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Un trepidante y ocurrente relato en el escenario político extraordinariamente difícil en los comienzos de los años 60.

En los comienzos de los años 60 España ofrecía, mejor dicho, estaba lista para empezar a luchar por su desarrollo económico y así alcanzar a los países más prósperos de su entorno. Al igual que ellos en su momento habían enfrentado la pugna por la creación de empresas, la reyerta económico-financiera estaba servida.

Un joven ejecutivo, a través de un grupo industrial fundado por una familia de prestigio, cuenta y relata los avatares de las batallas que se sostienen con corporaciones americanas, europeas y de Oriente Próximo.

La condición humana con sus vicisitudes y cambios también se dibuja en un abanico de intrigas y ambiciones que se suceden en el escenario político extraordinariamente difícil de aquellos días.

Un trepidante y ocurrente relato.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2017
ISBN9788417164317
El grupo
Autor

Carlos Martín Palomo

Carlos Martín Palomo. Nacido en Madrid. Licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca en 1956, con inquietudes viajeras pronto se va a Inglaterra y Francia interesándose más en conocer el mundo de la empresa y la economía que en el ejercicio del Derecho. En 1959, comienza a trabajar en una compañía hispano-francesa desde donde se incorpora a una gran petrolera norteamericana en la que practica y conoce el vibrante negocio desde la prospección hasta la comercialización del petróleo y sus derivados. Posteriormente funda y dirige OILGÁS, la primera revista técnica española sobre temas petroleros, a la que siguen más publicaciones dedicadas al apasionante sector energético.

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    El grupo - Carlos Martín Palomo

    Capítulo 1

    Acababa de llegar de Londres, donde me había pasado los dos últimos años y me encontraba sin trabajo. La verdad es que en los años cincuenta España ofrecía alguna que otra oportunidad de trabajo, sobre todo, para aquellos que tenían una «agarrader», por vía familiar o bien por recomendación de alguna persona que tuviera relación con alguna empresa y a su vez tuviera ganas de recomendarte.

    Yo tenía muy buenos conocimientos de inglés a nivel de calle, incluso me hacía entender con cierta corrección gramatical, ya que había estudiado en la London School of Languages con cierto empeño el primer año y con menos, el segundo. Además, era licenciado en Derecho, sin ninguna experiencia, ya que la elección de la carrera me fue impuesta y casi sin siquiera poder opinar. Todavía me acuerdo del día que terminé el Bachillerato, cuando mi padre, con autoridad, me llevó a la conclusión de que tenía que estudiar Derecho.

    ¡En fin!, eran aquellos años en los que el cabeza de familia ordenaba y mandaba absolutamente, sobre todo, comportamiento, actitudes, estudios, sobre lo bueno e incluso lo malo, conveniencias, amores y sin ser en ningún momento asequible a cualquier opinión o deseo que uno pudiera tener. También es verdad que lo que sucedía en casa era una continuación del colegio: ¡todo un sometimiento! Ahora, eso sí, mi respeto era total. Cuestiones de la educación…

    Vuelvo al principio. Me encontraba en Madrid, todavía no había empezado a trabajar y el Derecho no me interesaba. Esta cuestión, por fin, le preocupó a mi padre y un día me dijo:

    —¿Qué quieres hacer? —Con asombro por mi parte, porque yo creo que era la primera vez que me lo preguntaba, a lo que contesté:

    —Negocios.

    —Bueno, un momento, antes tendrás que aprender a desenvolverte. Saber lo que es una oficina. Necesitas infinidad de conocimientos que hay que tener para tener éxito en los negocios y en la vida misma.

    ¡Santo Cielo! Por fin estábamos hablando. No hay duda de que tenía toda la razón. Mi padre, todo sea dicho, no había hecho un negocio en su vida. Muy joven, según él, había ganado las oposiciones a la judicatura y la venía ejerciendo desde hacía mucho tiempo. Estaba, por lo tanto, muy metido en su carrera, lo que le había permitido posicionarse en la sociedad madrileña.

    —Tienes razón —contesté—, pero ¿por dónde empiezo?

    —Déjame pensar —me dijo—; tengo buenos amigos y con seguridad alguno de ellos te podrá echar una mano.

    Ahora pienso que sin aquella «agarradera» me habría costado un mundo arrancar.

