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Historias de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla
Historias de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla
Historias de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla
Libro electrónico399 páginas5 horas

Historias de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla

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Cuatro historias contadas por los cubiertos de la mesa, en las que se evidencian distintos problemas sociales.

En cualquier lugar llamado país, donde generalmente sus habitantes se deben de encontrar como en su propio hogar, es también muy común que, a veces, surjan situaciones extrañas, desde casi ridículas a inmensamente serias, dentro del ámbito de la convivencia.

O también situaciones más o menos atribuibles a diversos problemas sociales que nos llaman poderosamente la atención.

Las cuatro historias aquí relatadas son una especie de exposición de hechos cotidianos, en los que se intenta referir unos casos que, sin ser reales -o considerados ficticios-, podrían llegar a ser perfectamente auténticos; y donde en la realidad se clasificarían como incidencias derivadas de verdaderos problemas sociales.

El primer caso es contado por una cuchara. Se narra la historia de su dueño, una persona viuda, mayor, a quien sus hijos prácticamente abandonan dentro del ámbito afectivo y en el que por diversas circunstancias el discurrir de la vida le da un giro espectacular a su existencia.

El segundo es narrado por un tenedor. La historia versa sobre la peligrosidad de malcriar a un niño convirtiéndolo en maleducado y demasiado consentido por parte de su padre,del cual siempre obtiene lo que quiere. No recibe ninguna enseñanza de la importancia que tienen los valores a las cosas sencillas; no se le imponen límites ni responsabilidad alguna, ni se le exige control u obligación.

El tercer caso es relatado por un cuchillo. La narrativa nos muestra las aventuras de un cocinero y nos sumerge en el ambiente viciado de la noche, el juego, el amor y la muerte.

El cuarto y último caso es contado por una cucharilla especial. Se nos relata la aventura de una niña confiada y autosuficiente quien, por diversas casualidades, acaba herida en un cementerio de basuras, donde casi pierde la vida. Afligida y vejada por las circunstancias, vislumbra otras formas de vivir muy distintas a las que ella conocía.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 oct 2018
ISBN9788417505882
Historias de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla
Autor

Tonio Gudoar

Tonio Gudoar. Nacido en Fuentes Claras -un pequeño pueblo de Teruel cercano a Calamocha-, está afincado en Zaragoza desde los siete años. Divorciado dos veces. Delineante proyectista de profesión, poeta y escritor. Descubrió esta última faceta al cerrar la empresa de ingeniería y arquitectura donde trabajaba y dedicarse plenamente a escribir, trasmitiendo su buena capacidad para la imaginación. En sus libros y relatos siempre muestra algo de sí mismo.

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    Historias de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla - Tonio Gudoar

    Introducción

    ¿Alguien se ha preguntado alguna vez si los objetos tienen alma? ¿O las flores? ¿O los árboles? ¿O las piedras? ¿O un simple cubierto encontrado en cualquier cocina?

    ¿Qué pasaría si así fuera, en contra de lo que siempre nos han dicho y de lo que la gente cree, en contra de esos estudios científicos de los que a veces nos hablan los informativos y nos dicen que no, no tienen alma porque no se la encuentran, porque no piensan, porque no tienen cerebro, porque no tienen sistema nervioso, porque no, punto y aparte?

    En contrapunto de todas estas «afirmaciones de negación» —que insisten en confirmar que no tienen alma— cada día ponen en nuestro conocimiento la realización de nuevos estudios científicos abriendo nuevos caminos sobre esas «negaciones afirmadas».

    Nosotros creíamos que seguirían un razonamiento lógico en una dirección concreta, siguiendo la misma línea ya marcada por los anteriores estudios científicos. Sin embargo, vemos a todos estos nuevos datos echar por tierra totalmente a los anteriores razonamientos.

    Y en este momento nos señalan que para verlo y poder pensarlo hay que observarlo de una forma diferente, lo que antes era blanco ahora es negro, o quizá sea gris, pero no es blanco.

    Esas nuevas reseñas serían el resultado y la última consecuencia sobre la aportación de unos estudios «muy científicos», los cuales nos llevan a pensar que la ciencia de hoy es la que tiene la última palabra en todo.

    ¿En todo?

    Entonces, ¿por qué se cambia este determinado dato aceptado anteriormente por la ciencia? Si antes esas cifras y datos eran válidos basándose en hechos también científicos, ¿por qué los modifican ahora y no lo son?

