos residencias que habitualmente utiliza el Primer Ministro cuando pernocta fuera de la capital: Chartwell, edificada sobre un altozano al sur de la metrópoli, por estar ubicada en la ruta de regreso de los bombarderos alemanes a sus bases; Chequers, una vieja casa señorial de ladrillos rojos en el condado de Buckinghamshire, por ser muy visible desde el aire, especialmente en las noches de luna llena.

    Ese plan, disfrutar de un placentero fin de semana en Ditchley Park, ocupa la mente de Churchill mientras revisa en su agenda personal el resto de reuniones planificadas para ese día.

    3:00 p.m. Número 10 de Downing Street.

    Residencia del Primer Ministro británico.

    De pie junto a la ventana de su despacho, un habano Romeo y Julieta entre sus manos, el Primer Ministro contempla ascender absorto las volutas de humo. Las mira pero no las ve. Está preocupado. Ni el mal trago padecido en la reunión mantenida a la 1:15 p.m. con Hugh Dowding, el comandante en jefe del Mando de Cazabombarderos, al que ha tenido que asignar un nuevo destino en Estados Unidos por la súbita pérdida de confianza sobre su labor; ni tampoco el incómodo desencuentro posterior con Lord Halifax, a resultas de un telegrama del embajador inglés en El Cairo que ha iluminado más ojos de los debidos, consiguen atenuar la profunda desazón que le encrespa desde hace días: el 12 de noviembre, la unidad de inteligencia aérea adscrita al MI6 le confirmó la amenaza de un ataque aéreo masivo; éste, codificado con la clave «MOONLIGHT SONATA», se ejecutará durante la próxima luna llena. Unos mil ochocientos aviones de la Luftwaffe formarán parte del raid y será llevado a cabo en tres diferentes fases. El objetivo del bombardeo parece ser la ciudad de Londres.

    Desde entonces, la información le ha llegado constante, pero contradictoria. Y el tiempo se le acaba.

    A las 7:00 p.m. de ayer mismo, 13 de noviembre, otra fuente volvió a confirmar que serán tres los ataques, en tres noches sucesivas; a cada uno le ha sido asignado un nombre clave diferente: «REGENSCHIRM» (paraguas) para el primero y «MONDSCHEIN SERENATE» (serenata de luna llena) para el segundo. El tercero es aún desconocido. El objetivo más probable del ataque, corrobora el mensaje, continúa siendo Londres.

    Se gira Churchill bruscamente y se encamina hacia su mesa, apremiando el paso. Allí, tirado casi con negligencia sobre una montaña de documentos, despunta el mensaje que ha recibido hace apenas un rato desde el Ministerio del Aire. Vuelve a leerlo: «La totalidad de los bombarderos de largo alcance de la Fuerza del Aire alemana será empleada. La operación está siendo coordinada, pensamos, por el comandante en jefe de la G.A.F. (Göring). Es una probable represalia por nuestro ataque sobre Múnich. El objetivo sería probablemente Londres, pero si información posterior indicase Coventry, Birmingham o cualquier otra ciudad, esperamos obtener instrucciones a tiempo».

    Maldice y lo aparta a un lado.

    Winston Churchill se deja caer pesadamente sobre la silla; alarga el brazo para calarse sus gafas de carey y, esta vez muy despacio, enojado por una situación que no controla, impotente ante la sensación de ir siempre rezagado respecto a los alemanes, levanta el mensaje que le acaban de enviar. En apariencia, es idéntico al recibido el pasado día 10; el texto que puso en conocimiento del Primer Ministro que, durante el día previsto para el raid, «la Fuerza aérea alemana verificará previamente las condiciones atmosféricas y la visibilidad. Si estas no son las adecuadas —recoge el texto—, a la 1:00 p.m. será transmitido el código MOND MOND tres veces. La ciudad de Londres será abortada como objetivo y el bombardeo redirigido a los objetivos alternativos en las Midlands».

    Sólo que esta vez la comunicación es diferente. Tiene un matiz.

    Ahora, garabateada al margen sobre la nota mecanografiada, aparece manuscrita una frase: «Esta unidad envió el código aprobado exactamente a las 12:55 p.m. 14/11».

    Aplasta el habano contra el cenicero y vuelve a maldecir.

    3:20 p.m. Nº 10 de Downing Street.

    Puerta del jardín trasero.