    ¡Hubo suerte! Aproximadamente al cabo de un mes, me encontraba yo entrando en un edificio de la calle Almagro de Madrid para entrevistarme con un señor que, según me había dicho mi padre, era el fundador de un grupo económico muy potente en España y con infinidad de negocios. La verdad es que la entrada en aquel edificio imponía; nada más atravesar el portal me salieron al paso dos personas, uno uniformado y otro de paisano, que enseguida me preguntaron a dónde iba. Antes de contestar eché una ojeada a aquella entrada que me pareció la más suntuosa que había visto en mi vida, verdaderamente impresionante.

    —Vengo a ver a don Andrés Zambrano —contesté.

    El de uniforme casi se puso firme, y el de paisano dio un paso adelante y escuetamente me dijo:

    —¡Sígame!

    Entramos hasta el fondo, me abrió la puerta de un ascensor, con su interior forrado de madera, no sé de cuál, sin apenas mirarme tocó un timbre y mientras se cerraban las puertas me dijo:

    —Dele al botón del tercero.

    Cuando llegué al piso, había otra persona sin uniforme, que me estaba esperando. Tenía pinta de guardaespaldas y sin yo abrir la boca y con un escueto «sígame» me introdujo en una sala con una decoración de buen gusto. Se abrió una puerta y apareció una señora, de unos cuarenta años, sonriente, que me indicó que don Andrés tenía prevista mi visita, que no podía recibirme inmediatamente y que, por lo tanto, esperase. Se marchó dejando la puerta abierta y se fue a su mesa de trabajo, llena de teléfonos y con una máquina de escribir en una mesita auxiliar. Se puso a teclear la máquina y no me hizo más caso.

    Al otro lado de la mesa de la secretaria había una puerta y a través de ella se escuchaba una conversación a la que empecé a prestar atención:

    —Tengo previsto viajar a Venezuela y dejo en tus manos la negociación de las concesiones.

    De nuevo un silencio, para continuar:

    —Sí, ya sé que es difícil, pero si tú no lo arreglas no lo arregla nadie. Hasta ahora te ha ido, o mejor, nos ha ido muy bien y lo has hecho inmejorable. Te llamaré, Enrique.

    Como comprenderán, yo no sabía nada de nada. Enseguida sonó un teléfono en la mesa de la secretaria y esta contestó:

    —Sí, ya está aquí ¿le hago pasar? —Y colgó.

    Con viveza, la buena mujer me hizo una seña desde la puerta, atravesé su despacho y entré en el otro, que era un recinto oval con una mesa de despacho imponente, además de sillas, sillones, estanterías, fotos, etc., y allí estaba don Andrés, para mí un desconocido, pero amigo de mi padre.

    —Siéntate —me dijo—. Tu padre me ha hablado de ti y me ha dicho que si te podría colocar o, más bien, darte un trabajo. Aquí nos sobra y yo necesito gente, ahora bien, con cierta experiencia y tú no la tienes.

    —Bueno, verá —le contesté—, yo lo que tengo son muchas ganas de trabajar.

    —Entonces, nos llevaremos bien —me explicó—. Pero no tienes ninguna experiencia, insisto; por lo tanto, se me ocurre que empieces con uno de mis hijos que, como es joven, tiene más paciencia que yo; y ya hablaremos.

    Tocó un timbre y vino la sonriente secretaria.

    —Rosa, acompaña a este hombre que va a ver a mi hijo Eugenio; mientras tanto, yo le aviso por teléfono para que le reciba. Por cierto, te llamas Mario, ¿verdad?

    —Sí, don Andrés —respondí.

    —Rosa, te presento a Mario; haced buenas migas, que va a empezar a trabajar con nosotros.

    Rosa me extendió la mano, yo se la di y con un suave apretón salimos los dos. La verdad es que me pareció simpática y, sobre todo, tenía pinta de lista.

    Como a unos diez metros del pasillo, Rosa y yo entramos a otro despacho más pequeño sin ningún lujo, y allí estaba el que iba a ser mi compañero.

    Rosa me dijo:

    —Mario, te presento a Rafael Jiménez, secretario de don Eugenio, el hijo segundo de don Andrés, con quien vas a empezar a trabajar. Rafael, hazte cargo de él. Don Andrés ya ha llamado a su hijo y recibirá a Mario. Me parece que vais a ser dos a las órdenes de don Eugenio, según tengo entendido, y se marchó.