    Yo, en mi particular opinión, no creo que esto sea así.

    Los estudios científicos de hoy pueden echar por tierra los anteriores estudios. Pero ¿qué pasa si los que se hagan en un futuro lanzan por tierra todos los expuestos hoy?

    A mi entender, detrás de todo esto hay algo más. Algo distinto que no acertamos a comprender. Algo que ni la propia ciencia entiende, que atraviesa sus límites y se escapa de sus razonamientos lógicos y científicos.

    Todo lo existente está formado por ADN, moléculas, átomos, células, con una mezcla de complejos sistemas de interconexión entre todos ellos, las piedras, las plantas, el agua, los animales y hasta nosotros mismos. Todos formamos parte de este extenso cosmos donde todos nos apoyamos mutuamente en una inmensa cadena de existencia y donde unos sistemas no existirían sin los otros.

    A mi entender, todos los objetos pueden tener algo parecido al alma en los seres vivos, pero acoplado al «ser» de los objetos. No solo tienen existencia, también tienen alma. Aunque ese «alma» no se vea porque ningún alma se ve; o, al menos, no tal y como nosotros la creemos conocer, ni tal y como los científicos nos la niegan porque nunca la han encontrado.

    Esa es una de las muchas razones que, aunque no tienen el peso suficiente para ser determinantes, son de una realidad innegable y por eso, precisamente, no se puede decir de una forma real y fehaciente que no existen.

    En este cosmos conocido por todos, haya sido creado por un dios superior o no, hay algo «distinto», algo que solo se siente.

    Algo etéreo que existe, pero no se ve, como no se puede ver el aire, y todos sabemos de su existencia.

    Algo intangible que existe, pero no se puede medir, como no se puede medir el amor, pero todos conocemos sus complicaciones.

    Algo perverso que existe, pero no se puede pesar, como no se puede pesar el miedo, pero todos lo hemos sentido alguna vez.

    Y así, contando ejemplos, podríamos continuar hasta que nos salgan callos en el pensamiento.

    ¿Y si los objetos tuvieran alma? ¿Y si pudieran comprendernos? ¿Y si de algún modo ellos consiguieran comunicarse con nosotros? ¿Se imaginan las narrativas y relatos contados por ellos? ¿Se imaginan las historias que habrán oído los cubiertos en las mesas de un restaurante junto al congreso, por donde pasen políticos y banqueros? Pero eso son posteriores historias y otro día ya me detendré a entretenerlos contándoles sobre ellas.

    Ahora, hablando de contar ejemplos, les voy a contar algunos, y posiblemente les harán cambiar en su forma de ver y de pensar respecto a los objetos.

    Son cuatro relatos de cuchara, tenedor, cuchillo y cucharilla, en los que las situaciones son contadas por los cubiertos de las mesas y en otras tantas cocinas.

    Una historia en la que el protagonismo lo trasmite y lo cuenta una cuchara, y ella misma puede servir de apoyo, puesto que con su ayuda nos servimos para poder comer.

    Una historia en la que el protagonismo lo trasmite y lo cuenta un tenedor, y la ayuda tiende a estar en entredicho, también ayuda dando de comer, pero puede llegar a dañar.

    Una historia en la que el protagonismo lo trasmite y lo cuenta un cuchillo, y la ayuda llegará a brillar por su ausencia, puesto que un cuchillo está preparado para cortar y desgarrar.

    Una historia rota en la que el protagonismo lo trasmite y lo cuenta una cucharilla especial, cuyo protagonismo es interceptado por su propia historia.

    En total, son cuatro las historias cuya acción principal sucede en parte en las cocinas y estoy seguro de que revolucionarán la suya. Porque en las cocinas suceden más cosas de las observadas por nosotros, muchas más y de todo tipo. A veces, son arrastradas por la situación; otras, por los deseos o por los miedos. También pueden ser llevadas por el hambre, por el desamor, por el propio amor o por los celos. En ellas se pueden implicar tantas definiciones que no acabaríamos nunca.

    Y, junto con un sinfín de etcéteras, nadie sabe a ciencia cierta cuántas cosas pasan en las cocinas. Pero… ¡pasan!

    Nadie sabe las historias sucedidas en sus platos antes de llegar a ser cocinados porque casi siempre se ve el plato ya terminado, acabado, cuando nos es servido.

