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Felicidad sólida: Sobre la construcción de una felicidad perdurable
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Felicidad sólida: Sobre la construcción de una felicidad perdurable
Libro electrónico910 páginas12 horas

Felicidad sólida: Sobre la construcción de una felicidad perdurable

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Capponi nos sorprende: la felicidad no se consigue con voluntad, optimismo ni buenos pensamientos; se construye enfrentando la dura realidad.

Solemos pensar en la felicidad como una especie de alegría y bienestar, algo placentero y agradable. Una condición que la sociedad de consumo e individualismo en que hoy vivimos propugna que se puede alcanzar a través de la voluntad, con la sola fuerza del deseo.

El actualmente llamado «pensamiento positivo» sostiene que se podría obtener con solo seguir los consejos de los innumerables manuales de autoayuda que abundan en el mercado. Sin embargo, lo que vemos son sociedades en las que el individualismo y el egocentrismo progresivamente han instalado la desconfianza y la corrupción, y donde cada vez más gente se siente sola, infeliz y frustrada.

Ante esta evidencia, el destacado psiquiatra Ricardo Capponi plantea una propuesta propia -basada en los estudios científicos de la psicología cognitiva y en su experiencia profesional y personal como psicoanalista-, conducente a un cambio psíquico sólido y perdurable.

Para Capponi, alcanzar la felicidad no es posible sino en el encuentro íntimo con quienes nos rodean y con nuestro trabajo, espacios donde podemos desarrollar las herramientas psíquicas indispensables para elaborar nuestras emociones negativas y, con ello, lograr ese sentimiento que denominamos felicidad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 jul 2019
ISBN9788417533960
Felicidad sólida: Sobre la construcción de una felicidad perdurable
Autor

Ricardo Capponi

Ricardo Capponi es médico-cirujano de la Universidad Católica de Chile, bachiller en Filosofía, psiquiatra de la Universidad de Chile, psicoanalista. Miembro del Consejo Asesor del Centro Latinoamericano de Políticas Económicas y Sociales (CLAPES-UC). Exprofesor del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Chile, del Departamento de Psiquiatría de la Universidad Católica de Chile y de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica de Chile. Psicoanalista con función didáctica y profesor del Instituto de Psicoanálisis de Chile. Miembro del Comité Editorial de Revista Mensaje. Past-president de la Asociación Psicoanalítica de Chile. Director del entro de Educación en la Afectividad el Impulso y la Sexualidad (CESI).Es autor del libro Psicopatología y Semiología Psiquiátrica de Editorial Universitaria, texto usado ampliamente por treinta años en países de habla hispana. Autor además de los libros: Chile: Un duelo pendiente (Editorial Andrés Bello), El amor después del amor (Editorial Random House Mondadori) y Vida sexual sana (Editorial Mercurio-Aguilar).

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    Un verdadero tratado sobre la felicidad. Imprescindible para quien busca respuestas. No es libro de autoayuda, es un libro académico con solidas bases científicas, filosoficas y sociales.

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Felicidad sólida - Ricardo Capponi

Felicidad sólida

Sobre la construcción de una felicidad perdurable

Felicidad sólida Sobre la construcción de una felicidad perdurable

Primera edición: 2019

ISBN: 9788417120610 ISBN eBook: 9788417533960

© del texto:

Ricardo Capponi

© de esta edición:

CALIGRAMA, 2019

www.caligramaeditorial.com

info@caligramaeditorial.com

Impreso en España – Printed in Spain

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

En memoria a Ninoslav Bralic, doctor en Física,un gran amigo que modeló mi pensamiento

Prólogo

Chile: un duelo pendiente. Perdón, reconciliación, acuerdo social, libro publicado en 1999, fue mi primer acercamiento sistemático a Ricardo Capponi. Antes había leído sus artículos en la revista Mensaje, pero ahora se trataba del despliegue de su pensamiento in extenso sobre un tema que nos inundaba de dudas: la reconciliación.

Pinochet, recordemos, había sido detenido en Londres y el gobierno había formado la Mesa de Diálogo para avanzar en lo que había dejado pendiente la Comisión Rettig, entre otras muchas cosas, el paradero de los detenidos desparecidos. Todo lo que se había hecho antes en materia de verdad y justicia era objeto de evaluación y, por qué no decirlo, de crítica. En ese contexto apareció el libro de Capponi, quien empleando el instrumental de la psicología, en particular del psicoanálisis, y con un razonamiento límpido y un lenguaje preciso, desmontaba los mecanismos de la agresión, el conflicto, el perdón, el acuerdo y la reconciliación, así como el rol que cabe al liderazgo en este tipo de procesos. «En síntesis —postulaba el autor—, la sociedad debe lograr un estado mental de acuerdo, en un marco formal que le permita contactarse con el duelo, sin sentirse inundada por la persecución ni la culpa persecutoria; pero, al mismo tiempo, ayudada por las formas que ofrecen las formas de pensar lento donde predomina la razón reparadora por sobre la razón instrumental».

Hablo por mí, pero creo que muchos estarán de acuerdo conmigo Chile: un duelo pendiente tuvo un efecto sanador y su impacto marcó mucho de lo que vino después con las comisiones Valech I y II, así como con la acción de la justicia.

En los años siguientes, seguí a Capponi en sus reflexiones sobre el amor, la sexualidad, la juventud, el liderazgo, la empresa y muchas otras materias que ahora se me escapan. Las circunstancias de la vida me hicieron encontrarme con él y conocerlo personalmente. Siguiéndolo confirmé algo que, pese a mi condición de sociólogo, ya intuía: que no se puede —como sostiene en el libro que ahora tenemos en nuestras manos— «concebir el funcionamiento social desligado del desempeño psíquico individual», pues «los fenómenos sociales deben entenderse desde el funcionamiento mental individual y este debe integrar la forma real que interactúa con el ejercicio social».

Este nuevo libro de Ricardo Capponi se refiere a la felicidad. No es un libro en realidad; es un tratado. Con claridad y erudición, se pasea por todo lo que se ha escrito sobre el tema en los últimos años —que no es poco— desde el punto de vista de la psicología, la neurociencia, la filosofía, la sociología y las políticas públicas. Dicho de otro modo, si alguien quiere ponerse al día en la materia, tiene que leerlo.

Pero no contento con lo anterior, Capponi nos propone en este libro —sin dar tips, desde luego— cómo «trabajar» con uno mismo y en su relación con los demás, para elevar su tasa de felicidad, algo que a ningún individuo y a ninguna sociedad le tiene indiferente, pues, como decía Pascal, «los hombres, sin excepción, buscan la felicidad, fin al que tienden los diferentes medios que emplean».

En algunas de mis encarnaciones anteriores me interesé sobremanera en la cuestión de la felicidad, aunque siempre desde el punto de vista de la sociología y de las políticas públicas¹. Me motivó, probablemente, la desazón con las utopías estructuralistas que marcaron a fuego el siglo XX, mi simpatía por el reformismo posibilista y el conocimiento de la literatura acerca de los múltiples beneficios que la felicidad trae consigo a nivel individual y social.

De esto el autor da plena cuenta en este libro. Pero de todos modos sirve recordar lo que señala la literatura disponible acerca de tales beneficios. La felicidad —indica— robustece el sistema inmune de los individuos, lo cual los hace más saludables y longevos, a la vez que refuerza su autocontrol, los torna menos depresivos, menos paranoicos y menos atraídos por el suicidio. La felicidad tiene también beneficios para las familias. Las personas felices con mayor frecuencia están casadas y se divorcian menos, lo que conlleva beneficios para ellas mismas, para sus hijos y para su entorno. La felicidad también aporta a las comunidades: cuanto más feliz es un individuo, mayor es su sociabilidad, cooperación y participación en asociaciones comunitarias, así como también más caritativo con quienes necesitan ayuda. Los individuos más felices disponen de más amigos y generan más interacciones sociales, lo que les provee de un soporte o apoyo social más fuerte. La felicidad incluso es positiva para la economía. Como las empresas ya lo han aprendido: las personas felices son más productivas, más creativas y hacen mejor su trabajo, lo que les permite, de paso, obtener mayores ingresos.

