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Cuando la piedra toca el cielo
Cuando la piedra toca el cielo
Cuando la piedra toca el cielo
Libro electrónico455 páginas7 horas

Cuando la piedra toca el cielo

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De algún lugar partió la idea de levantar un templo dedicado a la Sagrada Familia de Cristo en Barcelona.

De algún lugar partió la idea de levantar un templo dedicado a la Sagrada Familia de Cristo en Barcelona. Es justo este curioso prodigio el que presento en esta obra, donde por toda lógica me deleito con un arquitecto tan insigne como fue don Antonio Gaudí.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 nov 2019
ISBN9788417984519
Cuando la piedra toca el cielo
Autor

Rosendo Muñiz Soler

Rosendo Muñiz Soler nació en Barcelona en el año 1957. Se considera un autor autodidacta al que le gusta citar la novela histórica, siempre refrendada en acontecimientos o personajes catalanes o que hayan tenido relevancia en esta comunidad o en España.

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    Cuando la piedra toca el cielo - Rosendo Muñiz Soler

    Cuando la piedra toca el cielo

    Cuando la piedra toca el cielo

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417984014

    ISBN eBook: 9788417984519

    © del texto:

    Rosendo Muñiz Soler

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Capitulo 1

    Corría por entonces el día dos de mayo del año mil ochocientos ocho, que el pueblo español desde Madrid se levantaba contra un invasor gabacho, que se quería hacer dueño de nuestro país y llevarse lo que quedaba de la familia real en la capital de España. Eran las hijas de un desaparecido rey Carlos IV, que con una cautela difícil de diagnosticar, andaba arrestado por el país galo, en compañía de su esposa doña María Luisa de Parma.

    Los españoles no querían de francés, más que la tortilla en un momento dado. Por eso todo un pueblo se alzó en un alarido clamoroso de victoria, contra un invasor que no pintaba nada por aquí. Barcelona evidentemente como ciudad cosmopolita de ese reino un tanto impreciso que se denominaba España, también alzó su voz en grito desenvuelto, para espantar de sus tierras a ese usurpador nefasto que no hacía más que estorbar.

    No me voy a extender por aquí explicando que el intento de dominación francesa a España, provenía de unos extraños acuerdos que confirieron los gobernantes españoles con el nuevo jerarca francés Napoleón. La intención era ocupar Portugal y repartirse después los territorios lusitanos entre ambos. Esto permitió a los franceses ir adentrándose en España con esa intención de ir a por Portugal. Lógicamente la entrada principal se hacía por tierras catalanas bien próximas a la frontera gala. Era por eso que los franceses ya venían tocando las partes bajas a los catalanes, desde el mes de febrero de ese hosco año mil ochocientos ocho.

    Cataluña contaba entonces con una población de unos novecientos mil habitantes. En un principio los gabachos solo ocuparon Figueras y la misma Barcelona. Poco a poco se fueron extendiendo con cierta virulencia por todo el principado catalán. El jefe de esos ejércitos de ocupación gala era el general Guillaume Philibert Duhesme, que pronto se lo creyó, e inició una política de mano dura contra el despistado pueblo catalán. El único que suavizó aquella deplorable indulgencia fue el propio Napoleón, que quería quedarse definitivamente con toda Cataluña, y le dijo a ese general que suavizara sus acometidas. Entonces se enviaron a Cataluña una partida de funcionarios franceses más jóvenes, para que se hicieran cargo de la administración catalana y hablando incluso en catalán, se dedicaran a ir afrancesando a los mismos catalanes.

    Como suele ocurrir cuando se producen estas sandeces, el mismo Napoleón había decretado en el mes de enero de ese año mil ochocientos ocho, que Cataluña pertenecía a Francia. Lo decía así de tranquilo, se quedaba tan ancho, y enviaba a ese general que al principio se puso borde, que después le obligó a comportarse con mayor gentileza. Y también como suele ocurrir siempre, algunos catalanes principalmente los miembros de las familias más adineradas, no dudaron en apuntarse al servicio de ese inhóspito invasor. Menos mal que de buen principio quedó bien claro, que la gran mayoría del pueblo catalán no estaba dispuesto a someterse a un ente tan extravagante, y además extranjero.

    En esos meses de principios del año mil ochocientos ocho, todo el pueblo español estaba siendo víctima de un engaño que estaban propiciando los franceses, y además se venía observando con cierto pavor, como era secuestrada la familia real en Madrid. Estaba retenido en la localidad francesa de Bayona, el rey Carlos IV que tuvo que abdicar de su corona, ante aquel hipotético predominio francés. Fue entonces cuando se sucedieron los famosos hechos del dos de mayo de mil ochocientos ocho en Madrid, donde toda la población se agitó, y los franceses respondieron con una represión violenta y ejecutora contra el pueblo español. Es lo que quedó reflejado para nuestra historia como «los Fusilamientos del Dos de Mayo», que con tanta presteza dejó inmortalizados el pintor Francisco de Goya en un lienzo.