    Nadie sabe con cuántas afirmaciones o negaciones se pueden encontrar en las cocinas, o en las necesidades, o en la carencia, o en el desprecio, o en tantas y tan diversas situaciones. Ni cuántas de esas situaciones, bien sean claras u oscuras, pueden ser determinantes en la disposición de un comportamiento concreto en las personas, cuando enfrente de ellas tienen un plato con una cuchara, una cucharilla, un tenedor y un cuchillo.

    El autor

    Todas las historias, personajes, nombres y situaciones que se dan en estos relatos son ficticios. Absolutamente todos han sido creados por la imaginación del autor.

    Historia de una cuchara

    Capítulo 1

    Mi hogar y yo

    El sonido llega desde la calle hasta impregnar la estancia donde se desarrolla esta historia: es la cocina de una vivienda modesta en una ciudad cualquiera.

    Afuera está lloviendo con fuerza y los sonidos de las gotas repiquetean en la ventana amortiguando los demás sonidos y se difuminan sobre la ausencia de sonidos que Ángel tiene por castigo. Su edad se estaba apropiando lentamente de sus pabellones auditivos. En estos momentos parecían no servirle de mucho. Su sordera hacía ya un tiempo que había empezado a aumentar, poco a poco, pero de una forma constante.

    «¡La edad..., eso es cosa de la edad!», le decían. Pero él cree que podría ser por algo más. Nunca había sentido su cuerpo como lo sentía ahora, tan triste y decaído, tan pobre de alegría..., tan solo.

    Sabe que su cuerpo se mueve con el abatimiento por bandera y que mañana vendrán a verlo sus hijos, él lo sabe, siempre aparecían a la vez, como si antes se pusieran de acuerdo.

    Ya no aprecia esa sensación motivada por la alegría; antes venían más asiduamente a visitarlo, pero ahora no vienen tanto como antes.

    Al principio de quedarse viudo, venían una o dos veces por semana, ahora solo un par de veces al mes. Él sabe que no puede pedirles dar la espalda a sus ocupaciones cotidianas y dedicarse a servir o a hacer compañía a un viejo... aunque este viejo sea él, su padre.

    En los últimos dos años todas sus visitas terminaban en discusiones malhumoradas entre ellos, que a veces le implicaban a él también.

    Siente que los aromas de antaño ya se han difuminado entre las sombras de los muebles, y eso le aflige bastante mientras parece diluirse también entre sus recuerdos.

    En esta misma vivienda donde habita, moran sus recuerdos y su mente se pasea por sus estancias.

    Se compone de un gran salón, tiene tres dormitorios, dos baños y dos terrazas; una delante da a la calle, y otra atrás más pequeña da al patio y sirve de tendedor de la ropa lavada.

    Pero eso no parece importarle mucho. Ángel no ve el salón desde hace tiempo, ni el resto de la casa. Él solo usa un gran dormitorio que habita todas las noches; es el primero del pasillo y tiene acoplado uno de los baños.

    Él casi todos los días los pasa en su cocina, nadie puede sacarlo de allí, de su cocina, su templo, su refugio.

    Su vida transcurre lánguida y pausada, apenas pisa la calle.

    La poca vida de que dispone la ve escaparse velozmente escaleras abajo. La resignación se agiganta en este pequeño espacio de ese hogar que ocupa.

    La cocina es espaciosa, bastante grande, como grandes son también sus recuerdos en ella. Todavía puede ver en el hilo de su imaginación a aquella mujer guisando y hasta su nariz le engaña y se contrae al recuerdo de aquellos platos guisados ofrecidos por ella.

    Ya no queda nada de antaño. Lo sabe. Es viudo desde hace cinco años. Rosa se despidió de él un día lluvioso y frío de febrero.

    Se diluyó su sonrisa mientras él acariciaba su mano, mientras besaba su carita, y fue testigo de cómo se disipó el brillo de sus ojos mientras su gesto dormía.

