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Extraño huésped
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Extraño huésped

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El hombre que se negó a desaparecer, aún después de muerto, y se convirtió en leyenda.

Gabriel Verdecia es un joven gallego que fue reclutado para intervenir en la guerra de Cuba (1895). Se embarca con destino a La Habana, donde le son asignadas diversas misiones. Es trasladado a la zona oriental del país y participa en los más recios combates contra los criollos sublevados, con el objetivo de independizarse del dominio colonial. Muere en la batalla naval de Loma de San Juan,en Santiago de Cuba, esa que se llamó la guerra hispano-cubano-americana; pero es ahí donde comienza realmente su verdadero periplo en las tierras isleñas, en estrecha relación con dos familias cubanas, convivencia que se prolonga por más de cien años.

En su diario de campaña nos narra las más increíbles historias, que se suceden de igual manera tanto en vida real como inmaterial. No hay un solo detalle de la vida cotidiana que escape a la atenta mirada de este joven militar, llegando a intervenir en las más diversas situaciones: conflictos de todo tipo, religión, brujería, amores, desamores, infidelidades, cuestiones políticas y, por qué no, erotismo y sexo. Todo queda registrado para la posteridad gracias a las anotaciones de este huésped un tanto extraño.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento31 ago 2018
ISBN9788417426644
Extraño huésped
Autor

Agustín Roble Santos

Agustín Roble Santos nació el 16 de febrero de 1959 en el seno de una familia campesina y religiosa del municipio de Pilón, en la provincia de Granma (Cuba). Es el mayor de seis hermanos. Su niñez y juventud transcurrieron en un ambiente campestre, cursó los estudios primarios en escuelas muy humildes de esos serranos parajes. Sus estudios secundarios y preuniversitarios fueronrealizados en centros escolares de los municipios de Pilón y Niquero. Terminó sus estudios de ingeniero agrónomo en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de La Habana, (actual Universidad Agraria de La Habana) en 1994. Viajó a España en 1999 para completar estudios superiores y, al terminar estos, no regresó a la isla. En el año 2004 se tituló de doctor por la Universidad de Almería. En el año 2013 publicó su primera novela: la primera edición de Extraño huésped. A finales de 2017 publicó su segunda novela: Las campanas de Islamabad. Ha escrito un gran número de relatos cortos y poemas, todos en proceso de publicación. Trabaja como ingeniero agrónomo, y en la actualidad escribe su tercera novela: A merced del viento y la arena.

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    Extraño huésped - Agustín Roble Santos

    Prólogo

    ¿Cómo puede vivirse en la mentira y ofrecer a la imagen pública una verdad «absoluta» que critica a su vez vivir en la mentira? ¿Dónde colocar el límite entre Dios y el hombre dentro de una sociedad en la cual el Señor tiene que esconderse para no ser juzgado, desmentido, desterrado de todas las mentes y abolido, por un Gobierno creado «con todos y para el bien de todos», que perseguía a los seguidores de los mandamientos divinos, pero que a su vez monopoliza esos mismos mandamientos y quiere jerarquizarlos y adjudicárselos con derechos de autor, ocupar el lugar de Dios y erigir un paraíso donde sus moradores tengan una sola forma de pensar, una misma actitud e idénticos valores personales, deslindando la materia del espíritu, arrebatando la identidad personal y la diversidad de criterios que cada ser humano ubica en su mundo interior?

    Ahí es donde comienza a desvelarse todo el embalaje de un sistema social que, amparado por la frase «justo y del pueblo», no permite códigos diferentes a los establecidos; juzga, somete y destruye a todo aquel que se aparte de la doctrina unidireccional que, sin brotar aún, fue injertada en cada individuo, obligado a florecer y dar frutos, en contra a veces de las propiedades específicas de cada variedad caracterológica (entiéndase SER HUMANO). ¿Quieren crear un hombre nuevo o un androide? Alguien que, desde una inercia mental, pero moviéndose como reo de carga, comandado a distancia, responda que sí a todo lo que el aparato gubernamental quiera afirmar; que niegue lo que se dictamina debe ser negado, independientemente de cuáles sean las causas o consecuencias.

    Bajo esa fuerte conmoción espiritual el autor de la presente novela, Extraño huésped, se arriesga a exponer su visión de un mundo social «aparentemente iluminado» y servirlo en esa mesa heterogénea y controvertida que es «la mirada del lector».

    Descorre las bambalinas de su escritura tirando de la cuerda de su inconformidad, de un juicio que va más allá de lo personal y se hace colectivo. Sin claudicaciones des-disfraza el espejismo de las apariencias o el «embellecimiento» homogéneo con el que se ha subastado una idiosincrasia; un modo de vivir heroico e inmaculado, millones de esperanzas que un día tuvieron la esperanza (y valga la redundancia), de habitar un país más cómodo y holgado e inmersos en esa plural aspiración retorcieron ánimos hasta sacarles todo el zumo y gastarlo; sin ver que ese anhelo no pasó de ser un sustantivo que se hizo manido, se convirtió en metáfora intangible, en producto de belleza que se usa aún (ya sea por pánico, obligación o conveniencia), para maquillar la imagen y darle colorido a un sistema que caducó en pretensiones y nobleza, funcionando finalmente gracias a la respiración asistida por testaferros o por el terror; pues a estas alturas, cada espécimen humanoide que habita allí es su antónimo mismo; contradicción de la concordancia, enemigo intra o extrasensorial de la ilógica entereza con la que se enmascara la cotidianeidad cada vez más empobrecida y callosa, cuya raquítica cognoscibilidad parece estar facturada para siempre.

    Agustín Roble Santos toma de las bridas a una familia cubana desde el origen de su formación, a finales del siglo xix y todo el siglo xx. Juega de forma magistral (y quizás a propósito), con un narrador en primera persona, que se convierte luego en un narrador en tercera, no oriundo de esas tierras —Gabriel Verdecia—, quien en definitiva, nadando entre corrientes narrativas que soplan a favor o en contra de los personajes (cuyas vidas vigila con insistente telescopio), nos teje un entramado de secuencias existenciales, lúcidas o parapsicológicas, de las que a veces forma parte, entrometiéndose para arreglar dificultades u opinar, algo que en ocasiones se ofrece al lector en humorístico o suspicaz discurso. Ya le tocará descubrir a este el porqué.

    Sin hacer uso de alardes técnicos lingüísticos ni enrevesados tropos, Agustín introduce al lector dentro de un universo de personajes primitivos, ricos en sensaciones y pobres de pensamiento, en un pueblo de campo donde la falta de cultura, amén de las penurias diarias, conduce a los campesinos a asumir conductas instintivas (como las sexuales) e invariables.

