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Proyecto ficción
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Libro electrónico361 páginas5 horas

Proyecto ficción

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Información de este libro electrónico

Nadie puede huir de la Maldición de la Niebla.

Por culpa de un desacuerdo con su padre, Ben se ve obligado a marcharse de casa. Sin rumbo, el joven llega a los límites de Nehers, lugar en el que todo es frío y hielo, y una especie de embrujo comienza a congelar su piel, sus piernas, su cuerpo entero.

Tras caer en un conjunto de extrañas pesadillas en las que apenas se reconoce a sí mismo, el chico abandona su deshielo y empieza a descubrir el rompecabezas inacabable que trata de formar la distante y frígida Nehers.

El dominio férreo del Orden y sus soldados. Un enorme monstruo blanco sin orejas. La magia azul... y la Maldición de la Niebla.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
ISBN9788417164508
Proyecto ficción
Autor

David Pierre

David Pierre (Barcelona, 1993) cursó estudios de Filología Hispánica. En la actualidad, dirige una papelería-librería junto a su pareja. En 2016 fundó, junto a la escritora intimista gallega Miriam Beizana, la web de crítica literaria A Librería. En ella, el equipo de A Librería se dedica a reseñar obras clásicas, actuales e independientes. En noviembre de 2017 colaboró con su relato «Escombros» en la revista de género MaMuT. Además, en su página web personal (david-pierre.com), David escribe relatos, críticas y publica otras entradas de interés literario. Proyecto ficción es su primera novela.

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    Proyecto ficción - David Pierre

    Proyecto-ficcioncubiertav12.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Proyecto ficción

    Primera edición: enero 2018

    ISBN: 9788417120689

    ISBN eBook: 9788417164508

    © del texto:

    David Pierre

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Gemma y Miriam.

    Sin ellas dos, Proyecto ficción no existiría. 

    Y para Miró, que me ayudó a domar

    al monstruo de la impaciencia.

    Somos a la vez una ficción, una realidad

    y la fina línea que, inevitable, las separa.

    Fuego

    Aquel día, mi vida giró, volvió a girar y se desbordó hasta casi desvanecerse. Recuerdo que un sofocante calor cubría el viciado ambiente de la gran ciudad. Era invierno, pero hacía mucho calor. En Nehers hacía tiempo que los conceptos meteorológicos habían empezado a intercalarse entre sí sin responder a lógica alguna. Los veranos y los inviernos habían ido turnándose durante los últimos diez o doce años en una especie de danza ritual sin orden y los meteorólogos, que ya de por sí solían fallar en sus predicciones, fueron desapareciendo progresivamente de los pequeños espacios que ocupaban en la radio pública.

    Yo había empezado a estudiar Edición y Maquetación de Textos en el Centro de Estudios de Nehers (o CEN) hacía un par de años. Mis motivaciones respecto a mi futuro fueron descendiendo de forma considerable con el paso de los semestres y fui construyendo a mi alrededor una especie de rechazo ajeno que iba creciendo cada día entre las personas con las que compartía mis horas.

    Un día de tantos, intenté convocar una manifestación a las puertas del CEN —a la que, por cierto, nadie acudió— para quejarme del abusivo precio de las matrículas y, por haberme extralimitado en mis peligrosos despropósitos, el decano Lok, el jefe de la sección de Edición y Maquetación —que era una de las más pequeñas del CEN, por cierto— decidió llamarme a su diminuto, oscuro y vacío despacho privado por megafonía antes siquiera de que pudiera empezar a gritar una propuesta de cambio.

    Así, dejé atrás mi vago intento de acción y, dispuesto a abandonar aquella vacía manifestación en las puertas de la facultad, descolgué la sábana-pancarta en la que ponía No más trueques para nuestra educación. Las miradas indiscretas me rodeaban.

    Entonces, intenté doblar demasiado rápido la dichosa sábana y acabé guardándola en mi mochila hecha un ocho. Casi no pude cerrar la cremallera.

    Me adentré en el sobrio edificio de hormigón en el que había pasado tantas horas intentando convencer a mis compañeros de unirse a la causa. A la causa perdida. Fui recorriendo poco a poco sus pasillos mientras fijaba mi vista en aquel suelo de mármol rojo y negro e iba recordando a Blanca y nuestras risas entre clases. Llegué al fondo del pasillo y subí las escaleras, también negras y con toques granates, que emergían en bucle y piqué a la puerta del despacho. Una placa de madera grabada sostenía a duras penas el nombre completo del decano: Señor Lok Aisatha. Abajo: Decano de Edición y Maquetación.