Conviene entonces preocuparse de la felicidad y conviene también saber cuáles son los factores de índole individual y social o colectivo que estimulan —o, al revés, coartan— la felicidad. El libro que tenemos entre manos da numerosas pistas al respecto.

Pero antes de mencionar algunos factores que influyen en la felicidad de un individuo debemos tener presente que estos poseen un cierto set-point en materia de felicidad. Cualquiera sea la alteración que se produzca en cuanto a esta suerte de estado de equilibrio, ya sea hacia arriba o hacia abajo, lo más probable es que no perdure por más de tres meses. Aprobar o no un examen, conseguir o no un ascenso en el trabajo, comprar o no una vivienda, un auto o un computador, ganar o perder una elección, así como conquistar o perder una pareja, tiene menos impacto sobre la felicidad de lo que suponemos.

Una vez le leí a Edgar Morin que «la aptitud de gozar es al mismo tiempo la aptitud de sufrir». Boris Cyrulnik va aún más lejos. La felicidad, señala, es «la victoria sobre el dolor». Para vivirla, por lo mismo, no hay otro camino que aquel de pasar por la antesala del sufrimiento. En este sentido, quien huye del dolor renuncia a la felicidad. Para ser feliz, concluye el neuropsiquiatra francés, en lugar de arrancar del dolor hay que descubrir cómo, y gracias a qué puede superarlo.

¿Qué aporta más a la felicidad desde un punto de vista individual? Existe una vastísima, literatura al respecto, tanto antigua como actual y tanto reflexiva como científica.

La acción, por ejemplo, de abrirse a la vida sin recelos, sin esquivar el riesgo, es una actitud que contribuye a la felicidad. La persona está menos ansiosa cuanto más actúa, y la euforia aplaca el sufrimiento. En sentido inverso, como advertía Pascal, si algo la perjudica es la espera, pues si «nunca vivimos, sino que esperamos vivir y disponiéndonos siempre a ser dichosos, es inevitable que nunca lo seamos». Claudio Magris lo formula de un modo muy elocuente: para ser feliz hay que «estar exento del servicio militar de existir».

La creencia, especialmente la de tipo religioso, coincide sistemáticamente con mayores índices de felicidad. Digamos, para simplificar, que los creyentes superan mejor el dolor que los no creyentes. Más adelante volveremos sobre esto.

Los estudios indican que la concentración también ayuda. Cuando más enfocada está la persona en el presente, mayor es su índice de felicidad. De ahí el beneficio de las actividades que demandan alta focalización, como el trabajo, la comida y desde luego el sexo. De hecho, solo una de cada diez personas divaga mientras tiene sexo, en circunstancias que seis de cada diez lo hacen cuando, por ejemplo, se desplazan de un lugar a otro.

La lista de los factores personales que contribuyen a la felicidad es muchísimo más larga, como Capponi se encarga de exponer en este libro. De ahí que en lugar de seguir con ella quizás sea conveniente iluminar otras facetas de la felicidad que es necesario tener presentes. Una de ellas es que los niveles de satisfacción de un individuo respecto de su vida son muy oscilantes, variando violentamente según las circunstancias por las que atraviesa, ya no a lo largo de su vida, sino en el transcurso de un día. De hecho, los cambios en el nivel de felicidad que experimenta un mismo individuo entre un instante y otro de una jornada cualquiera es superior a la diferencia que se observa entre distintos sujetos.

El premio Nobel Daniel Kahneman —frecuentemente citado en este libro— subraya otra faceta importante: la felicidad forma parte del universo de lo recordado, no de lo experimentado, y lo que se rememora con más intensidad es lo que sucedió al final de la misma, tiñendo positiva o negativamente el recuerdo de la experiencia en su conjunto.

Lo anterior va de la mano con otro aspecto interesante: la frecuencia. La asiduidad con la cual se experimentan experiencias positivas tiene más impacto sobre la felicidad que la intensidad de las mismas. Esto vale para todo, incluyendo la vida sexual, que como viéramos es un probado estimulante de la felicidad. Aquí también la frecuencia tiene más impacto que la intensidad. Por eso los individuos que tienen una sola pareja sexual son más felices porque, contrariamente a lo que se piensa, tienen una actividad sexual más frecuente.

Desde el punto de vista de la felicidad, por lo tanto, es más productivo vivir una sucesión de situaciones placenteras de baja potencia antes que pocas y aisladas de gran impacto. De ahí que la felicidad no esté asociada a grandes eventos —como ganarse la lotería, viajar a un lugar exótico, o tener un romance con la persona de nuestros sueños—, sino con un gran número de eventos pequeños y cotidianos que suscitan una experiencia positiva.

Como Capponi se encarga muy bien de recordarlo, la tasa de felicidad es más sensible a los cambios negativos que a los positivos. El ánimo de una persona es mucho más sensible al sufrimiento que provoca una pérdida, que a la satisfacción que provoca un logro o la consumación de un placer. Para decirlo de otro modo, el grado de dolor que experimentamos cuando perdemos algo que creíamos nuestro es superior a la alegría que nos produce obtener algo que anhelábamos.

La felicidad se nutre, indefectiblemente, de la comparación, en particular de la comparación con los pares. Si el individuo siente que posee algo que estos no poseen, o que alcanzó un estatus superior al que ellos obtuvieron, esto le proporcionará un profundo —y muchas veces callado e inconfesado— sentimiento de felicidad. En cambio, si cree estar en una escala inferior a sus pares o, aun peor, si percibe que es tratado en forma injusta en relación con ellos, se sentirá extremadamente miserable. Es por esto que el sentimiento de desigualdad, cuando se expande, resulta tan corrosivo para el individuo y para el orden social en su conjunto.

Los estudios disponibles indican —y Capponi lo expone extensamente— que el incremento incesante de los deseos y de las necesidades conspira contra la felicidad. Una vez que ellos son satisfechos, el individuo se adapta rápidamente al nuevo estado, lo que anula por completo el efecto que tal satisfacción pudo haber ejercido sobre la tasa de felicidad. Lo que no lo elimina, sino que lo amplifica, es el estrés que acarrea la mayor cantidad de esfuerzo y trabajo que supone crear las condiciones de satisfacción de tales necesidades y deseos. De aquí viene la famosa «paradoja de Easterlin»: el deseo conduce a las personas a una carrera sin descanso por tener cada vez más, o algo nuevo y diferente, lo cual redunda en una caída de sus niveles de felicidad.

¿Cuáles son los factores que dicen relación con la forma en que se organiza la vida colectiva que repercuten en la felicidad? Este libro destina muchas páginas a revisar los estudios al respecto, en un esfuerzo por identificar aquellas variables que podrían ser intervenidas a través de las políticas públicas. De partida influyen la salud y la educación. Sistemáticamente, los individuos que poseen mejor salud y mayores niveles de educación, son más felices. Buenos sistemas sanitarios y educativos son, por ende, piezas fundamentales para la felicidad de las personas.

Otro factor clave es la familia. Las personas que disponen de una y pueden dedicarle más tiempo son más felices. Eventos como doblar el salario, por ejemplo, tienen mucho menos impacto sobre la felicidad del individuo que encontrar una pareja o casarse. Y lo mismo vale en sentido inverso; un evento del tipo caída de salario o perder el empleo, por duros que sean, tiene menos repercusiones adversas sobre el nivel de felicidad que un quiebre afectivo o familiar.