    Existe un antes y un después en la familia protagonista, cuya línea divisoria está constituida por el proceso revolucionario cubano de 1959, que destruyó la arquitectura social en apenas minutos, insertando a golpes «de hoz y martillo» una rígida filosofía materialista donde sucumbieron tradiciones, ideales, estilos de existencia; pulverizados por nuevas disciplinas metafísicas de las que tal vez ellos mismos (los rebeldes), desconocían trayectos, logísticas, consecuencias a plazo.

    Cuba siempre fue ferviente de sus diversas creencias religiosas, tal vez por la mezcla racial y cultural que produjo la fórmula etnográfica que hoy exhibe. Nuestro autor retrata ambas épocas de caos (pre y posrevolución); quita el finísimo manto de las apariencias, pone cada tesis en su preciso sitio mediante innumerables luchas de contrarios, las que cursan en su obra por sendas paralelas (la historia del proceso social en curso con sus logros, méritos, desaciertos y los conflictos que acontecen en el seno de la familia), pero que se entrelazan para mostrar aristas y dobleces morales-religiosos de sus personajes.

    Dibuja nuestro autor un cosmos contradictorio y rico en antagonismos ideológicos, asumiendo con éxito dos vertientes indispensables para edificar una buena obra literaria: acción y pensamiento (que es básicamente primitivo en los personajes), pero en el que está (algo fundamental) todo el oscurantismo campestre de aparecidos y fantasías de brujas, que asumen un realismo mágico impresionante.

    El sexo acalorado y embriagador que se sumerge en el realismo sucio; las desavenencias interpersonales, los innumerables personajes protagonistas o secundarios —unos elaborados con fina concepción psicológica y otros utilizados para matizar el entorno y las cualidades de épocas en pugna—. Los minirrelatos que surgen como afluentes fugaces dentro del texto, rompen el cauce argumental y desaparecen después; la manipulación temperamental de las escenas que adquieren remedo cinematográfico por la viveza y colorido con el que están escritas, despertarán la avidez por la lectura de Extraño huésped, novela que hechiza, transporta y desde ya, es paradigma de una verdad social que jamás podrá marginarse.

    Ofelia Bravo

    Capítulo primero

    i

    —¡Gabriel!, ¡Gabriel! —grita emocionada mi anciana madre. Su voz resalta entre la multitud congregada en el pequeño embarcadero de Caleiro, muy cerca del poblado de Vilanova de Arousa. Agita con fuerza un pañuelo blanco bañado en lágrimas—. ¡Gabriel, por el amor de Dios, no dejes de pensar en nosotros y escríbenos en cuanto llegues a La Habana!

    Juliana, mi vecina, da reiterados consejos a su hijo Antonio, uno de mis mejores amigos.

    Catalina, mi novia prácticamente desde la infancia, queda relegada a un segundo plano. Su vista parece perderse en el horizonte y solo baja la mirada para secar sus tristes ojos azules, hasta ayer enormes soles, hoy apagados por un mar de lágrimas por lo que será una larga ausencia; quizás meses, años o tal vez para siempre. Un amargo nudo en su garganta le impide pronunciar una sola palabra.

    La barcaza cargada con los mejores hijos de Pontevedra se mueve alejándose de la orilla. A unas pocas millas, fondeado en el centro de la ría de Arousa está el Sánchez Barcaíztegui, uno de los mejores navíos de la armada española. Vamos avanzando lentamente en dirección sur, con el propósito de bordear por el este la Isla de Arousa. Después de rebasarla, giraremos bruscamente hacia el oeste y enfilaremos proa hacia la parte más profunda de la gran ría.

    Mientras nos alejamos de la orilla se escuchan exclamaciones de las mujeres que vinieron a despedirse de sus hijos:

    —¡Tengan cuidado con esos bandoleros, todo el mundo dice que son bestias salvajes y el único lenguaje que entienden es el de arrancar cabezas a filo de machete! —Se le escucha a mi vecina, Juliana, con grandes gritos, llenos de ira y al mismo tiempo de espanto.

    Quizás tiene razón. Por toda la Península se escucha la fama de los hermanos Maceo, crueles y de sangre fría en el combate. Máximo Gómez también es muy conocido por las cargas al machete que introdujo en Cuba. Escapó de Santo Domingo y se refugió en las montañas del oriente isleño, huyendo de la justicia española. Ahora se divierte decapitando a los inexpertos mancebos llegados de tierras íberas.

    Han dejado de escucharse las voces de los nuestros, procedentes del embarcadero. Aunque todavía podemos ver las figuras humanas que cada vez se hacen más pequeñas a medida que navegamos al encuentro del barco. No quiero imaginar cuánto desprecio estará sintiendo mi madre por estas estúpidas guerras ni las veces que maldecirá a quienes por satisfacer su avaricia las provocan, alimentan y, finalmente, como aves carroñeras, con sus garras empapadas de sangre ajena, acuden veloces, prestos a apoderarse del despojo; luego adornan sus rechonchos cuellos con abundantes medallas y condecoraciones.

    Se puede ver, aunque con cierta dificultad, el ajetreo en cubierta de marineros y oficiales. Preparan las condiciones para darnos la acogida que corresponde a los que hemos decidido dejar todo atrás por cumplir con el sagrado deber de dar hasta nuestras propias vidas por la patria y el honor de la corona.

    Un ambiente casi festivo se palpa entre una juventud que con gran maestría disimula el miedo que en lo más profundo del corazón se siente cuando se marcha a la guerra.

    Escucho perfectamente las voces y la algarabía a bordo del inexpugnable trasatlántico. Benjamín, el capitán, da órdenes sin cesar. Sus subordinados corren por la cubierta prestos a cumplirlas. Es grueso y no muy alto, con las puntas de los bigotes vueltos hacia arriba. Sus numerosos avatares en las costas africanas, el Atlántico y más de una trifulca en el Mediterráneo, le han emblanquecido la barba. Por indicaciones suyas, se prepara un emotivo acto de recibimiento. Una banda de músicos militares ameniza nuestro arribo con hermosas marchas y algún que otro pasodoble.

    A medida que subimos, el propio capitán, ataviado con sus mejores galas y luciendo en sus hombreras las insignias correspondientes al grado de capitán de navío, nos saluda militarmente, además de extender su ruda mano a cada uno de los nuevos reclutas.

    Con la puesta del sol y las penumbras de la noche sobre la gran ría, finalizan los festejos y el acto de bienvenida. Decidimos echar una última mirada al embarcadero. No sé si se trata de algún espejismo, pero juraría distinguir en la distancia las siluetas de varias mujeres cabizbajas, sentadas en las puntiagudas rocas.

