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Paraíso en obras
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Libro electrónico341 páginas5 horas

Paraíso en obras

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Nada es lo que parece, no hay lugar a engaños, lo que ves es lo que tocas, lo que no ves solo tienes que cerrar los ojos y soñarlo.

Como si estuviese delante de una biblioteca para escoger mi libro preferido, demasiadas posibilidades. ¿La familia? ¿El amor? ¿Una personalidad en plena evolución? Pronto vi claro que la pintura era el punto en común de muchas experiencias que quería contar.

Desafiante desde niño, descubrí el dibujo porque me aburría en clase. Pasé por un instituto de Secundaria donde leía y escribía para sobrevivir. Más tarde, un giro radical me llevó a estudiar en Valencia. Atrás quedaron los sueños de ser escritor, cambié la máquina de escribir por un maletín de óleos y un caballete. Inmerso en el mundo de la estética, del color y las exposiciones, la realidad se volvió materia, a veces impenetrable, otras, transparente; también, maleable, pegajosa, resbaladiza. Después, estaba la promesa de libertad, el futuro profesional en aquella escalera cuyo sentido empezaba a no estar claro, ¿subía o bajaba?

Mientras, el presente ineludible se precipita, abalanzándose por la espalda. Una llamada al móvil, malas noticias, el tiempo sigue su curso, son hechos consumados, no hay vuelta de hoja. Estoy seguro de que todo aquello lo viví, pero ¿y esto de ahora?, ¿es real?

No puedo parar, es algo más allá de mi voluntad, acepto el desenlace. Como navegar con viento favorable, siento la brújula latiendo, el barco avanza con cada sístole, sin importar el destino viajo con rumbo desconocido. Idas y vueltas, paraísos aparte, mantengo el timón y, más o menos, sobrellevo las tormentas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento6 jun 2018
ISBN9788417447991
Paraíso en obras
Autor

Antonio Soriano Puche

Nacido en septiembre de 1972. Desde la infancia destaca su particular sentido del color, creatividad y rebeldía a la hora de expresar sus inquietudes. Amante de la escritura y la música, ambas marcaron su adolescencia. Años después se inclinaría por lo que sería su gran pasión, la pintura. Cursa Bellas Artes en Valencia (1994-2000). Viaja a Martinica para estudiar en el IRAVM, donde realiza su primera exposición individual. Desde 2001 reside en Murcia, se dedica a la enseñanza y la creación artística, pintura, poesía, narrativa, producción audiovisual y música. Si quieres saber más, visita su página web antoniosorianopuche.com.

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    Paraíso en obras - Antonio Soriano Puche

    Paraíso en obras

    Primera edición: junio 2018

    ISBN: 9788417447403

    ISBN eBook: 9788417447991

    © del texto:

    Antonio Soriano Puche

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Un abrir y cerrar de ojos

    Según dicen, fui un niño muy inquieto, quizá porque demandaba cosas que no recibía, quizá por mi carácter o por ambas cosas, lo cual tendría sentido cuando ahora veo a mi hijo de dos años crecer. No guardo grandes recuerdos de entonces, es cierto; algún hurto «inconsciente», lo que subrayo porque desconocía el significado de robar. También «fugarme» un día del colegio a los siete años. A primera hora de una fría mañana, al bajar del autobús, convencí a un compañero para que se escapara conmigo. Pasamos de largo la puerta y nos escondimos detrás de unos matorrales. Fue cuestión de segundos. Corrimos campo a través hacia el pueblo, que estaba a tres kilómetros. Me sentí libre, pletórico, era capaz de desafiar al mundo. En el gran descampado, donde años después levantaron la casa consistorial, encontramos un campamento de gitanos que viajaban con carretas y mulas. Nos quedamos jugando con otros niños y sus perros. Recuerdo una hoguera, un acordeón, mulas, caballos y una abuela cosiendo que no nos quitaba ojo. También una traición; cuando mi madre nos vio lanzando canicas en la puerta de nuestra casa a mediodía, tuve que confesar, pero culpé a mi compañero, dije que me había convencido él. Lo siento, Maco, no tuve el valor de reconocerlo, a partir de entonces tuve prohibido llamarte. Según ellos, eras una mala influencia. Estaba avergonzado. A pesar de haber salvado el pellejo, sentía que aquello no estaba bien. Así que un día fui a su casa, llamé al timbre y le pedí disculpas. Estaba enfadado, me miró serio, asintiendo con la cabeza. No tenía nada que decir, desapareció tras la puerta gris de hierro y cristal, silencioso y decepcionado.

