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Redondo: El efecto McClean
Redondo: El efecto McClean
Redondo: El efecto McClean
Libro electrónico722 páginas10 horas

Redondo: El efecto McClean

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Déjate llevar por el efecto McClean.

Redondo es teniente de policía de origen español y residente en Florida. Es derivada a otro departamento por su destreza a la hora de resolver casos. Allí, conocerá a su nuevo equipo con quienes estrechará un bonito lazo de amistad, trabajarán en diferentes casos y donde conocerá al capitán McClean, un hombre marcado por una mala experiencia en el pasado y quien despertará en ella un sinfín de sentimientos que jamás había experimentado, lo que ella llama «el efecto McClean».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 nov 2019
ISBN9788417947613
Redondo: El efecto McClean
Autor

May Rueda Gómez

May Rueda Gómez, madrileña, animadora sociocultural y monitora infantil, es una mujer soñadora y risueña, a la que la creatividad la ha acompañado toda su vida. Ya de pequeña se subía en una mesa y contaba un cuento tras otro, sacado de su pequeña cabecita, o cantaba una canción llena de fantasía. De adolescente, escribió varios fics con sus compañeras de clase; más tarde, su ingenio la llevó a crear pequeños relatos. Pero no ha sido hasta ahora cuando por fin ha dado rienda suelta a su imaginación y ha creado Redondo. El efecto McClean.

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    Redondo - May Rueda Gómez

    Redondo

    El efecto McClean

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417947163

    ISBN eBook: 9788417947613

    © del texto:

    May Rueda Gómez

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Capítulo I

    Suena el despertador. Abro los ojos. La luz de los primeros rayos de sol penetra entre las cortinas. Hoy empiezo una nueva etapa de trabajo. Me encuentro muy relajada. Cojo mi reloj de la mesilla y mis pulseras; al lado hay una nota de mi compañera de piso, Isabella:

    No te pongas los desmontables, por favor, ya no se llevan.

    He hecho café, hoy tenía que madrugar.

    Te quiero.

    Besos.

    Bell

    ¡Qué manía tiene a mis desmontables! Con lo bien que me sientan, aunque la verdad es que, para el primer día, debería ir más arreglada. Solo tengo jeans en el armario, así que cojo uno y una camiseta de algodón con un tulipán. La mayoría de las camisetas que tengo son de algodón y diseñadas por mí; las compro lisas y luego las decoro con algún tipo de dibujo o adorno. Bien, creo que con una americana bastará para ir arreglada. Me meto en la ducha.

    ¡Oh, Dios!, café recién hecho; bendita seas, Bell. Me sirvo el café bien cargado y me como una sobra de bizcocho del fin de semana; no está muy blando, pero se puede comer. Bien, ya es la hora.

    Entro en el edificio y en la puerta hay dos arcos detectores de metales. En cada uno hay un agente de seguridad que se encarga de observar la pantalla que muestra el contenido de bolsos, carteras, etc. que pasan por la cinta. Dejo las llaves y el móvil en una bandeja que coge uno de los agentes, coloco mi carpeta y mi bolso en la cinta. Doy un par de pasos, giro a la derecha y me encuentro con un mostrador donde pone «Información». Hay dos señoritas. Una es rubia con el pelo liso, con ojos grandes y azules; lleva un traje de chaqueta y falda negra, con una camiseta blanca de cuello cerrado y con un pequeño encaje en la parte del pecho, no sé si de tirantes o de manga, ya que con la chaqueta no lo aprecio; no lleva collar, pero sí unos pendientes que cuelgan un poco, son muy finitos, pero le dan un toque de elegancia. La otra señorita es pelirroja, con el pelo rizado y largo; sus ojos son grandes y negros y tiene pecas; me sorprende y me llama la atención porque le hacen una carita de niña mala; lleva un vestido negro, con el escote ladeado hacia la derecha de color rojo, es de media manga y tiene un par de flores verdes en la cintura. ¿Se hará los trajes como yo las camisetas? Lleva un colgante de cuerda negra y, en el borde, una bola blanca con un dibujo muy sutil que no diferencio muy bien, lleva pendientes cortos, aunque con el pelo no se le ven mucho. Las dos llevan la manicura y tienen muy limpio su puesto de trabajo. Parece que no se llevan muy bien porque están muy separadas y no son capaces de mirarse en el ratito que llevo aquí esperando mi turno.

    —Hola, buenos días, tengo cita con el capitán McClean. Soy la teniente Jessica Redondo, del departamento de Homicidios —digo con la voz firme y mostrando mi credencial.

    —Un momento, por favor —dice la chica pelirroja. De pronto, siento a alguien a mi lado. Una sombra fornida.

    —Señorita Redondo. —Me doy la vuelta y es un hombre—. ¡Qué agradable sorpresa! Encantado de conocerte, soy Jaime, acompáñame. —Me estrecha la mano.

    Es alto, estará sobre 1,85 más o menos, está muy fuerte y es bastante guapo. Tiene un porte que en pocos hombres he visto, con el pelo un poco largo de arriba y rebelde. Sus ojos son de color azul claro, su nariz es grande y alargada, pero le hace atractivo. Me pregunto si será McClean.

    —Sí, claro.

    Me dispongo a seguirlo, pasamos por un pasillo largo con las paredes color crema, con el suelo de mármol en tonos marrones. Dejamos puertas atrás, tanto a la derecha como a la izquierda, los marcos son de madera oscura, creo que hacen juego con el mármol. Llegamos a un ascensor. Jaime pulsa el botón de la tercera planta y, cuando se abren las puertas, hay otro pasillo largo de frente y otro a la izquierda que gira a la derecha. Las paredes son del mismo color que las de abajo. Hay una puerta enfrente del ascensor, al fondo del pasillo, y un par de puertas a la izquierda pasando el pasillo. Nosotros seguimos hacia delante y nos dirigimos a la primera puerta de la derecha, donde hay al lado de ella un gran ventanal y se puede ver una enorme oficina llena de tecnología de todo tipo; mi sueño y el de mi hermano. Entramos, no estamos solos, hay otras tres personas, están todos mirando una pantalla. Una de ellas es una mujer con vaqueros y camisa de rayas verticales, la cual le sienta muy bien; es castaña, con el pelo por los hombros, lo justo para hacerse una coleta. A su lado hay otro hombre trajeado, se ve que es de espalda ancha, castaño claro y el traje es oscuro, tiene que estar sudando con la chaqueta porque aquí hace mucho calor. Al tercero no lo veo bien, está sentado o apoyado en el inmenso ordenador central y está detrás de estos que están de espaldas a mí, lo que hace que no lo pueda ver bien.

    —¡Nuevo fichaje! —dice entusiasmado Jaime—. Señores, os presento a la teniente Jessica Redondo. ¿Señorita o señora?

    —Señorita. —Carraspeo tímidamente.

    Se dan la vuelta y comienzan a aplaudir. La mujer es muy atractiva. El hombre trajeado es robusto y con gesto desenfadado, tiene el pelo corto, pero se nota que es rizado, sus ojos son color miel. El señor que estaba sentado, que en ese momento se levanta, es también atractivo, castaño oscuro, ojos verdes, alto y apretado, lleva un pantalón azul oscuro multibolsillos y una camisa verde caza. Parece serio, se acerca a mí. Tiene una mirada que nunca había visto, provoca respeto.

