Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)
Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)
Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)
Libro electrónico490 páginas7 horas

Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Novela vampírica juvenil, donde destaca la sed de algo más que de sangre.

Laius es un joven vampiro criado entre las sombras por un inmortal poco dado a la conversación, pero muy recto en cuanto a las normas que rigen su mundo. Las ansias por descubrir sus orígenes harán que se vea envuelto en medio de su propia moralidad, traiciones, miedos y descubrimientos insospechados. Todo ello mientras una inminente guerra parece estar a punto de estallar y con ella la posibilidad de acabar con toda su especie; aunque ese hecho no es lo único que le preocupa. Hay una joven humana que está empezando a hacerle cuestionarse toda su existencia y no sabe hasta qué punto puede confiar en ella. Sus alocados y recientes amigos le ayudarán a enfrentarse a sí mismo y serán un pilar fundamental para poder superar lo que está a punto de ocurrir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 dic 2017
ISBN9788417382995
Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)
Autor

Marisa M.R.

Marisa M.R. nació el 18 de Enero de 1991 en Palma de Mallorca (España). Gracias a sus estudios superiores en educación infantil vive soñando y contemplándolo todo a través de muchos ojos pequeños e inocentes. Ángel de Sangre es la primera parte de una trilogía que escribió entre los dieciséis y veintiún años. Ha publicado una novela autoconclusiva de fantasía llamada Los espejos de Whitney Rose. Actualmente está escribiendo un complemento de esta novela, cuyo título será El mundo del Siempre.

Lee más de Marisa M.R.

Relacionado con Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)

Títulos en esta serie (3)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para jóvenes para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Ángel de sangre (Ángel de sangre 1)

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Ángel de sangre (Ángel de sangre 1) - Marisa M.R.

    ngel-de-sangrecubiertav11.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Ángel de sangre

    Primera edición: febrero 2018

    ISBN: 9788417234836

    ISBN eBook: 9788417382995

    © del texto:

    Marisa M. R.

    © del ilustrador de la novela:

    José Gabriel Espinosa

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Nostálgico, prudente y utópico.

    Fugaz e intrigante.

    Libre y encerrado.

    Próximo y remoto.

    Dulce y amargo.

    Deseos…».

    Miedo-Mientras no duermo

    Aitor Meléndez Martínez, Poesía

    I

    Las calles estaban vacías, el frío invernal se adhería a cada rincón del lugar provocando que estuviesen desérticas. Lo único que se escuchaba era la tos de un par de vagabundos.

    Zen caminaba sediento, aunque en esta ocasión su sed se debía a algo mucho más atrayente e incluso peligroso que a lo que estaba acostumbrado, algo que le había obligado a permanecer oculto en el mismo lugar toda la noche. Divisó a lo lejos a una mujer embarazada y corrió hacia ella justo antes de que entrara en un portal. La cogió de su blanco y largo cuello con una mano mientras que con la otra agarraba el cabello negro y rizado de la joven, deleitándose con su aroma. Las llaves de la mujer cayeron al suelo, seguido de sus pertenencias. Ni siquiera se había percatado de que alguien la agarraba por detrás hasta que notó su gélida piel sobre su rostro.

    —No me hagas daño, te daré todo lo que tengo. Por favor, estoy embarazada, se lo suplico —le imploró en vano.

    —No es tu dinero lo que yo quiero.

    Zen le apartó el cabello mientras hincaba sus dos colmillos blancos como el marfil en el cálido y palpitante cuello de la joven. Sintió cómo estos se hundían en la carne, cómo el corazón desbocado de la mujer aceleraba la trayectoria de su sangre hacia sus labios. A duras penas consiguió detenerse. Se retiró con sumo esfuerzo, dejándola caer al suelo exhausta, luego se hizo un corte en la muñeca provocando que una fina línea de sangre goteara hasta caer en la boca de la joven. Ella agonizaba de dolor presionando el cuello con sus manos, tosiendo, intentando en vano expulsar ese líquido frío que recorría sus labios hasta adentrarse en su interior.

    Zen vislumbró el horizonte, los rayos de sol comenzaban a salir con lentitud. Podía sentir cómo le abrasaba la piel y aquel hecho era lo que le había alarmado, provocando su repentina marcha. No había resultado tal y como había previsto, pero no podía quedarse para ver el final.