    El capitán da órdenes de levantar anclas y la enorme mole de hierro comienza a moverse lentamente. Su negra proa corta con suavidad las aguas en dirección a la entrada de la ría para, en pocas horas, adentrarnos en las profundas y frías aguas del Atlántico. Atrás, a nuestra izquierda, dejamos la isla de Sálvora. A nuestra derecha, distinguimos entre las tinieblas la embrujada cordillera cubierta de robustos y centenarios árboles, antaño nido de numerosas brujas. Un poco más adelante, como custodiando la entrada de la ría, se puede apreciar la imponente majestuosidad del cabo de Ribeira.

    Tras recibir instrucciones por parte de los militares encargados de nuestra misión y habernos asignado los respectivos camarotes, comenzamos a organizar nuestras pertenencias. Trato de acostumbrarme a la idea de que estas frías paredes de hierro sustituirán el habitual calor de mi habitación, muy cercana a la siempre ardiente chimenea; donde mi madre me sorprendía cada mañana con un vaso de café con leche humeante y suculentas tostadas de pan casero con mantequilla de leche de cabras, que mi padre religiosamente ordeñaba, mucho antes de la salida del sol.

    Una foto de mi madre y otra de Catalina ocupan de inmediato un sitio muy próximo a la cabecera de mi cama. Subo a cubierta para echar un vistazo y conversar con alguno de mis compañeros. De repente, me veo envuelto en una densa oscuridad. Solo puedo observar el firmamento cuajado de estrellas, que cambian de posición a medida que nuestro buque se abre paso entre las embravecidas aguas. Siento que mi sangre se congela al escuchar el atronador rugido de la embravecida mar y los potentes golpes de las olas, que de vez en cuando anegan buena parte de cubierta, al romperse contra el casco. Por primera vez experimento lo insignificante que es el hombre ante las poderosas fuerzas de la naturaleza.

    Bajo a mi camarote a toda prisa. Mi ropa está completamente mojada. No he visto allí a ninguno de mi grupo, tal vez habrán decidido quedarse a descansar, muchos de ellos abatidos por la nostalgia, con sus pensamientos fijos todavía en los rostros entristecidos de aquellos que, como figuras congeladas, habían quedado a orillas del embarcadero. Me despido de aquellas dos sagradas imágenes colgadas en la pared, justo frente a mi cabecera, y trato de conciliar el sueño. Me anima la idea de que al amanecer podré entablar amistad con alguno de mis compañeros de viaje y hasta puedo ser reconocido por alguien del colegio o el instituto. Si fuera así, trataré de acercarme cuanto pueda a mi vecino Antonio. Mi padre es bastante popular en Vilanova de Arousa y buena parte de Pontevedra. Nuestro apellido Verdecia está estrechamente asociado a las bodegas de uno de los mejores vinos obtenidos con uvas cuidadosamente cultivadas en los innumerables viñedos que bordean la imponente ría.

    A duras penas consigo quedar dormido. El zarandeo del barco, convertido en una cáscara de nuez en la inmensidad del océano, me provoca un fuerte asco. Siento mi cabeza dar vueltas en todas direcciones como si fuera un carrusel de circo. De nada valieron mis peripecias de marinero improvisado, cuando en más de una ocasión salí en los barcos pesqueros con amigos de mi padre. Lo que más deseo ahora es que amanezca y ver salir el sol.

    —¡A formar! ¡A formar! —Se escucha la voz recia pero lejana.

    Parece como si soñara, y trato de esforzarme en creer que aún es medianoche. Estoy aferrado a la idea de no soltar la manta que acaba de entrar en calor. No es un sueño, son las siete de la mañana, todos corren como locos para llegar puntuales a la formación. Estoy convencido de haber ganado la primera reprimenda. Por mucha prisa que me doy, llego con cinco minutos de retraso, aunque no soy el único rezagado.

    —¡Rayos y centellas! ¿Serán imbéciles? Se nota bien que no me conocen —vocifera el sargento Valdivieso, encargado de nuestro entrenamiento. Mira fijamente a todos los que vamos llegando tarde y, sus ojos, como bolas de fuego, se clavan en las tristes miradas de los aprendices de guerreros—. ¡Firmes! ¡He dicho que firmes! No me hagan cabrear, partida de cerdos. Usted, ¿qué diablos espera para entrar a la formación? ¡Venga!, ¡venga!, rápido, que estamos perdiendo demasiado tiempo —exclama furioso, mientras dirige hacia mí su terrible mirada.

    —Ah, sí señor sargento, perdón —contesto disciplinado.

    —¡Vamos, vamos, tírale para alante, perdón tres narices! Acaba de entrar a la fila antes de que te meta yo con cuatro patadas por el culo.

    Jamás había pensado que existieran personas con tan malas hostias. Lo peor es que no sé por cuánto tiempo tendré que soportar a este personaje, a cargo de nosotros. Me pregunté muchas veces si sería solo durante el viaje o tendríamos que continuar bajo su mando el tiempo que durase la contienda dentro de Cuba.

    ii

    Pasaron seis días de indescriptible angustia. Ganas no me faltaban de presentar una queja ante los oficiales superiores. Pensé hasta solicitar una entrevista con el propio Benjamín. No existía derecho alguno para tratarnos de esa manera tan humillante.

    El capitán viene a interesarse por el desarrollo del entrenamiento. Se dirige con andares firmes y decididos a encontrarse con nuestro instructor. A la orden de «¡Firmes!», todos quedamos como estatuas, la cabeza erguida y nuestra mano derecha a la altura de las cejas, saludando militarmente. Con voz potente, se dirige al sargento encargado de nuestra preparación. Quiere saber cómo nos estamos desempeñando.

    —¡Sargento Valdivieso!

    —Sí, señor capitán de navío. ¡Aquí, a sus órdenes!

    —Le ordeno que de forma breve y concreta me informe cómo se están desenvolviendo los nuevos reclutas. —En tanto que pregunta, escudriña detenidamente la mirada de cada uno de nosotros.

    No tarda ni un segundo el sargento en contestar, mientras sonríe hipócritamente, haciendo guiños y dando palmaditas en los hombros a muchos de nosotros.

    —¿Qué quiere que le diga? ¡Estupendamente, señor capitán de navío! Mejores no los quiero, están para comérselos.

    Sí, para comérselos los leones —pensé yo—. Entretanto, el muy desgraciado no escatimaba en elogios para el grupo. Hasta le escuché decir, mientras comentaba con Benjamín en voz baja, de imponernos algunas condecoraciones, incluso antes de arribar al puerto de La Habana.

    En cuanto el capitán da la espalda, arremete este lobo endemoniado contra cada uno de nosotros. No se cansa de amenazar y proferir todo tipo de injurias. Un flacucho que está a dos filas por detrás de la mía fue sorprendido mientras se divertía imitando los gestos de cabreo del impresentable militar. El sargento lo agarra con gran furia y lo sostiene por los pies, colgado cabeza abajo por la parte de afuera del barco, dispuesto a lanzarlo a las profundidades marinas. Los chillidos de este uniformado loco se pueden escuchar resbalando por encima del encrespado mar a varios cientos de metros.