    —Adelante. —Una voz ahogada se escapó del interior del despacho.

    En los segundos que tardé en introducirme en el despacho y sentarme en la silla, esperé una charla-monólogo que nunca llegó. El tipo alto, calvo, algo ancho y de piel oscura me miró con sus grandes ojeras y sus ojos negros y redondos y me dijo, mientras repasaba con sus dedos de tronco la corbata negra que llevaba encima de su camisa granate:

    —Te quiero fuera del recinto en veinte minutos. —Lok me habló sin moderar el tono de su grave voz. No pude distinguir en él el enfado de otras veces.

    —Pero… ¡Señor Lok! —Quise quejarme, pese a haber perdido con claridad ese derecho.

    —No hay vuelta atrás esta vez. —Su tono seguía siendo sobrio, casi neutral—. Creí en ti y eso casi me cuesta mi puesto. Estás expulsado.

    —¡Mándeme cualquier cosa, pero no me expulse! ¡Eso no! ¡Mi madre trabajó mucho para que pudiera matricularme! —Dejé caer una lágrima, aunque esta no le añadió a la escena el dramatismo esperado.

    —No es competencia mía esta vez —dijo mientras entrecerraba sus pequeños ojos—. Ten cuidado. Te están vigilando. —Esta vez sí moderó su tono, haciéndolo algo más grave e inaudible.

    —¿De qué se me acusa?

    —Una pregunta más adecuada sería: «¿De qué no se te acusa?» —sentenció él mientras me entregaba un sobre verjurado de color crema en el que había marcado, con cera roja, una especie de símbolo redondo y con una línea diagonal que lo cruzaba y que hacía a la vez de cierre. El Orden.

    Salí del despacho de Lok y me senté en una de las sillas de madera negra de la sala de espera. Era algo incómoda y pequeña. Tras eso, abrí el sobre con cierto nerviosismo y leí la carta que contenía. En ella se explicaban los motivos de mi expulsión del CEN: se me culpaba de instigación a la protesta, de enaltecimiento del desorden y de unos doce o trece comportamientos peligrosos más. Después de leerla, puse cara de asombro y ofensa por si el señor Lok o algún alumno fisgón anduviesen demasiado cerca. En la carta también insistían en que los bienes con los que había pagado la transacción de mi matrícula no me serían devueltos en ninguno de los casos. Abajo, el Orden firmaba con su característico sello rojo óxido en el que aparecía, de nuevo, aquel símbolo redondo que corroboraba la información imprimida en tinta marrón.

    Ø

    La noche en la que fui expulsado del Centro de Estudios de Nehers regresé a casa demasiado tarde —otra vez— para descubrir que el hogar en el que me había criado se encontraba sumido en un espectáculo de ardientes pesadillas que lo iban consumiendo todo a su paso. Tardé varios segundos en asimilar lo que estaba viendo, porque me pareció tan impresionante que lo creí fruto de la alta cantidad de alcohol mezclado con qüoda que había consumido aquella noche.

    Los tablones de madera pintados de blanco que cubrían toda la superficie de la casa iban perdiendo su color en pos del negro carbón y del gris ceniza. La estructura de mi hogar se deshacía, poco a poco, e iba cayendo conforme el fuego avanzaba, feroz, por su frágil cuerpo. La calle estaba completamente vacía y ninguno de los vecinos había aparecido para intentar apagar aquel incendio o para, al menos, alertar de él.

    Todas las luces del vecindario estaban apagadas.

    Miré a mi alrededor buscando ayuda y me di cuenta de que un vehículo de seis plazas, negro, con líneas granates y reforzado con una especie de armadura metálica cuadrada y brillante a su alrededor había aparcado cerca. Era un coche oficial. Entonces fui consciente: mis dos hermanas —Marie y Lume—, mi madre y mi padre dormían dentro.

    En un valiente o, mejor, estúpido acto de fe, me dispuse a entrar en la casa en llamas para intentar rescatar a mi familia o a lo que de ella restara. Me di cuenta en seguida de que mis designios se alejaban, no obstante, demasiado de la realidad y frené mi estupidez porque el fuego lo bloqueaba todo y no pude encontrar un sitio adecuado por el que entrar.

    En aquel mismo instante y casi sin darme cuenta, de entre la oscuridad colindante emergieron dos enormes cuerpos con forma humanoide. Cada uno de aquellos dos individuos debía de medir algo más de ocho cabezas. La densidad de las llamas y la confusión del enrarecido ambiente que se había creado no me dejaron discernir si eran mujeres u hombres.