    Mientras se alejaba a una velocidad vertiginosa, la sangre de Zen recorría el estómago de la joven y a la vez el del futuro bebé, provocando, sin ella saberlo, un cambio en ambos.

    *****

    —Dios mío, Morgan. ¿Qué te ha pasado? Voy a llamar a una ambulancia, no te muevas. Tranquila, todo saldrá bien —profirió su marido mientras sostenía el teléfono con una mano y la calmaba con la otra.

    Morgan se sentó en el sofá, mareada y tiritando. Todo en ella le dolía. Lo asociaba al susto y a su avanzado estado de gestación. Todo cuanto le importaba era que su bebé estuviese a salvo.

    —Alguien me mordió en el cuello, ni siquiera me robó.

    Aquello no parecía tener ningún sentido para ella, había oído hablar de drogas que provocaban un comportamiento extraño en las personas, pero vivir aquello en primera persona se le antojaba irreal.

    —Tranquilízate, la ambulancia está de camino, lo peor ya ha pasado, ya lo verás. —Su marido se sentó a su lado mientras le sujetaba la destemplada mano entre las suyas.

    Morgan regresó del médico aparentemente estable pero pálida. Había informado a la policía, ofreciéndoles la apariencia física del agresor. No había mucho que describir, pues en ningún momento le vio la cara. Todo cuanto recordaba de él era su voz áspera y su gélida piel. Era todo cuanto podía hacer. Regresaron a su hogar al poco rato. Morgan se tumbó en su cama, junto a su esposo. De pronto, su cuerpo empezó a moverse sin que ella pudiera evitarlo, comenzó a tiritar y a tener convulsiones. Se retorcía. Su interior parecía desquebrajarse. El dolor era insufrible.

    —Morgan, ¡¿qué te pasa?! ¡Morgan! Voy a llamar a la ambulancia de nuevo, cálmate.

    Ella lo agarró por la muñeca con desesperación. Un chasquido escalofriante resonó de forma demasiado audible para ella, escuchando cómo el eco de aquel chasquido retumbaba en las paredes. Luego ese sonido se apagó por el grito varonil de su marido.

    —No me dejes, quédate conmigo —suplicó ella paralizada por el horror surrealista que la envolvía.

    —¡Ah! ¡Dios mío, mi muñeca! ¡¿Pero qué te está pasando?! ¡¿Pero qué…?!

    Morgan empezó a cambiar físicamente de manera muy perceptible. Su piel se estaba cubriendo por un color ceniciento, sus ojos se oscurecieron, sus cabellos tomaron un tono más brillante. Era hermosa pero igual de terrorífica que su belleza. Apretó con fuerza los bordes de la cama, haciendo de esta un puñado de algodón. De pronto, rompió aguas. Su sufrimiento se vio incrementado con rapidez.

    Su marido se encontraba sentado en una esquina de la habitación, paralizado mientras la sangre de su muñeca caía al suelo lentamente. Se miró la muñeca, viendo cómo el hueso la atravesaba. No le dolía, su mente se había bloqueado.

    —¿M… Morgan?

    Ella cogió a su bebé tiernamente, con un amor sobrenatural. Al verle y al verse a ella, casi podía saber en qué se habían convertido, en algún tipo de monstruo hermoso. Entonces, algo dentro de su garganta empezó a arder, era una sensación indescriptible, aguda, casi dolorosa. Tenía sed, sed de sangre.

    Se giró y vio a su esposo lleno de este encantador y jugoso líquido. Ni siquiera hizo falta girarse para saber qué le envolvía, podía olerle. Observó con detenimiento las gotas de sangre que caían una a una en el suelo, como si estas quisieran jugar con su mirada. Dejó al bebé en la cama y se arrastró hacia él, le agarró la muñeca con suavidad, pero con una mirada ardiente y juguetona.

    —No quise hacerte daño, perdona.

    No parecía ser ella quien hablaba. El tono de voz también se había tornado algo cristalino y su instinto más primitivo y salvaje era dueña de su cuerpo.

    —Apártate de mí, eres un monstruo —intentó deshacerse de su contacto mientras la sangre cubría parcialmente sus pantalones, al tiempo que el miedo nacía de él como una mala hierba incurable.