A juicio de Boris Cyrulnik, la experiencia afectiva que provee la familia es el mejor tranquilizante del que un individuo puede disponer. Nada, ni la riqueza, ni el empleo, ni la educación, ni la libertad, ni los amigos, ni la comunidad, son más importantes que la familia en la determinación de la felicidad de las personas.

Como decíamos, la fe religiosa provee a los individuos de un «sentido de predictibilidad y seguridad» (Cyrulnik) que no encuentran en otras esferas. Es un factor de protección y de superación del dolor, que organiza, dinamiza y da sentido a la vida.

Pero a la fe individual hay que sumar la práctica religiosa. El hecho de creer en un mismo Dios y de participar en cultos y ritos interactivos, crea entre los fieles una relación de fraternidad y afecto que contribuye también a la felicidad. Algo parecido sucede con el sentimiento de formar parte de una nación que posee una identidad propia, que antecede al individuo y lo proyecta más allá de sí mismo mediante memorias, ritos y ceremonias.

El trabajo es otro factor clave para la felicidad. Ya lo decía Baudelaire «trabajar es menos aburrido que divertirse». De hecho, la desocupación junto con el divorcio son los eventos más negativos que le pueden suceder a una persona en términos de su felicidad. No se trata solo ni principalmente del acceso a un salario, o de sentirse parte de una organización que tiene un propósito colectivo. Influyen también aspectos más subjetivos, como la calidad de la relación cotidiana con los colegas de trabajo, la posibilidad de ser promovido, el grado de focalización, concentración y creatividad que le exige la labor asignada. Por lo mismo, la felicidad es más esquiva para aquel que pasa buena parte de su jornada laboral deambulando sin un objetivo preciso.

¿Puede el dinero comprar la felicidad? Es una pregunta habitual y la respuesta no es unívoca. Esta comprobado que las personas más ricas se declaran más conformes con su vida que las pobres. En el seno de cualquier sociedad se encontrará que los grupos más acomodados son, en promedio, más felices que los grupos sociales más desposeídos. Es decir, el dinero tiene valor, y mucho, cuando se trata de la felicidad.

Lo mismo ocurre a nivel de sociedades o países. Las naciones más ricas reportan niveles de felicidad definitivamente más altos que las más pobres. Los cuatro países que se sitúan más arriba en la escala de felicidad (todos ellos escandinavos), tienen un ingreso promedio cuarenta veces superior a los cuatro que están al fondo de la tabla, y disponen de expectativas de vida que los superan en 28 años. Digamos entonces que para los países y los grupos pobres, el dinero sí compra felicidad.

Las cosas se complican, sin embargo, cuando el dinero se vuelve adictivo; cuando la carrera por elevar los ingresos conduce a destinar más y más tiempo al trabajo y menos (y de peor calidad) a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de trabajo, a la comunidad. Llegado un límite, esto tiene como consecuencia el estancamiento, cuando no el retroceso, de la tasa de felicidad.

Capponi pasa revista en detalle a numerosas investigaciones que indican que los países desarrollados, aun cuando han mejorado constantemente sus condiciones materiales de vida, muestran en general un estancamiento y muchas veces una declinación de sus niveles de felicidad. ¿Por qué ocurre esto? Porque una vez alcanzado un determinado nivel de bienestar material o económico, cuando el individuo ha dejado atrás las carencias materiales fundamentales, la felicidad ya no tiene que ver con el ingreso o la riqueza, sino con otros factores antes mencionados, entre ellos, la calidad de los vínculos que con otros, en particular, mediante la familia y la amistad; las creencias y el sentimiento de pertenecer a algo superior a uno mismo; el optimismo hacia el futuro y el tiempo que uno destina a la diversión y a vivir con la naturaleza.

Quisiera terminar este prólogo sacando a colación la reflexión que cierra mi libro La felicidad no es cosa de otro mundo; un fenómeno que la respetada OCDE ha denominado la «paradoja latinoamericana».

Aunque los guarismos varíen, todas las mediciones internacionales sobre felicidad coinciden en una cosa: la población de América Latina registra una elevada tasa de felicidad, que le coloca cerca de los países desarrollados de Europa, América del Norte y Oceanía, a pesar de ciertas realidades «duras», como un bajo ingreso per cápita, elevados niveles de desigualdad y alta violencia criminal, respecto de las cuales Latinoamérica está más cerca de África. Esta es la «paradoja latinoamericana»; según la OCDE «un alto nivel de satisfacción con la vida, tomando en cuenta su nivel de desarrollo económico».

En palabras simples, los latinoamericanos alcanzan un nivel de felicidad que no corresponde a su nivel de desarrollo económico. Dicho de otro modo, en términos de felicidad, la productividad de los latinoamericanos es simplemente espectacular: producen más felicidad por dólar invertido que el resto del planeta.

Ahora bien, ¿cuáles son los factores que conducen a los latinoamericanos a conseguir tasas de felicidad que a juicio de la OCDE resultan paradójicos? Destacaría en primer lugar el nivel de religiosidad que, según hemos visto, influye de manera importante sobre la felicidad, pues ayuda a soportar las penalidades de la vida, contribuye a proyectarse al futuro y otorga un sentido comunitario. América Latina es la región más católica del planeta, y se caracteriza por una fuerte y ascendente presencia de religiones evangélicas, que coexisten pacíficamente con el mundo católico dominante.

Lo segundo es la robustez de lo que Ronald Inglehart llama el «mito nacional». En esta materia América Latina goza de un curioso récord: ocupa el primer lugar en el «ranking internacional de orgullo nacional», superando largamente a Estados Unidos y Europa. Este acendrado «orgullo nacional» no ha sido fuente de conflictos y guerras, como las que han desangrado a Europa y otros continentes, sino que colabora en elevar la tasa de felicidad.

En tercer lugar, mencionaría el mestizaje que ha probado ser un antídoto bastante eficaz para contrarrestar los perversos efectos de la segregación sobre el bienestar subjetivo. En América Latina se da un fenómeno difícil de encontrar en otras regiones del mundo —y, desde luego, no en Estados Unidos—: la mayoría de la población, junto con declararse feliz, se autodefine como mestiza.

Por último, cabe mencionar las elevadas expectativas de movilidad social; vale decir, la ilusión de que el futuro depara un mejor destino para uno mismo y sus descendientes. En el mundo de hoy este sentimiento, clave para la felicidad, se ha vuelto cada vez más escaso y en Latinoamérica aún disponemos de él en abundancia.

Fabricar mucha felicidad con poco; ahí radica el patrimonio —o si prefieren, la «ventaja competitiva»— de América Latina, la cual depende estrechamente de los factores arriba mencionados; factores que, me temo, no estamos protegiendo ni cultivando como corresponde, en aras de un tipo de «desarrollo» que puede terminar lanzando por la borda lo más valioso que tenemos: el talento para crear mucha felicidad con poco.

Francisco, el primer papa Latinoamericano, lo subraya en su encíclica ‘Laudato si’, donde propone un programa de acción muy cercano a los principios que comenta Capponi en este libro y que aquí hemos recordado. «Tenemos que convencernos —advierte Francisco— de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo (...) quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida» con una «sana humildad y una feliz sobriedad».

Podemos concluir entonces señalando que la reflexión que nos propone Ricardo Capponi en este libro nos pone en contacto, no solamente con el estado del arte de la investigación internacional acerca de la felicidad humana y de las medidas para promoverla, sino también con el patrimonio espiritual y cultural de nosotros como latinoamericanos.

Eugenio Tironi Santiago, marzo de 2019


¹ Ver Crónica de viaje. Chile y la ruta de la felicidad (El Mercurio-Aguilar, Santiago, 2006) y La felicidad no es cosa de otro mundo (Ariel, Santiago, 2016).

