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La novia del papa se desnuda
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Libro electrónico395 páginas6 horas

La novia del papa se desnuda

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«Más de medio siglo después, El Palmar de Troya resiste».

Medio siglo de historia intramuros de una catedral. Una novela de intriga basada en hechos reales. De la superstición del tardofranquismo y el recato religioso, al desnudo en la portada de Interviú de la novia del papa.

El reto, orquestado con maestría y picaresca contra la Iglesia católica, se convierte en un entramado financiero internacional. Del desenfreno de la década de los ochenta, trufada de sexo, drogas y secretos ocultos, a la búsqueda de una salida acomodada para evitar las amenazas de la globalización: los papeles de Panamá, el cerco de la Guardia Civil y el rastro que un sicario va dejando a su paso por El Palmar de Troya.

Una novela de intriga, pasiones y, sobre todo, mentiras y ambiciones. Un historia que no podrás dejar de leer hasta descubrir dónde está el límite del engaño.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 jul 2020
ISBN9788417717872
La novia del papa se desnuda
Autor

Miguel Ángel Santiago

Miguel Ángel Santiago (Sevilla, 1965) es un aficionado a leer y a coleccionar libros desde la adolescencia. Invirtió la paga semanal de dos años en comprar la edición en piel de los cien clásicos de la literatura universal. Comenzó a juntar palabras como pasatiempo. La primera obra permanece inédita. Ha publicado artículos científicos sobre asuntos sociales y numerosas colaboraciones editoriales en medios. La novia del papa se desnuda es su segunda novela. Apasionado por los viajes, le gusta visitar los escenarios reales en los que imagina la acción de cada historia y la vida de los personajes. Después de una dilatada carrera profesional como ejecutivo de diferentes corporaciones y consultor empresarial, Miguel Ángel vive en Paracuellos de Jarama con su familia y está preparando su siguiente novela.

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    La novia del papa se desnuda - Miguel Ángel Santiago

    1

    Una leve genuflexión. Impía.

    Un síntoma de claudicación debido al cansancio y el exceso de alcohol. Trató de fijar la mirada en un punto concreto, un asidero donde sujetar el mareo mientras contenía en la garganta un reflujo ácido.

    Las botellas en las estanterías, los rostros de los desconocidos y los escasos adornos en las paredes giraban como en un tiovivo. El griterío crecía entre cervezas, vino manzanilla y esperanzas de un final feliz. Cada vez que alguien abría la puerta del retrete, un intenso olor a urea competía con la fritanga y el sudor de axilas. Sobre las cabezas de los presentes —colgados de un nudo de soga como reos ejecutados al amanecer—, un batallón de jamones ibéricos de pata negra lloraba lágrimas de grasa que, vertidas con paciencia infinita, iban a caer a un sombrerito chino de plástico blanco clavado del revés en la base de cada pernil. El suelo —cubierto de serrín y peladuras de gambas— daba fe de la contienda que se venía librando en el campo de batalla de los vicios y las pasiones mundanas.

    La bodega Las Columnas, en pleno barrio de Santa Cruz, estaba repleta de turistas. Silvio Genés —el papa de la Iglesia palmariana— llevaba allí un par de horas. Semblante serio y cara de pocos amigos; camisa oscura, pantalón y zapatos negros. Sobre la calva le rezumaban diminutas gotas de sudor que, de vez en cuando, aliviaban el sofoco de una mosca impertinente. Bebía cañas de cerveza con maneras de quien domina el oficio. Cada dos tragos se atusaba la barba negra bien arreglada, proyectando en conjunto la imagen de una sombra huérfana que se hubiera dado a la vida disipada.

    Poco antes de apostarse en una de las esquinas de la barra del bar, con intención de repasar los últimos detalles de la primera fase del golpe, había paseado por los alrededores de la antigua casa madre de la Orden de los Carmelitas de la Santa Faz, en el número veinte de la calle Redes. Había doblado las mismas esquinas y caminado por las mismas aceras que los feligreses patearan en otros tiempos con pasos apresurados, esquivos a las miradas de los transeúntes, evitando las cámaras de los periodistas que acechaban emboscados entre los coches aparcados y los zaguanes de las viviendas aledañas. Después, abandonó la zona acompañado de recuerdos y sentimientos encontrados, con la sensación de haber sido víctima de una época y del histrionismo de unos personajes irrepetibles.