    —Puede que lo sea, pero nunca me había sentido tan viva. ¿Ya no me quieres? ¿Ya no quieres a tu hijo? Puedo hacer que seamos una familia solo tengo que… —Le miró la muñeca recordando los pasos que había seguido aquel hombre para transformarla y pasó un dedo por encima de la sangre antes de lamérselo. Un acto que provocó en ella un frenesí devorador.

    —¡Olvídate de mí, tú no eres mi mujer ni él… ni él es hijo mío!

    Se levantó del suelo a duras penas, dando un traspié. Apoyó su mano ensangrentada en la pared y la tiñó de rojo.

    La sed irracional que sentía Morgan provocaba que se olvidara parcialmente de sus sentimientos. La sangre que recorría su boca era como néctar del cielo, jamás había probado nada parecido, ni había olido nada igual. Cerró los ojos mientras disfrutaba de ese momento, provocando que todo lo demás desapareciese.

    Él salió de la habitación y de la casa dando traspiés, miró a su recién nacido con lágrimas en los ojos antes de cerrar la puerta tras de sí. ¿Qué clase de pesadilla estaba viviendo?

    El bebé que yacía sobre la cama no había parado de llorar, también tenía sed. Morgan abrió los ojos cuando oyó el portazo, lo contempló y lo sostuvo entre sus manos. Por un momento, pensó en morder a su propio hijo, ya que la sed se adueñaba de su cordura y aquella criatura, en cierta forma, era atrayente. De pronto, el timbre de la puerta la detuvo. Más bien, el aroma de otra sangre mucho más atrayente que la de su hijo.

    —¿Sí? —preguntó Morgan mientras su lengua hacía desaparecer los últimos restos de sangre que se habían adherido a su paladar.

    —Hola, ¿va todo bien? He escuchado ruidos, gritos y me preguntaba si… ¡Oh, Dios mío! ¿Has dado a luz aquí? —La vecina miraba por encima del hombro de Morgan, intentando divisar algo del interior. Entonces, se fijó en el pequeño que yacía entre sus brazos. El bebé no lloraba, se estaba deleitando con aquel aroma. Había sangre también en sus ropas.

    —Sí, y creo que tiene hambre, ¿quieres pasar?

    Solo habían pasado unas horas desde que mordieron a Morgan. Sin embargo, la noche poco a poco volvía a adueñarse de la zona. La casa había sucumbido al silencio absoluto. La vecina ni siquiera tuvo ocasión de proferir un grito de socorro. Había sido demasiado lenta para Morgan y sus nuevas capacidades. Toda la casa desprendía un fuerte olor a sangre. Olor que hacía que Morgan y el bebé perdiesen parcialmente la noción del tiempo. Había unos cuantos arañazos llenos de sangre por el parqué. Pero aquella no era la imagen más terrorífica de la casa.

    Tras haber saciado su sed y la del pequeño, su mente recobró poco a poco la cordura que momentos antes había perdido. Su cabeza empezó a trabajar con agilidad. No podían permanecer en aquel sitio por más tiempo. Y su marido… Debía encontrarlo y explicarle que el monstruo que había en ella ya no estaba. Al menos, de momento.

    —Debemos irnos, pequeño, lejos de aquí, donde no nos encuentren —dijo mientras cogía al pequeño junto a un biberón con restos de la vecina sin digerir y un neceser para el bebé.

    Aprovechando que era de noche, salió corriendo a una velocidad fuera de lo común, sin que nadie se percatara de su presencia. Caminó durante horas buscando un lugar donde cobijarse para cuando se hiciese de día. Se guiaba por instinto, ya que no sabía muy bien en qué se había convertido con exactitud, solo sabía que algo dentro de ella la guiaba hacia un punto fijo. Sus pasos la llevaron al cementerio que había a las afueras de la ciudad. Algo la inquietaba, sentía varias cosas a la vez; cosas que parecían pertenecer a otra persona. Se sentía saciada, pero no se estaba alimentando, sentía urgencia por algo, pero no sabía por qué. Había demasiadas cosas que desconocía.

    —Tranquilo, pequeño, estaremos a salvo.