    De repente, las dos figuras, que llevaban una especie de gafas de sol brillantes, arremetieron contra mí a la vez dándome múltiples puñetazos en la cabeza. Tras haberme dado, entre los dos, diez o doce puñetazos, sacaron sus porras extensibles. Yo estaba en el suelo, sangrando y destruido, pero, aun así, decidieron que debían seguir golpeándome. Cerré los ojos y giré mi cuerpo, la boca contra el suelo. Esta vez, se ensañaron especialmente con mi espalda y, entonces, un dolor agudo empezó a recorrer toda mi columna vertebral. Estaba tan mareado, confuso y frustrado que me dejé apalear.

    Mis gritos contrastaban con el calmado crepitar del fuego, ya asentado.

    De repente, sus golpes cesaron y, tras una pausa en la que pude recuperar un mínimo de cordura, abrí los ojos de nuevo. Entre mareos y sabor a sangre, pude distinguir cómo las dos exageradas figuras soltaban un ruido al unísono que mi cerebro tradujo, de inmediato, como una burla hacia mí. De nuevo, parecían compenetrados a la perfección. Quise contestarles:

    —¿De qué... os reís? —Estaba débil. Las dos figuras se miraron y volvieron a burlarse de mí. Insistí:

    —Al menos podríais tener... algo de... honor —carraspeé.

    —Cero prescribe —me contestó una voz femenina y, después, una bota de hierro golpeó mi cabeza un par de veces o más—. Vamos, Kalos —ordenó luego a su compañero. Un segundo después, me desvanecí.

    Indefinidos instantes más tarde, me desperté y solo pude oír un leve pitido que sonaba dentro de mi sesera. Levanté mi cabeza del suelo para darme cuenta de que aquellos dos gigantes ya habían desaparecido. La cabeza me daba vueltas y más vueltas. Deduje, revolviéndome entre el polvo y la tierra del suelo y llenando mis pulmones de negro humo, que los Ancianos se habían marchado rumbo a su coche oficial.

    Cuando mis agotados ojos empezaban ya a rendirse, sentí cómo una cuarta persona entraba en escena y me agarraba por los hombros para después arrastrarme por el suelo todavía más de lo que ya me había arrastrado yo, alejándome a la vez del calor de mi antiguo hogar. Entonces, recordé que aquella noche la había pasado con Blanca, mi reciente excompañera del Centro de Estudios.

    La joven me arrastró hacia su coche color perla de cuatro plazas y me empujó, no con poco esfuerzo, hasta que me incorporé, tumbándome en la parte trasera del vehículo. Fue en ese justo y preciso instante en el que comprendí que mi vida acababa de dar, por fin, aquel vuelco irreversible que tanto se había estado resistiendo y, tras llegar a dicha conclusión, me dormí por segunda vez en apenas minutos.

    Las luces de las casas de mis vecinos seguían todas apagadas.

    Ø

    Al despertar, me di cuenta de que me encontraba en la nueva casa de Blanca, que se había independizado hacía unos días gracias a su temprano éxito. Blanca había abandonado la casa de sus padres para mudarse a La Lustrosa, la zona rica de la ciudad. Su impecable carrera académica como historiadora reciente la hicieron alzarse pronto con un puesto importante en el Departamento de Cultura de la Torre Beta y, tras un par de años en los que se especializó en temas de actualidad (en los diez últimos años del presente ciclo), consiguió publicar su primera obra escrita: Análisis crítico de la historia actual de Nehers. Con solo veinticinco años, Blanca ya empezaba a ser una figura notable en la sociedad neheriana y sus obras alcanzaban un precio muy alto en el Mercado de Trueques.

    Yo, en contraposición con Blanca, no era nadie y, pese a ello, estaba tumbado en la cama de invitados que la chica guardaba en la parte superior de su casa, situada en un pequeño y claustrofóbico altillo.

    Bajo la almohada, había una pequeña pistola tintada de color azul y negro. «Debe ser por mi propia seguridad», pensé. El somier de madera roja crujía respondiendo a mis movimientos irregulares y el incómodo colchón de espuma me hacía sentirme todavía más hundido de lo que ya estaba.

    La espalda me ardía.