    —Buenos días, agente Redondo, bienvenida a mi equipo. Espero que se sienta cómoda trabajando con nosotros. Me han hablado muy bien de usted. Soy el capitán Mike McClean. —Me extiende la mano y yo se la estrecho, su mano está a unos grados más que la mía, me aprieta con fuerza. Su voz suena contundente.

    —Encantada, capitán. Yo también espero que mi llegada sea de su agrado y mi trabajo también. Por favor, no me llame de usted —le digo impresionada y creo ver en su boca un intento de sonrisa.

    —Perdona, ¿lo has llamado capitán? —dice Jaime, soltando una carcajada grosera—. Es el jefe, pero no hace falta que lo llames capitán, estamos en un equipo —dice mientras se sonríe malvadamente.

    —Sí, esto... —«Tierra trágame», me digo a mí misma—. ¿Cómo quieres que lo llame? Es nuestro superior y, además, capitán. —Madre mía, debo de estar colorada como un tomate en estos momentos, porque siento que mis mejillas han subido de temperatura.

    —Vamos, Jaime, deja a la chica. —La mujer se acerca y me estrecha la mano—. Al menos, es educada, no como tú. Encantada, soy Samanta Jackson, y con jefe bastaría. —Me guiña un ojo.

    —Encantada. —No se me ocurre qué más decir, me he quedado abochornada. McClean me observa con la mirada fija; ¡madre de Dios, qué mirada tiene este hombre! No sé muy bien qué quiere decir. «Tranquilízate, es tu superior, es el primer día, por Dios, tranquilízate». Suelo hablar conmigo misma en ocasiones.

    —Yo soy Roberto, encantado. ¿Estás preparada para iniciarte en este trabajo? —el hombre trajeado me intenta acobardar.

    —Bueno, la verdad es que estoy deseando, no sé si será como en mi anterior departamento, pero lo que sí sé es que tengo muchas ganas de comenzar —digo entusiasmada.

    —Bueno, así empezamos todos, a ver si aguantas al capitán —contesta Jaime riendo a carcajadas. Creo que empieza a caerme mal, parece el típico guaperas, chulo y engreído.

    —Basta, Jaime, compórtate —dice McClean, colocándose las manos en la cintura—. Bien, señorita Redondo, siéntese aquí, este es su escritorio y su lugar de trabajo. Tendrá que poner contraseña a todo. Este portátil es suyo también y se lo puede llevar a casa para trabajar con él. Estamos trabajando en un caso contra la trata. Estos son los informes y todo lo que tenemos hasta el momento; estúdieselo y veamos lo que es capaz de hacer —dice mientras me muestra todo.

    —Está bien. Bueno, pues manos a la obra. Muchas gracias —le contesto mientras tomo asiento en mi nuevo escritorio. McClean se acerca, apoyando sus manos en mi mesa, poniéndose frente a mí.

    —Siento tener que dejarte a solas nada más llegar, pero nosotros debemos salir. Ponte al día, por favor. Este número de aquí es de otro compañero; si tienes alguna duda, no dudes en marcarlo; para lo demás, tienes a las señoritas de abajo. Espero que se te dé bien, ¿vale? —Ya me tutea y eso me gusta.

    —Sí, señor —contesto firme y Jaime suelta una carcajada de nuevo, ¡será estúpido! Ya no lo he llamado capitán, ¿por qué se ríe?

    —Anda, vayámonos a la caza, jefe —le dice, echándole un brazo por encima, lo cual me da que pensar que se llevan muy bien.

    McClean me hace un movimiento con las cejas, se da la vuelta y se marchan.

    Me he quedado sola y tengo un montón de trabajo, necesitaría un buen café muy oscuro, pero bueno, vamos a ello.

    Comienzo a estudiarme los documentos que me ha dejado. En ellos encuentro varios casos de jóvenes chicas que han fallecido por sobredosis. Todas ellas parecen casi niñas y son de similares rasgos. Supuestamente, el líder de todo esto es el escurridizo Snake, apodado así por el equipo; así se llama también el caso.

    Sin darme cuenta, es la hora de comer, pero no tengo ni pizca de hambre. ¡Madre mía!, este caso es muy interesante y estoy enganchada a él. Creo que con mi capacidad podré poner mucho de mi parte, aunque un café sí que me tomaba. Alguien abre la puerta del despacho y entra, es un chico ancho pero fuerte, con gafas, morenito, con el pelo casi rapado, lleva unos vaqueros azules oscuros y una camiseta de Flash.

    —Buenas, soy Eric, tú debes de ser Jess. Vengo a buscarte para salir a comer y después repasaremos unas cosas juntos, trabajo en el laboratorio. —Me estrecha la mano.

    —¡Oh!, encantada. —Me encanta que me llame Jess, creo que será buen compañero—. Bueno, la verdad es que no tengo mucho apetito ahora mismo, tengo mucho trabajo, pero gracias.

    —¡Ah!, de eso nada, son órdenes del jefe y al jefe hay que obedecerlo en todo —dice haciéndome un movimiento de brazo para que me levante y le siga.

    Abro los ojos como platos, ¿órdenes del jefe? ¿Ha mandado venir a buscarme para que vaya a comer?

    —Bueno, está bien, tomaré un café. —Me pongo la americana y salimos. Una vez en la calle me guía andando, lo que me da que pensar que no iremos muy lejos.

    —Bueno, Jess, he oído que eres experta en artes marciales, siempre me gustaron.

    —Sí. —Me dispongo a seguir hablando cuando me interrumpe.

    —Mira este pub de ahí —dice señalando un local que hay a unos doscientos metros del edificio de trabajo—. Es donde solemos ir los viernes después de trabajar, somos un grupo grande, pero solo su equipo va ahí.

    —¿Su equipo? ¿A qué te refieres? ¿Somos nosotros? Quiero decir, ¿Jaime, Samanta, Roberto, tú y yo?

    —Bueno, te diré una cosa, Jess, solo irás si él te lo pide y también está Chat.

    —¿Chat? ¿Quién es?

    —Es informático, de ahí su apodo, y se encarga de los trabajos en la furgoneta, la Kitt, así la llama él, y de todo lo que tenga que ver con la tecnología; su oficina está al final del pasillo, la puerta de enfrente, pero esta mañana está fuera. Entra, es aquí. —Me abre la puerta de un pequeño restaurante.

    Entramos en el restaurante. Está lleno. Es un bar común. Las paredes son de dos colores; de la mitad para arriba es un verde rosado como con purpurina, dicho así queda hortera, pero no, está muy bien, y de la mitad para abajo es lisa y negro. Las mesas son cuadradas, simulan ser de mármol; la barra, de madera; la pared está pintada de un verde muy claro y brillante, haciendo juego con el resto de las paredes, que es donde están las estanterías de cristal con las botellas; hay un bote de plástico donde leo «Propinas» y se ve que está por la mitad. Un hombre sirve dentro de la barra con una camisa negra, está limpiando la barra constantemente, puedo ver una ventana que da a la cocina; hay una mujer que parece ser la cocinera, está sacando los platos para la gente; cada vez que hay uno preparado, grita lo que es para que el hombre lo recoja.