    Mientras caminaba por el cementerio vio enfrente de ella a alguien apoyado en una lápida. Lo primero que sintió fue cautela, pero luego intuyó que no había nadie más fuerte que ella. Aquel ser olía a sangre. De pronto, algo la asustó. Esa sangre le resultaba vagamente familiar. Antes de que se diese cuenta, su mente había obedecido a sus deseos de aproximarse a la zona y lo hizo de forma veloz. Entonces, cayó al suelo de rodillas y algo dentro de ella se rompió lentamente.

    —Oh, no, ¿por qué? Éramos una familia, ¿por qué elegir la muerte? ¿Tan pronto has dejado de quererme? ¡No, no, no! ¡Te odio!

    Su marido yacía desangrado junto a la lápida de sus padres. Aquella lápida era lo único que lo había mantenido unido al mundo real. No soportó haber perdido a su mujer y a su hijo, y tampoco quería vivir siendo un monstruo. Todo cuanto había amado había desaparecido y él no deseaba vivir sabiendo eso. Estaba viviendo una pesadilla, no creía en los cuentos de hadas, él era un hombre racional, lógico, y nada de aquello había tenido sentido. El infierno no existía, el cielo tampoco. Y no podía darle ningún sentido a lo que acababa de vivir. Pensó en todo ello mientras se sujetaba la muñeca con la mano. Sus pensamientos fueron desapareciendo poco a poco, sus ojos se nublaron. Recordó el día anterior con su mujer. Al menos, aquello sí había sido real, ¿no?

    Morgan no pudo soportarlo, todas sus emociones estaban magnificadas. El amor hacia su marido había hecho despertar en ella el odio y la tristeza que sentía sobre sí misma. Todo había pasado por su culpa. Lo había perdido a él, se había convertido en una asesina depravada. No quería seguir viviendo. Sintió cómo un vacío intenso dominaba su interior y le desgarraba el alma. Se extrañó de seguir con vida con semejante sufrimiento. Sin pensárselo, le cogió a su marido el hueso de la muñeca que sobresalía, y se atravesó el corazón al mismo tiempo que el bebé caía al suelo mientras ella se esparcía en infinitos fragmentos de ceniza.

    El bebé lloraba desconsoladamente. Al estar su madre de rodillas había rodado por su falda hasta caer al suelo bocabajo. El llanto del niño se escuchaba por todo el cementerio, hasta que llegó a los oídos de Zen. Dejó a su presa muerta en el suelo y se dirigió hacia el llanto.

    —Lástima. No había esperado esto.

    Se acercó al bebé y vio que al lado había un hombre con un agujero en la muñeca y un trozo de hueso encima de una montañita de polvo. Se dio cuenta de que eran las cenizas de una vampiresa y que tampoco estaba la conexión que lo había unido a aquella mujer. Había sentido muchas cosas confusas, pero lo había asociado a su reciente conversión. Cogió al bebé por detrás del pañal y lo levantó hacia arriba, mirándolo fijamente a los ojos.

    —Eres patético y ya sin mencionar a esos dos. Bueno, a ese y lo poco que queda de esa. ¿Qué voy a hacer contigo?

    De repente, apareció una vampiresa, una mujer sabia y hermosa, la más perfecta de su raza y una de las primeras que hubo. No obstante, Zen también se remontaba cerca de su época. Su tez bronceada y lisa hacía de aquel cementerio un lugar acogedor. Sus cabellos oscuros y largos ondearon ligeramente por una brisa tímida.

    —Zen, ¿qué has hecho?

    —Drasha... ¿Qué haces aquí?

    —Te he estado observando y sé lo que te has propuesto. El niño que llevas contigo es uno de nosotros, no debes hacerle ningún daño.

    —Lo sé, he visto los restos de sus padres.

    Zen adquirió una extraña expresión en su rostro. ¿Culpa?

    —Deberás criarlo como si fueses su padre.

    —¿Qué? ¿Como su padre? La eternidad se te está haciendo demasiado larga y empieza a afectarte.

    —¿Has olvidado con quién estás hablando? Dirígete a mí con más respeto, sobre todo cuando me dirijo a ti en nombre de la ley y no como tu amiga. El bebé lleva tu sangre, ayer mordiste a una mujer que llevaba consigo un hijo, he aquí a ese pequeño, ahora eres tú el responsable de criarlo.