    Sacó un billete arrugado de cincuenta euros del bolsillo derecho del pantalón y lo dejó en el mostrador sobre restos de espuma de cerveza. Algunos trazos de la cuenta de siete líneas, que un camarero había ido anotando con tiza blanca, quedaron emborronados. Temió trastabillar en público; aunque, salvo algunas miradas de soslayo, no había recibido mayores atenciones. «Vamos allá». Apuró media caña de un trago.

    Sus movimientos eran observados con detalle desde el exterior a través de una de las ventanas del bar, situada entre las columnas que sujetan el pórtico bajo el que unos toneles de madera sirven de mesas. Dos individuos se turnaban en la posición de vigías cada varios minutos. Uno de ellos subía del metro ochenta de estatura; un tipo fornido, pantalón gris de Armani y camisa blanca, con mangas ceñidas que dejaban adivinar unos bíceps trabajados en las salas de musculación. El otro, más bajo y menos corpulento, con ojos pequeños y saltones, escudriñaba cada detalle detrás de unas gafas Ray-Ban estilo Ozzy con lentes de color celeste. Y, de vez en cuando, se atusaba el flequillo de pelo moreno y ralo ganando aspecto de seminarista.

    En el interior, la clientela gritaba formando un pandemonio de colores y sonrisas ebrias. Genés miró el reloj, salió y se encaminó hacia la catedral y el palacio arzobispal, a escasos cien metros calle abajo. El adoquinado de granito no se lo puso fácil. Un par de veces le flaquearon los tobillos. Hizo alguna pausa para observar desde la acera los cachivaches de cerámica, los oropeles, los trajes de flamenca —«faralaes», dicen fuera de Sevilla—, y las metopas y postales de la ciudad. Una industria de baratijas para el turismo de a pie, expuesta en soportes metálicos de más de un metro de altura y en marcos colgados en las paredes de las fachadas de las tiendas.

    El bigardo y su acompañante lo seguían sin quitarle la vista de encima. Llegó hasta la fachada principal de la archidiócesis en la plaza Virgen de los Reyes. A su espalda, sentados al borde de la alberca de la fuente farola, la chavalería aprovechaba el frescor de las gotas de agua vomitada por los cuatro mascarones de la columna. Pensó en Clemente Domínguez y en su comentario preferido: «Qué bien se cuida la gran ramera».

    Se le acercaron dos mujeres gitanas, una por cada lado, que repartían racimos de romero y vendían biznagas de jazmín, asegurando a voz en grito ejercer de quiromantes y tener el poder de invocar cualquiera de las diez plagas según las monedas conseguidas.

    —Toma, ti lo regalo. ¡Ay!, cógelo, hombre —le canturreó una de ellas—. Dame argo pa comé, payo.

    —No tengo nada —balbuceó mientras las esquivaba.

    —¡Ay! Una monedita, payo. ¡Si parese er Cardená!

    La alusión le resultó ofensiva. Con un gesto despectivo se deshizo de la encerrona y aligeró el paso. Las dos mujeres quedaron atrás refunfuñando:

    Si parese una cucaracha —soltó una de ellas entre dientes mientras aceleraba el paso en dirección a una pareja de japoneses perdidos en un mapa desplegado de la ciudad.

    El seminarista volvió a componerse el flequillo con una mano y con la otra sacó del bolsillo derecho del pantalón un iPhone 5. Realizó una llamada a una distancia prudencial de Genés, tal y como tenía encomendado la Guardia Roja. La gitana que había dado por imposible a los orientales se acercó al bigardo y comenzó con la misma cantinela, pero fue rehusada con descortesía.

    El plan inicial de Genés era simple: reunirse con el arzobispo Juan José Asensio Pérez. Y la herramienta: una entrada para la visita guiada de las trece horas. Aún faltaban veinte minutos, pero ya había gente esperando.