    —¡Ah!, vale, bueno, por lo que he podido estudiar, lleváis mucho tiempo detrás de ese tal Snake. —Eric me lleva a un apartado libre.

    —Siéntate. Sí, en realidad, llevamos tras él cinco años, estamos a punto de atraparlo.

    —¿Cinco años? ¡Madre de Dios!

    La camarera viene a tomar nota. Es morena, delgada, se la ve que está cansada, no se le notan las ojeras gracias al maquillaje que lleva y una ancha raya negra delineada en el ojo, tiene un moño alto y una diadema, las piernas las tiene hinchadas, será por estar tanto tiempo de pie. El uniforme es una camisa, con una falda lisa, todo en color negro; también lleva unos zuecos negros, se los ve cómodos, y un mandil delante de la falda, con un bolsillo para meter la libreta y el bolígrafo.

    —Hola, Eric, ¿qué van a tomar? —pregunta.

    —Hola, a mí me pones un filete de ternera con patatas y ensalada, por favor. Jess, ¿qué quieres?

    —¡Oh!, yo un café muy cargado, por favor —digo meneando la mano.

    —Vale. —Suspira—. Mira, Luz, ponle un sándwich de queso con nueces, te gusta, ¿verdad?

    —Esto… —No me deja terminar cuando vuelve a hablar.

    —Sí, pónselo, le gustará, y después su café, y de beber yo quiero agua y para ella…

    —También agua, por favor, y el café. —Me siento un poco incómoda.

    La camarera toma nota y se va. Yo me echo las manos a la cara del estrés del momento.

    —¿Qué te ocurre?, ¿estás a dieta de cafés o qué?

    —No, no, no es eso, supongo que es por el primer día, no tengo mucho apetito.

    —Pues no te digo nada de lo que te queda. Hoy estás en plan relax. Verás cuando salgas a la calle y, lo peor, cuando tengas que aguantar al jefe, o ir con él en una persecución, etc. —Mueve las manos mientras habla.

    Sacudo la cabeza, no sería la primera vez que salgo a una intervención. Además, ¿por qué todos me avisan de cuando tenga que aguantar a McClean? ¿Acaso es un ogro? No sé si será un ogro, pero, si lo es, será divertido, ya que soy de armas tomar. Las órdenes son algo que llevo un poco mal, digamos que siempre hago caso de mi instinto y no de mis superiores. Mientras comemos, comentamos datos del caso. La comida con Eric es agradable.

    De regreso a mi puesto de trabajo, sigo estudiando punto por punto. Este caso parece un libro de suspense, me gusta. No me doy cuenta del tiempo que ha transcurrido cuando entran mis compañeros al despacho, regresan de una intervención en la que Sam se ha infiltrado; lleva una minifalda, una camisa muy escotada y unos taconazos de vértigo.

    —Bueno, Sam, creo que te tocará hacer de infiltrada de nuevo y mover ese culito de esa manera —dice Jaime al entrar.

    —Buen día el de hoy, hemos conseguido dar un paso al frente y, rubio peligroso, lo haré si hace falta, sabes que no tengo problema con ello, ya estoy acostumbrada.

    —Señorita Redondo —me dice McClean levantando las cejas—, ¿qué haces aquí aún?

    —Puf. —Suspiro—. Se me echó la hora. No pasa nada, enseguida recojo. Por favor, señor, no me llame señorita. —Creo que acabo de ponerme colorada de nuevo. Él se dirige a mi escritorio y vuelve a colocarse enfrente con las manos apoyadas en mi mesa.

    —Está bien, ¿prefieres Redondo? —pregunta.

    —Ah, bueno, sí, está mejor —respondo nerviosa mientrs recojo las cosas del escritorio. ¿Por qué me pone nerviosa?

    —Redondo me gusta más. —Hace un movimiento levantando las cejas.

    —Oye, Jessica, échale un ojo a este papeleo, a ver si puedes hacer algo con los números de teléfono que aparecen —me dice Jaime con unos móviles que ha incautado y que lleva en una bolsa de pruebas en la mano. Deja los documentos en mi escritorio y se marcha con la bolsa.

    —Sí, de acuerdo, veré lo que puedo hacer —digo mientras cojo los documentos y los meto en un dosier.

    —Bueno, aprovecharé, ya que sigues aquí, para darte tu placa y tus cosas. No hace falta que te diga que tengas cuidado con el arma, ¿verdad? —dice McClean.

    Ahora mismo tengo cara de idiota.

    —No, es evidente que estoy preparada para esto y mucho más —respondo con seguridad. ¿Acaso no sabe de dónde procedo?

    —Uh, jefe, ahí tienes a una agente con ganas —dice Jaime meneando el dedo, creo que está siendo sarcástico.

    —Bueno —intento explicarme—, me refiero…

    —Sé a qué te refieres, estaba bromeando —dice soltando una ligera sonrisa, una sonrisa preciosa, por cierto, y se dirige a su despacho.

    —Ha sido fácil coger a ese capullo. Eres una máquina infiltrándote, Sam —dice Rober.

    —Bueno, es que nadie puede resistirse a mis encantos cuando me pongo —le contesta ella, contoneándose un poco.

    —Te viene bien el papel de hacer de guarrilla —le dice Jaime, lo que creo que está fuera de lugar. ¿A este chico qué le pasa? Sam se acerca a él y le da una colleja.

    —Y a ti el de idiota —le contesta—. Voy a cambiarme —dice mientras sale.

    McClean sale de su despacho y me entrega las cosas.

    —Aquí tienes. Venga, chicos, hasta mañana. ¿Nos vamos, Jaime? —termina diciendo McClean inclinando la cabeza hacia un lado y se marchan. Yo termino de recoger y salgo también.

    Estoy en casa, son las 00:05 y mi querida compañera de piso no ha regresado de donde quiera que esté. Estoy cansada, he estado todo el día estudiando el caso y he avanzado mucho. Acabo de darme una ducha y me dirijo a mi dormitorio cuando entra Bell por la puerta.

    —¡Eh! ¡Joder, tía! Vine para comer y no estabas. ¿Qué tal tu primer día? —dice muy entusiasmada, parece más nerviosa que yo.

    —Pues la verdad es que no ha estado mal —le contesto mientras me sirvo un vaso de agua.

    —¿Ya has perseguido a alguien? —dice con esa mirada que pone de mala cuando quiere.

    —No, aún no, dame tiempo, estoy integrándome. Por cierto, tengo unos compañeros que están tremendos —bromeo echándome unas risas.

    —¡No me jodas! ¿En serio? Por cierto, te digo yo también: he visto que no te has puesto los desmontables, has hecho bien —dice guiñándome un ojo.

    —Bueno, no me los puse porque para el primer día no me parecieron apropiados, pero ya me los pondré, me sientan genial. ¿Qué tal tu día? —Bell pone los ojos en blanco.

    —Bien, por fin, he terminado los exámenes finales. Ahora tengo que solicitar el hospital para las prácticas. Tengo unas ganas de comenzar… —dice dando palmitas.