    Cataluña entera también se levantaba contra ese incómodo invasor francés. Los gabachos publicaron desde Barcelona un bando, amenazando con muy mala leche a todos los catalanes, diciéndoles que serían castigados e incluso ajusticiados, si no se sometían a los designios que estaban imponiendo los franceses. Ordenaron entonces que esas instrucciones que decretaban, fueran editadas y repartidas por todas las poblaciones catalanas. Fue aquí donde empezó el cacao en Cataluña. El día dos de junio del año mil ochocientos ocho, llegaron unos carretones cargados con esos impúdicos panfletos, para entregarlos en el ayuntamiento de Manresa. Era día de mercado y la capital de la comarca del Bages estaba atestada de gente. Los manresanos sin pensárselo dos veces cogieron los paquetes que contenían esos pasquines, y allí mismo les metieron fuego. Estaba claro que mucha gente tuvo que marchar de allí totalmente despavorida, esto sirvió para que esa noticia se escampara pronto por toda Cataluña.

    Los franceses bastante cabreados, organizaron entonces unas columnas de ejército, con la idea clara de avanzar hacia Lérida y Manresa, para preparar unos juicios sumarísimos que dijeran claramente quién mandaba allí. Manresa era la primera población catalana, que izaba el gallardete de rebeldía contra el invasor francés. Los manresanos se organizaron rápido, poniéndose en contacto con gentes de Santpedor y del castillo de Cardona. Pidieron a la población que aportara todo cuanto pudiera en material de plomo, estaño u otros metales, y con ello prepararon unas balas cilíndricas para poder cargar sus fusiles, teniendo la sorpresa de que aquellos improvisados cartuchos, lograban perforar incluso la coraza de los corsarios de la caballería francesa.

    Acudieron a la llamada vecinos de otras localidades catalanas como Vic o Igualada, y todos juntos amparándose en la bandera de la «Purísima Concepción», se aprestaron para plantarle cara al dominador francés. Fue cuando se dieron los sucesos que han pasado a la historia como los del «Timbaler del Bruc», que narran como un muchacho de dieciséis años que se llamaba Isidre Llussà i Casanovas, hizo replicar su tambor y con el eco de las montañas, logró asustar al impúdico francés que se creía rodeado por un sinfín de tropas enemigas. Fue de hecho la primera derrota militar de los franceses, en esa ansiada agonía especuladora por querer conquistar España.

    Tras estos iniciales incidentes, la guerra de la Independencia iba a seguir un curso que duraría cerca de seis años. Los franceses irrumpieron siempre con la idea de descargar en España todo su potencial bélico, aunque en infinidad de ocasiones se encontraron con un rechazo generalizado de un pueblo español, que se apostaba por rebatir todas sus acometidas. Los catalanes que habían salido triunfantes de esta primera escaramuza, lo iban a pasar muy mal por todas partes. Tendrían que defender muchas veces con su propia vida, los intentos de invasión de esa inmunda osadía francesa, por hacerse con los dominios de España. La resistencia y defensa de Gerona al principio, o la de Tarragona después, así como la liberación de Barcelona, iban a vivir episodios de auténtica bravura y ardor, por deshacerse de un dominador tan despótico.

    En esos años de una España sin rey y unos franceses campeando a sus anchas, los catalanes al igual que otras regiones españolas, organizaron rápidamente lo que se denominó como las Juntas de Defensa. Era totalmente necesario poner un poco de orden a tanto desconcierto, y además se necesitaba aglutinar unos mínimos cuerpos de ejército, para combatir a ese elemento obsceno que se creía el rey del mambo. Estas Juntas de Defensa eran en sí un organismo, que se creaba para intentar asumir un poco el poder ejecutivo y legislativo de una España que se había quedado sin gobierno, sin rey y sin ningún dirigente. Evidentemente el tema que más urgía era preparar una ofensiva militar contra un invasor, que estaba descargando buena parte de sus aparejos artilleros y militares, sobre una España que estaba totalmente dispuesta a no dejarse avasallar.