    Pasó como uno más entre media docena de turistas, un par de yanquis eufóricos por el efecto del calor y el vino de uva pasa, y un grupo misceláneo armado hasta los dientes con dispositivos electrónicos. El guía —un tipo amable y regordete con una sonrisa sibilina pintada en el rostro— los llevó a través de los patios manieristas del siglo xvi. Les anunció que pisaban sobre las huellas de las botas de los oficiales franceses del mariscal Nicolás Jean-De-Dieu Soult, duque de Dalmacia, cuando estableció allí su residencia durante la infame ocupación napoleónica. Una etapa en la que aprovechó para que sus esbirros liquidaran al obispo Juan Álvarez de Castro, además de robar algunas obras de Zurbarán y Murillo. También les susurró, como si compartieran un solo oído, que los duques de Montpensier y su familia mancillaron aquellas baldosas mientras se realizaban las reformas del palacio de San Telmo, que habían adquirido a mediados del siglo xix.

    —Es posible —dijo bajando la voz al nivel de confidencia— que fuera por entonces, en alguna de las estancias de este palacio, donde por primera vez Antonio de Orleans tramara el levantamiento contra Isabel II, liderado por el general Prim; a quien primero financió y más tarde ordenó que lo mataran —concluyó, mostrando una sonrisa de conspirador de mesa camilla.

    La visita murmuraba satisfecha con las obras de arte y las explicaciones. El guía, que parecía relamerse de satisfacción con las palmas de las manos sobre su abultado abdomen, les precedía por la escalera principal. Una obra trabajada en mármol rosa en los peldaños y en la balaustrada, coronada por una repisa negra veteada en blanco y rematada con bolas en forma de peón de ajedrez en cada una de las esquinas de los tres rellanos. Mientras subían, los frescos estilo rococó iban desvelando diferentes escenas de exaltación de la Iglesia católica y algunos pasajes de la Biblia.

    Genés fue rezagándose con disimulo hasta que el grupo llegó a la entrada del salón principal. Entonces, aprovechó las maniobras que realizaban para desviarse y girar en el pasillo hacia el Salón del Trono. No había nadie, pero tampoco parecía comunicar con otras estancias del palacio. Estaba en el sitio equivocado. Reconoció el sitial apoyado en uno de los testeros: «Creo que voy a sentarme donde Juan Pablo II posó su santo trasero cuando vino a Sevilla; papa era él, y papa soy yo», pensó divertido, pero renunció a pesar de la tentación.

    Los efectos euforizantes de la cerveza se iban disipando, y en los vapores del alcohol se esfumaba buena parte de la entereza que lo había llevado hasta allí. Pasó por el anteoratorio y llegó hasta la Galería de los Prelados. Miró con desidia los retratos de cardenales y autoridades eclesiásticas que habían formado parte de la archidiócesis, y que ahora, inertes y colgados de la pared a ambos lados del pasillo, le devolvían la mirada con indiferencia.

    —¿Puedo ayudarle en algo?

    Una voz femenina volvió a ponerle los pies en el suelo.

    —Sí, claro.

    —¿Se ha perdido? Del grupo, quiero decir.

    No parecía sorprendida con el encuentro. Más bien, interesada en pastorear la oveja descarriada hasta el rebaño. Tenía aspecto de funcionaria: pantalón vaquero apretado y una blusa floreada en tonos verdes y anaranjados. Unos cuarenta años, pelo corto cobrizo con mechas moradas. Escrutaba las reacciones de Genés con desconfianza. Alzaba los ojos por encima de los cristales de unas gafas que mantenía en equilibrio hacia la mitad de la nariz aseguradas con una fina cadenita de plata. A cada momento, miraba hacia las puertas de acceso a la galería como si esperase refuerzos.

    —No, verá…, soy… Bueno, soy el máximo responsable de la Iglesia palmariana y traigo un asunto urgente para el arzobispo —la petición sonó insegura, incluso improvisada.

    —¿Quiere ver al arzobispo? ¿Cómo ha dicho que se llama?

    —Silvio Genés, el papa Benedicto XVII —añadió con algo más de entereza.