Introducción

Si bien el tema de este libro —la felicidad— pudiera llevar a algunas personas al equívoco de creer que se trata de un manual para ser feliz a través de propuestas voluntariosas, que sostienen que la felicidad se puede improvisar con solo pensar positivo, ser virtuoso y meditar, nada está más lejos de su planteamiento y contenido. A diferencia de los libros de autoayuda, que después de un breve periodo de entusiasmo y exaltación evidencian su inutilidad, en estas páginas presento una propuesta de cambio psíquico sólido y perdurable.

Después de tres décadas de publicaciones en su mayoría simples y repetitivas en torno a la felicidad, es momento que nos detengamos a darle una nueva vuelta de tuerca a este tema. Esto nos obliga a repensar la felicidad.

Este libro está dirigido a las personas que, conscientes de la estupidización a la que nos invita la sociedad de consumo, quieren sacudirse de sus exigencias; también a aquellos cuya actividad diaria está atravesada por el tema del bienestar emocional, como es el caso de psicólogos, sociólogos, médicos, abogados, asistentes sociales, trabajadores en departamentos de Recursos Humanos y líderes que sienten la responsabilidad de quienes dirigen. Sin duda, este libro también es para los educadores, para las madres y padres que entiende que en esta sociedad del siglo

xxi

lo más importante es formar a los alumnos y a los hijos para que cuando sean adultos cuenten con las herramientas necesarias para ser felices. Además, en este libro, los que buscan conocer y comprender las dinámicas que impiden la felicidad en su relación de pareja encontrarán perspectivas —aunque exigentes— novedosas y creativas.

Sin embargo, debo advertir que el camino que propongo no es fácil, dada nuestra tendencia a la pereza mental, que nos empuja a querer simplificar la realidad y a resistirnos a hacer el trabajo cognitivo y emocional que se requiere para entender una dimensión antropológica del calado de la felicidad. Esta es una tentación que, en este viaje, al igual que Odiseo, el lector deberá combatir permanentemente si quiere llegar a Ítaca.

Aunque no es un libro de autoayuda, su lectura será de una ayuda inestimable, porque la correcta comprensión del tema provocará en el lector una percepción distinta del fenómeno, lo que se traducirá en un pensar y actuar diferente, que, incorporado a sus experiencias, a la larga producirá cambios más sustantivos que la obediencia a un tip. Si bien no doy consejos, sí planteo un camino concreto: lograr bienestar emocional enfrentando los desafíos en la «zona del encuentro». Subyace a esta concepción de la felicidad un fundamento antropológico básico que define la esencia del ser humano; la libertad. Y esta libertad se obtiene liberándonos de los tres grandes enemigos que nos atrapan en sus redes ahogando el despliegue de nuestra existencia: el estrés, el aburrimiento y la adicción. Para enfrentarnos a estos enemigos, debemos tener la valentía que requiere el trabajo emocional de este proceso; elaborar las emociones negativas para superar el estrés y el aburrimiento, y elaborar también los placeres peak para superar la tendencia adictiva.

La felicidad como un estado de ánimo

Solemos pensar que la felicidad es una especie de alegría, bienestar, contento, algo placentero y agradable. Pero no es así. Los más de cien años de estudios científicos acerca del funcionamiento mental con que hoy contamos nos permiten ubicar este fenómeno a partir de las hipótesis que señalan que la felicidad es un estado mental. Este se produce a partir del núcleo cuerpo-mente que conforma el core affect, donde las emociones y los sentimientos derivados determinan lo que, en términos generales, llamamos un estado de ánimo, que es positivo en el caso de la felicidad y negativo en el caso de la infelicidad. Estos estados de ánimo son productos de una multiplicidad de sentimientos que los seres humanos percibimos permanentemente y que provienen de la elaboración de siete emociones básicas: angustia, tristeza, rabia, aburrimiento, asco, culpa y alegría.

Así como hay muchos tipos de estados de ánimo, hay muchos tipos de felicidad. Lo que los diferencia es su calidad. Calidad referida a su contribución a un funcionamiento mental crecedor, expansivo, creativo, vinculante, estable y vital. Desde esta perspectiva evaluamos su calidad en torno a tres variables que tienen que ver con la naturaleza misma de lo anímico, que es sobre lo que se monta la felicidad: su transcurrir en el tiempo, su forma de oscilar y su carácter hibrido biológico-mental.

Los fenómenos dinámicos, como lo es el ánimo, hay que evaluarlos en un periodo de tiempo, en un transcurrir, porque pueden ser muy altos en un periodo corto de tiempo y enseguida muy bajos por periodos largos. Podemos decir que sí hay felicidad en un sujeto que está bajo el efecto de marihuana, o de serotoninérgicos, o de ansiolíticos, o de enamoramiento, de exaltación, de estado zen, o de mindfulness entre tantos otros. Pero para aseverar que la marihuana es fuente de una felicidad de calidad, debemos evaluar su efecto en el largo plazo. Porque si esa felicidad obtenida por un tiempo se logra gracias a un alejamiento de la realidad, con el tiempo el choque con dicha realidad terminará afectando su estabilidad emocional y cayendo en estados anímicos de infelicidad. Para evaluar la calidad de esta felicidad lo correcto es incorporar todos los momentos.

Lo anímico es oscilante por su naturaleza propia. Se debe a que el desarrollo mental se realiza elaborando lo primitivo, para lo cual tiene que ir y venir una y otra vez, sumergirse y rescatarse en los elementos primitivos que por su carácter arcaico despiertan emociones intensas. Un ánimo parejo sin ondulaciones expresa incapacidad de hacer este proceso dialéctico que construye mente, y nos lleva a pensar que estamos con una felicidad frágil.

Y la tercera variable en base a las cuales evaluamos el estado anímico de felicidad se relaciona con su naturaleza hibrida. A mayor integración de lo biológico con lo mental, mayor calidad de la felicidad. Una felicidad que proviene solo de lo biológico (como es el caso de las drogas) es ligera, y una felicidad que provenga solo de lo psíquico negando el componente biológico presente (como es el caso del piensa positivo) es débil.

La felicidad, desde el punto de vista puramente emocional, como la acabo de describir, es un estado de ánimo, y en tal caso, se la denomina «bienestar emocional» (BE). Pero también puede tener un componente cognitivo y ser el resultado de una evaluación positiva del cumplimiento de las expectativas que se ha propuesto el sujeto. En tal caso, se la denomina «satisfacción con la vida» (SV).

La felicidad repensada

Durante miles de años, los seres humanos hemos vivido en condiciones precarias por escasez de alimentos, muchas veces agravadas por largos periodos de hambrunas, alta mortalidad infantil, enfermedades intratables y crónicas limitantes y, cada cierto tiempo, epidemias que diezmaban completamente a la población. En esta lucha por la sobrevivencia, las invasiones y las guerras eran frecuentes. La vida era frágil y el objetivo era subsistir; salir de la pobreza y, muchas veces, de la miseria.

A partir de la Revolución Industrial, se genera una riqueza que desplaza la preocupación por la subsistencia hacia la preocupación por la calidad de vida, el bienestar emocional, la satisfacción con la vida; o sea, la felicidad. Este movimiento toma cada vez mayor fuerza desde comienzos del siglo

xxi

, y las naciones lo incorporan como una variable importante en sus políticas públicas. De ahí que en estos últimos veinte años se haya producido un maremágnum de escritos sobre la felicidad. Entre estos, hay cinco estudios de seguimiento, basados en encuestas científicamente validadas, que no pueden soslayarse en ninguna aproximación seria al tema de la felicidad: el clásico estudio longitudinal desarrollado en Harvard a lo largo de setenta y cinco años, con el objetivo de determinar qué hace feliz a la gente (Vaillant, 1977, 2002, 2012), los cuatro informes generados a partir de las encuestas realizadas por Gallup y entregadas en los informes del Banco Mundial (World Development Indicators, WDI) y el World Happiness Report (WHR), años 2012, 2015, 2016, 2017, 2018 y 2019.