    —Son las normas, ¿no? Aun así, nada ha salido como había planeado… ¿Cómo se supone que debo alimentar a esta cosa?

    —Espero por tú bien que lo cuides y le enseñes nuestras leyes. Por ejemplo, nada de matarse entre vampiros.

    —Vale, he pillado la indirecta. Pero no te preocupes por eso.

    —Sé por qué lo has hecho, solo espero que no te equivoques en la decisión que has tomado. Confiaba en que al menos me lo fueses a consultar antes de actuar. —Drasha dulcificó su rostro, pero el resentimiento por lo que Zen acababa de hacer nubló sus facciones a ira contenida—. Debo marcharme, pero recuerda que no estaré muy lejos.

    Zen se quedó un rato mirando al bebé y pensando en todo lo que había hecho. También él esperaba no haberse equivocado con su decisión. Ya había muerto una vampira indirectamente por su culpa, pero nadie tendría por qué saberlo jamás, ni siquiera aquel pequeño ser sobrenatural que lo contemplaba con curiosidad. Cogió el neceser y el biberón que había en el suelo y se lo llevó a su guarida. La entrada de esta era un árbol que había en el cementerio y que conducía a un subterráneo. Al empujar el centro del árbol, se abría unas escaleras que conducían a la cripta. Zen había creado ese pasadizo y difundió entre los humanos el rumor de que había peste y más enfermedades en esa cripta. Por tanto, lo bloquearon y enterraron en su momento, hasta olvidarse de él. La única forma de entrar era por el pasadizo secreto del árbol y una alcantarilla poco recomendable.

    —¿Sabes? Tienes suerte de que te pueda dar la luz del sol, porque si no te habría dejado atado arriba para que sufrieras un poquito, así podrías saber lo abrasador que es y lo que casi me hace cuando te convertí. Toma, acábate el biberón y a ver si te atragantas.

    Le puso el biberón en la boca con los restos de aquella vecina mientras él improvisaba una cuna hasta que encontrara un ataúd para el bebé. Miró al neonato con incomodidad, hacía siglos que no trataba con bebés, ni con nada que se le pareciese. Había estado muy cerca de perder la cordura debido a la soledad. Aquel infante podía ser el principio de algo que había perdido. Podía ser lo que había estado esperando todo ese tiempo. Iban a pasar mucho tiempo juntos y, para ello, debía de hallar algo más que un insulto con el que dirigirse al bebé.

    —Ahora que lo pienso, tú no tienes nombre, que yo sepa. Te llamaré Laius, me da igual si no te gusta. He elegido ese nombre porque hace muchos años atrás conocí a un príncipe de Tebas llamado Laius. Había perdido a sus padres cuando era bebé y tuvo que criarlo su malvado tío y yo soy como ese tío. Por cierto, me llamo Zen. No te quejarás, te he puesto el nombre de un príncipe. ¿Qué estoy haciendo? Estoy hablando con un mocoso que ni siquiera me entiende. Bueno, antes hablaba solo, no hay mucha diferencia, parezco menos loco. No me lo puedo creer, ¡sigo hablando solo!

    Laius estaba perplejo mirando a Zen con su biberón aún en la boca mientras este divagaba largo y tendido sobre nada que él pudiese entender, al tiempo en que le preparaba su nueva e improvisada cuna.

    —Oye, bicho, ya sé que a ti el sol no te afecta, pero está a punto de amanecer y yo me voy a dormir, así que tendrás que acostumbrarte a dormir de día y nada de ponerte a llorar mientras yo duermo, porque si me despierto, me pondré furioso y eso no te conviene.

    Mientras decía eso, llevó al bebé a su nueva cama y lo tumbó. Zen no pudo evitar mirarlo con cierta nostalgia. No deseaba sentir lástima por él, ni arrepentirse de sus actos. No era propio de él actuar así. Suspiró sonoramente antes de introducirse en el ataúd colocado al lado del bebé. Justo cuando comenzaba a iniciar su sueño, el bebé empezó a llorar de forma escandalosa.

    —Pero bueno, Laius, deja de llorar, das lástima, eres la vergüenza de nuestra raza. ¿Y se supone que eres un vampiro? Tú no eres un vampiro, eres un algo que intenta serlo. ¿A qué hueles? ¿Te estás pudriendo? No, oh, no, eso sí que ni pensarlo. ¿Por qué a mí? No me merezco esta humillación.