    El motor del vehículo oficial del Primer Ministro ya ronronea cuando Winston Churchill cruza la puerta del número 10 de Downing Street. Caminando unos pasos detrás, lo acompaña John Martin, uno de sus secretarios personales. No le parece hoy el Humber tan elegante ni tan bruñidos sus cromados. Guarda silencio Churchill, abstraído, mientras el vehículo enfila Whitehall, camino a Ditchley Park. Un viento gélido bambolea los árboles de St. James´s Park. El Primer Ministro se retrepa en el asiento, da una calada a su puro y cierra los ojos. Dejando a la izquierda Buckingham Palace, el automóvil enfila la recta que conduce a Wellington Arch, que se recorta majestuoso al fondo. Churchill siente atenuarse la pesadumbre que lo atenaza desde hace días. La perspectiva de un largo fin de semana fuera de la ciudad, en la tranquilidad del campo, le reconforta. Transita ya el Humber por Park Lane, a punto de llegar a Marble Arch y girar a la izquierda, hacia Kensington Gardens. John Martin bosteza disimulado, perdida la mirada más allá del cristal, cuando una motocicleta los adelanta; braceando enérgico, el motorista hace gestos para que detengan el vehículo.

    —Señor, me temo que es para usted —dice Martin, mientras toca el hombro del chófer indicándole el arcén izquierdo.

    Winston Churchill toma la caja que su secretario personal ha recibido del mensajero y la abre. El humo del habano vela su rostro y se esparce sobre el techo del automóvil. Dentro de ésta, un sobre con sólo dos palabras escritas en el anverso, rojo sobre crema: Most Secret. En su interior, confirmada por dos fuentes diferentes, encuentra una nota con información recién descifrada.

    Silencio.

    —Dé la vuelta —ordena al chófer—. Volvemos a Downing Street.

    3:40 p.m.

    Número 10 de Downing Street.

    Winston Churchill se dirige al personal que, por orden suya, ha convocado John Martin. Se encuentran presentes Brendan Bracken, ministro del Gabinete, y Anthony Bevin, otro secretario privado del Primer Ministro.

    —El Ministerio del Aire acaba de actualizarme una información: la ciudad de Londres será esta noche el objetivo de un ataque masivo por parte de las fuerzas aéreas alemanas. No voy a irme a pasar la noche tranquilamente al campo mientras la capital está siendo salvajemente atacada. No voy a dejar a Londres y a sus ciudadanos abandonados a su destino, por eso he vuelto. Hagan las gestiones pertinentes —ordena Churchill— para que las señoritas Stenhouse y Davies pasen la noche en la sede de Dollis Hill y el resto del personal femenino se marche a sus domicilios. Ustedes, ambos, refúgiense en The Barn y que Colville y Peck se reúnan conmigo en el Ministerio del Aire.

    4:00 p.m.

    Ministerio del Aire. Whitehall.

    Sentado frente al teléfono, Winston Churchill sabe que es hora ya de realizar las llamadas acordadas, el tiempo de emitir la orden necesaria para tratar de mitigar el daño que sufrirá su país en la noche que acecha. Toma el teléfono, marca y espera respuesta; apenas escucha voz al otro lado, pronuncia las tres palabras que su interlocutor necesita oír. Diferentes llamadas, misma frase: Executive COLD WATER.

    6:20 p.m.

    Azotea del Ministerio del Aire.

    Un manto de oscuridad cae sobre la capital de Inglaterra y hace un frío que congela el alma. Churchill acaba de terminar su conversación con Josh Colville y Howard Peck: «Cuando acabéis aquí vuestro trabajo, id a dormir a The Barn, y cenad allí, al menos lo haréis espléndidamente. Sois demasiado jóvenes para morir», les ha dicho.

    Ahora está solo, en la azotea del Ministerio del Aire. Lleva colgados sus binoculares, y espera.

    Los aviones de la Luftwaffe ya han despegado de sus bases en la Bretaña francesa.

    De nuevo, una nube de metal, ruidosa e infernal, cubre el cielo de Londres.

    Sólo que esta vez no paran, ni lanzan bombas.

    Hoy pasan de largo.

    Inusualmente, Winston Churchill no viste esta noche su mono de trabajo, ni va resguardado por el abrigo de la RAF. Tampoco ha cogido su casco.

    MOONLIGHT SONATA ha comenzado.

    II. Susurros en el Éter

    Londres.

    1 de septiembre de 1939.