Estos estudios arrojan dos conclusiones medulares en el tema. El de Harvard, que la felicidad del sujeto depende de las buenas relaciones afectivas que ha sostenido durante su vida. Y los otros seis, que la felicidad de las naciones y de la sociedad en general no depende de los ingresos, sino de su capital social.

Tales cuestiones atraviesan todo este texto y están implícitas en su desarrollo. Para analizar estos planteamientos y otros que surgen de la elaboración del tema, mi propuesta incorpora, por una parte, la fenomenología descriptiva científica, basada en evidencias de las ciencias humanas, como la psicología, particularmente el psicoanálisis y la psicología cognitiva, la antropología y la sociología. Y por otra, la fenomenología de las ciencias biológicas, en especial la neurobiología.

La concepción de la felicidad que he desarrollado integra cinco grandes aportes en la historia de la ciencia de la conducta:

• La teoría de la evolución de Darwin, que demuestra que, si bien somos seres reflexivos del final de la cadena evolutiva, nuestro pasado animal está presente y condiciona nuestra forma de ver la vida. Esto nos lleva a confusiones, a no ver que, como somos una especie distinta del resto del reino animal, requerimos hacer experiencias que vayan más allá de la inmediatez de lo animal; esto es, experiencias sofisticadas, propias de un ser consciente.

• La teoría del desarrollo de Freud, que nos muestra que el pasado condiciona nuestra percepción de la realidad, nuestras acciones y emociones, lo cual nos lleva a vivir con más o menos dolor o placer la vida psíquica.

• Las correlaciones, observadas por numerosos investigadores de la neurociencia, entre la vida psíquica y las estructuras neurológicas de nuestra masa encefálica, que les dan un sustento físico a las hipótesis.

• Los aportes de Kahneman y Taleb a través de sus brillantes descripciones de nuestras limitaciones cognitivas, que nos muestran cómo tendemos a simplificar el mundo y a no aceptar que es más complejo, menos controlable y más misterioso de lo que imaginamos desde nuestro furor modernista y nuestra capacidad ilimitada para ignorar nuestra ignorancia.

• Las dinámicas de comportamiento que se activan cuando el ser humano se congrega desde grupos pequeños a grandes, masas, sociedades y naciones. En este proceso, además de desempeñar un papel importante la participación del sujeto, son determinantes la influencia del grupo de referencia, la organización social en que se está inserto, la institucionalidad, la sociedad y la cultura.

De lo anterior concluyo que la única manera de vivir mejor es aumentando humildemente y con esfuerzo nuestra resiliencia, nuestra inteligencia emocional, nuestra «antifragilidad»², por medio de experiencias de calidad que incrementen el capital de recursos mentales (RM) instalados en nuestras redes neuronales.

La concepción de la felicidad que propugno supone un trabajo a largo plazo. Exige asumir, por una parte, que, si bien el pasado ya ha determinado nuestro nivel de felicidad en forma sustantiva, podemos modificarlo; y, por otra, que tal modificación, como cualquiera que se intente sobre un sistema psiconeuronal construido por largo tiempo, va a suponer un esfuerzo prolongado.

Los aportes recién señalados constituyen la dimensión biopsicosocial de este estado mental que denominamos felicidad, y cualquier investigación sobre la materia que hoy no integre esta triple dimensión es anacrónica. El componente biológico expresado a través de los genes proviene de nuestra condición de mamíferos, que nos lleva a sentir felicidad a partir del placer en sus formas más variadas, o, al revés, infelicidad a partir del displacer o dolor, también en sus formas más variadas. Este placer o displacer básico se plasma en las emociones, que por medio de complejos procesos psíquicos se constituyen en sentimientos, que, de ser sostenidos en el tiempo, determinan un estado mental que llamamos ánimo, que cuando es positivo lo percibimos como felicidad. Este es el componente psicológico. Pero este sentimiento de felicidad no solo se construye y se siente en relación con la obtención de lo indispensable para vivir, sino también respecto a la pertenencia grupal y la sensación de cuánto los otros me ayudan, me acompañan y me protegen. Este es el componente social.

Presentismo, felicismo y autoayuda

Durante el siglo

xx

, la búsqueda de la felicidad se concibió como fuertemente determinada por la sociedad, por las masas, por el Estado, por las estructuras y las instituciones. En la mayoría de las ideologías y programas políticos había, expresa o tácitamente, una idea rudimentaria de la felicidad: para los nacionalistas, la clave era la autodeterminación política, basada en el sentimiento de comunidad de una nación; según los comunistas, todos seríamos dichosos «el día que el triunfo alcancemos», cuando «ni esclavos ni hambrientos habrá»;³ mientras que para los capitalistas solo el libre mercado podía asegurar felicidad. Sin embargo, ninguno de estos caminos cumplió su promesa. Las ideologías del siglo

xx

parecen habernos aleccionado respecto a lo impredecible del futuro y que no debemos ni siquiera intentar conducirlo, puesto que no tendría sentido formular proyectos a largo plazo. Y si no hay proyección a futuro, lo aprendido no tiene utilidad y el pasado poco importa. El tiempo del sujeto que construye su felicidad sería el presente, una suerte de presente permanente. Este «presentismo» se ve facilitado por la gran cantidad de alternativas que ofrece la sociedad tecnologizada para pasar el tiempo, abundantes productos de entretenimiento que instalan al sujeto en su zona de confort y en el hedonismo.

Para completar este cuadro, un grupo de psicólogos, que con mucha sagacidad perciben este ambiente de carpe diem, construyen una conceptualización de la felicidad ad hoc que llaman la «nueva ciencia de la psicología», el «pensamiento positivo». En la cultura de la sociedad del siglo

xxi

, ello conduce a una concepción voluntarista de la felicidad, según la cual se puede obtener con la sola fuerza del deseo; es algo que se compra, se transa y se alcanza siguiendo algunos manuales de autoayuda. Esta es la cultura que algunos estudiosos del tema han llamado «felicismo».

Nos encontramos en una situación donde el discurso de la felicidad es una afirmación de la subjetividad personal, que se afianza al margen de la sociedad, promoviendo un individualismo defensivo, que encuentra su certidumbre, su reconocimiento, su apoyo y su poder dentro del sujeto mismo. Esta es una vuelta del péndulo. Pasamos de un extremo, en que creíamos que las condiciones sociales eran la clave de la felicidad, a considerar ahora que solamente se debe al mundo subjetivo individual.

Es esta concepción de felicidad la que se fomenta por medio de los libros de autoayuda, los cuales se ofrecen como una terapia que alivia nuestra angustia existencial, la ausencia de sentido en nuestras vidas. Vienen a reemplazar lo que en otros tiempos estuvo en manos de la religión y la filosofía; son la versión capitalista de algo que ha existido toda la vida. Pero el negocio de los libros de autoayuda sobre cómo alcanzar la felicidad solo entrega un espejismo frustrante. Basados en la fuerza de voluntad, con una omnipotencia pueril, hacen creer al lector que podrá cumplir expectativas que son imposibles, dejándolo con sensación de culpa, porque si no lo logró fue por su propia incapacidad, por su falta de determinación. Son colecciones de tips —sugerencias, datos casi mágicos en el poder que se les atribuye— para la felicidad.⁵ Llevamos décadas de libros de autoayuda de la psicología positiva, pero en la práctica no han tenido ningún efecto.

