Las espinas de la rosa blanca
Por Rafael Hurtado
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«Ni siquiera el destino tiene el poder de impedir que continúen naciendo rosas blancas».
Posiblemente sea cierto el dicho de que la realidad supera a la ficción, porque no hay nada más emocionante que la vida misma; y este es el relato de esta novela, una historia que podíamos decir aquello de «basada en hechos reales», aunque no es así, pero su relato es tan natural que el lector se sentirá identificado con la historia de un gran amor, un amor que nos hace perder los papeles. Lo único que hoy queda sano y limpio en una sociedad apoyada en intereses y placeres instantáneos.
Rafael Hurtado
Rafael Hurtado, nacido en Sevilla a mediados del siglo pasado, en unas circunstancias del país muy duras, por lo que tuvo que emigrar, con seis años, a Barcelona escondido entre los equipajes del famoso tren de madera apodado el Sevillano. Aquí en Barcelona creció como persona trabajando y estudiando por su cuenta, ya que la economía no le permitía asistir a ningún centro, aun así,sacó adelante los estudios medios, pero jamás en todos sus años perdió de vista su deseo de enriquecerse intelectualmente.
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Las espinas de la rosa blanca - Rafael Hurtado
Las espinas de la rosa blanca
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417717445
ISBN eBook: 9788417717797
© del texto:
Rafael Hurtado
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Prólogo
La vida es muy corta para algunas cosas, pero para otras se hace interminable. Por más que intentemos cambiar su curso, a veces, resulta imposible. Ya sea por el destino, la casualidad o un suceso imprevisto, lo cierto es que, de un minuto para otro, la vida nos pone patas arriba todos nuestros proyectos, nuestras ilusiones y nuestra manera de enfocar el devenir en los pocos o muchos años que dura.
Capítulo 1
La Rambla de Barcelona era una corriente continua de personas en constante movimiento. Las terrazas, llenas de gente, mostraban que esta ciudad gozaba de una salud excelente en cuanto a la preferencia de los turistas, que elegían la Ciudad Condal como objetivo por delante de otros destinos.
Arriba, al principio de la Rambla, en la plaza de Cataluña, no cabía un alfiler. Se estaban celebrando las fiestas de la ciudad, las fiestas de la Mercè, y la ciudad estaba hermosa, vistiendo sus mejores galas para tal ocasión y con un programa repleto de actos, por lo que todos, tanto jóvenes como adultos, estaban disfrutando de tan deseada fiesta.
En esta década de los ochenta, Barcelona y España entera se estaban despertando de muchos años de rigidez dictatorial y asomaba la cabeza, ilusionada, a una mejor forma de vivir. La alegría y la incertidumbre de otear nuevos horizontes, nuevos y mejores en todos los sentidos —o, al menos, la esperanza que albergaban—, se notaban en el ambiente.
Varios metros por debajo de la plaza, en el andén de metro de la línea uno, acababa de bajarse Sandra, que estaba de visita en la ciudad. Era una visita regular, pues cada mes tenía que hacerse revisar por el equipo del doctor Monasterio, en una clínica especializada en lesiones medulares. Hacía mucho tiempo que Sandra sufría esta lesión, pero lo cierto es que había mejorado mucho, aunque debía seguir la terapia al pie de la letra. El día anterior se había sometido a ella y, como le quedaba tiempo suficiente, le gustaba pasear por esta ciudad con la cual se sentía entusiasmada.
Pasó la tarde paseando por la Rambla y, al pasar delante del Museo de Cera, entró a visitarlo para emplear el tiempo libre. Al salir, y caminando por el paseo marítimo, llegó hasta el parque de la Ciudadela, donde disfrutó de una bonita mañana de otoño, todavía marcada por el calor del extinto verano.
Después de comer en el puerto y cerca del mar, Sandra se encaminó hacia la estación de Francia, donde debía coger el tren hacia Vinaroz. Ahí la esperaban su casa y su familia, sus padres y su hermano Martín.