    Desde entonces nada ha cambiado en esta casa y todo sigue igual. Hasta las cortinas que cuelgan de la ventana en esta cocina no han sido lavadas en todo este tiempo, algún desgarro y deshilachado que otro se les puede observar, como si las adornaran. Rosa las eligió y desde entonces no se han vuelto a cambiar. Al otro lado de la mesa de cocina hay una silla-mecedora, es la preferida de Ángel, está justo enfrente de la pequeña tele, pero hoy no tiene ganas de compartir con ella su inmensa tristeza. Hace unos días fue su cumpleaños y lo celebró solo. «Cumpleaños feliz». Apenas una llamada de teléfono de sus hijos para felicitarlo y para comunicarle la venida de mañana; a primera hora estarían allí. Él no se considera viejo; apenas tiene sesenta y ocho años, pero parece que ya hubiera cumplido los noventa. El peso de la nostalgia y del abandono parece surcar su piel, agrietada y marchita, al igual que su triste esperanza. Ángel está sentado en una silla junto a la mesa de madera pegada a una pared de esta cocina. Cerca de él, en la puerta de entrada se aprecian algunos arañazos, como si el arado del tiempo al pasar hubiera dejado impresa su huella. La cocina es ese lugar donde él habita y donde mueren sus días. La puerta no solo sirve de paso a la cocina, a él lo conecta con dos mundos distintos: la vida asustándolo desde fuera y la desolación sonriéndole desde dentro. La bancada de la cocina se ubica enfrente de la puerta de entrada y no se queda atrás. En algún tiempo anterior fue nueva y tuvo su lustre; hoy está descolorida y con algún desconchón en el revestimiento que la embellecía. En el extremo izquierdo de la bancada hay una lavadora un tanto antigua, pero funciona mejor que las nuevas, debe ser porque en los últimos años se pone a trabajar pocas veces. Diversos paños de cocina ya desgastados, descoloridos, sucios, arrugados y mal colgados se apoyan en la barra de protección del horno. Hacia el extremo derecho de la bancada se ve un frigorífico casi vacío, que de vez en cuando suelta un suspiro de forma ruidosa, como si fuera un carraspeo, y después enmudece. Esa bancada de cocina también tiene un fregadero no muy limpio, donde se nota la dejadez respirada en este hogar. El grifo del agua gotea y su constante repiqueteo suena como si de un metrónomo se tratara. Unas ligeras salpicaduras humedecen a todos los dejados en este fregadero, allí es donde nos encontramos nosotros y este hombre lleva sin fregarnos dos días. A mí me están cayendo las puñeteras gotas durante todo este tiempo, pero solo me he limpiado por la cara donde me da el agua. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Yo soy la cuchara de sopa, estoy puesta debajo del constante goteo, entre los platos y la vajilla sucia. Soy la que lleva dos días calada, y menos mal que mi revestimiento lo aguanta. ¿Qué iba a hacer yo si no? Solo aguantar lo realizado por mi dueño, sea bueno o no tan bueno.

    Las horas van pasando como si de un desfile se tratara, pero ahora el valor de ese tiempo se ha devaluado. En otros momentos, esas horas se medían con un baremo distinto y se empapaban en alegría. Pero algo cambió, algo se ha perdido, algo se ha roto y se ha derrumbado en ese camino que atraviesa el bosque representado en la vida.

    La vida. Eso es algo perdido y desdibujado entre las hojas del cuaderno de la historia, de su historia.

    La historia de Ángel que sigue sentado en esa silla de su cocina, con el cerebro perdido, ahogado y totalmente acorralado. Mañana vienen sus hijos; son dos varones y una hembra.

    Cuando se reúnen, las cosas no son como parecen. A veces las arreglan con golpecitos en la espalda y otras con golpetazos en la cara.

    Pero siempre malhumorados. Cuando Ángel intenta mediar entre ellos, solo consigue salir trasquilado.

    Esta es la forma de vida que angustia a mi dueño Ángel. Hace años nos compraron en una tienda de cuberterías, donde estábamos expuestas. Hace ya de eso más de ocho años y aún me sigo acordando. Hacía muy buen día, ellos estaban paseando, la temperatura era ideal, el sol invitaba a dar vueltas por la ciudad. Yo los intuí a través del cristal del escaparate, a mí me gustaron. Algo buscaban con la mirada. Yo no sabía qué. Entonces, se fijaron en mí y entraron en la tienda a comprarnos, a mí y a once de mis hermanas. Ángel era alto, guapo, alegre, con una poblada barba blanca, muy bien recortada. También recuerdo a aquella mujer, se llamaba Rosa y era muy bonita, pequeña, dulce y cariñosa. Nos compraron juntos, ella nos seleccionó entre todos los cubiertos expuestos allí, nos eligió a las doce cucharas de sopa; a mí no se me olvidará nunca. Y así llegamos a su casa y nos afincaron en la cocina. A veces nos sacaban al salón, pero solo cuando venían visitas. En estos últimos años, solo yo estoy en la cocina, las demás cucharas están en una cajonera de la librería del salón... condenadas al olvido.