En estos últimos diez años, la psicología positiva y su propuesta de felicidad por medio de libros de autoayuda invadieron la cultura estadounidense. Sin embargo, según reporta el Informe Mundial de Felicidad 2017 (World Happiness Report 2017), la SV en ese país ha caído significativamente entre el año 2006 y el 2016. En dicho periodo se ha deteriorado el capital social, hay menos apoyo social, menos altruismo, menos confianza y más corrupción. Podemos inferir que el capital mental del individuo también ha mermado y, junto con él, la calidad de las relaciones íntimas con la pareja, los hijos, los padres, los amigos y con Dios. Aunque no se puede establecer una relación directa, es muy posible que el felicismo propuesto en estas doctrinas sea más una fuente de infelicidad que de felicidad.

En este contexto, muchos pensadores serios consideran que hablar o escribir sobre la felicidad es estúpido, dado que conciben la felicidad como el felicismo que predomina en la cultura actual, que en realidad es una forma bastante superficial de tomar la vida. También rechazan incursionar en el tema porque ven en ello la pretensión de ofrecer una respuesta global profunda y definitiva sobre el sentido del ser humano, cuestión que —planteada así— también es una majadería, dado que el ser humano no se agota en la felicidad.

Aparte de los libros de autoayuda, existen también textos descriptivos sobre la felicidad basados en una posición filosófica y/o teológica que, sin dar directrices tan lineales como las de los libros de autoayuda, dan a entender cuál sería el camino necesario a seguir si se quiere conseguir la felicidad. El problema con la gran mayoría de estos libros es que su contenido no está a la altura de la exigencia metodológica que plantea la cultura del siglo

xxi

para un tema relativo a las ciencias humanas, por lo que sus respuestas y planteamientos, si bien pueden ser interesantes, resultan parciales.

Existe en la materia un tercer grupo de textos que incorpora los últimos progresos de la ciencia y que pretende ir un paso más allá respecto a los descriptivos, filosóficos y teológicos, planteándose como una alternativa científica en la búsqueda de la felicidad. Mi impresión es que su fundamentación científica es precaria, que son metapsicológicamente débiles, con lo cual, de forma solapada, terminan basándose en posiciones filosóficas y teológicas.

En este libro me desmarco de las tres aproximaciones recién descritas y pretendo hacer un planteamiento original.

Una nueva perspectiva

En este texto comparto una forma de entender el bienestar emocional (BE), la satisfacción con la vida (SV) y el bienestar subjetivo⁸ o felicidad, que he llegado a concebir como resultado de experiencias profundas en los cuarenta años que llevo acompañando y ayudando a personas, con una frecuencia de hasta cuatro veces por semana y por periodos que van desde los tres meses hasta cinco a seis años. Así, al desarrollar mi propuesta de revisión de la literatura científica de la materia, he sumado la práctica clínica y las experiencias de mi vida personal, pasándolas por el cedazo de una concepción del funcionamiento mental que, inevitablemente, se ha ido aquilatando con el tiempo en mi mente, fruto de mi propio psicoanálisis, mis estudios de filosofía, mis relaciones íntimas, de trabajo y con la sociedad en general. Particularmente, me he detenido en los aportes de la psicología cognitiva, que en general son los que han abordado el tema en mayor extensión, y también en los de la «nueva ciencia» de la psicología y del «pensamiento positivo», aunque no comparto su visión global.

Considero que no es posible abordar esta materia si no es integrando la metodología interpretativa que se aplica en el trabajo clínico, la cual, si bien tiene un carácter más especulativo, más hipotético que la estrictamente científica, posee mayor capacidad de profundización.⁹ Por eso me parece fundamental la construcción de un concepto de felicidad que incluya las teorías de la psicología profunda, especialmente del psicoanálisis —el modo más representativo del método clínico hermenéutico de abordar la subjetividad—, cuyas hipótesis se han ido contrastando, corrigiendo y modificando durante estos últimos cien años por medio de la evidencia clínica, y los hallazgos de la neurociencia y de la psicología cognitiva.¹⁰ Por ejemplo, Eric Kandel, psiquiatra Premio Nobel de Medicina, aboga por el importante aporte al conocimiento de la mente que puede hacer el conocimiento derivado del trabajo clínico de orientación psicoanalítica, dando pie a la disciplina del neuropsicoanálisis.¹¹

La búsqueda de la felicidad suele plantearse hoy a partir de la capacidad de control que tenga el sujeto sobre la conciencia para focalizarse en las emociones positivas y evitar los desafíos que plantean las emociones negativas, control que lleva a cabo el individuo por sí mismo, desde la voluntad aplicada a la atención y la concentración, sin necesidad de un otro. Y he aquí su gran contradicción, porque esta desafección hacia el otro es fuente de mucha infelicidad, como ha quedado demostrado por el estudio de Harvard antes citado. Esta desafección se ha traducido en indiferencia y falta de compromiso personal en temas como el Estado, el poder, la institucionalidad y, en general, hacia el ámbito social. Indiferencia que se traduce en falta de interés y de entusiasmo por ese compromiso político necesario que debe desarrollar todo ciudadano, y que lo deja expuesto a la seducción de líderes populistas egocéntricos, que ponen en peligro la paz y buena convivencia a nivel local y mundial.

Algunos historiadores consideran que la decadencia de las sociedades no se produce por falta de recursos, pobreza o carencias extremas. Al contrario, en dichas situaciones, los seres humanos reaccionamos solidariamente y juntos construimos respuestas creativas que nos ayudan a superar esas crisis. Lo que corroe a la sociedad por dentro, hasta que se viene abajo, es el deterioro del capital social. Desde el individualismo y el egocentrismo, progresivamente se van instalando la desconfianza y la corrupción, se estrecha cada vez más la libertad y se pierde el apoyo mutuo. Para Friedrich Hegel, la decadencia del Imperio Romano se originó en la pérdida del sentido de pertenencia al Estado y en la exaltación del interés particular sobre el público. El ciudadano romano, gestor del código legal más completo en la historia de Occidente, de gran vocación cívica, se fue despreocupando del destino de su polis, del quehacer político, y deslizándose por el tobogán de su propio bienestar y de sus placeres inmediatos.

Desde nuestra perspectiva, en cambio, a la felicidad solo se accede desde y con otro. Con ese otro del pasado con quien tuve relaciones de contención que determinaron la construcción de recursos mentales, que me capacitaron para enfrentar los desafíos, y con ese otro del presente, que, en la zona del encuentro, realiza conmigo esa experiencia que será determinante en la activación de emociones que terminarán definiendo el nivel de felicidad. De aquí deriva una preocupación terminante por la situación del sujeto en relación con su entorno de relaciones; relaciones íntimas, con el grupo de referencia, con sus grupos de trabajo, con la comunidad, la sociedad y el mundo.

Resumen del libro

El libro está dividido en cinco partes. En la primera, describo los constituyentes esenciales de la felicidad, los placeres como fuente de la felicidad. Veremos que los placeres se relacionan con la disponibilidad de recursos materiales y mentales.

En la segunda parte, veremos que el elemento esencial que contribuye en forma significativa a la felicidad está relacionado con la capacidad de construir símbolos, y que este es fruto de la experiencia. Y que esta experiencia en sí misma puede ser placentera gracias a una mezcla que fue esencial para adquirir fortaleza psíquica, la mezcla de placer con dolor, la cual será determinante para crecer en inteligencia emocional, resiliencia y antifragilidad, capacidades fundamentales para obtener bienestar emocional.

Dado que somos seres conscientes que experimentamos el aquí y el ahora, nos proyectamos a futuro y recordamos el pasado, en la tercera parte del libro describo cómo se dan el placer y la felicidad en la temporalidad del presente, pasado y futuro.