    Recuerdo haber ganado un concurso de dibujo y pintura cuyo tema era la Navidad a los nueve años. Hice la típica estampa con estrella en el cielo y camellos surcando el horizonte sobre montañas, cuyas líneas parecían jorobas de dromedario, con sus respectivos reyes dirigiéndose hacia un humilde establo de madera y paja. El premio me desilusionó bastante: ¡una caja de rotuladores! En realidad, quería ser famoso y no ir más al colegio para poder desarrollar mi verdadera vocación. Sabía que podía ganar porque, mientras dibujábamos, algunos compañeros se acercaban a ver mi trabajo y a comentar lo que les gustaba, incluso la profesora lo hizo. Hacer aquella estampa navideña fue una revelación. Tenía la sensación de que todo fluía sin obstáculos, un esfuerzo gratificante y controlado. Así es como debían ser las cosas. No volví a dibujar ni a pintar hasta por lo menos nueve o diez años después. Con una excepción: en séptimo curso de EGB (1º de ESO), dibujaba cabezas de monstruos con nariz de patata y orejas como alas de murciélago cuando me aburría en clase.

    Sobre mi educación artística poco puedo decir, excepto que siempre fue una vivencia personal, íntima. Desde muy pequeño sentí fascinación por el color. Recuerdo quedar ensimismado mirando las vidrieras en las iglesias del pueblo. También admiraba las combinaciones de los equipos de fútbol en las estampas y álbumes que coleccionaba, sobre todo los de las selecciones nacionales cuando había mundiales.

    Lo que soy capaz de rememorar con mayor claridad es, sobre todo, los accidentes. Una vez, a los dos años, jugando con un coche, metí la mitad de mi cuerpo en el horno y una olla con caldo hirviendo se volcó por el movimiento, quemándome el brazo y la pantorrilla izquierdos. Era uno de esos hornos antiguos en cuya parte superior estaban los fogones, todo en una pieza. Aún conservo las marcas. Otro desafortunado incidente fue cuando tuvieron que coser mi pierna sin anestesia por la gravedad del corte que me hizo una carretilla llena de ladrillos al volcarse mientras jugaba en el sótano de un edificio en obras. Recuerdo caminar por la calle cerrando la herida con las dos manos. Afortunadamente, el centro de salud estaba muy cerca de casa. Sujeto por dos enfermeras en la camilla, me retorcía de dolor. Fue una afrenta para mi madre cuando le dije «hijo de puta» al médico que suturaba. Luego estaban las aventuras, algunas crueles y otras simpáticas. De los diez a los dieciséis años pasaba los veranos con mi familia en una casa de campo, cerca de nuestro pueblo. Allí formamos la típica pandilla. Al principio jugábamos al fútbol, así nos conocimos. Salíamos temprano por la mañana y parábamos solo a la hora de comer. Hacíamos cabañas, batallas de piedras, carreras de bicis y entrábamos en casas abandonadas. Entonces había muchas dispersas por los campos. A los doce años, nuestra concepción de la propiedad privada era algo confusa, así que no teníamos reparo en entrar allá donde la curiosidad pusiera su punto de mira. Muchos dirán que por ahí se empieza. No tiene por qué, aunque haya quien se aproveche de la inocencia para ir un poco más lejos. Supongo que supe parar a tiempo, por la edad y el tipo de acciones que algunos recién llegados a la pandilla estaban planeando. Aunque eso fue al final, cuando íbamos a dejar la casa para siempre.