    —¿Querías divertirte, buen hijo de perra? —chilla Valdivieso como poseído, mientras zarandea con diabólica fuerza al desdichado. La rápida intervención de un oficial, que veía la situación desde su camarote, evitó que el joven fuera a parar al fondo del océano.

    iii

    Han pasado veinticinco días. Según informaciones del capitán, estuvimos bordeando la costa este de los Estados Unidos. Navegamos frente a las islas Bermudas y muy próximo a las costas de Carolina del Norte. Las inclemencias del tiempo a lo largo del viaje, sobre todo cuando estábamos frente a la isla de Terranova, donde estuvimos a punto de naufragar, nos retrasaron. Benjamín hizo sus cálculos y considera que en cinco días estaremos entrando al puerto de La Habana, con la ayuda de Dios.

    La vida dentro del barco es como para perder los nervios. Por un lado, está el sargento con sus abusivos ejercicios y el vaivén del navío que desafía las múltiples tormentas y provoca náuseas sin distinción. Por el otro, las reiteradas comidas a fuerza de alubias con chorizos y la compañía de todo tipo de insectos y roedores hacen tener la sensación de que llevásemos cinco años encerrados en este flotante calabozo.

    Esta tarde estuve conversando con Antonio, mi vecino. Recordamos nuestras vivencias en el pueblo. Me contó que solía acudir con frecuencia al cementerio y subirse en lo alto de las tumbas que allí, a manera de hórreos, se encuentran suspendidas del suelo a varios metros. Comentó, además, que se acercaba por las tardes al embarcadero y, tal como vino al mundo, se lanzaba de cabeza desde los peñascos que abundan dentro de la cala.

    Mientras conversábamos, vimos el chorro de agua expulsado por una enorme ballena jorobada que pasaba a solo unos metros del barco. Mas adelante, vimos las piruetas realizadas por un grupo de delfines que sacaban sus cuerpos por completo del agua y regresaban a esta después de dar varias volteretas, deslizando suavemente sus sedosos cuerpos hacia las oscuras profundidades.

    Era un día espléndido. Poco a poco, nos acercábamos a zonas tropicales. Terminamos a media tarde los entrenamientos y se podía disfrutar del sol unas cuántas horas más.

    La salida de Galicia fue a finales del invierno, cuando todavía se podía sentir el frío de aquellas latitudes. Arribaríamos a La Habana en plena primavera.

    Me alegró saber que en solo unas horas llegaríamos a la isla de Cuba. A pesar de que nuestra misión era muy arriesgada y podríamos vernos en graves peligros, la sensación de libertad que nos otorgaba salir de este amasijo de hierros no había nada en el mundo que pudiera compensarla.

    El vigía subió a lo más alto del barco para observar a mayor distancia, luego bajó con premura. Los primeros oficiales, con Benjamín al frente, se congregaron en el puente de mando. Eran las diez de la noche. Todos los soldados comentaban ansiosos que ya se podían ver los destellos del faro que indicaba la entrada a la bahía de La Habana. Al rato de tener la vista fija en el horizonte, pude ver con nitidez los destellos y algunas luces de los edificios más altos de la legendaria ciudad. Una pequeña embarcación viene a nuestro encuentro. Según los oficiales, es de los prácticos del puerto que nos guiarán hasta el muelle de atraque.

    Se escucharon dos bocinazos ensordecedores. Avisaban nuestra proximidad a la entrada de la bahía. A mi izquierda, en lo alto, el faro parecía el ojo de un cíclope; el Castillo del Morro, al fondo, jugaba a descubrirse; más adelante, el boquete del muro, por donde entraron los ingleses hace más de un siglo para ocupar la ciudad durante casi un año, simulaba una bocaza tragándose la orilla. El Castillo de La Punta iba quedando atrás, a mi derecha. Observamos el ajetreo de las gentes; los coches de caballos que circulaban muy próximos al malecón. También podíamos ver, de ese lado, el Castillo de La Real Fuerza, con su inexpugnable foso y el puente levadizo. Muchas personas se detenían para ver la entrada del buque. Unos saludaban y seguían de largo. Otros prestaban esmerada atención. Los pescadores, sentados en el muro, continuaban su faena como si nada sucediese.

    Fuimos llamados a formación. Serían dadas las últimas instrucciones. Cada cual, con su equipaje a mano, bajó las escalerillas. Un grupo de oficiales en tierra nos saludó a medida que abandonábamos el buque y se nos daban las órdenes precisas para trasladarnos hasta los cuarteles. El sargento loco parecía haber terminado su cometido con nosotros. Pasó por mi lado a toda prisa, con cara de pocos amigos y refunfuñando.

    Siento una inmensa alegría de estar libre. El aire que bate suavemente mi rostro se me antoja el aliento de Dios; sin embargo, tengo nostalgia al recordar a Catalina, a mis familiares y mi aldea. Me despido de Benjamín con un fuerte apretón de manos. Me desea suerte. Lo mismo hace el jefe de la capitanía del puerto, el general andaluz Delgado Parejo, nacido en Puente Genil, un poblado de la provincia de Córdoba.

    Nos separamos en pequeños grupos, destinados a diferentes misiones. Me toca integrar el servicio de guardia de la fortaleza que forma parte de la muralla, donde se almacenan las municiones. Mi amigo, Antonio, es destinado al servicio de la capitanía del puerto.

    iv

    Pasaron dos meses. Según uno de mis superiores, formaré parte de un regimiento que se encargará de controlar los focos de insurrección que tienen lugar en la zona oriental de la isla. Esta tarde llegó el correo desde la Península. Vienen cartas de mi madre y también de Catalina.

    Hago el viaje en barco hasta el puerto de Manzanillo. Me asignan a un regimiento que está al mando del coronel de infantería, don Luis de Molina, que opera en la zona de Bayamo. La batalla de Peralejo, liderada por el cabecilla Antonio Maceo, en las cercanías de Barrancas, fue nuestra gran prueba de fuego, por su magnitud y las innumerables pérdidas que tuvimos. Esto dio un vuelco total a la contienda a favor de los alzados y trajo como consecuencia la destitución del general Martínez Campos al frente de la guerra. Lo sustituyó el general Valeriano Weyler. No me gusta nada la forma de conducir la guerra de este mallorquín. Está empeñado en crear enormes campos de concentración donde encierra a los habitantes de las zonas rurales con el fin de evitar que estos puedan brindar apoyo y suministro de víveres a los insurrectos. Las personas mueren por miles. El hambre y las enfermedades se ceban con personas inocentes. No creo que los resultados de esta estrategia sean buenos para la estabilidad de las Españas. El malestar que se crea entre la población, incluso los que defienden a todo riesgo nuestra permanencia en la colonia, es cada vez mayor. Tampoco es del agrado de Estados Unidos. En todo momento se han mantenido observando el desarrollo de los acontecimientos. Son muchos los que reclaman la intervención de los norteamericanos dentro de la isla. Las gestiones de estos para comprarla a nuestra reina María Cristina no dieron resultado; pero tampoco hay una excusa creíble que justifique una acción militar contra España.