    Ángel se levanta con dificultad y piensa que hoy deberá poner más empeño de su parte, él es consciente de eso, va a procurar mantener un poco más limpia esta cocina.

    Empezará por la fregadera y después la bancada, barrer y fregar el suelo, y luego bajará a comprar algo de comida para intentar rellenar un poco el frigorífico, el pobre está casi vacío.

    Se acerca y lo abre comprobando su contenido. Apenas dos yogures caducados, una botella de agua y otra de vino casi vacía se abren paso entre la soledad reinante dentro de ese frigorífico.

    Revisa en un pequeño espacio donde guarda un bote con kétchup que mantiene el tapón pegado sin posibilidad de poderlo abrir. También un tarro con una especie de mahonesa amarillenta totalmente cuarteada, que en otro tiempo fue casi blanca, pero ahora es un amasijo semejante al plástico o al hormigón, con un incierto cambio de color a un tono parecido al amarilloverderojizo. Su cerebro incluso está dudando en tirarlos o intentar consumirlos… y, por fin, la poca cordura que le queda opta por desecharlos.

    Ángel observa por la ventana la lluvia: esa es la fuerza con la que llora el cielo. Reconoce en esto un simple «cabreo mantenido por las nubes, es de los que duran solo un rato y después deja de llover.

    Incluso podría salir el sol; esto es algo muy común en los primeros días de septiembre.

    En pocos días la calle volverá a llenarse de niños y niñas gritando cuando van al colegio de la mano de sus madres o padres; después, con los que van al instituto e incluso también a la cercana universidad.

    Antes le decían si esto no sería consecuencia de vivir en una calle bulliciosa por estar cercana a un núcleo de gran afluencia estudiantil. Pero eso era antes, cuando conversaba con ella, cuando se dejaba enredar en la maraña de sus ojos transparentes y azules como el firmamento en un día sin nubes, cuando el sonido de su voz se convertía en una caricia agradable a sus oídos.

    Ángel piensa a veces si sus oídos no estarán dejando de funcionar por no poderla oír como antes.

    Ahora esto es lo que más echa de menos: su voz y no poder volver a oírla ni a disfrutar de su grata compañía.

    Sus oídos escuchan el elemental bullicio en la calle, pero difuminado por el acolchamiento producido al tener un cierto grado de sordera.

    Limpiará la cocina hasta donde pueda dar de sí. Antes era mucho más rápido, pero ahora su velocidad en la limpieza es muy limitada. Con el fregadero ha estado algún tiempo más de lo esperado. Una vez limpios, ha dejado los platos y a nosotros, los cubiertos, encima de la mesa, en previsión de usarnos en la posterior comida. A mí me ha dejado encima de su plato. Con tristeza, como siempre. Ángel consume sopa en la mayoría de los días; sus dientes y su estómago se lo agradecen. Pero cuando su moral se derrumba, su ánimo cambia y deja de limpiarnos, nos amontonamos en la fregadera y entonces come cosas poco necesitadas de cubiertos y con muy poca elaboración, como alguna sencilla ensalada, embutido o queso. Ángel ha determinado bajar para comprar lo necesario a una multitienda cercana que se encuentra a la vuelta de la esquina, y así podrá rellenar un poco el frigorífico, dentro de lo que su economía dependiente de la paga de jubilación le permita. El mero hecho de salir a la calle ya implica la necesidad de adecentar su propio físico, aunque solo sea un poco. De esta misma forma deberá ducharse, afeitarse, acabar de vestirse y arreglar su aspecto para mantener una buena imagen. A veces su cerebro se pregunta para qué. Mi dueño Ángel comprende que exponerse a salir a la calle conlleva algunas de esas formalidades, pero desde hace un tiempo estas cosas a él no le gustan demasiado, aunque reconoce ver en ello a una forma de vivir bastante más lógica. La lógica es lo que más desprecia en estos momentos de su vida. Pero su preocupación mayor es el mañana; él no sabe qué pasará mañana. Además, ahora mismo no quiere pensar en eso, ya se preocupará cuando llegue el momento, pero hasta entonces...