    Me dirigí a Rafael con un:

    —Bueno, yo soy Mario Valledor y me parece que voy a empezar a trabajar aquí.

    —Sí, es lo que me ha dicho don Andrés —me replicó inmediatamente—. Pero vamos por partes, ¿tú quién eres? —me dijo.

    —Yo —contesté— soy hijo de un amigo de don Andrés y los dos han hablado para que yo viniera a trabajar aquí, como le he dicho antes.

    Sonó un teléfono que inmediatamente contestó:

    —Sí, está aquí, me lo ha presentado Rosa, en cinco minutos pasaremos a su despacho.

    Mirándome de nuevo, de arriba abajo, se encogió de hombros y comentó: No entiendo nada. Ni él ni yo hablamos más, el silencio se interrumpió al cabo de unos diez minutos, eternos para mí, por un timbrazo.

    —Pasemos, que don Eugenio quiere hablar con nosotros. Por cierto, ¿cómo has dicho que te llamas?

    —Mario —respondí.

    Entramos en otro despacho y allí estaba el que iba a ser mi jefe. Esta vez mi impresión no fue muy buena y no sé por qué.

    Dirigiéndose a mí, me dijo:

    —¿Tu eres hijo del juez amigo de mi padre?

    —Sí —contesté.

    —Me acaba de llamar y me ha dicho que me ocupe de ti porque quieres trabajar con nosotros.

    —Sí —le volví a decir.

    —Cuéntame un poco de tu formación y de tu vida.

    En breves momentos le conté mis estudios, alguna batalla sobre ellos, mis ganas de trabajar y nada sobre mi experiencia laboral porque no tenía ninguna. Cuando terminé, en unos pocos segundos, que a mí me parecieron eternos y con cierta frialdad en su cara me dijo:

    —¿Vienes a desbravarte? —y continuó—, ponte con Rafael en la otra mesa de su despacho y ya irán surgiendo temas para que te metas en danza. —Nos levantamos y, antes de salir, me dijo—: Aquí, de momento, estás para todo.

    Rafael, cuando estuvimos en su despacho, que ya era también el mío, me comentó con cierta sorna:

    —Ya verás lo que es todo esto.

    Sentado ya en mi mesa, Rafael hizo que me trajeran los pertrechos de escritorio, incluso un teléfono que se enchufó en la clavija que tenía detrás. Eran más o menos las dos de la tarde y Rafael, al mismo tiempo que me preguntaba si estaba cómodo, me dijo:

    —De aquí no se va nadie hasta que se marcha el jefe. Perdona que no te haga caso porque voy a terminar una cosa que tengo pendiente.

    Cuando acabó, se volvió hacia mí y en voz baja me preguntó:

    —¿Qué relación tienes con esta familia?

    —Yo, ninguna, es la primera vez que les veo. Como has oído, mi padre les conoce y por eso estoy aquí.

    —Dígame, don Rafael, ¿cuáles son sus negocios?

    —Para empezar —me contestó—, tutéame, por favor. Esta familia podría ser una de las más ricas de España y han formado un grupo económico muy fuerte. Participan en muchas empresas y son muy influyentes. El padre, don Andrés, al terminar la guerra mundial ya había amasado una importante fortuna y estoy convencido de que aquella tremenda situación le ayudó a conseguir una parte importante. Tienen muchos asuntos por Sudamérica relacionados con el tabaco y el petróleo y aquí ni te cuento.

    —La verdad —continuó— es que esta familia controla muchísimo. El gran jefe, don Andrés, y sus dos hijos, don Luis, el mayor y don Eugenio, que acabas de conocer, llevan todos los asuntos. El padre se lleva muy bien con este Gobierno. Te digo que Franco lo ha recibido varias veces y Luis, el mayor, es muy amigo del yerno, Cristóbal. Nuestro jefe directo es más independiente, viaja mucho a Sudamérica y es el que más se parece a su padre.

    Yo solo hacía que escuchar y trataba de asimilar, lo mejor posible, lo que me venían diciendo. Como a don Luis no lo había conocido, no podía ni figurarme su aspecto. Don Andrés me había parecido, en el poco rato que estuve con él, arrollador y resolutivo y —según mi padre— un genio de los negocios con los que había empezado antes de nuestra guerra civil.