    Aunque el cerebro de la guerra por parte del enemigo, un tal José Martí, murió en combate a unos cuantos días de mi llegada, en un lugar conocido por Dos Ríos, existen algunos revoltosos que siguen dando más de un quebradero de cabeza a nuestras fuerzas; entre ellos, Maceo, Máximo Gómez y Bartolomé Masó.

    Hoy llegaron malas noticias. El mismo barco que me trajo de Galicia se hundió ayer mientras salía de la bahía de La Habana. Parece que, al tratar de salir del puerto en horas de la noche con las luces apagadas para pasar inadvertido, por llevar enormes cantidades de oro con las que pagar a los militares destacados en diversos puntos de la isla, chocó con el carguero Conde de La Mortera y se fue al fondo del mar en apenas minutos. Muchos marineros murieron ahogados y otros fueron despedazados por los tiburones. Lo peor de todo es que entre los muertos está mi amigo Antonio; también el general Delgado Parejo, quien me recibiera con tanta amabilidad el día de mi llegada, fue hallado muerto, flotando sobre las aguas, con sus extremidades mutiladas como consecuencia de los mordiscos de esas fieras marinas.

    Mi participación en los combates sigue siendo intensa, lo mismo en la zona de Manzanillo que en Yara, Veguitas y toda la llanura atravesada por el río Cauto.

    Hoy tengo una misión secreta que cumplir. Nadie podrá saberlo, ni siquiera los jefes superiores. Viajaré durante muchos días en dirección suroeste, hasta superar las montañas que a lo lejos parecen azuladas. Llevaré conmigo uno de los mejores burros del regimiento. Las provisiones para el viaje son abundantes. Saldré a altas horas de la noche mientras todo el campamento duerme.

    Las penurias no fueron pocas durante todo mi periplo, pero ya puedo estar más tranquilo y conciliar mejor el sueño. Regresé a los dieciocho días. El coronel Molina me amonestó con mucha fuerza, asegurándome que, teniendo en cuenta mi trayectoria, no me aplicaba quince días de arresto con total incomunicación, aunque ganas no le faltaban. Tras el incidente, me incorporé a mis tareas cotidianas.

    Llegaron noticias desde La Habana que dan por hecho la muerte de Antonio Maceo, uno de los principales alborotadores mambises, en una emboscada muy cerca del paraje conocido como Punta Brava. Con él también murió, bajo el empuje de nuestras armas, un joven que le acompañaba. Según se afirma, es el hijo del provocador dominicano Máximo Gómez.

    v

    Parece que el coronel no termina de olvidar mi indisciplina y de vez en cuando saca a relucir el asunto.

    Han pasado tres años de incontables escaramuzas. Puedo ostentar un gran número de cicatrices, unas de bala y otras de espadas y machetes. Creo que no merece la pena tanto sacrificio para una paga de sesenta y cinco monedas mensuales, soportando la ausencia de los seres queridos, padeciendo hambre y picadas de jejenes, mosquitos y cuantas alimañas andan por estos montes; mientras los que mandan desde Madrid rebosan sus arcas sin tener que exponer sus vidas ni las de sus allegados, a las armas enemigas. Me gustaría ver al señor Sagasta y a Cánovas del Castillo enfrentarse a los machetes de estos endemoniados mambises.

    Hoy me despido de los campos bayameses. Fui encomendado para apoyar la guarnición que defiende, desde la fortaleza de la loma de San Juan, la entrada al puerto de Santiago de Cuba. Toda esa región está bajo el mando del general valenciano don Arsenio Linares Pombo. Ahora mi jefe inmediato superior es el coronel Vaquero Martínez, militar muy culto y de trato afable.

    Es principio del mes de abril. Las relaciones entre España y Estados Unidos se vuelven cada vez más tensas. Todo parece vaticinar que, aprovechando la debilidad de nuestras fuerzas y las constantes victorias mambisas, las posibilidades de intervención norteamericana son inminentes. Hay informaciones que dan cuenta del envío de una fragata procedente de La Florida, que entrará en visita amistosa al puerto de La Habana. El Gobierno de nuestro país acaba de rechazarla. Considera que no es el momento propicio para tales visitas, más cuando la prensa norteamericana ha desplegado un arsenal de calumnias y mentiras, donde hacen creer a la opinión pública internacional que bajo el poder español se están cometiendo en la isla actos de barbarie y genocidio.

    Es 15 de abril. El acorazado Maine, que así se llama el navío visitante, estalla en pedazos en uno de los muelles del puerto de La Habana. Hay cientos de víctimas mortales. Los aires de guerra se esparcen como pólvora en todas direcciones. La prensa norteamericana vuelve a cargar contra el Gobierno de España haciéndole culpable de la explosión del barco. Se crean comisiones por ambas partes y se trata de llegar a conclusiones que aclaren la autoría del fatídico hecho. Estados Unidos trata de imponer un grupo de condiciones que atentan directamente contra la dignidad e integridad de las Españas, que son rechazadas de pleno.

    Se declara la guerra. Esta tendrá como escenario principal la bahía de Santiago de Cuba y las montañas cercanas. En la contienda se ven involucrados, por un lado, España con sus deterioradas tropas, tras continuos años de guerra, y una fuerza naval compuesta, en su mayoría, por barcos de madera en pésimas condiciones, al frente de la cual estará el almirante andaluz Pascual Cervera y Topete. Por el otro, las tropas norteamericanas con unos quince mil hombres, comandadas por el general William Rufus, provistas de modernos barcos de acero y muy superior en artillería y armas ligeras. Por último, los mambises, cinco mil hombres sin recursos, prácticamente descalzos, harapientos y desarmados.

    Es el primer día del mes de julio del año de nuestro Señor de 1898. La flota española está rodeada por barcos de guerra norteamericanos. Comienza la batalla naval abriendo fuego los navíos españoles. El enemigo responde sin piedad destrozando los primeros barcos. La superioridad norteamericana es indiscutible. Cervera da órdenes a sus navíos de continuar resistiendo. La flota enemiga sigue su brutal embestida y naufraga otro número importante de nuestros barcos. Hay que replegarse, sería un verdadero suicidio insistir. Las embarcaciones españolas, en su intento de huida, son alcanzadas una tras otra por la metralla enemiga. No hay nada que hacer en estas circunstancias; las bajas son numerosas y lo más prudente es tratar de salvar la mayor cantidad de vidas, decide el heroico almirante español, aun cuando la orden dada desde Madrid es de inmolarse hasta el último hombre.