    Baja los peldaños con cuidado y no espera al ascensor, que, aunque es viejo, funciona bien. La vivienda se encuentra en el segundo piso de un edificio bien cuidado de seis plantas. La anchura de la calle le permite al edificio recibir las caricias de los rayos de sol casi todo el día.

    En la calle ha dejado de llover.

    Observa que el bullicio de la vía se ha moderado en los dos últimos meses por ser la época de vacaciones, pero la incipiente llegada de la vuelta a clase en los colegios otra vez comienza a notarse.

    Dobla por la primera calle lateral y enfila una ligera pendiente cuesta arriba. Sus ojos la ven apenas a treinta pasos de una persona normal; por desgracia, él los da mucho más cortos y lentos. Allí divisa la tienda y hacia ella se encamina.

    El establecimiento es una multitienda autoservicio, muy bien surtida de comestibles, productos de limpieza y otros utensilios.

    Allí ya conocen a Ángel. Hace muchos años que él les compra los suministros, tanto de comida como de limpieza para su vivienda. Allí es considerado una gran persona.

    Una de las empleadas se le acerca embutida en un uniforme gracioso y blanco con detalles de colores cálidos, acudiendo servicial a atender su pedido.

    —Buenos días, señor Ángel. Déjeme, yo puedo ayudarle.

    —Buenos días, Merche —dice Ángel—. No hace falta que me atiendas, ya lo hago yo. Hoy, además, me apetece mirar lo que hay por las estanterías, a mí me gusta comprobar lo expuesto, pero muchas gracias. —Y con un ambiguo gesto ha señalado de forma circular el entorno de la tienda.

    Ángel coge un pequeño carro y con él se dirige en dirección a las verduras. Mantiene una fugaz idea de lo que va a comprar, pero como ya ha dicho antes le gusta ver la calidad de los artículos primero. Coge patatas, tomate, lechuga, manzanas... Después, se dirige a otro departamento para coger leche, huevos, zumo de naranja sin azúcar y aceite de oliva. También añade unos rollos de papel suave para el baño, otros de servilletas, detergente para la lavadora, unos tetrabriks de tomate frito, nata, unas pechugas de pollo ya fileteadas envasadas en atmósfera y una pequeña barra de pan.

    Ángel se dirige a pagar.

    «No sé si me habré pasado demasiado, yo no esperaba llevar tantas cosas a casa —recapacita Ángel—. Yo creo que no se me olvida nada... ¿o tal vez sí?». El momento de quedarse pensando se alarga durante solo unos segundos arropado por esa sensación de que algo se queda sin comprar, sin incluirlo en el carro, pero no recuerda qué...

    La cajera le sonríe mientras va pasando los productos por el lector del código de barras demostrando la singular destreza resultante de quien lo hace con asiduidad; también los va colocando en dos bolsas de plástico y se encarga de cobrarlas igualmente.

    —¿Se lo envío a casa o se lo lleva usted en persona? —le pregunta la cajera con una voz un tanto fría, más propia de una máquina automática.

    —¡Ah! ¡No, no! —dice Ángel—. Me lo voy a llevar yo mismo, ahora.

    Ángel paga la factura y coge las dos bolsas preparadas por la cajera, notando el peso cortante en sus dedos al sostenerlas.

    Él no pensaba que pudieran pesar tanto, pero, claro, tampoco sabía cuando salió de casa que se llevaría tantos ingredientes en su compra.

    Su vista observa en ese momento a dos jóvenes, una chica y un chico, que se acercan a la cajera y con gran educación le preguntan si pueden colocar pegado al cristal junto a la puerta un pequeño cartel con sus teléfonos. Intentaban encontrar un par de habitaciones por esta zona antes de la apertura de las clases en la cercana universidad.

    La empleada les contesta algo despectiva:

    —Eso lo han prohibido desde dirección, lo siento.

    Los chicos salen de allí algo descorazonados, pero ni siquiera pierden la sonrisa.

    Ángel sale a la calle de inmediato y va detrás de ellos mientras se desplaza hacia el portal de su vivienda. Los observa a una cierta distancia colocar algunos papelitos en paredes y farolas.