    —Estoy segura de que sacarás la nota más alta, te conozco.

    —Bueno, háblame de tus compis, ¿están solteros? —pregunta con esa mirada de ¿a quién tengo que hincar el diente?

    —Pues creo que sí, aunque no lo sé. Pero, Bell, es que ¿cómo me voy a concentrar yo en el trabajo con un jefe así? Y también he visto un par de chicos de tu gusto —digo pensando en Eric y Jaime.

    —Joder, ¿en serio es para tanto?, pues a ver cuando me los presentas a todos, jefe incluido. —Bell es de decir muchos tacos—. Aunque no hace falta que me hagas de celestina, sabes que yo sola me valgo —dice guiñando un ojo.

    —Bueno, estaba bromeando. A ver, la verdad es que es atractivo, tiene una mirada y una sonrisa… —Meneo la cabeza para sacarme la idea. «McClean es mi jefe, por Dios».

    —Bueno, pues es hora de apuntar hacia arriba —dice Bell poniendo un gesto divertido.

    —No, no, que te conozco. Una cosa es que el hombre esté de buen ver y otra diferente que intente tener algo con él. No estoy preparada, es mi jefe y acabo de empezar. Además, las relaciones en estos trabajos no son buenas —digo, sacudiendo de nuevo la cabeza para sacarme la idea de ella.

    —¿Que no estás preparada? Llevas dos años sin tener ningún tipo de relación, ¡por Dios!, te has tirado toda tu vida con el mismo tío y, desde que lo dejasteis, no has vuelto a conocer a nadie.

    —Mira, ¿sabes qué, Bell?, estoy muy cansada y me voy a la cama.

    —Sí, eso, haz lo de siempre, dale la espalda. —Hace gestos con las manos.

    —Hasta mañana. —Le doy un abrazo, entro en mi dormitorio y cierro la puerta.

    Un día más y Bell está durmiendo. Me pregunto a qué hora se irá hoy, no hay gota de café, así que me ducho rápido y salgo pitando para comprar café para llevar; no me quiero entretener.

    Entro en el despacho con café para todos y unas berlinas; estoy muerta de hambre. Solo han llegado Jaime, Roberto, Sam, el que debe ser Chat y al que no veo muy bien según entro.

    —Buenos días, chicos, traigo café para todos —digo enseñando las bolsas de papel.

    —¡Vaya!, qué detalle —dice Jaime, cogiéndome las bolsas y poniéndolas encima de un mueble largo y bajito que hay al lado de la puerta—. Me caes bien. —Yo le arrugo la nariz, no es mutuo, pego un bocado de mi berlina y los demás se acercan a por un café.

    —Ese es mío, Sam, me gusta muy cargado. Los demás son normales, como no sabía cómo os gusta... —le digo porque se dirigía a tomarse el mío.

    —¡Oh!, de acuerdo, cogeré este entonces.

    Entra el jefe, lleva unos vaqueros gris oscuro y un polo azul oscuro, pego otro bocado a la berlina.

    —Buenos días. ¿Qué creéis que es esto?, ¿una cafetería? —Madre mía, me trago el bocado entero sin masticar; de pronto, se me ha hecho un nudo en el estómago. Pensé que era buena idea y una manera de integrarme en el grupo.

    —A mí no me mires, jefe, ha sido Jessica, lo ha hecho con la mejor intención —dice Jaime, levantando los brazos.

    «Tierra, trágame». ¿Este tío siempre tiene que hacer que me sienta así? Joder, se dirige a mí.

    —Redondo, ¿has tenido la idea? —dice serio y mirándome fijamente con el cejo fruncido.

    Debo de tener una mirada de pánico impresionante y no sé qué decir, así que digo lo primero que me viene a la cabeza.

    —Pues sí, la verdad es que hoy salí un poco tarde y, bueno, no me dio tiempo a desayunar, pensé en traerlo al trabajo, porque yo sin cafeína no rindo, señor, no rindo. —Mi voz tiembla—. Y, bueno, quería mostrarle que he conseguido unas llamadas telefónicas desde este número a este otro. El problema es que este número, que creo que es de Snake, no es de línea y no está a ningún nombre, y ni siquiera sé si aún está operativo, habrá que comprobarlo —intento distraerle para que olvide el tema.

    ¡Oh, Dios mío!, ha cogido mi café y se dispone a beber, a él no me atrevo a decirle que es mío.

    —Bien, buen trabajo, Redondo, pero asegúrate de si sigue operativo o no. Chat, échale una mano. ¡Mmm! —Se saborea los labios, ¡y qué labios!—. ¿Lleva canela?

    —Es el café de Jessica, jefe —dice sonriendo Sam. Él me mira y levanta una ceja.

    —No, no pasa nada, señor. Estaba sin tocar, no le he probado. —Él se saborea los labios, cosa que hace que me los saboree yo a su vez embobada.

    —¡Ah!, perdona. Bueno, ¿lo quieres? —me lo ofrece.

    —Eh…, esto…, no, tómalo, no pasa nada, de verdad. —Estoy muy acalorada, ¿qué me pasa?

    —Bueno, veo que no hay ninguno así de oscuro y, si no, no rendirás y yo quiero que mi equipo rinda, así que tómalo —dice entregándome el café.

    ¡Dios!, parece una orden, recuerdo lo que dijo Eric de las órdenes del jefe y, aunque yo no soy de obedecer mucho, decido hacerlo.

    —Sí, señor. —Cojo el vaso de su mano y bebo, me mira fijamente por unos segundos y da media vuelta.

    —Bien, vamos a trabajar. ¿Qué tenemos hoy, Rober? —Suena el móvil del jefe—. Capitán McClean... Entendido, ¿a qué hora? Bien, allí estaremos. —Cuelga—. Chicos, era Hurtado, puede que hoy haya una nueva caza de una chica, así que tenemos que ir al bar Micro y averiguar todo lo que podamos y, si se puede detener, hacerlo. Bien, necesitamos a Eric; ¿dónde está?

    —Está trabajando en el laboratorio. Por cierto, Jess, soy Chat. Encantado, gracias por el café —dice tomando el último trago de café y tira el vaso.

    Es moreno con ojos claros y también lleva gafas, lleva un traje con una camiseta de algodón y el pelo un poco largo peinado hacia atrás.

    —Igualmente, Chat.

    McClean nos corta:

    —Vamos, Redondo, hoy sales a la calle, no tenemos tiempo que perder.

    —Sí, señor. Pero ¿los móviles?

    —No te preocupes, déjalo para más tarde, te ayudará Chat, es lo suyo —dice mientras coge su equipo.

    Llegamos al bar y nos bajamos de los coches.

    —Redondo, tú vienes conmigo, vamos a sentarnos lo más cerca posible de la chica que lleva el vestido de flores, ¿de acuerdo?

    —Sí, entendido. —Cada orden que me da me provoca una extraña sensación, lo que es raro en mí, porque odio las órdenes.