    En tierra firme comienzan las acciones por la comarca de El Caney y se van extendiendo rápidamente hasta la loma de San Juan con los primeros disparos enemigos, que hacen impacto muy cerca de nuestras posiciones en lo alto del cerro. Los españoles respondemos con fuego de cañón, castigando con fiereza a los desembarcados. Estos, a su vez, intentan avanzar por las laderas, atravesando abundante manigua. Sus cañones son silenciados por momentos y retroceden. Han calculado mal el número de hombres que ocupamos la cima y se sienten en desventaja. No saben que solamente somos trescientos soldados al mando del coronel Vaquero. Al cabo de una hora, se escuchan nuevamente las estampidas de los cañones enemigos, que desde las laderas y con gran destreza, van socavando nuestras defensas. Los mambises disparan con fusiles de vez en cuando, pero con escasa efectividad, sobre nuestros hombres. Una andanada de nuestras baterías, procedente de las posiciones ocupadas por el coronel Díaz Ordóñez, destroza de cuajo tres cañones enemigos y aniquila treinta y cinco hombres que manejaban y abastecían de metralla a las modernas piezas norteamericanas.

    Seguimos disparando con los máuseres a todo el que intenta avanzar hacia la cima. Continúa el goteo de bajas enemigas. Deciden retroceder precipitadamente por entre los matorrales. Parece que huyen en dirección al mar. Nos sentimos aliviados. Esperamos que de un momento a otro se produzca la rendición.

    Al parecer, calculamos mal aquella estrategia, porque no se rinden ni huyen; se reorganizan a los pies de la loma, disponiéndose a rodear el cerro y cercarnos, con el objetivo de impedir cualquier repliegue y de esta forma aplastarnos en la cima. Recibimos noticias que dan cuenta de la llegada de refuerzos. Espero que no vengan cuando sea demasiado tarde. Tenemos treinta y dos muertos y noventa y cinco heridos. Nuestras municiones comienzan a escasear y las provisiones son cada vez menos.

    El coronel Vaquero nos anima a continuar resistiendo. El enemigo, cual serpiente, avanza desde todas las direcciones, presto a estrangularnos sin posibilidad de supervivencia. Nuestra situación es desesperante. Recibo un impacto de bala que atraviesa mi pierna derecha y sangro a borbotones. Me arrastro. Es imposible mantenerme en pie. Intento refugiarme detrás de un árbol. Faltan solo unos pasos para llegar al frondoso algarrobo. Trato de erguirme un poco, quiero ver si alguien acude en mi ayuda. Siento mareos y mi vista se oscurece. Otra bala atraviesa mi cuello. Me desplomo y siento que ruedo lentamente por un abismo infinito.

    Ya no escucho el tronar de los cañones. Oigo una música maravillosa. Una aureola de luz azulada ilumina toda la montaña. Mi cuerpo ya no pesa. Puedo correr, saltar, flotar sin mucho esfuerzo. Dejo de percibir el repugnante olor a pólvora; sin embargo, puedo escuchar el trino de los pájaros, oler el aroma de las flores. Mi pierna y cuello ya no sangran, tampoco las heridas de los que están a mi lado. Podemos entendernos a pesar de hablar idiomas diferentes. No hay odios ni rencores. Nos abrazamos hasta formar un solo hombre, sin jefes; todos a un mismo nivel. En nosotros solo hay tolerancia, paz, amor.

    Algunos hablan de regresar a su tierra y reunirse con los seres queridos. No es necesario el uso de los barcos para el viaje. Nuestro pensamiento nos traslada de lugar en fracciones de segundo. Pienso que merece la pena volver a emprender la vida en estas nuevas circunstancias. Ya nada puede dañar nuestros inmortales cuerpos ni provocar enfermedades o dolores. Nadie podrá arrebatarnos la libertad que hemos comenzado a disfrutar. Solo hay dos cosas que me preocupan: algo material que guardo con absoluto secreto en las lejanas montañas orientales, la otra es la indecisión de quedarme en estas tierras o regresar a España.

    Muchos de mis paisanos partieron hace unas horas y otros lo harán dentro de un rato. El amigo Vaquero acaba de llegar, dice que también lo está pensando. Tiene una hija adolescente en esta ciudad y le duele en el alma separarse de ella y de su mujer criolla, a la que ama intensamente. El buen amigo Wikoff, hasta hace un rato temible comandante de las fuerzas norteamericanas, se despide de mí con un fuerte abrazo y, tras desearme las mejores cosas, parte a toda prisa. Dijo que le hubiese gustado quedarse en esta isla, pero no deja de escuchar las voces de su abuela y su madre que lo llaman con insistencia.

    Muy cerca de mí conversan animados Martí y Maceo, sentados sobre una roca. Se lamentan de la terquedad de los gobernantes españoles, quienes dieron lugar a toda esta tragedia. Aseguran que, de haberse escuchado las míseras peticiones de los criollos a lo largo de estos años, que no pedían más que representación en las Cortes y algunas reformas de tipo económico, con posibilidades de comerciar libremente sin tener que acogerse a las férreas restricciones impuestas por la casa de Sevilla, no se hubiera llegado a estas desastrosas circunstancias.

    —Porque, para ser colonia norteamericana, lo juro por mi honor, habría preferido estar al lado de España luchando como un soldado más, toda mi vida —enfatiza exaltado Maceo, con su brazo en alto.

    No sé qué debo hacer. Por una parte, me hace mucha ilusión regresar a casa y abrazar a los míos; sin embargo, Catalina moriría de sufrimiento al tenerme tan cerca y no poder tocarme, verme, besarme y el proyecto de tener un hogar y criar muchos hijos sería algo imposible. ¿Y qué decir de mi madre?

    Por otro lado, pienso que hay muchas personas en esta isla a las que se puede amar y considerar como esposas, padres e hijos. Consigo decidirme tras largos días de deliberaciones conmigo mismo y espero no equivocarme. Me quedaré a vivir en estas fértiles montañas del oriente cubano, donde acompañaré a los que con el sudor de su frente ganan el pan de cada día. Estaré al lado de los que cultivan café, cacao y plantan la caña de azúcar. Iré junto a los que de un sitio a otro llevan a pastar sus rebaños. Viviré día a día todas sus emociones, alegrías, tristezas, y los consolaré en los momentos difíciles.

    Sé que habrá muchos que no comprenderán mi decisión ni muchas de las cosas que aquí ocurren, porque nunca han tenido vivencias de este tipo. Son aquellos que aun cuando aparentan ser muy creyentes, son incapaces de pensar que puedan ocurrir hechos que se salgan de lo puramente físico y material. Algún día entenderán que hay acontecimientos que escapan de la lógica humana y solo son explicables cuando se analizan desde otra dimensión. Prometo ser fiel a la verdad y hacerles partícipes de todas mis experiencias dentro de esta isla.