    En el desván perdido de Blanca solo pude observar, aparte de lo ya mencionado, una silla de madera ocre con dos ruedas a los lados que parecía tan incómoda como las de los pasillos de la facultad y un escritorio de madera virgen en el que había una máquina de escribir modelo Emily-2. El cuerpo de la máquina era ovalado y grisáceo y sus teclas blancas con caracteres negros se alargaban hacia arriba. A su lado, unos doce o trece paquetes de cien hojas de papel reciclado y varios cartuchos de tinta negra. Siempre había querido probar la Emily-2 y aquella, tan brillante y limpia, parecía por estrenar.

    Me retiré el paño húmedo de la frente y, en cuanto me dispuse a levantarme, oí una voz masculina que atravesó todas aquellas paredes y que fue desvaneciéndose poco a poco hasta desaparecer por completo. No fui capaz de entender lo que decía.

    Tras eso, una gran puerta se cerró. Decidí esperar y, menos de dos minutos después, oí unos nerviosos pasos en creciente expansión sonora. Tras eso, Blanca irrumpió en el lugar. Llevaba un termo azul en una mano y dos pequeñas tazas violetas en la otra. Las cogía por el asa y pensé que se le caerían mientras entraba diciéndome:

    —No quiero que mueras. —Le temblaba la voz mientras me miraba con sus grandes ojos verdes.

    No supe qué contestar, así que suspiré hondo y, sumido en mis pensamientos, esperé a que siguiera hablando.

    —¿Qué hay de nuestro plan? —Entonces, miró hacia el escritorio y señaló la Emily-2. Su pulso parecía traducirse de forma acelerada hacia su dedo índice.

    —Veo que ya lo has puesto en marcha.

    —El material lleva un tiempo ahí. Lo compré todo para ti —confesó mientras dejaba el termo en el escritorio y empezaba a servir la bebida marrón.

    —¿Sabías que esto pasaría?

    —No, no del todo. Es decir, quiero decir… —Dio un sorbo a su taza.

    —¿Qué quieres decir?

    —¿Te sirvo una taza? Te irá bien.

    —Blanca, ¿qué has querido decir? —La miré a los ojos y me erguí todo lo que pude. Mi espalda seguía quemando.

    —Iban detrás de ti. Ambos lo sabíamos. El Orden, los Ancianos, tus locuras en el CEN. —Dio un sorbo a su taza de qüoda y siguió—. ¿Te sirvo una taza o no?

    —No. No bebo.

    —¿No bebes?

    —No fui capaz de pensar en mi familia. —Decidí ignorar su anterior pregunta.

    —No es culpa tuya. Es decir, no directamente. Ya sabes: lo que estamos viviendo no es culpa nuestra.

    —Fui un egoísta.

    —Fuiste un insensato, pero no es culpa tuya, de verdad.

    —Sí lo es, Blanca. Mi familia ha muerto. Lume y Marie…

    Lágrimas.

    —Y será en vano si no te decides. —Blanca volvió a señalar la Emily-2 y el pulso volvió a temblarle.

    —Lo sé. Dame solo un par de días.

    —De acuerdo. Aunque debes quedarte aquí arriba. Lo sabes, ¿cierto?

    —Lo sé, lo sé.

    —Lo siento. Lo siento mucho, de verdad —dijo, al fin, con un ápice de serenidad.

    —Y yo, Blanca.

    Más lágrimas.

    —No, de verdad, lo siento muchísimo. —Hizo una pausa—. De momento, descansa. Tómate el tiempo que necesites.

    Blanca recogió el termo de qüoda y las tazas y se marchó. Antes de cerrar la puerta, añadió:

    —He pensado que nuestra historia podría llamarse Proyecto ficción.

    Así fue como tocó a su fin toda cotidianidad y costumbre que me hubiera definido alguna vez y así fue como empecé a vivir, escondido, en el altillo de la casa recién estrenada de mi excompañera del CEN. ¿Cómo? ¿Que cuál es mi nombre?

    No importa quién sea. Aquí no.

    Primera Parte

    La montaña

    I

    Ben siempre mantenía cerrada la ventana de aluminio de su cuarto, la que daba a la calle. Prefería no ver nada en absoluto a tener que contemplar aquellos barrotes que se alargaban hacia arriba en infinita espiral. Además, al chico le gustaba encerrarse en su habitación y pasar horas dibujando, o simplemente pasaba el rato a oscuras y reflexionaba sin ningún otro objetivo que el de oír en la radio un programa cualquiera.