    —¿Papa? —La mujer se quedó con la boca entreabierta, decidiendo si tomar en serio lo que había oído o dar la voz de alarma sin esperar un segundo más. El aliento a tabaco mezclado con alcohol le hacía inclinarse por lo segundo—. ¿Cree que este es un lugar apropiado para gastar bromas? —preguntó con los ojos abiertos hasta el límite de lo posible.

    —¡No es broma! ¿Nunca ha oído hablar de nosotros?

    —Mire, vamos a hacer una cosa —dijo la mujer cada vez más nerviosa—. Se va a quedar por aquí cerca y lo comentaré con algún responsable que esté disponible. ¿Le parece bien? —A Genés le sonó como una matrioska: una orden dentro de una pregunta.

    —Sí, claro, me parece bien. ¿De verdad no sabe qué es El Palmar de Troya?

    —Me suena, pero acompáñeme, por favor. Y no toque nada, vuelvo enseguida.

    Lo invitó a pasar al anteoratorio y le pidió que aguardara un par de minutos en la capilla del nuncio mientras ella averiguaba qué podía hacer. Dio media vuelta y apresuró el paso con evidente inquietud, casi trotando, y dando juego a unas zapatillas blancas diseñadas para otras pistas de competición.

    El Palmar de Troya había pasado a la historia chusca de los fenómenos de las apariciones marianas: un anacronismo. Además, salvo por los pequeños flecos legales y de convivencia con el pueblo, a nadie interesaba lo que ocurría o dejaba de ocurrir en el interior de los muros de la basílica. La situación actual con la Iglesia católica no tenía nada que ver con las viejas desavenencias. Desaparecidos Clemente Domínguez y Manuel Alonso Corral —los primeros papas con los nombres de Gregorio XVII y Pedro II—, los días de esplendor y peregrinaciones no eran sino anécdotas. Un recuerdo apolillado, trufado de extravagancias como santificar al dictador Franco, a Primo de Rivera y a Carrero Blanco, entre otros. La prensa daba por hecho que era una secta y que siempre lo había sido; cuyos estertores anunciaban una derrota inminente. Vestigios, en la memoria colectiva del pueblo, de los años de las romerías, la farándula y el dinero fácil. Y nadie como Genés creía estar en mejor disposición para deshacer el nudo gordiano, capitalizar los restos de la coyuntura, apagar la luz y echar la persiana.

    «Lo merezco», pensaba observando frente al espejo una alopecia creciente que le proporcionaba, según le aseguraba Blanca en la intimidad, un aire ecuménico. La decisión, no obstante, no era fácil de tomar. Había llegado con su madre a El Palmar de Troya en la década de los ochenta, atraídos por el auge creciente de los seguidores de la nueva Iglesia. Después, se unió su padre. Y allí murieron los dos. En los terrenos de una antigua finca en los alrededores de Utrera.

    —Buenas tardes, soy Ignacio Silvela, secretario canciller. ¿En qué puedo ayudarlo? —El religioso hizo una breve pausa—. Me han dicho que quiere ver al arzobispo Juan José Asensio.

    Había aparecido sin hacer el menor ruido. Genés se volvió, cayendo a plomo desde los recovecos de las yeserías barrocas del techo en las que se había entretenido.

    —Silvio Genés, de la Iglesia palmariana —dijo nada más aterrizar.

    —Sé quién es usted —contestó en tono suave, incluso condescendiente.

    —¿Me conoce?

    —Si le gusta Matías de Arteaga, en el techo del anteoratorio puede ver la Asunción de la Virgen, una de mis pinturas preferidas —dijo sin contestar a la pregunta—. ¿Le apetece un café mientras me cuenta el motivo de su visita?

    Le señaló con un gesto el camino invitándolo a ir por delante. Desprendía carisma: de traje oscuro con la chaqueta abierta, camisa negra con alzacuello y zapatos negros anudados con cordones encerados. Al sonreír, los mofletes se le ensanchaban como insuflados por un fuelle, evidenciando una barba hirsuta y resistente al rasurado que imitaba la defensa del puercoespín. Genés sintió envidia del porte distinguido, de la nutrida cabellera negra y del peinado clásico con raya a la izquierda. Rondaba una cincuentena saludable en la estirada piel sonrosada, alimentada con generosidad, pero sin excesos. En los ojos el brillo de quien se sabe, o cree saberse, en paz con Dios y con los hombres.