    Las Juntas de Defensa poco a poco y con mucho saltimbanqui se fueron organizando, constituyendo una de Central para toda España en Sevilla. Pese a una falta de coordinación provocada por la marcha propia de la guerra, este embrión de gobierno provisional se dispuso a ir elaborando una Constitución, con la idea de desbancarse poco a poco del tremendo poder que tenían entonces, las monarquías que se definían como absolutas. La influencia de la revolución francesa contra los absorbentes gobiernos de la realeza, que además estaba también apoyando el mismo enemigo francés Napoleón, auspició a los aturdidos y provisionales gobernantes españoles, a ir elaborando un documento institucional no experimentado, que lograra acabar con el absolutismo de los reyes para siempre. En sí no se pretendía acabar con la monarquía, únicamente con el poder absoluto que le daba todas las atribuciones de mando al rey. Era un intento de ir dando paso poco a poco, a una participación más civil en las decisiones gubernamentales. Se estaba preparando lo que podemos definir, como la primera Constitución española. Estamos hablando de la Constitución que pasó a la historia con el nombre de «la Pepa», porque se aprobó el día de San José del año mil ochocientos doce.

    —Cuidado con esas cajas — gritaba un tanto alterada Francisca a aquel soldado que con sumo cuidado, ataba unos cajones de madera bien afianzados por unas tapas impregnadas de grandes bisagras.

    —Sí señora, lo cuida usted como si se tratara de munición.

    —Es que es auténtica munición lo que viaja con nosotros. Ahora mismo si nos impactara un cañonazo, sería muy complicado volver a recomponer todo el material que transportamos.

    —Francisca — se dirigía a ella Antonio el editor — ya tenemos las carretas cargadas. Partimos ahora mismo.

    —Gerona nos espera.

    —En efecto. Hacía allí nos dirigimos. No sé todavía si llegaremos con buen tiempo. No me gusta nada como se van condensando esas nubes.

    —Si podemos llegar hasta Arenys de Mar ya me daría por satisfecha.

    —No es fácil acercarse a Arenys, allí están bien guarecidos los franceses. Haremos escala en la montaña y nos acercaremos todo lo que podamos con las mulas. Necesitamos información directa de lo que ocurre.

    —Captado. Venga, cuando quieras partimos que ya están las mulas cargadas.

    Se habían ofrecido para dar los partes de guerra y toda la información, de cómo se iba desarrollando aquella desmochada contienda. Francisca Verdaguer era hija del impresor don Vicente Verdaguer, que administraba una imprenta que era propiedad de su cuñada doña Tecla Pla, viuda de uno de los herederos de la famosa imprenta que fundara en Barcelona en el año mil seiscientos setenta y seis, un tal don Joan Jolis Santjaume.

    Esto tiene una ligera explicación. Don Joan Jolis Santjaume se casó con doña María Oliver y tuvo siete hijos. La imprenta la heredó su hijo mayor que también se llamaba Joan, que falleció sin dejar descendencia. Por tanto se hizo cargo de la editorial su hermana doña Isabel Jolis Oliver que tenía entonces setenta y siete años, y que aún así rigió la imprenta hasta su muerte once años después. Como doña Isabel era muy mayor y estaba además soltera, dejó las funciones principales de la imprenta a un operario y buen impresor que estaba trabajando con ella, que se llamaba don Bernat Pla. Cuando falleció le dejó todo en testamento a este don Bernat Pla, que se casó con una muchacha que se llamaba doña Tecla Boix. Y aquí viene lo que yo pretendía explicar:

    Doña Tecla Boix era la hermanastra de la madre de Francisca Verdaguer, la chica de la que estamos hablando. Por tanto era la tía o la tiastra si existe este apelativo, de Francisca. Esta era la razón por la que cuando falleció don Bernat Pla en el año mil ochocientos uno, doña Tecla denominó a esta imprenta que había heredado de su difunto marido, como «Viuda de Pla», y era allí donde tenía como administrador de la misma a su cuñado don Vicente Verdaguer, que era el padre de Francisca su sobrina, a la que tenía también trabajando como cajista o manipuladora, de las letras que se habían de componer para imprimir los textos.

    Iniciada la guerra de la Independencia y a solicitud de la Junta de Defensa de Cataluña, Francisca se brindó como voluntaria para hacer de cajista e impresora con un editor llamado don Antonio Brusi i Mirabent, que se comprometían a publicar los distintos partes de guerra, a través de lo que bautizaban con el nombre de la «Gazeta Militar»