    Contaré cosas que parecerán absurdas para muchos y aquellas que, si alguien desde la otra vida las contara, podría ponerse en situaciones muy comprometidas, incluso con riesgos para su libertad y su propia existencia.

    No me canso de observar a un matrimonio joven que avanza lentamente. Lleva todas sus pertenencias en una carreta tirada por dos bueyes. Se acercan a un paraje rodeado de montañas, al lado de un arroyo. Pienso muy en serio ser su huésped; también de toda su descendencia, que cual arena de una playa será numerosa en estos parajes montañosos y en toda la isla. Me acogeré a sus costumbres y a sus reglas; trataré que mi presencia no les resulte incómoda en ningún momento. Respetaré su intimidad y decisiones. Les ayudaré en todo cuanto esté a mi alcance, tanto en lo material como espiritual. Trataré por todos los medios de no ser un extraño huésped. Comienza de esta manera mi verdadera vida; por lo que estaré muy atento para contarla sin perder ni un solo detalle.

    Capítulo segundo

    vi

    Falta un año, seis meses y dos días para que finalice el siglo diecinueve. Los frondosos árboles de mango han florecido y miles de abejas extraen a diario abundante néctar. Estos dan una dulce acogida a la pareja. Dicen unos que proceden de Vueltabajo, otros que vienen de la pintoresca villa de Trinidad.

    Cualquiera que fuese su procedencia, se establecieron en un pequeño valle donde nace la Sierra Maestra, con el pico de La Vigía a sus espaldas y por el frente otras elevaciones que lindan con un caserío nombrado La Manteca, muy próximo a un arroyuelo plagado de cascadas, con un cauce que es tan transparente como el cristal. Aquí decidieron vivir, en un humilde bohío cuyas paredes y techo construyeron con tablas y largas pencas de palmera real. En estas condiciones prometieron amarse hasta la muerte Raimundo y Teresa.

    Les apasiona el cultivo de la tierra, sobre todo plantar árboles maderables y frutales. Teresa, además de los quehaceres del hogar, cuida de una crianza de animales domésticos mientras Raimundo busca el sustento diario en las plantaciones de caña de azúcar que se encuentran al otro lado de la cordillera y abastecen al Cape Cruz, ingenio azucarero recién inaugurado. Está construido a orillas del mar en la ensenada de Mora, la que bordea, con interminables manglares, el poblado de Pilón. Tantos matices vertidos sobre el paisaje le imprimen a la región una espectacular apariencia de paraíso.

    Dos leguas separan diariamente a Raimundo de su joven esposa. Las recorre unas veces a pie y otras, montado sobre un potro al que llama Cocuyo, adquirido nada más llegar a estas tierras.

    Los días transcurren inundados de anhelos y paisajes para esta solitaria pareja. Pero no en vano pasan los años, porque uno tras otro, van llegando los hijos para dar compañía e incrementar la felicidad del matrimonio, llenando de alegría los vírgenes parajes acostumbrados al cántico del arroyuelo deslizando sus limpias aguas por las innumerables cascadas, al silbido de los pájaros, al revolotear de las múltiples mariposas mientras liban las flores silvestres y al viento todavía con olor a playa acariciando las copas de los árboles majestuosos.

    Corren las diminutas criaturas, jugando con las mariposas y las flores de colores interminables. La pequeña Candelaria, producto de tan indestructible unión, crece con rapidez, y su cuerpo se desarrolla de manera sorprendente, en su pequeño mundo rodeado de empinadas montañas. No es capaz de imaginar que, a sus espaldas, cerca del valle junto al mar, detrás de la cordillera; fruto del amor de otra pareja recién llegada, está dejando atrás la adolescencia el que será su compañero para siempre.

    Coinciden en el pueblo mientras anda ella con sus padres, llenándose los ojos de tanta maravilla repartida. Su mirada chocó con la del joven y a partir de ese instante las cosas a su alrededor pasaron a ser circunstanciales. Un sentimiento tan desconocido como nuevo se prendió al corazón de ambos. Pero solo hay miradas, las costumbres de este tiempo impiden expresiones más abiertas de las emociones. El joven queda apresado por la belleza de Candelaria y jura encontrarla, lo que consigue con múltiples esfuerzos.

    La llama oculta crece hasta el punto donde es preciso sofocarla con la sagrada unión. Alejandro tiene que superar los serpenteados senderos de accidentados parajes para reunirse con su amada, que, entre aromas de guayabos, anones, mamoncillos y guanábanos, ansía con desesperación arribar a los catorce años. Él, diez años mayor, está dispuesto a esperar el tiempo que fuese preciso.

    Llega el día en que sus sueños serían consumados. Alejandro, con milagrosa fuerza, tala barías y cedros. A pesar de que no es un hombre corpulento, su mediana estatura y débil composición física no es obstáculo para convertir los rollizos troncos en acogedor lecho y espaciosa morada. El techo de pencas de palmera real es la mejor opción para mantener la frescura en el interior de la casa en estos sitios, donde el sol tropical suele ser cruel en el verano.

    Sin cumplir ella los quince años, al trinar de sinsontes y zorzales, que acompañan el canto de palomas torcaces, así como diminutas aves en armoniosa sinfonía; se encaminan los enamorados por los escarpados desfiladeros, donde aguacateros, limoneros y robustos almácigos dan muda fe de la sagrada unión. No tarda mucho en aparecer la luna como señal de aprobación a esta joven pareja, que ya ardiente de pasión avanza por los angostos senderos de este valle, cubierto por la oscuridad de la noche. Finalmente, llegan al lugar donde el recinto nupcial les aguarda. No es necesaria ceremonia alguna. Ella decidió escapar con el hombre que ama y espera que el Omnipotente registre esta unión en los celestiales archivos.

    Las Puercas es el nombre del caserío elegido por ellos. Un gran arroyo corre junto a su morada y están rodeados por doquier por grandes plantaciones de caña de azúcar. Más allá, en dirección al mar, se alza el impenetrable bosque, donde crecen gigantescas jocumas, huesos blancos, siguas y alargados guáranos, sobre un suelo rojizo y cuajado de puntiagudas rocas. No lejos de allí desemboca el arroyo en una pequeña y pedregosa playa, conocida como La Boca de Las Puercas. Impresionante resulta observarla desde el alto farallón, que como pared imponente penetra hasta el profundo mar. No en balde desapareció aquí más de una infortunada criatura, sin que jamás se tuviera noticia de ella.