    Laius estaba desechando de su cuerpo cualquier fluido humano. Se estaba convirtiendo literalmente en un vampiro. En su cuerpo solo se quedaría el corazón, el sistema circulatorio, el aparato respiratorio, el cerebro y los órganos reproductores. Todo lo demás sería expulsado de su cuerpo. Se estaba muriendo como humano.

    Con el tiempo, Zen fue cogiéndole, por así decirlo, cariño a Laius. Se convirtió en su maestro, le enseñó a leer, a escribir y también le hablaba de algunas historias de vampiros y de algunas leyes de su raza. Pero siempre reducía aquellas conversaciones al mínimo. No deseaba que Laius supiese más de lo debido. Incluso cazaba por los dos para evitar que Laius se inmiscuyera sin querer con otros vampiros. Pero no podía retenerlo eternamente, había llegado la hora de enseñarle a cazar, de dejar que se valiera por sí mismo. Al menos, en eso. Laius sabía cómo y dónde morder a un humano y también Zen le había enseñado a convertir en vampiro a las personas, pero nunca lo había hecho. Tampoco es que Zen le hubiese ofrecido tal oportunidad. Le contó a Laius que a veces convertía a las personas en vampiros para hacerlas más afortunadas, pero solo a algunas, porque si lo hiciera siempre, ¿a quién comerían? Sin embargo, también le había dicho que debían elegir con cuidado a aquellos humanos afortunados, entregar aquel regalo era un privilegio. Zen se contradecía en muchas de sus explicaciones. No era un tipo muy elocuente.

    Hacía tiempo que Zen le había hablado de sus padres y de, más o menos, cómo murieron. Le contó que los sentimientos eran la debilidad de las personas y que aquello era lo que les diferenciaba de los vampiros: «Los sentimientos son cosas de humanos y de seres despreciable, los sentimientos limitan y debe odiarse, el odio es el único sentimiento que debe poseer un vampiro».

    Y así fue como Laius empezó a obligarse a odiar a los humanos y también se odiaba a sí mismo por ser mestizo. Lo que más le aterrorizaba era poseer algún tipo de sentimiento, temía convertirse, como sus padres. No le entraba en la cabeza cómo su madre, siendo una vampira, se mató y lo abandonó. Casi comprendía más el hecho de que lo abandonara que el hecho de matarse por ver a su padre muerto. El mismo hombre que los había abandonado. Muchas veces pensaba en eso, ¿qué fue lo que sintió y pensó para matarse?

    —Por fin de noche, ¡ya es la hora, ya es la hora!

    —Paciencia, Laius, recuerda que no deben verte.

    —¡¿A quién, a quién?! ¡Vamos! —De pronto, un aroma peculiar invadió sus pulmones y enloqueció su mente—. Mira, a esa joven de cabellos largos. Su sangre debe de ser tan pura… —suspiró para sí mientras todo su ser enloquecía de sed—. Hace tiempo que no bebo una sangre tan deliciosa. Tú solo me traes a vagabundos y a viejos.

    —Es difícil encontrar a jóvenes cerca del cementerio a estas horas. Los jóvenes siempre están en la ciudad y solo vienen al cementerio en Halloween o en algún momento puntual. Y deja de quejarte, a partir de ahora cazarás tú por mí, para compensar el sacrificio que he tenido que hacer aguantándote.

    —Oye, no te pases, que nadie te dijo que me cuidaras. Si lo hiciste fue porque eres medio humano y tienes eso que se llama sentimientos.

    Zen entró en cólera, odiaba que lo comparasen con una especie tan despreciable y débil. Rugió con ferocidad mientras sus colmillos se aproximaban peligrosamente hacia la yugular del joven. Se abalanzó sobre Laius como símbolo de superioridad y lo cogió por el cuello de su jersey, levantándolo hacia arriba.

    —Yo no soy un humano. Si no fueras un vampiro, te rompería el cuello ahora mismo. Te tuve que cuidar porque eres uno de los nuestros y estabas solo y, aun sabiendo eso, estuve a punto de devorarte si no llega a ser por Drasha.