    Entramos y nos sentamos en una mesa los dos solos. El bar está lleno de ventanales y todo el mobiliario es de madera, yo diría que es roble. Las mesas están adornadas con un florero pequeño de cristal, en él hay una gerbera y un poco de verde. Las camareras llevan el típico uniforme americano con su delantal con puntilla y todo. El suelo es de madera, pero más oscuro. No hay mucha gente: hay lo que parece un matrimonio sentado en la mesa de la esquina; dos hombres en la barra que toman café y leen el periódico; hay una chica joven y rubia con un vestido de flores, me recuerda a los que me compraba mi madre, está sola como si estuviera esperando a alguien.

    McClean me mira fijamente y, de pronto, me sonríe. Tiene una sonrisa muy bonita, así no parece tan intimidante, más bien, parece dulce. Esa sonrisa me hace sonrojarme un poco. Entonces sacudo la cabeza. «Está haciendo su trabajo, no te sonríe a ti», me digo a mí misma. Se acerca una camarera.

    —Buenos días. ¿Qué van a tomar? —pregunta cogiendo el bolígrafo de encima de su oreja.

    —Hola, un café muy oscuro con una pizca de canela y, para mí, un cortado —está pidiendo por mí, guardo silencio.

    —Sospechoso a las seis —digo animada por mi primera operación con ellos, pero pronto rectifico—. ¡Oh! No, es un cliente más, lo siento. —Me siento como una estúpida.

    La chica de flores toma un té, creo, o una infusión, y está esperando a alguien. McClean me coge la mano y yo me siento como en las nubes.

    —¿Estás bien?, te noto tensa. Quizás era demasiado pronto para sacarte, pero te necesitaba por la falta de Eric.

    Meneo la cabeza y retiro un mechón de mi cara colocándolo tras mi oreja. Creo que la mano me suda. «¿Qué me pasa?».

    —No, para nada, no es mi primera vez, he hecho cosas peores. —¿Cómo le digo que creo que es él quien me pone tan nerviosa? Me aprieta con fuerza la mano.

    —Te suda la mano, eso es por los nervios. —Mis mejillas van alcanzando el color rojo intenso.

    —¡Puf! —suspiro y soplo el dichoso mechón que no hace más que echarse hacia mi cara—. No, en serio, es solo que tengo calor, solo eso.

    De pronto, habla solo; bueno, habla con los compañeros, pero yo no llevo pinganillo, así que no sé a qué responde.

    —Cállate y concéntrate, idiota. —Sonríe un poco avergonzado y me suelta de la mano repentinamente.

    La chica del vestido de flores se levanta.

    —Se va a ir —dice McClean.

    —Espera, la entretendré. —Me acerco a ella y me choco aposta—. Disculpa, lo lamento.

    La chica me mira fijamente, sale huyendo a toda prisa y salimos todos tras ella. Corre muchísimo, parece que está en forma.

    Jaime casi la tiene y se adentran los dos en una boca de metro, los demás vamos detrás; cuando llegamos a la altura de Jaime, viene de vuelta.

    —¿Qué pasa? —pregunta Rober sin aliento.

    —Se ha metido en el vagón cuando estaba a punto de salir el tren —dice con dificultad debido al cansancio.

    La persecución ha sido fallida, así que volvemos para el despacho cabizbajos.

    —Buen trabajo, Redondo —dice McClean, que me nota algo desanimada.

    —Gracias, señor. ¿Alguien ha hecho alguna foto de la chica? —pregunto.

    —Sí, yo se la he echado en la cafetería desde fuera, enseguida te la mando —contesta Jaime.

    —Bien, vamos a comprobar en la base de datos. —Me dispongo a utilizar el ordenador central y todos me observan atónitos, como si fuera a cargarme el aparatito—. ¿Qué? Sé usarlo, no os preocupéis. —Introduzco la foto y espero a tener una coincidencia—. Bien, aquí la tenemos. Se llama Anna Kavsnicova, es rusa y ha sido detenida en varias ocasiones por robo con alevosía, veintinueve años. Vamos a estudiar dónde podemos encontrarla —digo mientras me llevo el dedo a la boca.

    —Jess, si te parece, me pongo yo con lo de los móviles —propone Chat.

    —De acuerdo, ahora te paso los documentos. —Me siento en mi escritorio y comienzo a trabajar.

    Descubro que Anna lleva en EE. UU. casi seis años, pero no hay ninguna dirección donde pueda encontrarla.

    Después de trabajar toda la semana para encontrar nuevos datos, todo transcurre con normalidad. Hemos estado pendientes del caso, pero no ha habido intervenciones. He estado trabajando en intentar localizar el paradero de Anna, pero sin éxito alguno. Esa chica tiene algo extraño, me miró tan fijamente… Chat no ha conseguido dar con el número que sospechamos que es de Snake, pero sí que tenían llamadas con los otros dos números nuevos.

    Es jueves por la noche y me despierta un sueño: McClean tiene mi mano cogida y el corazón se me dispara. Me despierto, estoy sudando, con el corazón acelerado... ¡Madre mía, qué sensación! Bebo un vaso de agua de la nevera para refrescarme y vuelvo a la cama, el sueño me desconcierta. No quiero pensar tanto en mi jefe, quiero concentrarme en el caso, intento dormirme de nuevo.

    Suena el despertador un día más. Estamos trabajando para poder encontrar a Anna.

    Llego a la oficina y voy al ascensor. McClean se acerca por detrás y me llama.

    —Buenos días, Redondo —me dice serio. El ascensor se abre y entramos en él.

    —Buenos días. —De pronto empiezo a sentir mucho calor y me abanico con un dosier de los que llevo en la mano y el perfume que lleva McClean se expande por todo el ascensor. ¡Qué bien huele!

    —Sufres muchos calores. —Se sonríe, de brazos cruzados, unos brazos robustos.

    —Sí, no sé, el ascensor, la gente…, en fin, ya sabes. —No sé qué decir.

    —Sí, ya sé —dice con una sonrisa pícara. El ascensor se abre y salimos, dirigiéndonos a la oficina.

    Me pregunto si en realidad lo sabe. Entramos en la oficina, donde está Jaime solo.

    —Buenos días, jefe, Jess —dice.

    —Buenos días, Jaime —le digo amablemente.

    —Buenos días, guerrero. ¿Qué tenemos hoy? —pregunta McClean.

    —¿Te importa que te llame Jess? He estado hablando con Eric y se refiere a ti así, me gusta.

    —¡Claro! A mí también me gusta. —Le sonrío.

    Comenzamos a trabajar con todo lo que tenemos. Cada vez estamos más cerca del paradero de Anna, tenemos la deducción de que la habían citado en la cafetería para darle trabajo supuestamente y que, en realidad, lo que quieren es prostituirla. Sam ha conseguido enterarse de dónde podemos encontrarnos con Anna, pero su contacto aún no sabe la fecha en la que supuestamente le harán una entrevista falsa. Los chicos salen a trabajar fuera, mientras que ella y yo nos quedamos trabajando desde la oficina.

    Al atardecer, los chicos regresan a la oficina.

    —Bien, creo que es suficiente por hoy —dice McClean—. Recojamos.

    —Jefe, Chat y Eric nos esperan allí —dice Jaime.

    —Yo hoy no voy, chicos, me duele la espalda, no estoy acostumbrado a tanta silla —dice Rober mientras se estira.

    —Vamos, agente especial, ¿echas de menos la calle? —le dice McClean bromeando.