    —Sí, claro…, un café. Y, si es posible, me gustaría fumar un… —interrumpió la frase ante la mirada desaprobadora del secretario canciller.

    —Acompáñeme, por favor. Créame, si me hubieran preguntado esta mañana por las posibles visitas del día, usted no habría estado en la lista.

    Lo dijo sin atisbo de acritud, para romper el hielo, mientras pasaban a una sala de espera fuera del recorrido turístico.

    —Ya, pero tengo una cosa importante que comentar con el arzobispo, algo que nos interesa a todos.

    —¿A todos? ¿A quiénes se refiere y por qué no ha solicitado una audiencia con el arzobispo? Digamos, por una vía menos irregular.

    —Le interesa a la Iglesia, de eso estoy seguro. Y también estoy seguro de que no habría conseguido una reunión por otra vía, sea la que sea, que tampoco la conozco.

    La sala estaba diseñada para una espera corta. Amueblada con una mesa cuadrada de nogal y cuatro sillas de madera de pino y respaldo en caña. Una librería cubría uno de los testeros con textos religiosos intercalados con fotografías de actos sociales y varias placas con fechas conmemorativas.

    Tomaron asiento uno frente al otro.

    —Comprendo. Sin embargo, entenderá que ver al arzobispo sin un motivo concreto o una reunión en la agenda, en fin, y a pesar de ser usted quien es, no es algo que esté dentro de lo posible.

    A Genés le dio la impresión de que empleaba un poco de sorna.

    —¿Sabe usted algo de nuestra historia común, la de El Palmar de Troya y la Iglesia católica?

    —Digamos que conozco la historia, aunque no estoy seguro de entender qué quiere decir usted con «historia común» —dijo mientras dibujaba un entrecomillado con los dedos de las manos.

    Clemente Domínguez y Manuel Alonso Corral. Sus… cosas con Bueno Monreal y con Carlos Amigo. Y lo que pasó con muchos de nosotros.

    —Sí, claro, conozco esa parte. Pero créame que es agua pasada, y por ello he accedido a verlo. Aunque no voy sobrado de tiempo.

    El secretario canciller se quitó las gafas con desgana. Sacó un pañuelo blanco de un bolsillo del pantalón y las limpió tras humedecerlas con varias bocanadas de vaho.

    —Nadie sabe lo que voy a decirle. —Genés hizo una pausa para captar la atención del clérigo—. Voy a dejar El Palmar de Troya, el papado y todo lo demás. Me estoy preparando para la salida y hay algunos flecos que quiero dejar cerrados.

    —¿Flecos? —Se ajustó las gafas y, mirando a Genés, abrió las palmas de las manos hacia arriba sobre la mesa, como preguntando: «Y… ¿a mí qué me estás contando, payo?».

    —Verá, señor secretario canciller, muchos de nosotros fuimos excomulgados por pertenecer a la orden, y ese es el primer punto que quisiera comentar. Por nuestra parte, estamos dispuestos a reconocer que todo ha sido…, bueno, un montaje que dura ya demasiado tiempo.

    —Las derogaciones de excomunión no son un proceso fácil, pero continúe. ¿Ese es el fleco que quiere resolver? ¿A quién se refiere cuando habla en plural?

    Genés se pasó la mano por el rostro dudando qué responder.

    —Pero ¿sería posible o no?

    —Como especialista en derecho canónico, le anticipo que precisará de buenas razones y asesores especializados para poner en marcha una petición de esas características —dijo mientras se levantaba mostrando algo de impaciencia.

    El secretario canciller fue hasta la ventana del lado oeste de la sala con las manos entrelazadas en la espalda. Le gustaba la vista, ofrecía una perspectiva privilegiada de la calle Placentines esquina con la calle Alemanes. Justo enfrente, podía ver el patio de los Naranjos, al que se accede por la puerta del Perdón, y la biblioteca Capitular y Colombina de la catedral. Abajo, en la acera, las calesas con sus ruedas pintadas de amarillo esperaban turno para pasear turistas durante media hora por sesenta euros. Mientras tanto, los caballos atizaban coletazos sobre sus lomos para disuadir a las moscas impenitentes y aprovechaban el asueto para evacuar pesadas cargas de heces en el asfalto mojado por el camión de riego del ayuntamiento. Incluso con los cristales cerrados, podía sentir la humedad y el pegajoso olor a excrementos que apagaban el recuerdo del azahar, el incienso y las nubes de algodón de azúcar de los meses de Semana Santa.