    Sobre el que ya era mi jefe, además del primer juicio, añadiré que tenía cierto imán.

    La mañana tocaba a su fin y todavía seguíamos allí. Rafael aún no me había dicho nada del horario que iba a tener ni del tipo de trabajo que me iba a asignar. Estaba ensimismado pensando en cómo iba a cambiar mi vida si decidía quedarme con ellos cuando por la puerta del pasillo asomó la cabeza de una persona mayor.

    —¿Gente nueva? —preguntó.

    —Sí —contestó Rafael—. Pasa, Paco, te presento a Mario. Ha empezado hoy a trabajar conmigo.

    En ese momento sonó un timbre.

    —¡El jefe! —exclamó Rafael y, automáticamente, se levantó y se fue.

    Me quedé a solas con Paco, que enseguida me preguntó con una media sonrisa:

    —¿Y de dónde has salido tú?

    Volví a repetir lo que había explicado a todos los que había conocido esa mañana. Él me dijo, medio en broma, que era el ungüento amarillo del despacho, que se encargaba de las tareas administrativas tanto del padre, como de los hijos, pero que, sobre todo, atendía a don Eugenio.

    —Algún día te contaré cómo entré en este Grupo.

    Volvió Rafael y, con mal gesto, comentó que teníamos que quedarnos, que no podíamos ir a comer a casa porque en una hora el jefe volvería para hablar por conferencia con Estados Unidos. Inmediatamente salió don Eugenio y tanto Rafael como Paco le acompañaron hasta el ascensor. Paco, con buen sentido del humor, nos dijo:

    —Que os sea leve. —Y se marchó.

    Rafael y yo nos miramos y de bastante mal talante, me indicó que él se quedaba y que si me iba no tardara más de media hora en volver, cosa que cumplí.

    No había pasado mucho tiempo cuando volvió don Eugenio y dirigiéndose a los dos nos indicó que pasáramos a su despacho. Descolgó el teléfono, pidió a la telefonista que le pusiera con mister Bert Lutton, en Estados Unidos, y colgó.

    Me preguntaba a mí mismo los problemas que debía tener el o la telefonista con las conexiones y las llamadas, ya que el diálogo había sido bastante escueto, cuando don Eugenio dijo:

    —Esta chica es lo mejor que tenemos. —Y apuntó al teléfono.

    —Mario, ¿tú sabes inglés?

    —Sí, don Eugenio —respondí.

    —Bueno, os informo de que Bert Lutton, el presidente de Blue Oil va a venir a Madrid próximamente. Su empresa está muy interesada en la búsqueda de petróleo en España, sobre todo, en las islas Canarias y en Sáhara y tratan de conseguir alguna concesión de exploración petrolífera.

    —Rafael, tú algo de esto ya sabías. Nosotros —continuó— también estaríamos interesados, pero no tenemos gente, a menos que la traigamos de Venezuela ¡y eso nos costaría una fortuna! Lo mejor para nosotros sería asociarnos con Blue Oil, a cambio de realizar nosotros las gestiones necesarias para conseguir los permisos. En ese caso, nos podría salir bastante más barato —y, casi en un murmullo, añadió—: Si les convencemos…

    Rafael, levantando las cejas, comentó:

    —¿Y por qué no les vamos a convencer?

    Sonó el teléfono y contestó el jefe:

    —Póngame. —Inmediatamente empezó a hablar, en un buen inglés y así estuvo por lo menos diez minutos, con adulaciones, halagos y, sobre todo, ofreciéndoles las posibilidades que tendrían de conseguir los permisos si iban de socios con ellos.

    Mientras transcurría la conversación, Rafael opinó en voz baja:

    —Nos viene una buena. —Yo le miré y me encogí de hombros.

    Estábamos a comienzos de los años sesenta y, según lo que yo había leído en los periódicos, el Gobierno estaba muy interesado en que se buscara petróleo en zonas marítimas de Canarias y en el Sahara español.

    Los informes técnicos apuntaban posibilidades de encontrarlo y era una muy buena oportunidad para invitar a empresas extranjeras a que vinieran y así empezar a abrirse al exterior, algo muy importante para España.