    —No, de verdad, hoy no —le contesta Rober cabizbajo.

    —Vamos, rajado, hoy es el primer día de Jess, ¿no vas a venir? —Rober y Sam se quedan mirando a Jaime perplejos. Yo ignoro de qué hablan.

    —Perdona, Jaime, ¿mi primer día de qué? —pregunto extrañada.

    —Vamos, Jess, todos los viernes vamos a tomar unas cervezas al pub de la esquina, acompáñanos, te lo mereces.

    Recuerdo lo que me dijo Eric sobre eso, solo va quien invita el jefe y Jaime no es el jefe. ¿Qué coño pasa aquí? Empieza a caerme bien. Me gusta que me vea como parte del grupo.

    —Bueno, no creo que deba ir, no sé… —digo con voz decepcionada y, sin mirar a McClean, pongo ojitos.

    —Vamos, ¿cómo no vas a venir?, te lo mereces. Se lo merece, Mike —le dice a McClean apuntándole con el dedo.

    Sam sale en mi ayuda, se acerca a mí y me echa el brazo por encima.

    —¡Claro que sí! Vamos a celebrar que ha superado su primera semana de trabajo sin que le disparen —bromea entre risas.

    —Venga, dejaos de chácharas y vámonos, el cuerpo pide cerveza —dice McClean convencido y salimos todos hacia allí.

    El pub tiene diferentes comparticiones. Según entramos, hay un espacio con la barra y mesas para estar de pie; hay un par de ellas ocupadas. Seguimos caminando hacia delante, van saludando a los camareros de la barra, hay dos y llevan una camisa azul de manga corta ambos. La barra es redonda, da a dos compartimentos. Cuando entramos al siguiente compartimento, es enorme y todo se ve morado y oscuro, hay mesas muy bajitas y pufs por todos lados. Hay una pista de baile y, en ella, un grupo de cuatro chicas bailando Worth It, de Fifth Harmon, y no hay mucha más gente, diría que un par de grupos de amigos más. Nosotros nos ponemos en la barra, todos piden cerveza y yo Coca-cola.

    —¿Qué? ¡Oh, vamos!, no seas aguafiestas, tómate una birra —dice Jaime.

    —Eh, es que no me gusta mucho. —McClean se acerca.

    —Oye, pues pídete otra cosa, lo que te guste —dice Jaime.

    —Venga, anímate —dice McClean.

    —¿Lo que me guste? Eh, vale. —Me dirijo al camarero—: Ponme un Puerto de Indias con Sprite y cáscara de naranja, por favor.

    —Así me gusta, buena chica —me dice McClean. ¡Dios!, me intimida tanto su voz, sus órdenes, su mirada…, en fin, todo.

    —Brindemos por Jess, el nuevo fichaje, que sea por mucho tiempo —dice Jaime. Me gusta Jaime, es divertido y apuesta por mí, y pensar que en un principio lo odiaba…

    —¡Por Jess! —exclama Sam.

    Y los demás la siguen, incluido McClean, que cambia de Redondo a Jess por primera vez; ¡qué bien suena de su boca!, ¡mmm!

    —Dilo otra vez —dice mi boca en alto. ¡¿Seré estúpida?!

    —¿Que diga el qué? —dice Sam.

    —No… —«Vamos, piensa rápido»—. Me refería a lo de durar mucho tiempo. No sé, me siento cómoda entre vosotros. —Vuelvo a estar roja.

    —Eso es, compañera por mucho tiempo —vuelve a decir Sam.

    Son las 02:00 cuando llego a casa, con una borrachera que no me tengo. Bell no está. Hay una nota que dice:

    Me voy el fin de semana a ver a mis padres.

    Espero que el curro vaya genial. Pórtate bien y conoce a alguien.

    Te quiero.

    Besos.

    Bell

    Subraya con insistencia el «conoce a alguien». La mayoría de nuestra relación es así, a través de notas o mensajes; es una cosa que me encanta de ella. Estoy agotada y me voy a la cama, donde caigo enseguida rendida.

    Es fin de semana y prácticamente no sé muy bien qué hacer. No sé si hacer un poco de limpieza, repasar los datos del caso o, simplemente, cerrar los ojos y volar con mi imaginación hasta donde quiera que esté McClean... ¡Oh, sí!, Mike McClean, ¡vaya hombre! Tengo que empezar a controlarme. Es un trabajo que me gusta, siempre he sido muy profesional y no debería mezclar sentimientos, pero ¿qué sentimientos? «Estas tonta, solo son fantasías, en una semana no hables de sentimientos, es atracción o quizás sea falta de sexo, señorita Redondo», me río a carcajadas mientras me digo a mí misma esto último, solo de llamarme así me estremezco. ¡Bien, cambia el chip, Jess!, porque debo hacer algo, así que me decanto por hacer limpieza en el piso, sin tocar la habitación de Bell; me mataría, estaría violando su intimidad como dice ella, dato curioso porque ella se pasea por todos los sitios del piso, incluida mi habitación, a su propio antojo, es un caso aparte. Pero eso sí, su habitación es intocable.

    Después de pegarle un repaso al piso y quitarme el estrés del trabajo, me doy una ducha y me visto, me pongo mis desmontables. «¡Sí, Bell!, esos que tanto odias porque ya están pasados de moda, pero que me encantan», me burlo mirando la puerta de su dormitorio mientras cojo las llaves para ir a comprar algo de comer, pero suena el móvil en ese momento.

    —¿Sí? —pregunto. No conozco el número desde el que llaman.

    —¿De verdad así contestas a tus llamadas? —Rápidamente reconozco la voz: es Chat.

    —Bueno, pues sí, lo normal, ¿no?

    —Eso no es lo normal para una teniente de policía, pero bueno —dice con una pizca de sarcasmo—. Al grano, siento fastidiarte el fin de semana y todos tus planes, ha habido un homicidio y te necesitamos en el despacho ya.

    Pongo cara de incrédula, será una novatada. Y respondo enseguida:

    —¿Me estás tomando el pelo? —pregunto.

    —No, nena, se acabó tu descanso. Deja todos tus planes para otra ocasión. McClean pregunta por ti.

    ¡Dios mío! Solamente oír su nombre me remueve todo. No tenía planes para el fin de semana, pero ya los tengo. Es hora de comer, pero tendré que presentarme allí, así que cojo mi chaqueta vaquera y mis cosas y me marcho hacia el despacho.

    Salgo del ascensor y me cruzo con Sam, Rober y Eric.

    —Bienvenida, acostúmbrate a no hacer planes. Nos vemos más tarde, nosotros nos tenemos que ir —dice Sam, dándome una palmadita en el hombro.

    —¿Dónde vais? —pregunto sin más, a lo que Eric responde:

    —Al escenario del crimen; en cuanto tengamos algo, te llamamos. —Hace un gesto con la mano.

    OK, bueno, voy a ver. —Me despido de ellos y me dirijo al despacho, donde McClean está solo.

    —Buenas tardes, señor. ¿Qué tenemos? —Me quito la chaqueta vaquera; con las prisas, he salido con los desmontables y una de mis camisetas de algodón negra con unas rosas blancas que incorporé.