    Siete profundos farallones es preciso descender para llegar al último precipicio que penetra en las profundidades, en el sitio que suelen llamar Punta Blanca. Un poco más allá está El Yarey; hasta aquí les conduce el afán de aventura en momentos de ocio. Resulta una osada travesía, pues cuentan los antiguos que por estos lares, en un monte conocido como Cayo de Yaya, suele salir de improviso, desde la espesura del bosque, una pequeña y misteriosa criatura de color negro, semejante a un chichiricú, cubierto de pelos, con ojos relampagueantes, alargados dientes, orejas puntiagudas, desprovisto de cola, con los dedos de sus pies en dirección contraria a lo que es normal; y atrae a los mortales hasta internarlos en lo profundo del bosque, haciéndoles vagar durante días, desorientados y desfallecientes.

    En carne propia sufrió los desmanes de este ser el difunto Vitín Pérez, que en paz descanse; menos mal que un mensajero del más allá le apareció en visión a la vieja Eduvina indicándole la ubicación exacta del desdichado, que yacía moribundo en tierra bajo el sombrío bosque; lo que permitió proceder inmediatamente a su rescate.

    Sin calcular los riesgos, suele la joven pareja frecuentar la costa, unas veces para pescar algún pargo o un jurel, animal este de carnes deliciosas, pero con frecuencia muy peligroso, al alimentarse de ciertos frutos que llegan hasta el fondo del mar acarreados por las crecidas de los arroyos; que al ser consumido por los humanos les produce males de estómago conocidos como «ciguatera», que, de no ser tratadas a tiempo, pueden producir la muerte. Otras veces la pareja acude a la costa y disfruta de un refrescante baño en las aguas de las caletas.

    vii

    El paradisíaco valle de Raimundo y Teresa deja de ser un lugar solitario. Una familia de numerosos hijos acaba de adquirir la mayor parte de él, junto con las elevaciones colindantes. Arriban de un lugar conocido como Altos de Job, ubicado en una comarca llamada Campechuela, de tierras fértiles y magníficos ríos. Los recién llegados son Rolando y Alberta, quienes le compraron a Rodrigo, hermano de este, los terrenos de su propiedad. Son estos de abundante prole. Demetrio, el primogénito, había contraído matrimonio con Lidia. El segundo, Hipólito, viene también unido en santo matrimonio a la joven Piedad, la que sería visitada en sueños por un ángel, quien la libraría de un cáncer de útero, al indicarle al marido aplicar en su vientre unos lodos prodigiosos extraídos del fondo del arroyo. Los demás hermanos son Mina, Eduardo, Armando, Silvano, Toño, Miriam, Marelys, Georgina y Donato. Todos estaban solteros, pero no tardarían en emparentarse con los habitantes de la zona. Mina había dejado un pretendiente en Altos de Job, con quien luego se uniría en matrimonio. Su descendencia fue numerosa, aunque según dicen las malas lenguas, más de un padre había tenido oportunidad de contribuir en sus abundantes partos.

    Los padres de Rolando eran personas alegres y entusiastas. Viajaban de un sitio a otro ofreciendo guateques que se extendían por varias jornadas, hasta el día que un disparo efectuado desde la multitud presente impactó en el tronco de una ceiba, haciendo saltar una astilla que atravesó el corazón de aquella dama. Nunca más se vería a Zilia danzar al son de los timbales y melodiosos acordeones. Una intensa nostalgia apresaría a Miguel para siempre, aunque esto no quitó que posteriormente mantuviera una relación no cristiana, de la cual nacerían Sara, Ofir, Chino y Alberto, muy conocido por todos en Pilón con el sobrenombre de El florero.

    Con el paso del tiempo, que todas las heridas cura, volvió a reinar la alegría en los ánimos de esta familia, donde jamás la música del acordeón, los timbales, maracas y claves estarían ausentes, desde finales de diciembre hasta bien entrado el mes de enero.

    Eran incontables los que bailaban sobre el magnífico suelo de madera, sostenido por gruesos pilares de troncos bien labrados, dentro de la espaciosa mansión con paredes de cedro pulido y techo de cinc. Las bebidas fluían desde una habitación anexa, que tenía función de tienda, con portal orientado hacia el camino.

    Sobre una enorme mesa de cedro se servían los cerdos humeantes, que antes fueron atravesados por varas sostenidas encima de estacas clavadas a los extremos de huecos rectangulares abiertos en la negra tierra y volteados arriba de brasas ardientes hasta dorar sus carnes y hacer crujiente su piel, de la que fluirá, cual olorosa lluvia, la abundante grasa.

    Aquellos cuya religión no le permite comer carne de cerdo pueden saciar sus apetitos con gallinas, guanajos y carneros, asados o en fricasé. Se deleitan, además, consumiendo manzanas, uvas, nueces, avellanas e higos, frutas traídas de la distante España. Los turrones, venidos también desde la Madre Patria, acompañan la multitud de frutos que en esta época del año son abundantes en los trópicos.

    Se halla entre los jóvenes hijos, Armando. Junto a uno de sus primos, en su natal Altos de Job, había jurado ahorcarse antes de cumplir catorce años, debido a un fatal vicio de comer tierra de las orillas del río. Esta adicción los condujo a un raquitismo tal, que siendo adolescentes tenían apariencia de infantes. Sus genitales no mostraban síntomas de desarrollo alguno y el pernicioso vicio los vencía. No bien habían fijado la fecha y el árbol para el pactado sacrificio cuando un enviado del Altísimo, llamado Cliserio Jueves, venido desde la vecina isla de Haití, les anunció las buenas nuevas de la salvación y el sacrificio acometido por el hijo de Dios, nuestro Señor, para salvar de la destrucción y el infierno a los mortales. Aceptaron estos el mensaje, librando así sus cuerpos de la horrenda muerte.

    Armando es uno de los que no suele ingerir bebidas alcohólicas, bailar ni comer carne de cerdo durante las fiestas navideñas. Lo secunda en estas costumbres religiosas Hipólito, su segundo hermano, quien también recibió el bautizo, aceptando así el mensaje traído por el haitiano misionero. Piedad, la esposa de este, los acompaña en apartarse de todo cuanto sea pecaminoso. El mensaje salvador se va diseminando por toda la comarca, hasta llegar al valle cercano a la costa. Alejandro y Candelaria escuchan y aceptan las doctrinas con agrado; así que animan a sus hijos a nacer de nuevo bajo el influjo de las aguas bautismales, pareciendo bien a casi todos estos.

    El nivel de vida de Alejandro y su esposa mejora grandemente. Él, hombre honrado y leal a toda prueba, deja de ser un simple trabajador del campo para convertirse en uno de los más notables hombres de estas plantaciones de caña. Mucho dinero pasa por sus manos, aunque jamás se apropia del ajeno. Fe de esto dan los que le conocen o han tenido la oportunidad de trabajar junto a él. Sin embargo, sin jamás pensarlo, algo oscuro acechaba lo que hasta ahora había sido un floreciente

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