    Recuerdo con claridad la historia del caballo, la historia de la casona y la de los candados. En una zona elevada, lejos de la urbanización, había una casa deshabitada, con una parte en ruinas a la que nunca nos acercábamos. De vez en cuando, la visitaba un hombre mayor que subía despacio por el camino polvoriento en una Mobylette. Llevaba un sombrero negro y en mi familia le llamaban el Tío Burrucho. Un día, después de inspeccionar la zona, asomados a una de sus ventanas, vimos un caballo blanco. Emocionados, buscamos algún sitio por el que poder entrar, pero era imposible, pues había rejas y la puerta estaba bloqueada desde el interior. Por lo que sabíamos, el caballo nunca salía de allí, así que ideamos una forma de colarnos y abrir el establo para soltarlo, rompiendo la pared de adobe bajo una ventana con piedras y ramas, lo primero que encontramos a mano. Cuando anocheció, llevábamos ya un buen boquete. Decidimos parar y volver al día siguiente con herramientas. Por la mañana temprano subimos con dos martillos y un destornillador. Picamos hasta conseguir entrar a la cuadra y abrir las grandes puertas de madera. Todo sucedió muy rápido. El caballo, al ver la luz, salió al galope. Asustados y gritando, nos dispersamos; alguien se escondió detrás de unas piedras amontonadas, otro se subió a una tapia, otro a un árbol, yo corrí sin saber qué hacer. Miré hacia atrás y vi su hocico cerca de mi espalda. Decidí echarme al suelo con las manos en la cabeza. Saltó, rodeó el establo y fue directo a unos eucaliptos cercanos. Se quedó allí tranquilo, mordisqueando hojas. Entonces salimos con las bicis cuesta abajo, excitados y orgullosos de haberlo dejado en libertad. Esa tarde quedamos para jugar al fútbol, pero la escena del caballo corriendo por el campo nos perseguía. ¿Qué habría sido de él? ¿Fue buena idea soltarlo? Lo mejor sería dejar pasar algo de tiempo antes de ir a echar un vistazo. Después de una semana, por fin nos atrevimos. Pedaleamos por aquel camino pedregoso, despacio, algo asustados ante la posibilidad de encontrarnos con el Tío Burrucho. Al llegar todo estaba tranquilo. Alguien había cerrado con ladrillos el agujero de la pared, y el caballo comía paja en su establo.

    —Vaya, después de todo sí hay quien se preocupa por él —dijo alguien.

    —Hombre, claro, si no estaría muerto de hambre.

    Entonces oímos un motor que se aproximaba. En el camino, nuestro vigilante pedaleaba hacia la casa gritando «¡el Tío Burrucho!». Agarramos las bicis y, en lugar de escapar campo a través, seguimos el camino principal, lleno de desniveles y grietas, cuesta arriba. En un kilómetro más o menos, el ciclomotor nos alcanzó. El hombre se quitó el sombrero, escupió cerca de la rueda delantera y preguntó qué hacíamos allí. Después nos acusó de ser culpables del delito de allanamiento de morada. Al principio lo negamos, pero cuando miró las suelas de nuestros zapatos, supimos que no había escapatoria. En realidad, fue amable, dentro de la gravedad de sus palabras. Dijo que el caballo y la cuadra pertenecían a alguien que vivía en Madrid. Que él solo se aseguraba de que no le faltara comida ni agua al animal. Nos amenazó, pero sus palabras no sonaron terribles. Iría a decírselo a nuestros padres si volvía a vernos por allí. Llevamos un escarmiento, esperábamos una reprimenda y algún tirón de orejas. Al final, su apodo no estaba a la altura del hombre que acababa cogernos casi con las manos en la masa. No era un burrucho, desde luego. Comprendí que mi familia le llamaba así para asustarnos y evitar que nos alejáramos cuando jugábamos solos. El Tío Burrucho era una amenaza, algo a lo que temer, la excusa perfecta para mantenernos controlados.