Ya caída la tarde, llegó a la estación de Vinaroz, la cual denotaba sus ciento veinte años. Originalmente, se había construido como epicentro del corredor mediterráneo, con el objetivo de unir Valencia con Tarragona.
En el andén, su madre la esperaba, como cada mes, como cada viaje, un ritual que se producía de manera rutinaria con el ánimo de que la dolencia que Sandra padecía fuera desapareciendo o, como mínimo, mejorando.
—Hola, mamá, ¿llevas mucho rato esperando?
—No, hija, a lo sumo, diez minutos.
—¿Todo bien por casa?
—Sí, tu padre no ha venido. Ya sabes que se queda escuchando el fútbol por la radio.
—Ya, no te preocupes, sé que cuando hay fútbol no se puede contar con él.
Sandra y su madre, Adela, salieron caminando hacia su casa, que no quedaba muy lejos de la estación. Por el camino, Sandra explicaba a su madre lo que le habían dicho en la clínica, lo que la puso muy contenta, ya que eran noticias esperanzadoras sobre aquella dolencia que la obligaba a viajar a la Ciudad Condal de manera rutinaria; al menos, confiaba en que algún día pudiera dejar de depender de esas visitas.
Al llegar a casa, Adela puso al día a su marido, que con el transistor en la oreja atendía a las dos fuentes de información; por un lado, a Adela y, por otro, a Supergarcía, que había estrenado programa en la primera emisora totalmente privada de radio.
Adela y Supergarcía conformaban el equipo auditivo de Manuel, que, de vez en cuando, la miraba a regañadientes.
—Me alegro —decía, sin dejar de lado el transistor.
Sandra, por otro lado, preguntó por su hermano.
—Debe de estar con Raquel en la terraza de la plaza de la iglesia —comentó su madre.
—Vale, voy a ir a ver si los veo.
—Acordaos de que la cena estará en la mesa. No tardéis.
—De acuerdo, mamá, estaremos a tiempo.
Sandra se dirigió hacia la plaza parroquial a reunirse con su hermano Martín, quien había empezado a trabajar en una ebanistería y, aunque era un año menor que ella, había empezado, de alguna manera, a independizarse, lo que había hecho que Sandra empezara a plantearse el dejar los estudios. El país venía de muchos años de estrecheces, y trabajar era una ayuda muy importante para la casa, donde los ingresos no eran muchos. Solo entraba la pequeña pensión que le había quedado a su padre, obrero de la construcción, que, aunque no era muy mayor, había sido años atrás víctima de un accidente en la obra en la que trabajaba y había sido declarado no apto para trabajar. Por otro lado, su madre había encontrado una forma de ayudar en casa limpiando escaleras y un domicilio particular.
Ahora, con la ayuda de Martín, parecía que iban mejor, por lo que Sandra había manifestado en varias ocasiones su deseo de ponerse a trabajar.
De hecho, a la mañana siguiente, Sandra esperó a que saliera su padre a caminar —debía hacerlo por indicación médica desde que sufrió el accidente— y, al encontrarse a solas con su madre, volvió a la carga con el tema: no le agradaban los estudios y entendía que, cumplidos ya los veinte años, debía incorporarse al mercado laboral.
Su madre quería, por todos los medios, que Sandra siguiera estudiando, pero también conocía a su hija y sabía que no estaba dispuesta a hacerlo, por lo que decidió apoyarla.
—Sandra, sé que me estoy equivocando, pero también sé que, si has decidido dejar de estudiar, al final lo harás, así que cuenta con todo mi apoyo.
—Gracias, mamá, sabía que me ayudarías.
—Sí, hija. Además, tengo algo que posiblemente te pueda interesar: mientras estabas fuera, tuve la oportunidad de hablar con Marian.
—¿Con quién? Dime, me tienes en ascuas.
—Con Marian, la dueña del supermercado. Me estuvo explicando que ella y su hijo no dan abasto; necesitan a una persona de confianza y me habló de ti, así que, si te interesa, es un sitio donde puedes estar bien.
—Pero yo no sé nada de supermercados…
—Con lo viva que tú eres, en poco tiempo te quedarás con la dinámica de la tienda.