    En un reservado del hotel Savoy de Londres, Winston Churchill y William Stephenson, uno frente al otro, solos, se miraban en silencio. Ambos procesaban con celeridad los acontecimientos que habían tenido lugar ese viernes, 1 de septiembre de 1939; hechos que, en eso coincidían plenamente, iban a suponer muy probablemente un punto de inflexión en el futuro próximo de Inglaterra, de la vieja Europa y, seguramente, del mundo libre: Alemania acababa de invadir Polonia.

    Bill Stephenson, agente secreto al servicio de Churchill, reinició la conversación, más molesto que resignado.

    —Ya en Múnich perdimos mucho más de lo aparente. La parte moral estaba sólo en la superficie del daño. Con nuestra infame postura de apaciguamiento, entregamos a los nazis los mayores arsenales de Europa. En bandeja de plata. Y eso, por no hablar de la industria química checa, que ya supuso un premio inmenso para los alemanes… —Stephenson recitaba el listado de victorias económicas que se había apuntado Alemania meses atrás, mientras Churchill asentía, la cabeza gacha y la mirada perdida en el suelo enmoquetado.

    —Ha sucedido tal y como imaginábamos —prosiguió el agente—. Presumíamos que la guerra iba a comenzar gracias a la inteligencia inalámbrica y así ha sido.

    Recién nombrado ministro de guerra británico, en ese momento Winston Churchill parecía superado y cansado.

    —No solo hemos traicionado a nuestros amigos checos —gruñó—, le dimos a ese golfo nuevas hondas… ¿Cómo ha sido lo de hoy?

    —Por obra y gracia de Heydrich. Ese tipejo es la inteligencia al servicio del diablo —contestó Stephenson—. Al parecer envió los códigos para la operación a través de mensajes cifrados por la nueva versión de la máquina Enigma. De haber sido capaces de interceptarlos, ahora tal vez sí, los políticos escépticos y apocados que calientan los asientos de nuestras cámaras de representantes habrían visto sin duda hasta dónde llega la maldad nazi. Hitler tiene ahora a su alcance los medios para perfeccionar la guerra relámpago, su cacareada Blitzkrieg.

    Churchill era consciente del valor estratégico, en sí mismo, del paso dado por los alemanes. Sabía que era un punto de no retorno, pero intuía que había algo más. Así que preguntó:

    —¿Qué mayor maldad puede haber que invadir un país soberano?

    Stephenson se acarició el puente de la nariz y cerró brevemente los ojos antes de contestar. Los informes que acababa de recibir dejaban poco lugar a las dudas. Era la guerra dentro de la guerra, la puesta en escena de la política del engaño.

    —Los alemanes han simulado que tropas polacas han atacado esta mañana una estación de radio germana en Gleiwitz —contestó al cabo de unos segundos—. Los soldados nazis han rechazado la agresión disparando a los polacos, según dicen, en defensa propia. La única verdad es que los supuestos agresores eran prisioneros sacados de un campo de concentración, a los que han puesto uniformes del Ejército polaco. Fueron transportados hasta la frontera en camiones, donde les inyectaron Skophedal en dosis letales; a continuación los dispersaron y los acribillaron a balazos. —El espía movió la cabeza, indignado—. «Productos enlatados»: este es el nombre en clave con el que esos maldecidos designaron a los pobres desgraciados. Sólo algunos han podido escapar.

    Winston Churchill encajaba el relato preocupado y furioso; preocupado porque esa agresión implicaba de manera inmediata la declaración de guerra de Inglaterra a Alemania por el tratado que unía a su país con Polonia; furioso, y era éste sin duda el asunto que más le inquietaba, porque intuía que tan flagrante acto de guerra no sería aún suficiente para que cayeran las vendas que cegaban los ojos de quienes seguían justificando, incluso defendiendo, a Hitler.

    —Temo que la maquinaria de propaganda nazi convierta esta ocupación en la respuesta necesaria a un ataque previo —aventuró—. Eso crearía dudas en la opinión pública internacional, prensa y gobiernos, y la falta de reacción inmediata concedería tiempo a Hitler y los suyos para consolidar sus posiciones. Un lujo que no debemos permitirnos… que no podemos permitirnos.

    Se concedió una pausa para ordenar las ideas. Iba a continuar su razonamiento cuando sonó detrás la voz de Hugh Grosvenor, Duque de Westminster, quien, visiblemente bebido, se acercaba a la mesa vociferando:

    —¿Qué me dices ahora, viejo Winston? —Los acompañantes del Duque, todos ricos, todos poderosos, todos públicamente antisemitas y defensores de Hitler, permanecían en un discreto segundo plano—. ¿Te das cuenta de dónde reside el poder? ¿Qué haréis en adelante tú y tus amiguitos defensores de los judíos? Habéis conspirado contra Alemania y desde hoy sufriréis las consecuencias —remató el aristócrata, engallado.