    Nuestra urbanización se llamaba Los Conejos. Allí, en un promontorio, asomando sobre el resto de construcciones, destacaba una gran casa con un tejado a dos aguas de color negro. Por entonces, en Murcia no se veían tejados así. La llamábamos «la casona». Era de construcción reciente, hecha con bloques de hormigón sin enlucir, de dos plantas. Los dueños tendrían la intención de construir una mansión, por la cantidad de habitaciones que había. En los huecos de las ventanas, las rejas estaban sin pintar. Dentro, el suelo era de cemento, y la escalera de ladrillo sin enlucir; no tenía barandilla. Corrían muchas leyendas sobre aquel lugar, los típicos comentarios para crear misterio alrededor de algo desconocido, diferente al resto. Decían que sucedían cosas extrañas, luces por la noche, gritos, sonidos raros. Decidimos ir a ver con nuestros propios ojos si aquellos rumores eran ciertos. Una tarde merodeamos hasta estar seguros de que no había ningún coche cerca ni luces dentro. Después de un rato, nos colamos por una pequeña ventana de la planta superior. Había que trepar por una tubería, pero al final pudimos entrar todos. Llevábamos linternas, destornilladores y un martillo. Recorrimos las dos plantas y el oscuro sótano, expectantes y sorprendidos. No había muebles ni nada de interés, excepto un montón de bolsas llenas de trozos de cuero. Eran retales de muchos colores y tamaños, metidos en grandes sacos transparentes. Rompimos algunos y cogimos unas muestras. Por lo demás, nada extraño, era una casa como cualquier otra. Cajas de cartón con revistas, material de construcción, cajas de plástico para recoger fruta. Pasamos un par de tardes dentro, contando historias de miedo, esperando que se hiciera de noche, pero no sucedió nada. Después volvimos alguna vez más, empezábamos a sentirnos seguros en aquel lugar, aunque nunca confiados del todo. Éramos capaces de hacer lo que nos propusiéramos, de superar las dificultades, de mantenernos unidos y correr peligrosas aventuras, en las que improvisábamos, por supuesto, pero en las cuales nos sentíamos libres y pletóricos. Dentro de la casa no había nada que hacer, excepto jugar con el cuero, pero al lado había una especie de garaje con ventanas pequeñas y una puerta metálica que nos llamó la atención. Rompimos un cristal y nos colamos a un sótano estrecho. Encendimos las linternas. Era una bodega oscura y húmeda, donde había grandes toneles de vino. No sé cómo sucedió, todo pasó muy deprisa, pero alguien quitó los tapones y el vino comenzó a derramarse, inundándolo todo. Tuvimos que salir corriendo, apestaba a alcohol, la pequeña planta rectangular se estaba inundando. Ese día me enfadé con quien había tenido la genial idea de vaciar los toneles. La pandilla estaba un poco dividida, empezábamos a tener diferencias porque habían llegado chicos de otro grupo y ya no era como antes. Con esta última fechoría, nos pasamos de la raya. No tenía sentido desperdiciar todo aquel vino, podríamos haber cogido un poco y mantenerlo en secreto. Pero destruir algo valioso por diversión era algo con lo que no contaba. De hecho, nunca volví a pisar aquel lugar y mi enfrentamiento con el responsable se hizo patente. No solo por eso, otros motivos evidenciaban nuestras diferencias. Solía imponer su criterio cuando estábamos acostumbrados a buscar el consenso para cualquier cosa. Una tarde, antes de anochecer, salí a dar un paseo en bicicleta. En la hondonada, que era el paso de la carretera principal por el fondo de un barranco, apareció un boxer amenazante que comenzó a perseguirme. Pedaleé llevado por el pánico, con su boca en los tobillos. La casa más cercana era la del chico en cuestión. Al llegar, tiré la bici y salté su tapia. Entonces, el hermano mayor de mi amigo, que era karateka, su padre y él mismo, salieron envalentonados y directos a la perrera para soltar a Brutus, su perro guardián, famoso por tener malas pulgas. Abrieron las puertas y ambos perros se enzarzaron en una pelea polvorienta. Aunque no se veía con claridad, Brutus dio un escarmiento al pobre boxer, que tuvo que salir por patas. La familia estaba orgullosa y emocionada de ver a su perro defendiendo con uñas y dientes a los suyos. El can vencido acabó vagabundeando por la urbanización, hecho un saco de huesos al final del verano.