    Francisca tenía entonces dieciocho años y era una excelente cajista. No en vano llevaba ya algunos años colaborando con su padre en la imprenta de su tía doña Tecla Pla. Ahora en plena guerra, viajar con todos los pertrechos que acarreaba el transporte de una imprenta volante, era tarea más perniciosa de lo que parecía. Una buena cajista como era Francisca, en esos momentos solo representaba ser una gran amazona, en el dominio de la composición de los moldes con letras de plomo bien distribuidas para poder imprimir. Cargar en mulas y carruajes todos aquellos chibaletes, que era donde se guardaban las cajas que archivaban las letras de plomo, era una aventura realmente arriesgada. Al igual que componer los cajones que contenían las letras del abecedario, los signos, los números o los mismos espacios. Esto lo realizaban estos dos mecenas teniendo que ir arriba y abajo, sin poder contar con ningún punto de acomodo, para lograr centralizar tanto cachivache suelto. De allí provenía esa inevitable fascinación peregrina que siempre perseguía Francisca, para que cada caja o bulto permaneciera en su sitio, bien guarnecido, y sobre todo bien controlado. Todo tenía que estar más o menos a mano, las cajas, el componedor, que era la herramienta metálica de bronce con una chapa de tope en una esquina, y una corredera de mortaja que permitiría encuadrar en línea, todas las letras para ir componiendo las palabras o textos que se tenían que imprimir. Este sortilegio de material desperdigado, te obligaba a mantener tus antenas siempre en ristre, pues la intención era editar lo antes posible todos los partes de batalla, y también las previsiones de liberación ante ese conquistador arisco, que te amenazaba continuamente con cañonazos a diestro y siniestro, o con la presencia de una caballería que engalanaba cascos de plumas y corazas de acero insultante, siempre con ganas de amedrentar.

    En este espectáculo un tanto afrodisíaco se debatía esta joven heroína catalana, que al estilo de Agustina de Aragón con un cañón, ella se enfrentaba a los ejércitos invasores con la fuerza de los métodos y las letras, para todas juntas acabar con el predominio de un facineroso que de una forma totalmente impune, se nos había colado en nuestra casa.

    —Que desagradable es ver tanto despojo humano invadiendo nuestros campos — le decía sutilmente a Antonio.

    —Esto es justamente lo que tenemos que dejar bien reflejado en nuestros escritos. Todo lo que estamos viendo, y si además nos llega de dónde sea alguna información, comunicarla rápidamente. Es nuestra colaboración para acabar con este repugnante francés que tanto daño nos está haciendo.

    —Lo de Gerona al final ha acabado muy mal.

    —Es cierto. Con la resistencia que aguantó la ciudad a cargo del general Álvarez de Castro, al final no pudieron soportar más el hambre y la falta de suministros. Ahora nos tendremos que ir hasta Tarragona, pues andan por allí también estos malditos franceses.

    La resistencia que ofreció Tarragona al invasor francés en aquel verano de mil ochocientos once, fue sin duda una victoria gala, no obstante contó con una brutal acometividad que marcó de alguna manera, esa prepotencia francesa mal acostumbrada a ir avanzando con signos invictos, que siempre acababa apocando a un pueblo español que no era capaz de asimilar esa barbarie que se estaba padeciendo. Tarragona se enfrentó a los gabachos con una contundencia que pese a salir vencedores los franceses, la broma les costó infinidad de vidas humanas y un tremendo pertrecho militar demolido. El invicto invasor francés le veía por fin las orejas a un lobo, que era cada vez más feroz.

    Nuestros esporádicos impresores estaban también en esa Tarragona sitiada. Allí siguiendo su costumbre valerosa habían descargado mulas y carretas, y como siempre tenían montada su imprenta con todos sus aparejos. Las noticias proliferaban y cualquier información bien emitida era condición indispensable, de comunicar a los ejércitos españoles apostados en cualquier rincón de nuestra geografía, para atajar lo que se pudiera la ofensiva del opresor galo. La suerte esta vez tampoco estuvo de su lado. Los franceses los detuvieron y en vez de arrestarles o tal vez ejecutarles, los manejaron a su antojo para que publicaran cuanto estaban escribiendo, cambiando por completo la versión. Esta coyuntura opresora que se presentó a última hora, les salvó su propia integridad.

    Tras el susto de Tarragona, la guerra de la Independencia empezó a ir tomando otros carices, y el mismo Napoleón Bonaparte era sacudido con fuerza por toda Europa, donde los países que fueron también victimas de sus victoriosas campañas, ahora reanudaban una contraofensiva, que obligaba a cerrarse en banda a aquel invicto triunfador. España no iba a ser menos, los acosos contra el dominador francés empezaron a tomar un rumbo, que cada vez iba a debilitar más a ese enojoso enemigo.

    Don Antonio Brusi i Mirabent era un periodista e impresor nacido en Barcelona, que le pilló la guerra de la Independencia a pronto de cumplir sus treinta años. Al igual que Francisca, se había ofrecido voluntario para plasmar cuantos más partes de guerra mejor, e ir informando de esta manera, a todos los militares españoles que se debatían contra el opresor francés. Para ello disponía de una imprenta con todos sus pertrechos, que iba de un lado a otro informando cuanto podía. Cuando acabó la guerra de la Independencia, con todos los servicios que había prestado a los ejércitos españoles, a través de su imprenta ambulante imprimiendo con gran tesón la «Gazeta Militar», se le encomendó para dirigir el «Diario de Barcelona», que era un periódico barcelonés que permanecía de alguna manera decomisado.