En la cuarta parte, analizo el terreno mismo donde se gestan los elementos que posibilitan la felicidad: la zona del encuentro, el espacio psíquico donde se realiza la experiencia. Esta zona está determinada por cuatro grandes dinámicas psíquicas: la generosidad, el manejo de la agresión, la calidad del conocer y el cultivo de la estética.

En la última sección me aboco a entender la forma en que se mide la felicidad, los problemas y las contradicciones que estos instrumentos plantean, y me enfoco en las dos grandes formas de medición: la satisfacción con la vida y el bienestar emocional. Esta parte concluye con un capítulo donde propongo la forma en que debemos interpretarlas para implementar políticas públicas eficientes, que efectivamente mejoren estos dos aspectos en la sociedad.

Primera parte Los placeres: la fuente de la felicidad

Para perpetuar la vida es necesario un sistema que la proteja de su destrucción, que salvaguarde la integridad del organismo, que capte las señales de peligro y, enseguida, dirija la retirada, la defensa o el ataque. La sensación que activa este sistema es el displacer, que en sus grados extremos identificamos como dolor.

La capacidad de sentir dolor o displacer está presente en todos los seres vivos, desde los más rudimentarios, como los unicelulares y las amebas, pasando por los gusanos, insectos, peces, reptiles y anfibios, hasta llegar a los mamíferos. Podemos decir, así, que una característica esencial de los seres vivos es la de sentir displacer o dolor y, a partir de ahí, ordene una conducta protectora para mantener su integridad.

La amenaza a la integridad no solo proviene del mundo externo, sino también de las carencias internas, como el hambre y la sed, por ejemplo. En este caso, el displacer moviliza en la dirección de una conducta que resuelva esa sensación. Esta acción tiene un componente instintivo, pero también incluye una conducta que el individuo busca repetir porque en el pasado su realización le brindó placer al reducir o acabar con el displacer.

Si hablamos de la necesidad de proteger la vida, vemos que tan importante como la capacidad de sentir displacer y dolor es la de sentir placer. Y así como los seres vivos han desarrollado en el cerebro un sistema denominado «circuito del dolor», han implementado otro que llamamos «circuito del placer». Conservados a lo largo de centenares de millones de años de evolución, son estos sistemas los que han permitido el desarrollo de la vida animal en nuestro planeta. Como dice Antonio Damasio (2013), «los sentimientos de dolor y placer son los cimientos de nuestra mente».

Como todos los mamíferos, nacemos y experimentamos en los primeros años de vida insatisfacciones intensas, que nos inundan de emociones displacenteras, que se calman cuando son satisfechas. Entre tales emociones, que compartimos con el resto de los mamíferos, se cuentan especialmente las derivadas de la necesidad de alimentarse y aquella que satisface el apego.

Vivir plantea la inevitable exigencia de satisfacer necesidades esenciales en los animales y más complejas en el hombre. Y, como consecuencia, vivir supone estar expuesto a frecuentes insatisfacciones y displaceres. Es ese displacer lo que nos mueve a la acción, y la recompensa es el placer que sentimos cuando resolvemos ese malestar: un placer que nos hace felices. La felicidad es un derivado del placer, y la infelicidad, un derivado del displacer.

Estar feliz es sentir en la mente un estado de bienestar subjetivo, y en el cuerpo, una sensación placentera. Por el contrario, estar infeliz es sentir en la mente un estado de malestar subjetivo, y en el cuerpo, una sensación displacentera. No olvidemos que la mente se construye a partir del cuerpo, y que ambos, mente y cuerpo, permanecerán imbricados para siempre. Esta conjunción implica que la felicidad se va construyendo con un componente psíquico y otro corporal, y sigue conformada por ambos.

Podemos afirmar que el estado mental de felicidad se asienta en la biología, en el circuito del placer, y que este placer es vivido con distintos niveles de conciencia, dependiendo de la complejidad de la red neuronal que hace posible el fenómeno de «lo mental». Por ejemplo, cuando un perro recibe la comida que le lleva el amo y salta de alegría, su circuito del placer está conectado a una red neuronal que le hace sentirse feliz ese momento. El ser humano, en cambio, al disfrutar una comida, conecta el circuito del placer con una red neuronal mucho más sofisticada, que lo lleva a sentir felicidad a otro nivel de conciencia. Como dice Francisco Mora (2006, p. 127), «la conciencia del hombre, alumbrada por una desmesurada corteza cerebral, es la que ha permitido romper los moldes más profundamente biológicos del placer. Esa corteza cerebral le ha llevado a darse cuenta de un significado que va más allá de sus justos determinantes biológicos, despertando con ello placeres nuevos».

Sin embargo, nuestro pasado animal nos condiciona, y que la evolución nos haya permitido acceder a los placeres psíquicos no significa que ya no sean significativos los placeres corporales. Los placeres corporales y los placeres psíquicos tienen una alta correlación en los humanos. Muchos de los mecanismos cerebrales que participan en las experiencias de los placeres sensoriales son los mismos que se activan en las experiencias de los placeres psíquicos (Diener, Kesebir & Lucas, 2008). Se sobreponen las estructuras cerebrales que participan en los placeres sensoriales producto de la comida, el sexo o incluso drogas, con los de placeres psíquicos cognitivos, sociales y morales, como los que inducen la música, el arte, el enamoramiento o el éxtasis religioso. Los mecanismos mesocorticales que generan el placer de experiencias y emociones como las señaladas son comunes a todas ellas (Kringelbach & Berridge, 2010). Así, los sujetos que tienden a puntuar alto en la felicidad debida a placeres psíquicos también lo hacen en las mediciones de felicidad hedonista. Y a la inversa, también los que puntúan alto en placeres hedónicos puntúan alto en placeres psíquicos. Y los que puntúan bajo en placeres hedónicos también puntúan bajo en placeres psíquicos (Diener, Kesebir & Lucas, 2008).

El cerebro usa el mismo sistema neurológico para abordar privaciones y recompensas físicas, y privaciones y recompensas afectivas. Esto es porque, a través del desarrollo del sujeto, tanto las físicas como las psíquicas se dan entremezcladas y se potencian entre ellas. Lo psíquico, los sentimientos y el pensamiento se afectan de la misma manera que el hambre y el deseo sexual. Sin embargo, los seres humanos tenemos una trayectoria mucho más compleja de dolores y gratificaciones que el resto de los mamíferos, porque debemos dedicar los primeros siete años de vida al aprendizaje, que nos conduce a la formación de la imaginación y la conciencia. Por lo mismo, los placeres mentales y la felicidad, como los displaceres y la infelicidad, en nosotros son más frecuentes y más sofisticados.


² Concepto acuñado por Nassim Taleb (2013)

³ La internacional, himno oficial del Partido Comunista.

⁴ Después de la Revolución Industrial, durante los siglos

xix

y

xx

, la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) per cápita adquirió una relevancia central como indicador del progreso de las sociedades. Durante largo tiempo, se ha considerado que el bienestar de los ciudadanos se encuentra estrechamente relacionado con su ingreso. Tal era la concepción de progreso. De hecho, la clasificación de países desarrollados y subdesarrollados se basa en indicadores de PIB per cápita, vale decir, en la capacidad de compra.

⁵ Ver Achor, 2011; Alava Reyes, 2004; Bucay, 2011; Dolan, 2016; Kets de Vries, 2005; Klein, 2008; Lyubomirsky, 2008; Rojas, E., 1987; Seligman, 2011.

⁶ Ver Marquard, 2006 ; papa Francisco, 2017 ; Kirby, 2017 ; Haidt, 2006.

⁷ Ver Comte Sponville, 2001 ; Dalai Lama & Desmond Tutu, 2016 ; Fink, 1966 ; Marías, 2005 ; Ricard, 2003.

⁸ Término usado para referirse a felicidad en un sentido genérico.