    La historia de la casona no terminó bien. Un día volvieron varios de la pandilla y los dueños estaban esperando. Tuvieron que pedalear fuerte entre los campos de almendros delante de un todoterreno. Según nos contaron, llevaban escopetas e hicieron varios disparos. Supongo que sería al aire para asustarlos. A mí me han disparado una vez cartuchos de sal. Falló el hombre, pero a un amigo sí que le dio en el hombro. Teníamos diez años y estábamos cogiendo albaricoques en un huerto del pueblo, que hoy es un gran jardín muy céntrico.

    A veces, de pequeño encuentras lo que buscas porque pones todo tu empeño, y sabes moverte en el mundo de los adultos sin llamar la atención. Parece que nadie juzga tus ocurrencias ni tus caprichos, y puedes dedicarte a ellos casi sin obstáculos. A los once años, comencé a coleccionar llaves. Creo que ahora no podría conseguir tal cantidad de ellas por mucho que lo intentase. Llené una caja de zapatos con llaves de todas las clases y tamaños. Antiguas llaves de viejas cerraduras, llaves de puertas de seguridad, de candados, de cajas fuertes, pequeñas, de colores, series numeradas de llaves. Preparé un llavero y salía de casa cada día con un manojo diferente. Intentaba abrir todas las cerraduras y candados que encontraba, hasta que empezaron a suceder algunas casualidades. Varias de ellas abrían más de un candado. Nunca sabré el motivo, imagino que serían defectos de fabricación o que por azar habían llegado a mis manos algunas llaves maestras. Se lo conté a la pandilla y nos divertimos mucho abriendo cerraduras por las calles. Hasta que un día, como se suele decir, se nos fue la pinza y comenzamos a intercambiar candados por toda la urbanización en puertas de garaje, casas, contadores de agua y luz y puntos de registro de cableado público. Cogíamos uno de aquí y lo poníamos allá, sin miramientos. Al día siguiente, por la mañana temprano, oímos sirenas de policía. Enseguida supe a qué se debía tanto alboroto, y evité salir de casa. Fui a mi habitación y cogí las llaves para esconderlas en un lugar más seguro. Por supuesto, no le conté nada a nadie. Mi padre trajo la noticia a mediodía. Los vecinos habían denunciado la manipulación en los candados de sus casas y estaban asustados. Durante un par de días, me dediqué a grabar cintas con un radiocasete de dos pletinas, intentando no pensar en el tema. Solía hacer mixes con canciones de la radio, como un auténtico DJ. Grababa voces, sintonías, el ruido del dial al buscar emisoras y extractos de canciones. A veces lograba pillar algún programa del norte de África, voces lejanas, algo distorsionadas, y las grababa e incluía en mis mezclas. Estaba naciendo el ethno techno y no lo sabía. Con todo ello, montaba sesiones de treinta o cuarenta y cinco minutos. Era mi banda sonora del verano, al estilo de unas mixtapes que triunfaban en la época llamadas Max Mix. Un día, ansioso por escuchar el último lanzamiento y ante la negativa de mis padres a comprarlo, pedí dinero en la calle. Iba diciendo que lo necesitaba para el autobús a Murcia. Fue fácil conseguir las quinientas pesetas; esa mañana, los vecinos de Molina debían sentirse generosos. Era la música que daban por la radio, éxitos de los 80. Flipaba con los scratches. Acostado en la cama a oscuras, me dejaba llevar por los sintetizadores, pensando en las compañeras del colegio que me hacían tilín. Siempre fui melómano. El primer grupo que recuerdo, Electric Light Orchestra, lo escuchaba mi hermana. Y la primera cinta que llegó a mis manos fue de los Beatles, regalo de un primo mayor, Fidel, quien murió antes de los treinta enfermo de leucemia.