    El «Diario de Barcelona» era un periódico que se había fundado en Barcelona en el año mil setecientos noventa y dos. Todo provenía de la idea que tuvo un napolitano, que se había venido a España cuando el rey Carlos III por la muerte de su hermano el monarca Fernando VI, tuvo que abandonar el reino de Nápoles, para asumir las responsabilidades de regir el trono español. Este napolitano que se llamaba don Pablo Husson Lapezarán, como estaba bien coaligado con el rey Carlos III, se hizo cargo de la dirección general de la Renta de la Lotería, esa Lotería Nacional que me permito recordar, se instauró en España en la época de Carlos III. De allí pasó a colaborar en lo que se definía como el «Diario de Madrid», que estaba considerado como el primer periódico que se publicaba en España.

    Esta concordancia con el rey de España Carlos III, y las ganas de este monarca por colaborar con la prosperidad nacional en todos los campos, tanto en los agrícolas como en los industriales, le coreaba una especial simpatía hacia Barcelona, que era la ciudad que le había acogido con gran júbilo y simpatía, cuando desembarcó en su puerto procedente de Nápoles, para hacerse cargo del trono de España tras la muerte de su hermano Fernando VI. Todo este cómputo de circunstancia, animó a Carlos III para que se fraguara la idea que le presentaba su colaborador don Pablo Husson de Lapezarán, de editar un periódico en la misma ciudad de los condes.

    El «Diario de Barcelona» era un periódico escrito en lengua castellana, que aparecía en la calle con el logotipo del escudo de la Ciudad Condal. Como toda la prensa española, estaba sujeto a una estricta censura, aunque en este caso contaba con la confianza plena del monarca. No obstante cuando murió Carlos III y fue reemplazado por su hijo Carlos IV, el periódico estuvo bastante controlado para que no se saliera de las líneas que tenía marcadas. Pese a todo mantuvo siempre la tónica para la que había sido creado, y por eso continuó saliendo a la calle con total normalidad.

    Los problemas vinieron con motivo de la dominación francesa, que el hermano de Napoleón fue nombrado como rey José I de España, o Pepe Botella como le gustaba denominarle a todo el pueblo español. Fue entonces cuando don Pablo Husson de Lapezarán se nos volvió totalmente afrancesado, dedicándose incluso a conspirar en favor de los franceses. Como fue descubierto, la misma Junta de Defensa de Cataluña le obligó a deshacerse de ese periódico, quedando el diario confiscado. En sí quedó abandonado, porque se dejó de editar. Por eso cuando acabó la guerra de la Independencia, se le encomendó a don Antonio Brusi i Mirabent, para que se hiciera cargo de ese desmantelado diario.

    Don Pablo Husson de Lapezarán fue condenado al terminar la guerra de la Independencia en el año mil ochocientos catorce, aunque después fue amnistiado con la condición de no poder sentar carrera de ningún tipo en España. No le duró mucho ese castigo, pues falleció en el año mil ochocientos dieciséis. Sus dos hijos intentaron recuperar la hegemonía del «Diario de Barcelona», que ahora ya estaba en manos de don Antonio Brusi i Mirabent.

    De buen principio este periódico se tuvo que enfrentar a la época absolutista que impuso en España «el Deseado», que era un tal Fernando VII, hijo del abdicado Carlos IV, que tras el final de la guerra fue liberado por los franceses, y volvió a España pasándose por el forro la «Constitución de la Pepa», que intentaban instaurar esas Juntas de Defensa, que se habían estado organizado como podían durante toda la contienda contra el francés. Después vinieron los trienios liberales, nuevamente el absolutismo, y todo el cambalache político que se iba a producir en España durante el reinado de la reina Isabel II, en un impás permanente por ir instaurando unos gobiernos más democráticos y participativos. El «Diario de Barcelona» miró de apostar siempre, por mantener una línea de renuncia hacia las opiniones políticas, quedando en propiedad de la familia Brusi que dentro de un contexto totalmente hereditario, lo iría pasando de padres a hijos.