    Un camarero, con una bandeja plateada y dos tazas de café cortado, asomó el rostro empujando la puerta con la punta del pie derecho. Silvela le hizo un gesto para que las dejara sobre la mesa. Situó una a cada lado y se marchó. Genés vertió el azúcar de un sobrecito en el café mientras pensaba que en ese momento habría preferido otra cerveza y un cigarrillo; se moría de ganas de fumar.

    —Pero no es imposible, ¿no? —insistió.

    El secretario canciller dejó las calles de Sevilla y regresó a la mesa.

    —No sería el primer caso, eso es cierto —dijo tomando asiento y acercándose la taza de café a los labios.

    Genés volvió a la carga.

    —Ratzinger concedió el perdón a cuatro obispos excomulgados por Juan Pablo II. Y eran obispos de Lefebvre. Por si no lo sabe, uno de ellos, un tal Williamson, se pasea por los platós de televisión en Suecia negando el holocausto y dice que ni un solo judío murió en las cámaras de gas. O sea…

    —Le agradezco el recordatorio y le aseguro que estoy al día de lo que nos concierne como Iglesia. Pero, dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?

    —Necesito un contacto de alto nivel entre ustedes, o sea, en esta casa. Y había pensado en el arzobispo, pero tengo que reconocer que… usted me cae bien, podría valer.

    —¡Vaya! Me siento complacido —dijo, ahora sí, en tono irónico.

    —No es broma. El asunto es mucho más serio de lo que pueda parecer de entrada.

    El secretario canciller cruzó los brazos y se acomodó en la silla, en compás de espera.

    —El caso es que, como papa, tengo poderes para poner en marcha algunas acciones y facilitar valiosa información para esclarecer hechos, ayudar a aquellos que hayan sido perjudicados y, si llega el caso, disolver la orden.

    El secretario canciller se quedó mirándolo un tanto incrédulo, pero dispuesto a tener un poco más de paciencia. Le interesaba saber qué había detrás de la maniobra de Silvio Genés. Pero no tenía intenciones de ponérselo fácil.

    —Pues verá, le agradezco que comparta conmigo esa información, pero no veo qué relación puede tener con la Iglesia de la que formo parte. Su… Iglesia no está reconocida por la Santa Sede. Y eso, como usted sabe, quiere decir que está más allá de cualquier ámbito de actuación de este arzobispado.

    Genés se levantó con brusquedad, inquieto. Metió las manos en los bolsillos y acarició el paquete de Marlboro con ansiedad.

    —¿Sabe cómo se conocieron?

    —¿Quiénes?

    —Clemente Domínguez conoció a Manuel Alonso Corral cuando apenas tenía veinte años. Comenzaron una… relación. Les unía la afición por la cosa religiosa; además de los viajes a las playas de Cádiz y las juergas por los garitos de ambiente de Sevilla. ¿Sabe a qué me refiero?

    —Claro.

    —Clemente tenía un mote: la Voltio, cuando lo de las noches del Arny. Pero se le fue de las manos. Después de las primeras denuncias, las fiestas fueron más discretas. Y se repartían por las casas que había en Sevilla. Al final, reconoció las acusaciones de abusos sexuales y pidió perdón. Fue por la denuncia del padre Tomás; un irlandés pelirrojo que le gustaba mucho. ¿Sabe que Clemente Domínguez quería ser cura?

    —Hace años —contestó el secretario con desgana— leí algunas líneas sobre la vida del personaje.

    La ansiedad por la falta de nicotina no remitía. Tenía la boca seca. Necesitaba una cerveza en vena.