    Churchill permanecía cabizbajo, los puños apretados bajo la mesa, evitando la confrontación. Esperó paciente a que el aristócrata acabara su diatriba ebria y saliera del hotel acompañado por sus acólitos. Fue entonces cuando el ministro de guerra volvió a hablar.

    —Bill, como has comprobado, este país es como una familia, pero controlada por los miembros equivocados. Háblame de ese aparato infernal, de esa Enigma.

    Stephenson estiró el silencio antes de contestar. Asimilaba aún la escena que acababa de presenciar.

    —Los propios nazis checos están equipando a Alemania con una nueva máquina de codificación evolucionada —contestó al fin—. Dispongo de informes de los servicios secretos polacos que detallan su fabricación por parte de Skoda desde el mismo momento en que los alemanes pusieron allí sus lustrosas botas.

    Churchill se removía ansioso.

    —¿Podemos conseguir una? ¿Qué posibilidades tenemos, Bill?

    —Los nervios de la guerra se han convertido en susurros en el éter, ministro.

    Winston Churchill se levantó de la mesa y, tomándolo por el brazo, lo llevó aparte, lejos de oídos indiscretos. Y fue en aquel momento, en la seguridad que proporcionaba la intimidad, cuando pronunció unas palabras que sonaron a sentencia.

    —Tráeme los susurros y yo encontraré los intérpretes.

    William Stephenson dibujó una sonrisa como única respuesta.

    Polonia.

    Una semana antes.

    A orillas del mar Báltico, un camión militar Mercedes-Benz del Ejército alemán circulaba camino del puesto fronterizo de la ciudad libre de Danzig. Bromeaban sus ocupantes cuando, justo delante de ellos a la salida de una curva, atravesada en medio de la carretera la destartalada camioneta, un campesino polaco que respondía al nombre de Kaspar Zajac, se afanaba en cambiar una rueda. Ewa, su mujer y Pawel, un niño pequeño, lo observaban de pie, fuera del vehículo.

    —¡A ver qué mierda les pasa ahora a estos aldeanos! —B. Herbert, sargento segundo de las SS, sacó la cabeza por la ventanilla—. ¡Eh tú, aparta esa chatarra de nuestro camino! Deberían prohibir circular a estos cacharros.

    —Ya me gustaría, señor… —contestó Kaspar, apocado—. Se ha pinchado la rueda y yo solo no puedo cambiarla. Mi esposa no puede ayudarme. Si fueran tan amables…

    —Sí, claro… —lo interrumpió el suboficial—. Justo para eso me he puesto esta mañana mi uniforme limpio, para ayudar a apestosos granjeros a arreglar las averías de sus trastos.

    Estaban aproximadamente a cuatro kilómetros de la frontera, y el sol iniciaba su caída, alargando las sombras de los árboles que circundaban la carretera. Bajaron del camión y se acercaron hasta el campesino y su familia.

    —Por favor, señor —suplicó Kaspar—. Debemos llegar a nuestra granja antes de que cierre la noche. Nuestro otro hijo está solo allí, y también es pequeño… Llevamos algo de dinero en la camioneta, no es mucho… pero es todo lo que tenemos.

    —Veamos si es suficiente —concedió Herbert, mientras posaba sus ojos en la mujer—. Siempre habrá otra forma de compensarnos… Tarbell, a ver qué tiene la señora para nosotros.

    —Querida, está en la bolsa. Entrégaselo todo —pidió el campesino.

    Sin mediar palabra, con un temblor apenas disimulado, Ewa apartó al chico a un lado y rodeó el vehículo por la parte delantera, hacia la puerta del copiloto. La abrió y se agachó para trastear en la bolsa, que reposaba en los pies del asiento. El militar, acercándose por detrás, no pudo menos que admirar sus caderas, marcadas, contundentes aun bajo la ropa holgada. Una mueca lasciva se dibujó en su boca.

    Fue lo último que hizo.