    Cuando terminó de hablar por teléfono, con cara sonriente, exclamó:

    —¡Que vienen a Madrid! Bueno, Rafael, y tú, por supuesto —nos dijo mirándonos—. ¡Hay que volcarse con ellos! Lutton viene dentro de dos semanas con su mujer y con tres matrimonios más, un abogado y dos técnicos.

    —¿Cómo les podemos agasajar? Porque hay que convencerles de lo bueno que puede ser asociarse con nosotros. ¡Ya se me ocurrirá algo! Nos tenemos que hacer cargo del hotel y de su estancia en Madrid; Mario, llama al Ritz y reserva cuatro habitaciones; mientras tanto tú, Rafael, habla con el secretario del ministro de Industria y le vas diciendo que vienen técnicos de Blue Oil y querrían una entrevista con el ministro. Avísale de que yo quiero verle antes, y que me reciba en cuanto pueda.

    Capítulo 2

    Joaquín Planells, militar de profesión y, como a ellos les gusta, artillero y buen asturiano, era amigo de Franco desde la guerra civil y había sido nombrado ministro de Industria en 1957. Anteriormente, ya había desempeñado importantes cargos. Jefe de fabricación durante la guerra y más tarde vicepresidente del poderoso Instituto Nacional de Industria a las órdenes de Suanzes, el entonces presidente. Además, tenía todo el apoyo y confianza del generalísimo. El Instituto llevaba a cabo el incipiente desarrollo industrial que Franco quería poner en marcha.

    Volvimos a nuestro despacho y Rafael inmediatamente me indicó que levantara el teléfono y pidiera que me pusieran con el Ritz y me presentara a la telefonista para que me fuera conociendo.

    —Oiga, soy Mario.

    —Y yo, Lucía —me contestó.

    —He empezado a trabajar hoy aquí con don Eugenio y Rafael, y quiero que me ponga con el hotel Ritz.

    —Pues bienvenido y eso está hecho.

    —Encantado —contesté.

    No pasaron, diría, unos segundos, cuando una obsequiosa se puso a mis órdenes.

    —Desearía reservar cuatro habitaciones —y, titubeando, añadí—: Una de ellas suite, para el día 17 lunes de este mes, a nombre de Bert Lutton. Soy Mario Valledor y le hablo en nombre de don Eugenio Zambrano.

    —Para nosotros es un placer atenderle, ¿hasta qué fecha estarán?

    —No lo sé —contesté—, pero se lo diré más adelante.

    Enseguida me respondió confirmando la reserva y con un «de acuerdo, gracias», colgué. Rafael se puso en marcha y casi de inmediato estaba hablando y tuteándose con el secretario del ministro. Intuí que era como mágico decir Zambrano. Al terminar, comentó:

    —Están como locos de que vengan.

    Nos volvió a llamar don Eugenio, entramos y preguntó:

    —¿Qué han dicho los del ministerio?

    —Volverán a llamarme para confirmar las entrevistas con el ministro. Hoy estaba fuera visitando las obras de Fasa-Renault en Valladolid. Le he explicado al secretario la necesidad de que le reciba antes de la llegada de los americanos y me ha dicho que no habrá ningún problema —contestó Rafael, con mucha seguridad.

    —¿Y tú, Mario?

    —Ya está la reserva, una suite y tres habitaciones —dije.

    —¿Cómo una suite? Date cuenta de que lo pagamos nosotros.

    Un poco turbado, expuse que si venía el presidente con empleados lo lógico era que aquel estuviera en una suite por su rango en la empresa.

    —¿Y eso lo has decidido tú?

    —Sí —respondí.

    Transcurrió un instante y con media sonrisa dijo:

    —¡Has hecho bien! A renglón seguido y, más que hablando, pensando en voz alta, vino a decir que habría que agasajarlos y, sobre todo, impresionarlos y también divertirlos. La verdad es que yo no tenía ninguna experiencia y solo se me ocurrían cosas vulgares, así que opté por callarme y hacer como que pensaba.

    Rafael inmediatamente propuso:

    —Hacemos lo de siempre, una comida en Jockey y otra en Horcher, los mejores restaurantes de Madrid, y sin que les cueste el hotel, seguro que se quedarán encantados.

    —Eso es agasajarlos, murmuró, pero no divertirlos… ¿Por qué no les montamos un flamenco?

    —Buena idea —remató Rafael—, ¿dónde?