    Aquella noche de verano era distinta. El chico llevaba semanas sopesando sus opciones de futuro y, al fin, logró aceptar que lo que realmente quería era tomarse un año sabático en sus estudios para así decidir qué hacer con su formación. Lo único que tenía claro era que quería enfocarla hacia el arte pictórico. Quería ilustrar, pintar, diseñar o cualquier cosa semejante.

    Su objetivo durante ese tiempo de descanso era el de mejorar su técnica, su estilo y crear una buena selección de dibujos que mostrar en sus futuras entrevistas de trabajo. No obstante, cayó en la cuenta —casi de inmediato— de que esa idea era algo muy difícil de transmitir a sus padres.

    Esa noche Ben estaba sentado en la silla de madera verde de su escritorio y repasaba su cuaderno de esbozos. En él, un bol con fruta, varios cuerpos sin rostro, la Plaza Central abarrotada de gente, el símbolo del Orden rodeado de llamas. Ninguna de sus creaciones llevaba firma.

    Su estilo al dibujar se caracterizaba por la cantidad de detalles con los que lograba impregnar sus composiciones, a las que siempre les añadía un insistente tramado de líneas rectas o curvas. En ocasiones, había pasado cuatro o cinco días solo para llenar el fondo de uno de aquellos dibujos con líneas regulares. Para repasar sus dibujos usaba siempre su vieja plumilla granate mojada en tinta negra.

    —¡Ben! ¡A cenar! —La rotunda voz de su padre le invocaba.

    —¡Voy! —contestó él con un grito ahogado.

    Ni su madre ni Remus pudieron oírle.

    La casa de los padres de Ben no era muy grande, pero sus elementos quedaban bien repartidos en el poco espacio del que esta disponía. Dentro, tres habitaciones, un baño, un comedor y una cocina se repartían en los dos pisos que la formaban. En el primer piso se encontraba la zona de noche, con la habitación de Ben, la de sus padres y con una tercera habitación que hacía de taller para su madre. En la planta baja, o zona de día, había una cocina, un baño y un salón-comedor.

    La habitación de Ben era algo sobria, con sus paredes pintadas de blanco y una tarima de parqué marrón oscuro que llenaba también el suelo del resto de la casa. En su estancia, Ben guardaba los materiales de dibujo que había ido reuniendo desde que, de crío, empezó a dibujar: lápices de varios gramajes, cuadernos llenos de ilustraciones, algún lienzo, óleos de diferentes colores, botes de tinta, pinceles, plumillas, acuarelas y hasta una mesa de dibujo regulable que le había servido a la perfección para llevar a cabo sus creaciones de mayor tamaño. Su cama de suelo y su estantería marrón, en la que había ido clasificando de mayor a menor todos los libros de lectura obligatoria del Centro de Estudios de Nehers, completaban el mobiliario de la estancia.

    —¡Ben! ¡Te he dicho que a cenar! —De nuevo, su padre le llamaba.

    Antes de bajar a cenar, Ben se detuvo un instante delante de su estantería y contempló las velas de su último cumpleaños. Eran de cera blanca, tenían líneas horizontales azul cielo y parecían barnizadas con tinta satinada incolora. Cogió los veintidós y se los metió en uno de los bolsillos de su pantalón de pana porque le gustaba jugar con algo entre sus dedos cuando estaba nervioso. Después, respiró hondo, apagó la luz de la habitación y empezó a bajar las escaleras de espiral granates que conectaban con el pasillo de la planta baja.

    Allí había tres puertas que daban al resto de las habitaciones de la casa. A un lado, se hallaba el comedor y, al otro, la cocina y el baño. Se dirigió a la cocina, pero justo antes de hacerlo, oyó que su padre le llamaba de nuevo:

    —¡¡Ben!! ¡¡Te he dicho que bajes, joder!! —Habían pasado solo un par de minutos desde su primera llamada.

    —Ya estoy aquí —anunció él mientras abría la puerta.

    Nis y Remus eran como la noche y el día. De esa inhóspita mezcla había nacido Ben, que medía unas justas seis cabezas de alto y parecía llevar su desaliñado pelo ondulado marrón puesto como si fuera un casco. El cabello de Ben, en consonancia con su piel, caía simulando una especie de artificio que no era sino lo contrario: el chico nunca se peinaba. Sus ojos gris antracita se antojaban, según la luz, negros como la noche más cerrada.