    No tuvo tiempo de tornar el vicio en horror. Un balazo a quemarropa le destrozó la mandíbula desplazándolo unos metros, donde desmadejado, salpicado de rojo el uniforme gris terroso, cayó ya sin vida. Con sólo una visión parcial de lo sucedido, el tiempo que tardó en reaccionar fue letal para el sargento segundo Herbert. Antes incluso de sacar su arma, otros dos campesinos aparecidos del bosque se habían situado a su espalda. Su mente patinaba entre el miedo y el desconcierto. Venció el miedo, que lo inundó cuando sintió el metal que le perforaba el abdomen. Una. Dos. Tres veces.

    —¡Vamos, rápido! —ordenó Kaspar—. Uno de vosotros que me ayude con estos dos. El otro que busque en la parte de atrás del camión. Tiene que estar ahí... ¡Ewa, tú coge la gasolina y el recambio!

    Uno de los recién llegados corrió hacia el Mercedes-Benz de los soldados alemanes y, tras rasgar las lonas de la plataforma de carga, encontró el objeto que habían venido a buscar. Era una caja de madera, del tamaño de una máquina de escribir Underwood.

    —¡Aquí está! —gritó alzándola por encima de la cabeza—. La tenemos.

    —Acabemos con esto de una vez —ordenó el campesino mientras se acercaban arrastrando los cuerpos de los soldados de la SS. Justo detrás, la mujer caminaba portando una caja con piezas metálicas y un bidón de gasolina—. Apartad, vamos a hacer una bonita hoguera boche.

    Minutos después, tras haber colocado a los nazis en sus asientos y distribuido las piezas metálicas sobre el tablado trasero, justo en el lugar donde viajaba la caja robada, impregnado de combustible, el vehículo ardía en llamas. Un fuego que no vieron los soldados de las SS en la frontera; tampoco sus mandos en Berlín. Un fuego que, aunque ni Hitler ni Heydrich podían saberlo aún, prendería la chispa que alimentaría la esperanza de los aliados en la guerra que estaba en camino.

    Apoyado en una farola frente al hotel Bristol en Varsovia, a más de trescientos kilómetros de Danzig, vestido con un abrigo gris y tocado con un sombrero a juego, un hombre consultaba impaciente su reloj. Voluminoso, guarnecido con cerraduras de latón, a sus pies descansaba un bolso de cuero ajado por el uso. Otra mirada a la muñeca. Dos minutos, se dijo. Dos minutos y adentro.

    Caminaban los transeúntes apresurados, cabizbajos, cual si el frío otoño que comenzaba en la capital polaca hubiera hurtado algo más que el calor de sus rostros. Nadie hablaba con nadie, y la usualmente bulliciosa ciudad rezumaba tristeza.

    Es la hora. El individuo inspiró aire y echó a andar.

    Mientras cruzaba la calzada camino del hotel, el capitán Alastair Denniston, oficial adscrito al Servicio de Criptografía británico, contempló admirado la impresionante perspectiva del edificio. Como si de un ejercicio de dibujo se tratara, las líneas de fuga de sus fachadas parecían perderse en el infinito; arriba, justo en el vértice de la cuña que formaba la edificación, una columnata circular se destacaba imponente.

    Empujó la puerta y entró.

    El ambiente en el vestíbulo era todo menos parecido. Una misma ciudad separada en dos estados de ánimo por una fachada de cristal y hormigón; oficiales de uniforme, impecables, conversaban al fondo; señoras de mediana edad, elegantes todas ellas, tomaban café en una mesa junto a la ventana.

    Con mirada experta, el capitán localizó la pila de equipajes que se amontonaban a un lado de la recepción. Ahora o nunca, se dijo. Con la vista fija al frente, ignorando los latidos como martillazos que le bombeaban las sienes, el oficial bordeó la hilera de maletas: lento, lo justo para no llamar la atención; rápido, lo suficiente como para falsear una seguridad que no sentía. Ya no hay retroceso posible, pensó. Prácticamente sin agacharse, permutó su bolso de cuero por otro idéntico. Nadie lo vio. Su cuerpo le demandó correr, huir, pero la experiencia se impuso al estímulo y mantuvo calmo el paso.

    Treinta segundos más tarde, crispados aún los músculos de su espalda por la tensión, el hombre del abrigo gris abandonó el hotel por la puerta trasera.

    Voluminoso, guarnecido con cerraduras de latón, en sus manos portaba un bolso de cuero ajado por el uso. Gemelo al suyo. O casi. Como en los humanos, la apariencia siempre es engañosa. Éste no contenía ropa usada; tampoco libros desgastados. En el interior de esta pieza de equipaje, para mayor padecimiento de Reinhard Heydrich, el todopoderoso jefe de los Servicios Secretos alemanes, se alojaba un ejemplar de su obra maestra; la misma que él pensaba consumida por el fuego aquel día en Danzig. En el interior de este bolso viajaba ya, camino de la residencia del duque de Bedford, en Inglaterra, la máquina de codificación más perfecta jamás inventada: Enigma.