    —Buenas tardes, Redondo, no tenemos mucho, solo el cuerpo de una mujer en un domicilio que creemos que usaba Snake para la trata; los chicos han ido para allá. ¿Has comido? —pregunta, levantando las cejas.

    —Eh…, no, pero no tengo hambre. —«Porque tú me la quitas», pienso. Lleva unos vaqueros y un polo verde. «Qué bien le queda el vaquero. Contrólate, Jess, que luego sueltas cosas que no debes decir».

    —Bueno, algo habrá que comer, ¿quieres que pida un café?

    —Bueno, vale, eso sí. —Coge el teléfono y llama.

    —¿Luz? Soy McClean, ¿podrías traernos un combo de sándwiches y dos cafés muy oscuros con una pizca de canela? Bien, da igual, te dejo elegir, déjaselo a las chicas, que lo suban ellas y, luego, me paso a pagarte, ¿vale? Gracias.

    Estoy atónita, me encanta verlo hablar y actuar.

    —No hace falta que siempre pidas el café así, también me gusta el capuchino o un moca, por ejemplo —me atrevo a decirle.

    —Bueno, la verdad es que no está mal, me agrada. A ti te gusta y tú sin cafeína no rindes, ¿no? Y no queremos eso. —Vuelve a coger el teléfono—. Chat, ¿has logrado localizar a Jaime? Pues llama al móvil de su mujer.

    Espera un momento, ¿Jaime casado?, ¿el guaperas chulo? Increíble.

    —Llámame en cuanto lo tengas, o me lo pasas, yo qué sé. —Sigue hablando y yo me doy la vuelta para mirar en el superordenador, creo que le voy a poner nombre—. Vale, vale, venga. Luego, nos vemos. —Cuelga.

    Me giro y me percato de que me estaba mirando el culo, ¡ay, Dios!, menos mal que llevo los desmontables que me hacen un buen culo. «Rompe el hielo, Jess, di algo, lo que sea».

    —Son mis pantalones favoritos. —«¿Qué? ¡Madre mía!, sabrá que te has dado cuenta de que te estaba mirando. Cambia de tema»—. Quiero decir…

    —No…, es que no sé. —Me interrumpe—. Estabas de espaldas y, bueno, esos pantalones te quedan muy bien, estaba acostumbrado a verte con vaqueros y… ¿Le has echado un vistazo a eso? —Cambia rápidamente de tema y yo me muero, vamos que si me muero, y Bell no quiere que me los ponga, ¡me encanta que me mire el culo! Es evidente que es un momento tenso, así que decido olvidarlo y pasar al trabajo. Sacudo la cabeza para despejarme.

    —Sí. ¿Es la víctima? —Asiente con la cabeza—. Vaya, parece muy joven.

    —La mayoría son jóvenes inmigrantes, aunque existen excepciones. Ahora, en cuanto llegue Jaime, si es que lo localizamos, iremos al escenario del crimen —dice un poco alterado y creo que es por no dar con él.

    Aprovecho para preguntar por su matrimonio.

    —No sabía que estuviera casado. —Lo miro y creo que no le ha gustado el comentario, por el gesto de incógnita que ha puesto.

    —Bueno, Redondo, llevas una semana con nosotros, te queda mucho por conocer.

    Y me atrevo a preguntarle:

    —¿Y usted está casado? —No puedo creerlo, lo acabo de hacer. Se sonríe y se inclina hacia mí.

    —¿Y tú qué crees, Redondo?

    —Bueno, esto…, no sé, señor, no sé ni siquiera por qué lo he preguntado. Disculpa.

    —¿Y tú? ¿Lo estás? —pregunta.

    —¿Yo? ¿Que si estoy casada? —Asiente con la cabeza—. No… —Sacudo la cabeza, no sé ni qué responder—. Bueno, supongo que no he llegado a ese momento.

    —Es difícil a veces llegar a ese momento, y cuando llegas… —Se calla y suspira.

    Ahora la que está incomoda soy yo con la conversación, hubiera preferido seguir con la de los desmontables. Parece perturbado.

    —No sé. Me refería a que cada uno se hace una idea de a qué edad, más o menos, le gustaría casarse y tal, ¿no?

    —¿Y tal?, la verdad, Redondo, no creo que la gente vaya pensando en cuándo se quiere casar; quien desee hacerlo lo hará y punto —dice pareciendo tenso y quizás incómodo.

    —Bueno, pero ¿lo estás o no? —Otra vez lo he vuelto a hacer.

    —No, Redondo, no estoy casado ni tengo pareja. Ahora mismo no tengo tiempo de nada. —Se me dibuja una sonrisa en la boca inmensa, poco falta para que se me caiga la baba—. ¿Te hace gracia? —me pregunta y mi sonrisa desaparece.

    —No, no, para nada, me gusta que no lo estés. —«¿Qué? ¿Quieres dejar de soltar cosas por esa boca?»—. Bueno, me refiero a que así podemos dedicarnos más tiempo al caso, a ver si me entiendes.

    El se ríe y contesta a ello divertido.

    —Te entiendo, te entiendo, Redondo. —Pone esa sonrisa pícara. ¡Pero qué sexi se pone!, me encanta.

    De pronto, aparece Jaime sofocado por la puerta.

    —Jefe, creo que sé dónde podrían estar reclutando a más jóvenes. Mi contacto me ha dicho que ha habido unos movimientos extraños, tengo la dirección, ¿vamos?

    —Bueno, supongo que los demás podrán hacerse cargo del escenario del crimen. Por cierto, ¿dónde estabas?

    —Pues me enteré de lo del homicidio y salí pitando para allá, más tarde estuve haciendo unas visitas y me enteré de esto. ¿Llamo a los chicos?

    —Necesitaremos al menos a dos, ya los llamo yo. —Coge el teléfono y se pone a ello.

    —¿Qué pasa, Jess? ¿Te ha jodido muchos planes? —dice Jaime picarón. Su manera de hablarme es la que hace que me cueste creer que está casado, parece que está flirteando constantemente con cada una de nosotras.

    —Bueno, la verdad es que no tenía muchos planes este fin de semana, estaba en casa aburrida, se puede decir que necesitaba acción —le digo arrugando la nariz.

    —Chat está preparando a la Kitt para la intervención, tengo a Sam, Rober y compañeros forenses en el escenario del crimen y Eric creo que anda por ahí también —dice McClean cuando llama a la puerta la señorita rubia de secretaría; aún no sé cómo se llama.

    —Su comida, señor McClean —dice pasándole tres bolsas de papel.

    —Gracias, Lorena. —¡Ah!, se llama Lorena—. Jaime, ¿has comido? —le pregunta McClean.

    —He picado algo, jefe, pero gusto —dice sonriendo.

    —Pero, chicos, ¿nos da tiempo? Quiero decir, tenemos que prepararnos —digo confundida. Ellos dos se miran y se echan una sonrisa.

    —Venga, coge uno e hinca el diente, no tardaremos en ponernos el chaleco y armarnos —dice risueño McClean.

    Vamos en el coche y ahora entiendo esa sonrisa que se echaron. Vamos a toda velocidad. Conduce McClean. Puedo ver su mirada por el retrovisor, es tan sexi... Debo concentrarme, estamos en mitad de una operación. En pocos minutos llegamos al destino, veo lo que supongo que será la Kitt, nos dirigimos hacia ella y entramos.