    Cuando el tema de los candados pareció apaciguarse, salí de casa. Por suerte, no nos relacionaron con aquella historia. No había cámaras de seguridad en aquella época ni nadie nos había visto. Volvimos a quedar, serios y asustados. Nos pesaba la gravedad de lo ocurrido. Qué cabrones habíamos sido. Prometimos parar de pifiarla por el momento y jugar al fútbol. Después de meditarlo bien, llegué a la conclusión de que no necesitaba todas esas llaves y las tiré a la basura. Alguien me las pidió, pero elegí deshacerme de ellas. Entonces empecé a coleccionar chapas de botella.

    De aquellos años guardo también sensaciones, como el roce en la piel del cuello vuelto que nos ponía nuestra madre, los calzoncillos escociendo las ingles, la nariz mocosa, los labios cortados, las manos rojas de frío agarrando los puños de la bicicleta. El mundo era grande, enorme, pero a veces podía ser un pañuelo. Recuerdo que quería ser botánico. Salía al campo con una libreta y dibujaba las plantas. Después sentí interés por los bichos, y cuando me cansé de buscar nuevas especies sin suerte, me aficioné a desmontar aparatos pieza a pieza. Convertido en una especie de cirujano mecánico, abría cualquier cosa, radios, batidoras, televisiones y juguetes. Necesitaba destripar los electrodomésticos para desvelar sus secretos. Por lo general eran máquinas rotas y nunca volvía a montarlas, como hacían otros niños que luego fueron ingenieros. Los guardaba después de intentar venderlos en el jardín de casa, dispuestos ordenadamente sobre una mesa roja de playa, hasta que mi madre me obligaba a tirarlos.

    De la poesía al dibujo

    No hablaré de amores ni de parejas sentimentales en estos recuerdos. Eso lo dejaré a quien me odie o se aburra lo bastante para querer hacerlo. Solo diré una cosa: cometí muchos errores, los cuales, aparte de servirme para ser quien soy, me ayudaron a saber que hay que intentar por todos los medios superarse en la vida.

    Tampoco quiero entrar en detalles familiares. Como dice la expresión, en todos lados cuecen habas, ¿no? Pues eso, no íbamos a ser menos. Así que, de vez en cuando, las tomo cocidas, pero las prefiero crudas, y siempre que puedo las acompaño con mi plato de comida. Estoy aquí para hablar de otros temas.

    Entonces, a los dieciocho años empecé a escribir, motivado en parte por la lectura. Leía cuanto caía en mis manos. Algunos libros no los entendía, por ejemplo los de Nietzsche o Kant, que me resultaban completamente herméticos. Para comprender a ciertos autores es necesario poseer conocimientos previos. No era mi caso. Escribía frases algo extravagantes, inclinado por el lenguaje poético. Pasaba horas fumando pitillos y escribiendo con plumilla y tinta. Me esforzaba, desgarraba el papel, estaba impaciente, descorazonado. Algunos días era genial, otros días un auténtico desastre. Pero aprendí a insistir. Era algo nuevo para mí lo de buscar mi voz interior, aunque en aquel momento, y durante algún tiempo después, también fue un reflejo de aquellos autores que admiraba: Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Giacomo Leopardi, Arthur Rimbaud, Hermann Hesse. Nunca podría ser ellos. Así que desistí, tendría que buscar mi propio camino. Derrapaba sobre el blanco papel estirando la tinta sin saber qué escribir. Entonces me di cuenta de que estaba dibujando. Et voilà, c´est comme ça, así comencé a dibujar cuando agotaba mis recursos literarios.