    La risa de la chica es inmensamente contagiosa de tan limpia, joven, alegre y abierta; es una de esas risas llenas de paz que destilan alegría y sosiego por donde quiera que pasa, arrancando sonrisas de todos los que en esos momentos tienen la dicha de contemplarla.

    El chico es como un satélite alrededor de su sol, y en su cara se reflejan esos cálidos momentos aliñados con pizcas de alegría, momentos en los que incluso la felicidad pasa a un segundo término, empujada por el deseo agrandado en la simple decisión de estar junto al amor de tu vida.

    Los recuerdos vuelven a asaltarle en esos momentos y le arañan la cabeza por dentro. Él maldice a todos los recuerdos cuando hieren, cuando son un tormento. Se siente invadido por la cruda añoranza, mezclada con todos esos recuerdos... Uf, vaya mezcla.

    Pero lo peor es su ausencia, es la angustia de su ausencia.

    Ángel, sin su otra mitad, se queda descolgado, abrumado con la pesadumbre que le acompaña y que lleva colgando también desde su alma. Sí, así es. El escuchar esa risa le trae muchos recuerdos. Muchos y bellos recuerdos surgen de su cabeza, brotan y se escapan por sus ojos humedeciendo el corazón y encogiendo sus entrañas.

    Intenta acelerar el paso, inútilmente porque no se puede huir de los recuerdos. Ni de la pendiente cuesta abajo cuando a él se le hace cuesta arriba. Y ese caminar con dos bolsas en las manos lo lleva camino del destierro a lo más profundo de su morada.

    Espera el ascensor; subir no es lo mismo que bajar.

    Llega a la vivienda y pasa a la cocina toda la compra. Guarda cada cosa en su sitio y busca un sitio donde guardar cada cosa. Eso no representa un problema en su cocina, donde hay sitio de sobra.

    Observa el frigorífico, que ahora simula tener otro aspecto, hasta los quejidos del mismo parecen sonar distintos que cuando estaba más vacío.

    Pronto será la hora de comer y hoy le apetece sopa. Él siempre tiene sobres de sopa ya elaborada, de todos los sabores, formas y colores, en el armario de la cocina. Va preparando los utensilios y saca los cubiertos ya limpios poniéndolos en la mesa; a mí, a su derecha. Alcanza una olla mediana pero suficiente, donde quepan más de cuatro raciones, y así, además de la comida de hoy, tiene resuelta la cena y también la comida y cena de mañana, con solo un sobre de sopa preparada y casi sin hacer nada; solo se debe cocer. Además, casi todos los sobres le saben igual y eso él lo conoce. Pero por eso precisamente él también tiene trucos culinarios y con ellos, además de alargarlos el doble, los aliña y añade, aportándoles más gusto con ese pequeño toque que potencia el sabor y la textura, haciendo de los sabores un deleite mayor. A casi todos les va echando algunos condimentos y, a veces, incluso leche para suavizar su sabor o harina para espesarlos, o hasta unos daditos de pan frito o tostado. Pero eso sí, además, a todos y sin excepción les echa ajo.

    —¡¡Ajo!! Ya intuía yo que olvidaba algo. ¡Se me ha olvidado el ajo! —La exclamación airada de Ángel retumba en toda la casa—. ¡Intuía que alguna cosa me habría olvidado de comprar y no pensé en el ajo!

    Hace ya un par de días que a mi dueño se le acabó el ajo. Pero, claro, en ese tiempo casi no ha probado bocado, y por eso no lo ha echado en falta. No va a tener más remedio que bajar de nuevo a la tienda a comprarlo o plantearse cocinar otra cosa para este día, aunque también podría cocinar la sopa y no echarle ajo.

    De esta forma casi crítica, el cerebro de Ángel va sopesando el dato.

    Su vista se dirige al reloj colgante de la pared. Sus manecillas señalan las 12:47 horas de esta mañana algo más complicada que de costumbre.

    Él calcula si aún le queda tiempo: la tienda no cierra hasta las 13:30 y, bajo su punto de vista, no hace falta correr.

    Capítulo 2

    Mis hijos y sus ideas

    Se asoma a la ventana descubriendo la paz del día. Al parecer, por fin, el sol va a saludar a todos.

    Ha suspirado fuerte, y eso quiere decir que va a bajar a comprar el ajo. No es la primera vez que hace dos viajes para comprar lo mismo, ni parece ser que podría ser la

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