    En cuanto a nuestra heroína Francisca Verdaguer i Bollich, cajista experimentada para llevar con total soltura una imprenta, se trasladó hasta Palma de Mallorca finalizada la guerra de la Independencia. Allí se enamoró y casó con un impresor barcelonés que estaba afincado en esa isla, como colaborador precisamente de don Antonio Brusi i Mirabent, que se llamaba don Llorenç Bocabella i Bunyol. Bien casados los dos, Francisca logró convencer a su marido para retornar a Barcelona, donde se podría dedicar a regentar la imprenta de su tía la viuda de Pla, que estaba siendo administrada por su padre don Vicente Verdaguer. En Barcelona se instalaron en una casa de la calle dels Cotoners en el barrio gótico, muy próxima a la imprenta, y tuvieron dos hijos. Una muchacha a la que llamaron Caterina, y un mozalbete que se llamó Josep María. Todo iba bien hasta que en el año mil ochocientos diecisiete murió de golpe el señor Llorenç Bocabella, y Francisca se quedó viuda con veintisiete años, sola y con dos hijos pequeños que atender.

    La muerte de su marido sorprendió a Francisca en una época muy mala en España, pues existía un malestar contra el rey Fernando VII, al que todo el mundo había estado llamando como «el Deseado». Este anhelado monarca había renunciado por completo, a las proclamas que por una sociedad más equitativa, habían estado elaborando las Juntas de Defensa española mientras se desarrollaba la guerra de la Independencia. Este mal «Deseado» estuvo encerrado por Napoleón en Francia durante toda la guerra. Al final fue liberado y cuando regresó a España, no quiso atender a más razones, que las de proteger el absolutismo que tanto había caracterizado a sus antecesores. Todo esto provocó una lucha permanente entre los que se definían como los liberales, y los que se aferraban a los deseos del monarca, que se les conocía como los absolutistas.

    Tras una lucha constante entre liberales y absolutistas adictos al rey, ganó esa arremetida el monarca Fernando VII que ya no era tan «Deseado», y que además impuso un sistema de gobierno totalmente dictatorial y represivo, que iba a durar unos cuantos años. Los liberales fueron perseguidos por todas partes, mientras España se iba resarciendo a muy duras penas, de todo el disgusto que le había propiciado esa salvaje guerra contra el francés. Es decir, España como le había venido ocurriendo siempre a lo largo de su historia, lo iba a tener muy complicado para levantar cabeza, y sobre todo para superar esa abominable palabra que todos conocemos como la crisis.

    Francisca se vio obligada entonces a volver a su antiguo trabajo como cajista, en la imprenta que había estado regentando su difunto marido. Su veterano colega don Antonio Brusi Mirabent que estaba dirigiendo el «Diario de Barcelona», le ofreció la posibilidad de trabajar con él en ese prestigioso periódico. Le daba un buen sueldo, y en fin, que se brindaba en ayudarle todo cuanto pudiera. Francisca de momento prefirió continuar en la imprenta que había heredado.

    —Tu sabes Francisca que las puertas de mi diario las tienes siempre abiertas — le explicaba don Antonio Brusi.

    —Y lo sé Antonio. Ahora me siento más segura en la imprenta donde trabajaba mi marido. Estoy un poco desconcertada, porque no esperaba que fuera todo tan rápido. Se lo ha llevado Dios de una forma tan inesperada con solo veintisiete años, que me ha dejado algo aturdida. Por eso quiero mantener ese negocio, aunque me cueste un poco sacarlo adelante. Los niños aun son muy pequeños, y prefiero dejar las cosas tal como están. Veo como muy peligroso esto de estar en un periódico, y más en los tiempos que corren.

    —Es verdad que las cosas están algo revueltas. Yo soy el primero que no termino de saber cómo puede acabar todo esto. Aun así dentro del periódico procuro mantener una línea informativa, que se aleje de las opiniones políticas. Me aferro más a seguir esa postura de defensor de la monarquía, y aunque esté algo preocupado porque no tengamos algún ataque de algún fervoroso con ideas nuevas, creo que manteniéndome fiel al rey tengo posibilidades de futuro. Por eso te recuerdo que cuando necesites lo que sea, te vienes a trabajar conmigo.

    —Gracias Antonio, de momento no quiero más sustos. Ahora estoy llevando el luto. Más adelante igual te digo alguna cosa.

    —Como quieras Francisca. Entre nosotros hay la suficiente confianza, para decirnos las cosas como las vemos, y sobre todo para seguir apoyándonos como siempre lo hicimos.

    —La verdad es que oyéndote hablar así, me quedo mucho más tranquila. En este país por una cosa o por otra, cuesta mucho vivir en paz. Cuando estaba Llorenç estaba mucho más serena, él siempre se tomaba las cosas con una templanza, que calmaba los ánimos. En estos momentos que me he quedado sola con mis dos hijos, necesito un poco más de tiempo para pensar qué haré a partir de ahora.