    —En Faralaes; hace tres años que se ha inaugurado y ya es famoso en todo el mundo. Todo el que viene a Madrid quiere ir —insistió don Eugenio. Es un buen espectáculo flamenco y, además, se cena. ¿Y si pudiéramos cerrarlo para nosotros?

    —Estaría muy bien —dije, los dos me miraron y casi tartamudeando comenté—: Eso sería una cena con arte.

    —¡Pues a ello! Habla con Pepe Reina, que es el propietario —dirigiéndose a Rafael— y a ver si podemos cerrar Faralaes para nosotros una noche.

    Mi primer día de trabajo iba transcurriendo bastante animado, pensé yo. De momento todo había ido sin complicaciones y, aunque mi inexperiencia era absoluta, sentí que las tareas que se avecinaban se podían resolver más bien con sentido común que con práctica.

    Rafael me parecía ya un hombre fogueado y, sobre todo, experto en el trato con el jefe. Deduje que no iba a tener problemas con él; ahora bien, despachar con don Eugenio iba a ser otra cosa, debido a lo impulsivo y resolutivo que a mí me parecía.

    Transcurrió la tarde sin más deberes y aproveché para hacer algunas llamadas mías, que, esta vez, no fueron a través de la telefonista. También pregunté a Rafael sobre el grupo que representaba la familia Zambrano. Yo sabía muy poco y todo lo que oí, vía Rafael, me dejó boquiabierto.

    El Grupo Zambrano, dirigido por el padre, representaba una importante fortuna. Eran los propietarios, mejor dicho, tenían la mayoría absoluta en el Banco Financiero Territorial (Banco FITER), una fábrica de detergentes, un complejo industrial, a orillas del Mediterráneo, que suministraba armamento y munición no solo al ejército español, sino también a las fuerzas de la OTAN en Europa. Importante accionista de Campsa, la compañía arrendataria del monopolio de petróleos. Una empresa constructora con bastante trabajo, sobre todo, en las islas Canarias, principalmente relacionada con puertos e instalaciones marítimas, además de astilleros con considerable participación en el sector naval. En fin, y muchas otras empresas que proveían servicios a los ayuntamientos y equipo a las fuerzas de seguridad, por ejemplo.

    Verdaderamente, era un grupo muy potente, con muchas ramificaciones y con mucho peso político.

    Trabajaban el padre y dos hijos: Luis, el mayor y Eugenio, mi jefe, y ambos se repartían las responsabilidades que les había dado su padre. Luis más bien las finanzas y el otro la industria, pero siempre dirigidos por su padre. Además, detentaban cuantiosos intereses en las industrias tabaqueras y petroleras en países sudamericanos y petroleros, con mayor importancia en Venezuela.

    Rafael disfrutaba contándome y yo escuchando, cuando sonó el teléfono, lo cogió, colgó y salió como un cohete hacia el pasillo, se dirigió al ascensor y, casi al instante, volvió acompañado por un señor, cuya cara me era conocida.

    —Don Blas, le presento a Mario Valledor, que ha empezado a trabajar hoy con nosotros. Le di la mano y en ese momento caí en que era don Blas Pérez González, antiguo ministro de la Gobernación.

    Rafael pasó a don Blas al despacho del jefe y cerró la puerta. Vino hacia mí y me dijo:

    —Este señor ha sido ministro de la Gobernación y ahora colabora como asesor del Grupo. Te diré que cesó hace dos años y estuvo de ministro bastante tiempo. Personaje de gran valía: abogado, jurista y catedrático. Si no me equivoco es canario —casi exclamó— ¡ahora entiendo por qué ha venido! Don Eugenio está preparando ya el terreno político para obtener concesiones petrolíferas en aquellas islas.

    —Este ministro —continuó Rafael—, que era catedrático de Derecho Civil en Barcelona, las pasó moradas cuando el levantamiento del 18 de julio de 1936, ya que lo cogieron, lo metieron en la cárcel y lo condenaron a muerte por ser sospechoso de colaborar y ser simpatizante con el Levantamiento. Hay una anécdota bastante macabra: la prensa de la isla de La Palma publicó la noticia de su ejecución e incluso se oficiaron funerales, cuestión basada en noticias falsas.