    Remus se quedó contemplando fijamente a Ben mientras aguantaba una cerveza en su mano derecha y un vaso de qüoda en su zurda. En la encimera, Ben divisó cuatro latas de cerveza negra que parecían estar vacías. El hombre, de ojos marrones, ojeras rojas, de unas seis cabezas de altura, calvo y muy delgado, llevaba puesto un jersey naranja con rayas horizontales de color verde que le quedaba anchísimo. Los pantalones de pana se le aguantaban a duras penas gracias a aquel cinturón de cuero negro que siempre llevaba puesto y que hacía sobresalir por encima y por debajo la tela sobrante de sus pantalones.

    Nis estaba sentada en el extremo opuesto de la mesa, con los codos puestos en uve mientras sus brazos aguantaban aquella cabeza tan triste y esta aguantaba sus ojos. Ambos parecían estar mirando hacia el vacío. Su melena, negra y rizada, caía con gracia sobre sus hombros y sus ojos grises contrastaban a la perfección con sus labios escarlata. Llevaba puesta una camiseta de tirantes violeta pese al frío que hacía aquella noche.

    Aquella noche había arroz con verduras. Ben había ido horas antes al invernadero sur a por los suministros. El chico observó los platos en la pequeña mesa de madera negra y sintió asco. No le disgustaba el arroz, pero estaba harto de comerlo siempre. Además, el joven no soportaba la forma de comer de su padre: tiraba el pan, daba golpes, masticaba fuerte y con la boca abierta y parecía despreciar todos y cada uno de los alimentos que consumía mientras ponía una expresión arrugada y, a la vez, de disconformidad infantil.

    Bajo los platos, había tres esterillas verde bambú.

    Entonces, Ben se sentó a cenar bajo la insistente mirada de su padre, que se acomodó solo tras asegurarse de que el chico tomaba asiento. Dio un largo trago a su vaso de cerveza negra con qüoda y se dirigió a su hijo:

    —¿Qué se dice, Ben?, ¿qué se dice? Tienes que cortarte el pelo. —Remus solía mezclar en sus frases elementos sin relación aparente.

    —Gracias por la cena —susurró Ben, casi imperceptible.

    —¡Más alto! ¡No te oigo! —insistió Remus.

    —Gracias por la cena. A los dos —repitió el chico mientras alzaba algo la voz y miraba a su madre.

    —Bien, bien, así mejor. —Remus hizo una pausa y se llevó una cucharada de arroz a la boca—. ¿Qué nos cuentas hoy? —Remus seguía centrado en chinchar a Ben.

    —He tomado una decisión —sentenció Ben, de nuevo con un hilo de voz.

    —Ah, ¿sí? ¿Qué decisión? —preguntó el hombre en un tono algo jocoso—. ¡¿Qué decisión?! —chilló de golpe, medio segundo después.

    —El curso que viene no estudiaré.

    —¿A qué te refieres? —El padre volvió a coger una cucharada de arroz—. ¿Buscarás trabajo? Piensa que tu futuro está en juego y que tú decides si seguir estudiando o no, pero que siempre es más conveniente estudiar que trabajar sin tener una base clara—. Remus optó por soltar la evidencia.

    —No. —Hizo una pausa—. Quiero tomarme un año de descanso.

    —¿Cómo? —El hombre no se lo podía creer—. ¿Un año de descanso? ¿Y qué hay de la experiencia? ¡Tienes que empezar desde ya a trabajar si no quieres estudiar, porque ello te ayudará en tu futuro! Además, ¿has olvidado lo que opina el Orden de los vagos? —le preguntó Remus.

    —No es vagancia. Se trata de un año… sabático. —Ben notó cómo un sudor frío le empezaba a recorrer la frente.

    —Creo que no te estoy oyendo bien… —replicó Remus.

    Entonces, el padre de Ben se levantó de la mesa y empujó hacia atrás la frágil silla en la que había estado sentado apenas unos minutos. Su reacción casi parecía forzada, como si él mismo fuese consciente de que estaba llevando a cabo una actuación previamente preparada. El asiento de madera cayó tras chocar contra el armario y dio un fuerte golpe en el suelo. Las latas de cerveza vacías se tambalearon.

    —No quiero estudiar el curso que viene. —La voz de Ben era débil—. Necesito parar un tiempo y reflexionar sobre mi futuro —dijo mientras notaba cómo el pulso se le empezaba a acelerar.

    —¿Que necesitas un descanso? —Remus se sacó el cinturón de cuero, algo torpe, y se lo empezó a enrollar en la mano—. ¡Ah! ¡Ya veo! ¡Te crees que eres un ricachón del norte! ¡Sabía que tanto tiempo fuera de casa no era

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