    Laius se retorcía en vano contra la fuerza sobrenatural de su hacedor. Se sentía humillado más que cualquier otra cosa. Sabía que estaba a la merced de Zen y que si este quisiese, sería capaz de atravesarle el cuello con sus dedos. Pero también había llegado a conocerle parcialmente. Él nunca le haría daño. Al menos, no hasta matarle.

    En el momento que Zen nombró a Drasha fue para Laius como si no sintiese ningún tipo de vulnerabilidad, porque su curiosidad era mucho mayor que aquella rencilla bastante habitual en su vida. Su nivel de ansia por el saber aumentó considerablemente y toda su mente hirvió en forma de infinitas preguntas, las cuales parecían querer salir todas al mismo tiempo. Nunca había visto a otros vampiros y no sabía nada acerca de Drasha. Zen no lo mantenía cautivo, pero tampoco le otorgaba libertad absoluta. ¿Existían las medias libertades? Laius había desechado aquella pregunta de su cabeza hacía tiempo, la solución le hacía cabrearse.

    Zen lo soltó en el aire al ver que estaba adoptando la típica expresión de perplejidad que ya le había mostrado en otras ocasiones. Aquel era un momento incómodo para él, había surgido sin más, pero sabía que otorgándole pequeñas libertades, quizás recibiría una mayor obediencia.

    —A veces olvido que solo eres un crío.

    —¿Quién es Drasha? —Laius rodeó su cuello con ambas manos, recolocándose el jersey mientras formulaba la pregunta en un susurro, como si se tratase de un secreto.

    —Fíjate, la comida ha desaparecido. —Señaló Zen a la zona donde momentos antes había estado una joven de cabellos largos cerca de donde se encontraban—. Seguro que no la vuelves a ver más. Pero si ha visto algo y lo cuenta… Tendríamos problemas, vendrían curiosos, habría leyendas sobre el lugar... Bueno, más comida para nosotros, pero solo si nos ha visto, que diría yo que no porque estaba de espaldas, pero si a lo mejor…

    —Estás divagando. Y no me cambies de tema. ¿Quién es? ¿Es una vampira? —espetó Laius mientras se cruzaba de brazos e interrumpía las ya muy vistas divagaciones de su mentor.

    Zen suspiró antes de hablar. No iba a salirse por la tangente.

    —Fue una de las primeras vampiresas de la historia y es pura. Nació de la relación de dos vampiros puros y le puede dar la luz del sol. Solo a los primeros vampiros y a los mestizos les puede dar la luz solar.

    Zen nació humano, pero su padre vampiro lo convirtió cuando Zen estuvo preparado para ello, a la edad de treinta y dos años. Su madre no quiso convertirse y murió a una edad avanzada. Su padre era puro, provenía de la relación de dos vampiros antiguos. Se casó con una humana, pese a que dicha relación estuviese prohibida. Antaño los vampiros eran perseguidos con mayor asiduidad que en el presente y, poco después de convertir a Zen, los humanos lo asesinaron. Por eso, Zen los odiaba tan fervientemente, por eso y porque nunca llegó a entender a su madre. Ella prefirió morir como mortal a convertirse en uno de ellos y estar para siempre con él y su padre.

    Quizás lo que desconocía era que su madre podía protegerle por su condición de humana mucho más que si se transformaba. Lo cuidaba cuando él se guarecía de la luz solar. Algo que ella nunca manifestó para no hacerle sentir culpable. Algo que Zen desconocería siempre.

    —Bueno, ¿y qué tiene que ver ella con lo de cuidarme? —preguntó Laius mientras observaba cómo la mente de Zen regresaba desde algún lejano lugar. Tardó varios segundos en procesar la pregunta y averiguar de qué estaban hablando.

    —Ella me dijo que yo debía cuidarte porque tienes mi sangre, por lo de morder a tu madre que ya te conté y eras como mi responsabilidad.

    —¿Los vampiros tenemos responsabilidades?

    —Normas más que responsabilidades. Bueno, cállate ya, que estoy sediento. Ataca a alguien de una vez.

    —Está bien —se conformó Laius, pues que Zen le hubiese contestado a la primera era mucho más de lo que le podía pedir, aunque para él no estuviese zanjado el tema. Ya buscaría el momento para sacar el tema de nuevo.