—Oh, mamá, qué bien. Y ¿cuándo puedo ir a hablar con ella?
—Cuando tú quieras.
Sandra se abrazó a su madre, contenta al ver que su vida daba un pequeño giro que conducía a otros horizontes. No sabía si sería para mejor, pero lo que sí sabía era que lo deseaba y que era lo que tenía que hacer ahora por su casa.
Su madre tenía razón. En poco tiempo, Sandra supo llevar a cabo una labor que hacía que Marian se sintiera satisfecha. De hecho, la estaba empezando a considerar como algo más; siempre había deseado que su hijo Luis escogiera una buena mujer y Sandra le parecía perfecta. En este caso, Marian no difería de otras y pensaba más como madre que como empresaria.
Marian siempre echaba en falta esa seguridad que su marido le daba, pero la desgracia se cebó cuando se quedó viuda, siendo Luis muy pequeño. Ella se olvidó de vivir y se empleó a fondo para sacar adelante a su hijo y, lo que no era menos, sus miedos.
Ahora, Luis ya era un joven educado, trabajador y agradable, y Marian empezó con su estrategia. Y, como se suele decir, el roce hizo el cariño: estar juntos todo el día en el supermercado fundamentó una relación entre los dos jóvenes.
Marian ayudó mucho a esta relación, invitando a comer los días festivos a Sandra y haciendo cosas que desembocarían en que ambos jóvenes pasaran mucho tiempo juntos.
El tiempo fue haciendo el resto. Antes, incluso, de que ninguno de los dos se diera cuenta, Luis y Sandra eran novios, y así fue pasando el tiempo: Sandra trabajaba junto a Luis, y Marian viajaba cada mes con regularidad a Barcelona y seguía su mejora.
Asiduamente, Sandra y su hermano Martín salían juntos con sus respectivas parejas y lo pasaban bien. Se podía decir que eran felices.
Sin embargo, un día, Martín y Sandra se encontraron solos en casa y él reparó en algo que no podía pasar por alto, así que, aprovechando que no había nadie delante, abordó a Sandra.
—Hermanita, ¿cómo estás?
—Bien, pero… ¿a qué viene esa pregunta? No te entiendo.
—Yo sé que estás bien, pero no me refiero a eso.
—¿Entonces…?
—Me refiero a cómo te va con Luis.
—Bien, me va bien.
—A ver, hermanita, yo ya sé que te va bien. Me vengo a referir a que, cuando somos jóvenes y conocemos a alguien y nos enamoramos, se nos nota en todo momento, siempre estamos pensando en la otra persona y parece que nos ahogamos cuando no estamos con ella. Es una sensación especial, tú ya ves cómo vivo yo con Raquel; si no estoy con ella, me falta el aire; y, cuando estamos juntos, son los mejores momentos que vivimos, deseando que no se acaben.
»Sin embargo, cuando os veo a ti y a Luis, tengo la impresión de que existe cierta frialdad, de que falta ese calor, esa pizca de chispa, lo que me preocupa, porque sabes que quiero lo mejor para ti. No me gustaría que te equivocaras y que eso te reportara daños.
—Ay, Martín, sé que te preocupas por mí, pero, créeme, no hay motivos para ello. Nosotros estamos juntos todo el día, así que no es igual que Raquel y tú. Además, sabes que Luis es, más bien, tranquilo y no demuestra mucho las cosas, pero puedes estar tranquilo, hermanito.
—Vale, pero quiero que acudas a mí si ocurre algún problema. Tienes que prometerlo. Quiero que seas muy feliz y, además, quiero verte muy feliz. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Ambos se abrazaron y dejaron ahí la conversación de la preocupación de Martín.
El tiempo, a su velocidad de crucero, fue dándoles cuerpo a las vidas de estos jóvenes, siguiendo el proceso habitual de cualquier joven, con sus ilusiones, sus proyectos, sus sueños… y aquí saltaban las dudas de Martín, porque Sandra parecía que contemplaba esta situación como si