    III. Diario privado del Dr. Reginald V. Jones.

    Los Decimales

    Nunca antes me había planteado escribir sobre mí. Sólo ahora, cuando han pasado más de diez años desde que finalizó la II Guerra Mundial y quince desde aquel terrible 14 de noviembre de 1940, he decidido hacerlo; ahora, cuando los recuerdos empiezan a difuminarse, cuando amenaza el riesgo de la relativización, mi sentido de la responsabilidad me empuja a relatar algunos de los acontecimientos y pruebas que tuvimos que vivir y enfrentar quienes de forma involuntaria fuimos arrojados al fuego de la guerra.

    En la tranquilidad de mi despacho, con un cielo ya libre de amenazas, soy consciente de que la primera letra que mi pluma trace en el folio blanco que rompe la uniformidad caoba de mi mesa, supondrá la vulneración de la Ley de Secretos de Estado. No me importa; desconozco si estas líneas llegarán a ser públicas algún día; o por el contrario, si cuando salgan a la luz, el velo de secretismo que hoy protege los hechos acaecidos durante aquel periodo de nuestra historia, tan terribles como apasionantes, habrá por fin desaparecido. Tampoco me preocupa. Nada debería hurtar al mundo de conocer el esfuerzo y la dedicación de miles de personas anónimas; una generación que cargó con el peso del destino, que soportó dos guerras mundiales; una generación cuyo sacrificio, pagado a menudo con la vida, contribuyó a acortar el sufrimiento de un mundo que se desangraba. A ellos, a los que conquistaron la libertad que hoy disfrutamos, a su recuerdo, van dedicadas estas memorias.

    Trataré de ser simplemente el hilo conductor entre los protagonistas, el narrador que ponga palabras a las imágenes que la propia historia aporta.

    En 1939, a mis veintiocho años, yo era un oficial científico adscrito al Ministerio del Aire en Londres y, durante los últimos cuatro años había estado trabajando sobre los métodos para defender Inglaterra contra posibles ataques aéreos.

    En mayo de ese año, recibí una llamada de teléfono que iba a cambiar el curso de mi vida. Era de A. E. Woodward-Nutt, secretario en aquel momento del Comité Tizard para el estudio científico de la defensa aérea: tras apenas un par de palabras de cortesía, se mostró muy interesado en conocer mi trabajo; parecía ansioso, de manera que concertamos una cita en esa misma semana.

    Fui consciente inmediatamente de que el repentino interés por mis investigaciones era simplemente una excusa; efectivamente, no habíamos agotado aún los primeros diez minutos de conversación cuando me confesó el verdadero motivo de la convocatoria: ni él ni ninguno de sus colegas en el comité sabían cómo los alemanes estaban aplicando la ciencia a la guerra aérea, y nuestros servicios de inteligencia —me confesó— no tenían ni capacidad ni conocimientos para ayudarlos, de manera que habían decidido incorporar a un científico para descubrir por qué estaban obteniendo tan poca información y, si fuera posible, averiguar qué debería hacerse para mejorar los resultados. Habían pensado en mí. Rebosante de orgullo personal, acepté sin dudar el reto profesional que me proponían.

    Fijamos el 1 de septiembre de 1939 como la fecha de mi incorporación al Servicio de Inteligencia, el mismo día que, maldades del destino, dio comienzo la II Guerra Mundial.

    Nuestro mayor desvelo en aquel momento era el afán por anticiparnos a cualquier avance que los alemanes pudieran hacer, bien en la aplicación de la técnica al combate aéreo, bien en el descubrimiento de nuevas armas. En eso consistió gran parte de mi desempeño; me enfoqué en la navegación por radio, en la batalla de las ondas y en el radar; en la ofensiva de los bombarderos aliados, en la guerra en el mar y en los preparativos del Día D. De igual manera, no escatimamos esfuerzos en luchar contra las armas de represalia V1 (bomba voladora) y las V2 (cohete); ni tampoco, aunque por fortuna los alemanes estuvieron bastante lejos del éxito, contra sus avances en materia nuclear.

    Acostumbrados a trabajar en la sombra, enfrentados a menudo con políticos y funcionarios, los descubrimientos en materia de inteligencia son estériles si no van acompañados de acción.