    Al fin y al cabo, al menos antes de la dactilografía, escribir era dibujar, un arte. Y el dibujo, tal y como había llegado a mi mesa, fue otra forma de poesía. Transformaba las letras del abecedario, algo limitado, en imágenes inventadas y garabatos que se corrían en el papel de los folios. Había encontrado una nueva forma de expresión, una escapatoria, algo solo mío, original, un mundo capaz de expresar mi punto de vista, mis deseos y anhelos. Entonces pensaba que, si hacía las cosas como nunca nadie antes las había hecho, si era capaz de demostrar en el papel que se puede organizar el espacio de forma diferente, todo cambiaría alrededor. Pero no fue así, y al final, después de todo, tuve que cambiar yo. Aunque para eso aún falta, no adelantemos acontecimientos.

    Esta época fue también la del fracaso en los estudios. Resumiendo, utilicé todas las convocatorias posibles en Secundaria para hacer el examen de acceso a la universidad. Una de las veces abandoné el curso con la intención de ir a la India. Estaba decidido a romper con todo. Tenía veintiún años y sentía mi vida vacía. Quería ser útil, ayudar a los más necesitados. Lo hice oficial, dejé el instituto y se lo dije a todos. Recuerdo las lágrimas de mi madre. Convencido de que el destino me llevaría a expiar mis culpas en algún lugar donde las pasaran canutas de verdad, envié varias cartas buscando información a la embajada de India, a Médicos sin Fronteras y otras ONG que trabajaban por todo el mundo; incluso asistí a una reunión en una iglesia neocatecumenal de Murcia donde preparaban misioneros. Pero este camino no me convenció y lo dejé. Todas las respuestas que recibía venían a decir más o menos lo mismo, que no tenía preparación ni dinero, y que fuera donde fuera solo sería una boca más que alimentar. Entonces, el sueño de viajar a luchar contra las injusticias del mundo se fue desvaneciendo. Asumí la situación y decidí continuar los estudios. En un futuro podría volver a intentarlo.

    Mi último año de instituto lo hice en horario nocturno, de seis a once de la noche. Así, las cosas fueron diferentes. Mejor adaptado a los profesores, empaticé con los compañeros y confié en pasar todas las asignaturas. En diurno daba la sensación de que todo el mundo iba a su bola, incluyendo los docentes, que soltaban sus sermones de forma automática. Si lo pillabas, te salvabas; de lo contrario, si te perdías en mitad de las explicaciones, ya no había nada que hacer, estabas condenado al fracaso en un mundo inconexo de logaritmos neperianos, declinaciones y principios sin final. Después de varios años, volví a estudiar, intentando aprender de memoria nombres y fechas, algo que me parecía bastante desagradable. Pronto me di cuenta de que Latín sería un escollo difícil de sortear, no tenía ni idea. A final de curso lo llevaba muy mal, pero el profesor se portó, saqué un cinco en una evaluación claramente suspensa, ya que todo lo demás lo había aprobado, incluso algunas asignaturas con buena nota. Pero esa lengua muerta no era la única amenaza, también tenía pendiente Matemáticas del curso anterior y me presentaba por cuarta y última convocatoria al examen con dudas sobre mi futuro. Al terminar la prueba, aprovechando un hueco en el papel, escribí unos versos sobre la inutilidad de esta materia si estudiaba Filología Hispánica, pidiendo clemencia. Si suspendía, no podría volver a estudiar por el momento. Nunca sabré si estaba aprobado o si, por el contrario, llegué a tocar la fibra del profesor; el caso es que salió «suficiente». Ahora estaría dispuesto a aprender matemáticas por placer, igual que latín. Sin prisas, con ejemplos en la historia y en la práctica, sobre todo cuando tengo que reconocer a mi hija de nueve años que no puedo ayudarla con las divisiones de dos cifras, ante lo cual he llegado a sentir vergüenza. Respecto a Latín, en Selectividad, gracias a que un amigo me pasó su examen justo unos minutos antes de terminar, logré un valioso 8,50 que sirvió para conseguir plaza en la universidad. Era un alumno brillante, se la jugó por mí y estoy en deuda con él.