    —Pues sí, era una obsesión para él. Me contó que de niño vivía obsesionado con una bruja mellada de cartón piedra con los labios pintados de rojo y las uñas negras y retorcidas como patas de alacranes —dijo en tono teatral—. Iba a verla a una de esas atracciones de feria, ya sabe, donde los trenecitos esos que dan vueltas por una especie de túnel de los horrores. Para tocarla, porque creía que detrás de aquella cara había una revelación. Que era el misterio por desvelar. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Se da cuenta de dónde venimos y de lo que ha podido ocurrir durante todos estos años? —Tomó aire y añadió—: Intervenir es una cuestión de justicia… divina, si usted quiere.

    El secretario canciller comenzaba a tener algunos puntos claros acerca de las intenciones de Silvio Genés. No solo pretendía arreglar su relación y la de alguien más con la Iglesia católica, sino que, además, pretendía tirar de la manta y espolvorear el ambiente con las miserias ocultas entre polillas y olor a naftalina.

    —¿Cuándo se dio cuenta?

    —¿De qué?

    —De que tenía que hacer algo como lo que está exponiendo.

    Genés, todavía de pie junto a la mesa y las manos en los bolsillos, miró al techo buscando la ubicación de la fecha en la que fraguó el plan, del que tenía intención de contar solo una parte.

    —Yo qué sé. Es algo que empieza en un momento y no te das cuenta. Como un cáncer: se mueve por ahí, pero no duele ni da señales hasta que un día estás malo y vas al médico. Te hacen unas pruebas y te dicen que estás podrido por dentro.

    —Comprendo.

    —Y se utiliza en vano el nombre de la Virgen María.

    El secretario canciller se levantó despacio. Los dos estaban uno frente a otro, mesa de por medio.

    —Mire, Silvio Genés, creo que me hago una idea del motivo de su visita.

    —Me alegro. —Dudó un momento y añadió—: Si le parece, puedo escribirle una carta para el arzobispo. Para pedir una revisión de mi excomunión. ¡Ah!… Y la de otra persona más: una monja; bueno, ya no es monja, ahora es mi novia.

    —Es un primer paso. Hágame llegar esa carta y le prometo que le contestaré en nombre del arzobispo.

    —Si todo sale como espero, seré agradecido. Muchas cosas tendrán que ser donadas a alguien con fines religiosos.

    Silvela se quedó pensativo por un momento y, alzando el brazo derecho hacia donde se encontraba Genés, le hizo el gesto de acompañarlo fuera de la sala, dando por finalizada la entrevista.

    —Bueno, el tiempo nos irá diciendo. ¿No le parece?

    Bajaron por la escalera principal, ahora vacía de turistas. Genés apreció la claridad que entraba por los amplios ventanales y que hacía innecesaria la luz artificial. A pesar de ello, un candelabro de dos brazos prendido en la pared permanecía encendido con sendas bombillas en forma de velas. Cruzaron el patio principal manteniendo un incómodo silencio y se despidieron poco antes de la entrada principal con formalidad. En el rostro del secretario canciller había desconcierto. Genés le estrechó la mano con un gesto serio que pretendía ser trascendente y se despidió con un «estamos en contacto».

    Del frescor de los amplios salones de palacio pasó a recibir la radiación de un sol abrasador. Calles despejadas de turistas, cobijados en la amplia oferta de bares de los alrededores, ataviados con sus pantalones cortos y zapatillas deportivas; sedientos, buscando resuello cerca de las máquinas de aire acondicionado. Al llegar a la puerta del hotel EME Catedral, Genés advirtió la presencia de un tipo regordete y calvo que descendía de una furgoneta —marca Volkswagen— blanca, con capacidad para ocho personas. Vestía de negro entero hasta el cuello cerrado, disimulando una barriga que pugnaba por romper un par de botones de la camisa. Genés le hizo un gesto de alivio al verlo y, al llegar, subió por la puerta derecha al mismo tiempo que lo hacía el gordo por el lado del conductor. El bigardo y el seminarista aligeraron el paso hasta llegar a un BMW X6 blanco estacionado detrás de la furgoneta. Una tercera persona, con gafas oscuras y fumando un cigarrillo, esperaba al volante con el motor encendido. Los dos hombres tomaron asiento en la parte trasera. Primero inició la marcha la furgoneta y, seguida por el coche, enfocaron hacia la avenida de la Constitución.