    En primera línea como científico del servicio secreto, la privilegiada posición que ocupé durante esos años me ofreció la oportunidad de entrar en contacto directo con la mayoría de los responsables con capacidad ejecutiva en Gran Bretaña durante la II Guerra Mundial, en cualquier peldaño de la escala de mando, desde Winston Churchill hacia abajo.

    Cada individuo es el producto de su trayectoria vital, y la mía, desde la niñez, estuvo impregnada por los principios de disciplina, precisión, resistencia y buen talante que mi padre supo inocularme con su ejemplo diario. Y de alguna manera, también mi formación y posterior desarrollo como científico estuvieron espoleados desde muy temprano por el miedo que, remanente aún en mi interior, experimenté cuando siendo aún muy niño, fui testigo de los bombardeos aéreos sobre Londres en la Gran Guerra. Me recuerdo horrorizado, aferrado a mi madre, intentando mostrar a mi hermana pequeña un valor que estaba muy lejos de sentir.

    Tuve siempre la suerte de contar con buenos maestros, la mayoría de los cuales supieron detectar y potenciar mis habilidades; guardo un recuerdo especial del señor Henderson, cuyas palabras nunca he olvidado por premonitorias; prácticamente recuperándonos aún del impacto que había supuesto la I Guerra Mundial en nuestras vidas, estábamos en clase teorizando sobre la oportunidad de aplicar la teoría del perdón a los alemanes, arrepentimiento arriba arrepentimiento abajo, cuando, alzando la mano para hacernos callar a todos, sentenció: «Anoten y recuerden mis palabras hijos, tan pronto como se sientan lo bastante fuertes de nuevo, volverán a por nosotros».

    Sin pasar de simple anécdota, en la escuela secundaria experimenté un incidente que me sensibilizó para lo que, muchos años más tarde, iba a ocurrir el 14 de noviembre de 1940. Nuestro profesor en la asignatura era tan entusiasta, como desmesurado a la hora de fijarnos tareas para casa. En un determinado ejercicio, cuyo tiempo de ejecución era con mucho superior al asignado, y plenamente consciente de su inexactitud en ese mismo momento, obtuve un resultado con trece decimales. El profesor no tardó en recriminarme, apelando a mi capacidad para obtener sin duda una respuesta mejor que esa tan larga y sin sentido. Le contesté que sí —sus dudas sobre mi aptitud pintaron dos rosetones sobre mis mejillas—, pero que pensaba que le haría feliz un resultado en consonancia con la extensión de las tareas que nos enviaba. La lección fue que aprendimos cuántos decimales estaban justificados en según qué situaciones, aspecto que fue de vital importancia en lo que habría de ocurrir en ese funesto día de noviembre de 1940.

    Mi principal afición esos días era la construcción de equipos receptores de radio. En ningún periodo de la historia, hasta donde llega mi conocimiento, ha habido nada comparable al impacto de la radio en el ciudadano de a pie en la década de los años 20. Era inconcebible que, con unos cuantos componentes caseros conectados entre sí, uno pudiera capturar las palabras y la música del aire. Era pura magia. Fui mejorando mis habilidades, hasta que en 1928 construí un receptor que sintonizaba transmisiones desde Melbourne.

    A finales de ese primer año en la Facultad de Física en la Universidad de Oxford, coincidí con un científico que cambiaría mi vida: Frederick Alexander Lindemann. Físico de formación y buen jugador de tenis, durante la Gran Guerra había desarrollado una táctica de pilotaje para recuperar un avión dentro de un giro, situación que hasta ese momento era anticipo de desastre. A pesar de su falta de visión en un ojo, aprendió a volar para demostrar la eficacia de su teoría. Desde ese momento, la suya se convirtió en una maniobra estándar en los ejercicios aéreos. En el examen final de física, en el que se nos dividió la prueba en dos partes, con la recomendación expresa de dedicar a la primera, bastante más difícil, al menos una hora, no advertí, tan concentrado estaba en mi tarea, que mi reloj se había parado. Apenas pude dedicar un cuarto de hora a la segunda parte y garabatear algunas respuestas. Unos días más tarde, Lindemann me hizo saber que nunca nadie había respondido a la primera parte de forma tan efectiva y me ofreció una colaboración cuando me graduara.