    —Hola, Jess, ¿tu primera intervención? —dice Chat.

    —Aquí sí y estoy entusiasmada. ¡Madre mía, qué pasada de furgoneta!, ahora entiendo por qué se llama Kitt, solo le falta hablar.

    —Y hablará, nena, hablará —dice confiado.

    —Bien, venga, Chat, ¿qué tenemos? —nos corta McClean.

    —Pues tenemos movimiento, llevo media hora y he visto entrar a tres chicas diferentes, pero no las he visto salir, parecen inmigrantes. Había pensado en Sam, podría camuflarse y hacerse pasar por una de ellas, jefe.

    —Sam no está, sigue en el escenario del crimen —dice McClean llevándose la mano a la boca.

    —¿Y qué me dices de Jess? Es rubia, blanca y ojos claros, da el pego, ¿no?

    —¿Redondo? Mmm, no sé, la verdad, quizás sea demasiado pronto para ello. Además, no va vestida para la ocasión.

    —Jefe, es la Kitt, tenemos de todo —dice Chat rebuscando por la furgoneta.

    Yo me quedo atónita, tengo ganas de entrar, así que rápidamente respondo.

    —Venga, salid, dame lo que tengas, que voy. —McClean se queda boquiabierto.

    —¿Estás segura? No tienes por qué hacerlo —me dice.

    —Sí, alguien tiene que hacerlo y esa soy yo. Venga, salid. —Salen y me cambio de ropa. He encontrado una minifalda vaquera y una blusa de mi talla, me dejo mis botas de boxing.

    —Bien, estaré en contacto en todo momento contigo. Asiente si es afirmativo, colócate el pelo si es negativo. —Parece preocupado.

    —De acuerdo, señor.

    Me dirijo al apartamento. McClean me habla por el pinganillo.

    —Redondo, ¿me escuchas? —Asiento—. Tranquila, no estás sola, no dejaremos que pase nada, ¿de acuerdo? —Vuelvo a asentir. ¡Madre de Dios!, me está poniendo nerviosa.

    Llamo a la puerta y me abre otra chica joven, lleva un vestido blanco, el cual deja ver su ropa interior perfectamente. Entro, hay un hall, es poco amplio y apagado; luego, hay un salón o algo parecido, tiene tres ventanas, dos dan a la calle y otra al patio; hay tres sofás enormes, no hay mesa, solo un mueble viejo y dos puertas y un pasillo que dan a él. Puedo contar hasta catorce chicas, son todas muy jóvenes, las hay rubias y castañas, no hay ninguna morena, la mayoría va muy maquillada y con minifaldas. Tomo asiento, observo y espero. McClean vuelve a hablarme.

    —Redondo, ¿hay algún hombre? ¿Puedes ver algo extraño? Las cámaras no captan todo.

    Me retiro el pelo detrás de la oreja, me sitúo donde sé que me pueden ver. Solo hay chicas jóvenes. Sale de una habitación una mujer, parece más mayor, se pasea por las chicas, nos observa de arriba abajo y va dando un papel o algo a alguna de ellas, se acerca a mí y me da también un papel, después nos manda a todas a la calle de dos en dos. Una vez en la calle, la joven que me acompaña se dirige a la derecha y yo salgo para la izquierda, aunque los chicos están en la derecha, vendrán a buscarme. Miro el papel que me ha dado, es una dirección con una cita. Según ando hacia delante, vuelvo a girar a la izquierda y allí espero. No tardan en llegar, me subo, les comento lo que he podido ver, les enseño el papel y nos acercamos al escenario del crimen. Allí está Sam.

    —Ya se han llevado el cadáver, jefe, intenté que esperaran, pero no tuve éxito. Patricia insistió en llevárselo, pero Eric fue con ella —dice Sam.

    —De acuerdo, ¿tenemos algo? —McClean pregunta levantando las cejas.

    —Bueno, hemos encontrado restos de una sustancia que parece ser cristal en la mesa. Patricia dice que cree que la causa de la muerte fue un golpe con un objeto contundente. Hemos registrado todo, pero ni rastro del objeto. Hemos encontrado indicios de que hubo práctica de sexo y hemos obtenido algunas huellas de la mesa donde estaban los restos de cristal.

    —¿Habéis mirado en el baño? —pregunto observando cada rincón de la escena del crimen. Es una habitación de motel de carretera y me asombra la limpieza que hay en él; tiene un sillón, cama, una mesita, una mesa de fumadores en la que hay un cenicero con ceniza y sin colillas, un televisor y un baño; todos los muebles son negros.

    —Sí, hemos registrado todo —responde Sam.

    —¿En el mango del grifo de la ducha también? Hay indicios de que alguien se duchó —comento mientras observo la ducha y la mampara aún húmedas.

    —Sí, pero no hemos encontrado nada, ni esponja ni cabellos, nada —vuelve a contestarme.

    —Creo que alguien se ha tomado demasiadas molestias en deshacerse de pruebas —indico.

    —Vale, pues nada, creo que aquí está todo hecho. Tendremos que esperar a los resultados forenses y del laboratorio —dice McClean y regresamos a la oficina.

    Una vez de regreso al despacho, cotejamos las huellas encontradas.

    Hay dos perfiles de huellas, una de la víctima y otra de Anna. Sin duda hay que dar con el paradero de esa chica. Quizás la encontremos en la dirección que me dio aquella mujer, pero la cita no es hasta el miércoles, así que eso tendrá que esperar.

    Suena el teléfono de McClean.

    —McClean. Dime, Patricia. Jess, busca el nombre de Stela Ivanova. Dime... Vale, de acuerdo. —Cuelga—. La víctima se llama así. La causa fue por un golpe fuerte en la cabeza con un objeto contundente y no tiene niveles de droga en la sangre, además de que fue forzada para el sexo.

    —¡La tengo! Fue detenida hace tres meses por robar en una estación de servicio, estuvo mes y medio en prisión preventiva, después pagaron la fianza y salió. Veintitrés años, de origen búlgaro —digo dirigiéndome a McClean—. No aparece ningún domicilio.

    —O sea, que la chica se prostituye y ¿abusan de ella? —dice Jaime dudoso—. ¿Y las muestras de cristal que encontramos en la mesa?

    —La mayoría de las veces, estas chicas no se prostituyen voluntariamente, lo hacen porque están amenazadas y creen no tener más remedio —le contesta Sam.

    —¿No me digas? Ya lo sé, pero hay algo que no me cuadra. En lo que llevamos de investigación, hemos encontrado otras tres chicas muertas, pero por sobredosis, ninguna asesinada. Aquí encontramos droga y ella no tiene nivel en el organismo.

    —Se nos escapa algo, pero lo tendremos, somos un buen equipo. Bien, Redondo, puedes irte a casa a descansar. Chicos, hay que dar con el paradero de esa chica, puede estar en peligro o puede ser la autora del homicidio.

    —Vale, voy a cerrar esto y me marcho.

    Jaime se acerca a mí.

    —Oye, ¿puedo irme contigo? No he traído coche y me apetece charlar un

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