    A unos cincuenta metros de distancia, una unidad camuflada de la Guardia Civil recibía señales de los dispositivos de rastreo colocados en los bajos de los dos vehículos. Dos puntos verdes parpadeantes comenzaron a deslizarse como un par de hormigas por la pantalla. El capitán José Manuel Muñiz y un agente de su unidad se miraron complacidos al comprobar que, a pesar de los recortes de presupuestos que venían padeciendo, la tecnología no los dejaba tirados. Esperaron cinco minutos, tiempo suficiente según el GPS para situarlos a unos dos kilómetros en la carretera de circunvalación SE-30.

    —Parece que por hoy ha terminado la fiesta —dijo el capitán Muñiz.

    —¿Los seguimos?

    El operador del dispositivo de rastreo era un hombre joven; alrededor de los treinta años, con una península menguante de pelo rubio sobre la frente. Llevaba unas gafas pasadas de moda con el logotipo de General Óptica desgastado. En una de las dos lentes, un resto grasiento de dónut glaseado delataba una actitud golosa en forma de huella digital.

    —No sé, ¿estás seguro de que son ellos?

    —No comprendo, mi capitán.

    —Nada, cosas mías. Iker, no sé cómo puedes ver algo con esas gafas.

    El guardia se las quitó y las puso al trasluz arrugando los ojos. Hizo un leve gesto de aprobación y se las volvió a poner.

    —No están del todo mal, mi capitán.

    —Mira a la carretera —le dijo el oficial.

    —A la orden.

    El Citroën Xsara inició la marcha por la misma ruta que siguen los pasos de Semana Santa cuando levitan gracias al esfuerzo de los costaleros en las trabajaderas. Siguieron atentos al constante derrame de puntos verdes en la pantalla como gotas de cera sobre el asfalto de abril.

    2

    —Compra calzoncillos de Calvin Klein en El Corte Inglés y pide a las monjas que les corten las etiquetas —dice el presidente del banco, Markus Piaget—. Surte su armario personal con camisas y pantalones de marcas de moda. De vez en cuando sale por Sevilla de copas. Son las últimas noticias que nos llegan. Y que tiene una amante.

    Luitgard Matt da la espalda a la mesa de escritorio del amplio despacho del presidente con la mirada fija en la Paradeplatz, a través de la ventana de cristales tintados en la última planta del edificio del banco UPS. Ojea la hora que marca el reloj Patek Phillippe que lleva en la muñeca derecha. Desde su metro noventa de estatura, escucha las novedades sobre una de las cuentas que tiene asignadas.

    Se gira hacia Markus.

    —¿Se sabe algo más?

    —No mucho.

    —¿Debo pensar en un plan de contingencia?

    Se pasa la mano por el rostro y comprueba el afeitado milimétrico de la mañana. A la espera de que su jefe saque la varita mágica.

    —¿Alguna sugerencia? —pregunta Markus.

    Luitgard está convencido de que se trata del invento de un par de maestros del trile. Dos tahúres cuyas cartas marcadas les proporcionaron un filón en una comunidad pobre y analfabeta, y que por alguna razón o habilidad de prestidigitadores, lograron mantener el engaño durante décadas hasta cotas impensables de efectividad, atrayendo enormes cantidades de dinero.

    —Una fuente de información fiable —sugiere el alemán.

    —Desde luego.

    Markus Piaget, sesenta años. Nacido en la helvética cuna noble de una familia rica. En plena Segunda Guerra Mundial, en un país neutral para las balas, pero no para el oro. De su padre, banquero desde los tiempos de la Revolución Industrial, heredó una fortuna y la mayoría de las acciones de un banco próspero, situado en el lugar más adecuado para las finanzas internacionales. Cabello blanco cortado a navaja; viste trajes a medida confeccionados por un maestro de sastrería que acude con puntualidad trimestral a su despacho, pertrechado de un muestrario con pequeños cortes de los paños más exclusivos. Los años de vida excelsa también le pasan factura. Corrige los defectos de la vista con unas gafas Cartier montadas en estructura de oro y vigila con exámenes periódicos la evolución de una próstata

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