    Más allá de desencuentros puntuales, Lindemann y yo coincidíamos en los conceptos generales de la vida, éramos espíritus gemelos. Nos recuerdo caminando de vuelta a Wadham, justo después del ascenso de Hitler al poder en 1933; «Reginald, el mundo se dirige hacia las dictaduras —me iba diciendo—, con Stalin en Rusia, Mussolini en Italia, Hitler en Alemania, y con Roosevelt, que acaba de ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Me pregunto si seremos capaces de sobrevivir sin convertirnos también en una».

    Titulada «Ciencia y bombardeo aéreo», Lindemann había publicado una carta en el Times en fechas recientes. Tras admitir que en ese momento no había, ni probablemente habría a corto plazo, defensa contra los bombardeos de aviones, y que debíamos confiar exclusivamente en contraataques y represalias, abría un hueco a la esperanza cuando consideraba bastante improbable que no se pudiera idear ningún método para protegernos. Todo el peso y la influencia del Gobierno, eso sí —escribió en el informe—, debían ser puestos en la balanza para tratar de encontrar una solución; y para lograrlo, ningún esfuerzo ni sacrificio sería suficientemente grande.

    Lindemann jugaba con ventaja: estaba respaldado por su buen amigo Winston Churchill. Según me contó en una ocasión, se habían conocido en 1921 cuando ambos formaron pareja en un torneo de tenis en Eaton Hall. Churchill, entre cuyas aficiones favoritas estaban comer, beber y fumar —me consta que es hombre fiel y las sigue manteniendo—, valoraba la agudeza mental y la valentía como piloto de pruebas de Lindemann; éste, no fumador y vegetariano, valoraba la capacidad de acción de Churchill, su humanidad y su viva imaginación. Los puntos de anclaje de su amistad fueron, en mi modesto entender, el coraje, el patriotismo y el humor.

    Durante los diez años siguientes a su primer encuentro, embarcado como estaba en su fulgurante ascenso político, Churchill dependió en gran medida del asesoramiento de Lindemann respecto al futuro de la ciencia en la guerra.

    Ya me estoy dispersando. Espero sepan disculparme los eventuales lectores de este diario, pero no nací dotado para las letras. Como he adelantado, la máxima preocupación del gobierno de Inglaterra durante esos días del año 1939, endosada a los servicios secretos y acuciada por el conflicto que acababa de iniciarse, era la de situarnos algunos pasos por delante de los alemanes en la toma de decisiones; y para ello resultaba clave la interceptación de sus comunicaciones. Todo el esfuerzo que los técnicos hicimos, plasmado en los avances científicos que conseguimos, habría resultado ser una tarea fútil sin la intervención impagable de los genios de Bletchley Park.

    IV. Bletchley Park

    Buckinghamshire.

    Finales de 1939.

    Singularmente solitario en un cielo azul radiante, un sol perpendicular de mediodía arrancaba brillos acerados al vehículo que enfilaba la rotonda de entrada hacia Bletchley Park. Asentada al final del camino, cuarenta millas al norte de Londres, la otrora esplendorosa mansión emergía lúgubre entre la vegetación que la circundaba; de ladrillo rojo y gigantesca, se había convertido semanas atrás en el lugar de trabajo secreto de los descifradores de códigos al servicio del gobierno de su majestad.

    Gordon Welchman bajó de su vehículo y entró en el edificio. Caminaba pensando en el motivo de su presencia allí, en esa nota escueta deslizada en su buzón de la Universidad de Cambridge; en la lacónica interpelación del capitán Alastair Denninston, casi extemporánea entonces: «Profesor, ¿serviría a su país en caso de guerra?». Había transcurrido un año desde entonces. Y ese día había llegado.

    No encontró a nadie a quien preguntar, de modo que se aventuró a través del pasillo central del inmueble. Habitaciones selladas por pesadas puertas se sucedían a ambos lados, y de las paredes que bajaban del techo abovedado, miradas graves y adustas, colgaban retratos de caballeros de una época lejana; bustos y estatuas aparecían colocados sin orden definido en las hornacinas que salpicaban los tabiques.

    Escuchó enseguida a su espalda la voz cálida del capitán Denniston.

    —Bienvenido, profesor Welchman, celebro ver que no se ha perdido.

    —Tenía mis dudas —contestó sonriendo—, pero no. Este lugar es fácil de encontrar incluso para un matemático despistado como yo.

    —Confío en que los alemanes no perciban lo mismo… —bromeó el capitán—. Haremos todo lo posible por ponérselo difícil. Acompáñeme, por favor.

    Entraron a un despacho y el oficial cerró tras él. La palabra «barroca» debió crearse pensando en esta decoración, se

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