    Fracasar en el instituto durante cuatro años hizo que muchas personas perdiesen la confianza en mí. Es verdad que, por motivos que ahora no vienen a cuento, había cierta prisa por ir definiendo mi futuro; un futuro que elegí yo mismo entre muchas posibilidades y que no tenía nada que ver con lo que se esperaba. Recuerdo que, ya antes de haber repetido curso, mi padre trajo a casa una instancia para solicitar una plaza de guardia civil, creo que porque mi mejor amigo entonces y yo fantaseábamos con ser pilotos de avión. Su padre era policía. Pero no me veía de uniforme. La verdad es que todo lo que sonase a disciplina militar, rectitud y obediencia ciega me quedaba bastante lejano.

    El genio

    Soy aficionado al cine, aunque crítico y selectivo a la hora de ver películas. En aquella época, rechazaba el cine comercial, las superproducciones de Hollywood, el cine bélico y, en general, violento. Me inclinaba por directores independientes. Prefería ir a ver El marido de la peluquera o una película de Robert Bresson antes que Bailando con lobos o Ghost, aunque al final, de una forma u otra, también acababa viéndolas. Igualmente, en lugar de Los pilares de la Tierra o El señor de los anillos, prefería leer La divina comedia o cualquier obra de Goethe. Así que mi pasión por la literatura se vio complementada por el descubrimiento de un mundo más o menos amplio, el cine de autor. Aunque más tarde aprendí que gran parte de este cine no es lo que parece. Muchos directores que admiraba habían tenido su etapa estadounidense en la meca del cine, como François Truffaut o Jean Renoir, quien murió en Beverly Hills, California. Y que la parte decisiva de una película no es tanto el director, sino el productor.

    Desengaños a parte —algo que ni imaginaba, ya que no fue hasta muchísimo después cuando abrí mis ojos a esta realidad—, antes que el cine, mi gran pasión era, como ya comenté, la música. Aunque abierto a diferentes estilos, prefería el rock indie y el grunge. Psychedelic Furs, Nirvana, The Cure y una larga lista de grupos torturaban a la mayoría de mis vecinos casi todos los días con nuestro Aiwa, cuyos altavoces petaron después de algunos meses sobrecargados de decibelios. Tenía la sensación de ser el único que escuchaba esta música. Hablando de rock, en mi entorno había varias tendencias. Por un lado, a quienes les encantaba el clásico, con grupos como The Rolling Stones, The Animals o The Beatles. Por otro, estaban quienes preferían el rock moderno pero dentro de patrones clásicos, como The Red Hot Chili Peppers o Pearl Jam. Otros tenían claro que lo mejor era el heavy metal comercial, como The Scorpions o Guns & Roses, o el oscuro y abiertamente satánico, con Ozzy Osbourne o Kiss, por ejemplo. También quienes no se conformaban con medias tintas ni postureos y escuchaban a Led Zeppelin, ACDC y Sepultura. Y quienes buscábamos la innovación, sonidos y melodías diferentes, con más protagonismo del bajo, que seguíamos a grupos como The Breeders, Pixies, Throwing Muses, Violent Femmes y Sonic Youth. Había muchas más tendencias, como el punk rock, con bandas como los Ramones, el metal, el punk, el rock sinfónico, la psicodelia. La oferta era casi ilimitada. No puedo olvidar a una parte importante, aunque desconocida para mí, pero de la que quiero

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