    Como las dichas y las desgracias tienen esa especial predilección por no venir nunca solas, en el año mil ochocientos veintiuno se disparó por toda Barcelona una terrible epidemia, que se denominó como la «Fiebre Amarilla». Se trataba de una enfermedad que por lo visto la provocaba un mosquito que provenía de las Américas, y que iba a causar la mortandad de unos cuantos miles de barceloneses.

    Esto de la fiebre amarilla fue algo que conmovió plenamente a toda la sociedad barcelonesa. Era una afección transmitida por la picadura de un mosquito común, que solo se diferenciaba un poco por unas manchitas blancas que tenía en su fisonomía. En sí era un mosquito procedente de África. Se trataba de un díptero cuya hembra colocaba sus huevos en el agua, y de allí nacían unas larvas que se transformaban en unas crisálidas, que se abrían dejando salir esos mosquitos tras un proceso más o menos de una semana. El mosquito resultante solía vivir unos dos meses. Generalmente las hembras de ese mosquito perforaban con una picadura la piel de los mamíferos, para succionar su sangre. Es ahí donde inyectaban un veneno común para anti coagular esa sangre, y era eso lo que causaba esa inflamación que quedaba después en la piel. Esa sangre la necesitaban las hembras de esos mosquitos, para iniciar su ciclo gonotrófico y poder eclosionar sus huevos.

    Desde el siglo XV se puso de moda el envío de esclavos desde África, hacia las tierras de la recién conquistada América. Esos transportes de infinidad de seres humanos listos para trabajar en unas condiciones sórdidas, que permitieran levantar con gran holgura y tranquilidad todo ese Nuevo Mundo que se acababa de conquistar, llevó consigo también el pasaje de estos mosquitos asesinos, que iban a inyectar con su mortal picadura un virus microscópico e infeccioso, que puesto en contacto con las células de otros organismos, se multiplicaba con una voracidad sorprendente. Es interesante recordar que la palabra virus proviene de la expresión latina «Virus», que significa «Veneno».

    Se le llamaba fiebre amarilla porque pronto la degradación que se producía en los glóbulos rojos del individuo afectado, propiciaba un alarmante color amarillo en la piel y en la membrana blanca de los ojos, como si de una cirrosis se tratara. Provocaba unas tremendas fiebres, para después crear una insuficiencia hepática y renal, que acompañaba a unas hemorragias que producían unos vómitos de sangre negra y coagulada, por eso a esta enfermedad también se la denominaba como «el Vómito Negro».

    Todo esto era un fenómeno totalmente desconocido en ese año mil ochocientos veintiuno, cuando se propagó esta epidemia por Barcelona. Estamos hablando de una enfermedad que procedía del continente africano, que la producía un mosquito, y que además la infección que causaba era contagiosa. Este mosquito solía estar situado en zonas húmedas alrededor de aguas estancadas y limpias. Generalmente picaba durante el día. En África era ya una enfermedad endémica, o casi mejor utilizar el vocablo de estacionaria, quiero decir que como llevaba muchos años impuesta en la civilización africana, se había convertido en un mal, que con el tiempo volvió inmune a los mismos africanos, representando una dolencia similar a una gripe. Cuando este mosquito viajó a las Américas acompañando a aquellos desdichados que iban a ser tratados como esclavos, encontró allí nuevos organismos, donde poder descargar su artillería letal. Esto produjo que si bien aquellos conquistadores tuvieran con el transporte de tanto esclavo una mano de obra regalada, se encontraran también con este mosquito asesino que pronto acabaría con la vida de miles de colonos y militares, de los que estaban participando de aquella esplendorosa ocupación en las tierras del nuevo mundo. El mosquito, el virus, y una enfermedad que se llevaba la vida por delante, se hicieron dueños de ese confiscado continente, sin que nadie supiera de dónde podía provenir tanta malignidad.

    Barcelona era una ciudad en esos primeros años del siglo XIX, que tras tener que soportar una terrible guerra de Independencia para echar de España al encrespado colono francés, se espabiló rápidamente para recuperar el esplendor industrial, que la estaba caracterizando desde los años del reinado del rey Carlos III. Por eso nada más terminar esa abominable guerra contra el gabacho, puso en marcha todas sus coordenadas para recuperar un conglomerado económico, que sobre todo destacó en la industria textil. Había reorganizado también el comercio exterior que tenía abierto con el Nuevo Continente, no solo para exportar sus productos manufacturados, sino también para hacerse con las materias primas principalmente el algodón, que se traía desde las tierras americanas. Esto motivaba que el viaje de ese homicida mosquito, estuviera bastante garantizado. Me permito recordar que en esos años, se desconocía por completo el origen de la Fiebre Amarilla.