⁹ Estoy consciente de la exigencia de rigurosidad que debemos tener al aplicar metodologías hermenéuticas para que no se transformen en un cúmulo de ocurrencias que demuestran lo indemostrable. Pero no tenemos otra alternativa. Porque si en un equivocado afán cientificista aplicado al mundo de lo subjetivo descalificamos dicho método porque no sigue los pasos de las ciencias duras, el vacío de sentido que provoca tal marginación se tiende a llenar tomando prestadas teorías desde el misticismo, la religiosidad y el esoterismo.

¹⁰ La psicología cognitiva, la neurociencia, la antropología y la sociología necesitan de la concepción psicoanalítica del mundo subjetivo para interrumpir el despliegue de fragmentación del sujeto hoy en curso, donde, a partir de una concepción de subjetividad cosista, cuantitativa, se termina afirmando el cultivo del hedonismo y el individualismo. La subjetividad cosista —que el psicoanálisis cuestiona— da pie a un empobrecimiento de las relaciones en intimidad y con el grupo de referencia. Además, el psicoanálisis ayuda a entender la realidad psíquica desde las formas de pensamiento de la posmodernidad, como un sistema complejo que se comprende desde el pensamiento constructivista, sistémico y emergente.

¹¹ El neuropsicoanálisis es una disciplina emergente que intenta generar un diálogo entre las concepciones clínicas del pensamiento psicoanalítico y los hallazgos actuales de la neurociencia sobre el funcionamiento cerebral. En este sentido, se inspira en la idea de Eric Kandel, quien afirma que la neurociencia actual requiere de la experiencia clínica del psicoanálisis para guiar el uso de sus instrumentos en relación con «qué» observar. Asimismo, el psicoanálisis puede beneficiarse de los hallazgos científicos actuales para enriquecer y evaluar críticamente sus conceptualizaciones teóricas. En https://rehabilitacionneuropsicologica.com/neuro-psicoanalisis/

Capítulo 1 Placeres esenciales

Los seres humanos compartimos con los animales un conjunto de placeres que llamaremos «placeres esenciales», porque provienen de necesidades cuya satisfacción es fundamental para mantener la integridad del ser vivo. Estos placeres esenciales son de tres tipos: sensoriales, de confort y de pertenencia. Y sus posibilidades de satisfacción o frustración tienen relación con los niveles de felicidad.

1.1. Tipología de los placeres esenciales

1.1.1. Placer sensorial

Somos infelices cuando tenemos hambre y no tenemos qué comer, cuando tenemos sed y no tenemos qué beber, cuando estamos sexualmente excitados y no tenemos acceso al cuerpo de otro, cuando tenemos sueño y no podemos dormir. Somos desgraciados cuando estamos agotados y no podemos descansar, cuando nos duele algo y no hay analgésicos ni nada que nos quite el dolor. Y así en muchas otras situaciones.

Al contrario, cuando tenemos aquel bien esencial que reduce el displacer o anula el dolor, inmediatamente tenemos una sensación placentera. Sentimos placer cuando tenemos hambre y comemos, cuando tenemos sed y bebemos, cuando estamos excitados y copulamos, cuando tenemos sueño y dormimos, etc. A estos bienes que nos producen placer, porque resuelven un displacer o dolor que proviene de la detección de una carencia, de una necesidad que debemos satisfacer para mantener nuestra integridad, los llamaremos «bienes básicos», y al placer que producen, «placer sensorial».

1.1.2. Placer de confort

La respuesta a una necesidad no es un proceso lineal —de la carencia a la satisfacción, del displacer al placer—, pues para apropiarnos de aquellos bienes básicos que nos permiten subsistir debemos realizar un esfuerzo, un trabajo que, en sí mismo, implica una carga de displacer. No obstante, cuando conseguimos algún instrumento o medio que nos alivia este displacer, ello redunda en una activación del circuito del placer. Si tenemos una carga enorme de ropa que lavar, nos sentimos felices cuando llegamos a la orilla del río y tenemos acceso al agua y a algún detergente para lavarla. Pero sentimos más placer todavía si en el mismo lugar de la casa tenemos acceso a agua potable. El placer será mayor aún si contamos con una máquina a la cual vamos introduciendo ropa y detergente y el lavado se realiza automáticamente. Y mayor aún si esta lavadora tiene una secadora incorporada.

Vivir en un lugar guarnecido, como una cueva o una choza, producía gran felicidad a nuestros ancestros. Mayor felicidad produce tener una casa con varias habitaciones, baño, suficientes dormitorios, cocina y comedor. Pero este sitio que nos alberga puede producir todavía más felicidad si contiene numerosos electrodomésticos, si las habitaciones son amplias y tienen bonitas vistas.

Lo mismo podría decirse de los medios de transporte. Ya el solo hecho de contar con un sendero para caminar hacia un destino deseado produce felicidad, pero el placer es mayor si tenemos acceso a un medio de movilización más rápido, como un caballo o bicicleta. La felicidad aumenta en la medida en que el medio de movilización es más rápido y más cómodo, por lo que pasar al uso de un automóvil genera una sensación de felicidad mayor. Y mientras más sofisticado sea ese medio, mayor velocidad pueda alcanzar, más cómodo sea y, al mismo tiempo, ofrezca la posibilidad de disfrutar paralelamente de otros placeres, como escuchar música, conducir por carreteras lisas, bien asfaltadas, y otros que puedan ir agregándose en el tiempo, mayor será el grado de placer —y, por ende, de felicidad— que genere y nos entregue.

Los ejemplos recién descritos son bienes relacionados con ciertas necesidades cuya satisfacción no es imprescindible para la vida —como las necesidades de comodidad, de confort—, pero sí disminuyen el displacer de los trabajos y exigencias cotidianas. A estos bienes que nos alivian el displacer derivado del esfuerzo y del trabajo que nos demanda el subsistir los llamamos «bienes de comodidad», y al placer que nos brindan, «placer de confort».

Estos placeres sensoriales y de confort son fundamentales para la subsistencia física del sujeto. Pero hay otra subsistencia que es tan importante como la física: la de pertenecer al grupo social.

1.1.3. Placer de pertenencia

Somos seres gregarios y nos preocupa cómo nos ven los demás. Por lo tanto, no podemos dejar de lado la felicidad que nos dan los bienes que provocan aceptación y admiración de parte de los demás, ya que con ello generan confianza en nosotros, nos segurizan el «sí mismo». De hecho, construimos nuestra autovaloración a través de la interacción con los demás. Si en un comienzo tenemos el displacer que proviene de una cierta inseguridad respecto a la aceptación por parte de los demás, sentirnos aceptados y/o admirados disminuye ese displacer y activa el circuito del placer. Bienes exclusivos —una camisa de marca, zapatos italianos, traje de tela inglesa de buen corte, vestidos de última moda, joyas, perfumes, automóviles de última generación, una casa grande en un buen barrio— o, en último término, símiles de ellos, son cosas que, además de solucionarnos y aliviarnos necesidades o tareas cotidianas, nos ofrecen el placer de hacernos sentir pertenecientes al grupo y, ojalá, admirados por él.

Nos comparamos con los demás y, al hacerlo, tendemos a competir. Y nos encanta competir. Mientras competimos, estamos tensos, pero en el momento en que ganamos, se produce en nosotros un placer intenso. Sentirnos exitosos, poderosos, es una forma de confirmar nuestro poder frente a los demás. A ello se le suma el placer vanidoso de sentirse atractivo, con el agregado del placer erótico que conlleva.

Denominamos «bienes presuntuosos» a aquellos que nos dan seguridad, que definen nuestra posición en el grupo, y «placer de pertenencia» al goce que nos brindan.

El placer de pertenencia tiene tanto peso en la felicidad que —como

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