    »Posteriormente, y gracias a sus amistades, entre ellas Lluis Companys, presidente en aquel momento de la Generalitat, que se movieron muy eficazmente, pudo huir y se escapó a Francia, para luego entrar por San Sebastián e integrarse en el bando del general Franco, en la asesoría jurídica del cuartel general. Una frase suya que se hizo célebre fue: «A la España Nacional le acompañaban La Fuerza y La Razón». Estuvo de ministro alrededor de quince años.

    A renglón seguido, aparecieron don Eugenio y el exministro, muy sonrientes. El primero despidió a don Blas y en voz baja, pero audible, dijo:

    —Esto va a marchar, ¡seguro!

    La claridad que entraba en nuestro despacho estaba apagándose; era más bien tarde y a través de la ventana podía ver los colores clásicos del atardecer otoñal madrileño. Un rojizo acaramelado mezclado con un poco de azul que iba descendiendo como si bajara a buscar la paleta de los añiles para rehacerse y volver al día siguiente.

    Cuando más ensimismado estaba, nos llamó don Eugenio para decirnos que no perdiéramos ni un segundo para realizar la gestión con Faralaes y que quería ver a Serafín Peña a la mañana siguiente.

    —Creo —continuó— que lo vamos a necesitar y va a ser un hombre esencial en la operación —acto seguido, dijo que se marchaba.

    Rafael y yo volvimos al despacho después de acompañarle al ascensor.

    —Rafael —pregunté—, ¿quién es Serafín Peña?

    —Pues es un ingeniero que antes trabajaba en Campsa y ahora está en el Grupo. Es un figura en los temas petroleros y lleva los asuntos que tiene esta familia con Venezuela, juntamente con Enrique Moltó, que vive desde hace tiempo en Caracas y representa los intereses del Grupo allí y en otros países sudamericanos.

    Me acordé enseguida de la conversación que había oído, antes de que me recibiera don Andrés y supuse que era un hombre de total confianza del Grupo.

    Antes de irnos y dar por terminada la jornada, mi primera, Rafael llamó a Faralaes y habló con el tal Pepe Reina. Concertó una entrevista para la noche siguiente y le dijo que si él no podía ir me mandaría a mí, o iríamos los dos.

    Me preguntaba a mí mismo sobre cuánto iba a ganar de sueldo, porque nadie me había dicho nada, ni tampoco cuál iba a ser mi horario. En eso, Rafael dijo:

    —¡Vámonos! Mañana sí que va a ser un día agitadito.

    —Por cierto —repliqué—, ¿a qué hora hay que venir?, —cuando una voz desde la puerta dijo—: ¡Lo antes posible!, estamos aquí sobre las nueve de la mañana.

    Entró Paco y continuó diciéndome con cierta sorna:

    —Esto es Rusia, se sabe cuándo se entra, pero no cuando se sale.

    —Déjate de bromas —continuó Rafael—, vente a las nueve porque voy a citar a Serafín Peña para mañana temprano.

    Salí con Paco, persona que cada vez me parecía más agradable, quien se dirigió a los porteros que estaban abajo, en el hall que daba a la calle.

    —Este es Mario, nuevo en esta casa y va a trabajar con don Eugenio y —con su sorna habitual y, sobre todo, mofa, añadió—: No hace falta que os pongáis firmes, pero no ponerle ninguna pega, panda de polis.

    Ya en la calle, pregunté a Paco que si eran todos porteros. Me dijo que tres eran policías y uno portero y que alternaban su profesión oficial con los servicios que prestaban al Grupo, sobre todo, al banco, y que ya iría conociendo.

    Caminamos juntos por la calle Almagro y mientras me iba contando cómo había entrado en el Grupo, empezó a relatarme la historia que me había anticipado esa mañana. Su gran momento había sido cuando conoció a don Eugenio y, agarrándome del brazo, me dijo:

    —Yo era el brigada de la compañía donde don Eugenio hizo el servicio militar, me ocupaba de la oficina. La compañía estaba situada en el Ministerio del Aire y era la encargada de rendir honores a las visitas oficiales e importantes que llegaban a Madrid. Total, que la compañía era la de los recomendados. Mi trabajo consistía en llevar todo el papeleo, listas, archivos, etc., y escribir las cartas que los jefes y oficiales me encargaban, así como informes y escritos que se originaban sobre el desarrollo de una unidad militar de estas

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