    La alarma cundió cuando amarró en el puerto de Barcelona un barco que se llamaba el «Gran Turco» que venía desde Cuba, que había estado fondeado previamente en el puerto de Málaga, y de allí ya había partido la noticia que comunicaba que en aquel navío, había muchos marineros que habían perdido la vida en su travesía desde la isla caribeña. Una vez fondeado en el puerto de Barcelona, se procedió como se hacía habitualmente al calafateo de aquel barco. Como resultado se encontraron para sorpresa incluso de los mismos estibadores, que en pocos días morían cuatro calafateadores, y otros diez eran ingresados gravemente en los hospitales de la ciudad de Barcelona. Todos con el síntoma del color amarillo en la piel, y esos aberrantes vómitos de color negro producto de la sangre coagulada. El tema escandalizó por completo a la sociedad barcelonesa, que vio como se extendía con gran mortandad ese virus asesino. Llegado el mes de octubre, estaba ocasionando doscientos muertos cada día.

    Las autoridades y médicos en general de toda Barcelona, presenciaban horrorizados esta salvaje epidemia, a la que no le encontraban ni una solución, ni tampoco un motivo suficientemente justificable, que aclarara tanto desconcierto como perversidad. Se divagaban las opiniones entre los que definían la epidemia como una enfermedad de origen tropical, y los que se limitaban a considerar que todo era producto, de la mala situación higiénica en que se encontraban las aguas de los fondeaderos de Barcelona. En sí todo era un espécimen de terror y discordia, que poco podía solucionar. Al final se consiguió erradicar esta enfermedad infecciosa en el mes de noviembre de ese mismo año mil ochocientos veintiuno. Había dejado tras de sí, una horripilante secuela que sumaba más de seis mil quinientos muertos.

    Muchos barceloneses totalmente horrorizados huyeron de sus casas, para alojarse en unas chabolas o barracas improvisadas, que situaban en zonas verdes o camperas de los alrededores de la Ciudad Condal. Todo para poder huir de ese ominoso mosquito, al que se hacía oriundo principalmente de las aguas del puerto barcelonés. El miedo se había hecho dueño de una ciudad, que era incapaz de comprender de dónde podía provenir ese castigo omnipotente.

    —Hijos — les decía Francisca a sus dos vástagos tan maduritos todavía — he estado hablando con vuestro abuelo, y seguramente nos iremos a vivir una temporada con él allí en el campo, para huir de esta peligrosa enfermedad que está azotando con tanta furia a toda Barcelona.

    —¿Tan mala es esta enfermedad mamá? — le preguntaba su hija Caterina.

    —Es malísima hija. Te produce unos vómitos negros que al final te dejan sin nada en el cuerpo, y te tienes que morir.

    —¿Y de donde sale esta enfermedad? — le preguntaba su hijo varón Josep María.

    —Nadie sabe nada Josep. Hay quien dice que es un mal que viene de América. Por eso es desde el puerto, donde es más fácil cogerla. Nosotros estamos muy cerca de la Barceloneta, por eso cuanto antes nos alejemos de aquí, mejor para todos.

    —El abuelo vive muy lejos — protestaba con cierto lloriqueo Caterina.

    —Tampoco es tan lejos hija. Es un pueblo que está aquí al lado de Barcelona. Nos puede llevar solo unas horas llegar hasta allí.

    —Bueno. A mí me gusta estar con el abuelo porque siempre nos explica unos cuentos que son muy bonitos, pero me da mucha pena que nos vayamos de aquí — seguía insistiendo la niña.

    —A mí también me da mucha pena Caterina. Ahora es lo mejor que podemos hacer para no ponernos todos enfermos. Ya tuve bastante con que Dios se llevara a vuestro padre al cielo, ahora prefiero que espere un poco más para llamarnos a nosotros.

    —Qué buena eres mamá — le animaba su hijo Josep María.

    —Hacemos lo que podemos hijo. De momento lo que importa es seguir con vida, y con el abuelo estaremos muy bien, ya lo veréis.

    Francisca estaba verdaderamente asustada. Esa pérfida enfermedad se había llevado consigo la vida de su madre la señora Rosa Bollich, que no se había querido mover de su casa en el barrio de la Ribera muy próximo a la Barceloneta. También dejó su vida por culpa de esta dañina epidemia su gran amigo don Antonio Brusi i Mirabent. Todas las buenas venturas que siempre le había deseado, permitiéndole acogerse dentro de la imprenta del «Diario de Barcelona» que él mismo controlaba y dirigía, quedaron truncadas por el virus homicida de un mosquito, que se creía venía de tierras americanas. Ahora ese periódico pasaba a su hijo Antonio Brusi i Ferrer, que tenía la misma edad que el retoño de Francisca, Josep María Bocabella.

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