    Buscó con la mirada a la joven del principio, pero ya no se hallaba en el lugar. Así pues, escrutó la zona en busca de otra víctima. Su aroma le inundó antes de que sus ojos se posasen en ella. Una mujer que desgraciadamente se había pasado por el cementerio a la hora equivocada, justo a la hora de cenar.

    Laius estudiaba sus movimientos, se deleitaba con su aroma a espinas florales con cierta esencia de canela. Era embriagador. Esperó a que le diera la espalda para atacarla de imprevisto. Y llegó la hora. Corrió casi tan veloz como el viento. Su velocidad tuvo el mismo sonido que el que hacía una hoja al caer del árbol. Agarró a la mujer antes de que ella tuviese tiempo de pensar y le echó el cuello hacia atrás. La mujer profirió un pequeño gañido que enmudeció a la misma velocidad con la que Laius había aparecido. Este le hincó sus colmillos en la aorta, después de romperle el cuello por el frenesí del momento. Saboreó aquel manjar indescriptible. Era ácido y dulce al mismo tiempo, sabía igual que olía. Cada vez que aquel líquido se introducía dentro de él de forma casi intermitente, más ansiaba, hasta que la mujer se desplomó en el suelo como una cáscara vacía.

    —¿Qué tal lo he hecho, Zen?

    Laius estaba como exhausto, aunque eso no era posible en un vampiro. Sus ojos se habían vuelto más oscuros y su boca chorreaba sangre hasta el cuello de su jersey. Todo su cuerpo se tornaba momentáneamente cálido. Era un ladrón de almas, les robaba la vida a otros seres para poder subsistir. Ni siquiera se había planteado si aquello era lo correcto o la única opción. Era todo cuanto le habían enseñado.

    —No ha estado mal para ser la primera vez, pero podrías haberme dejado un poco para mí —respondió Zen mientras observaba el cuerpo inerte de la mujer mirándola desde arriba.

    —Perdona, voy a por otro.

    —No, Laius, recuerda que la norma es de dos humanos por vampiro y tú ya has comido y cenado. Cazaré para mí.

    —Eso es estúpido, hay suficientes humanos en el mundo para los dos. Y nadie se percataría si desaparecen unos cuantos vagabundos.

    —Laius, saciarnos dos veces es suficiente para un vampiro. Debería serlo también para ti. Las normas están para algo y por nuestro bien, nos gusten o no. Las han creado los primeros vampiros. No debes abusar de la sangre o no te podrás controlar.

    —Eso es una tontería. Además, en las películas siempre salen los vampiros mordiendo a todo dios.

    —Ya, pero los humanos creen que nos conocen. También dicen que una cruz y ajo nos mata. Si las cruces mataran, yo hace tiempo que habría dejado de existir. Maldita sea, vivo en un cementerio. Lo único que nos puede llegar a matar es el sol y una apuñalada en el corazón, bueno, y si nos desangramos. Pero tenemos la suerte de regenerarnos cuando dormimos durante el día, si nos hieren… —casi empezaba a divagar de nuevo si no llega a ser por el hecho de recordar las palabras de Laius con detenimiento—. Oye, ¿y dónde has visto tú esas películas? ¿No te irás a la ciudad mientras duermo?

    Laius no sentía la necesidad de dormir, no era obligatorio hacerlo. Aprovechaba que Zen dormía para ir a la ciudad a observar el irracional comportamiento humano, al tiempo que investigaba sobre sus sentimientos para intentar entender un poco mejor la razón por la cual su madre hizo lo que hizo. Para entender por qué murió.

    —Bueno, yo es que…, verás, me aburro mucho estando encerrado aquí todo el día y ya me he leído todos los libros que tienes. Tranquilo, no le hago nada a nadie «muy a mi pesar» —susurró—. No te preocupes, no hablo con nadie. Me dedico a ir a la biblioteca y a colarme en los cines.

    —Te dije una vez que no quería que salieras por ahí, no conoces a los humanos, casi parecen vampiros por lo audaces que son. Podrían seguirte, ¿te has mirado al espejo? Uy, no, no puedes. Pues tienes una pinta de vampiro que hace llorar a los bebés a un radio de doce kilómetros. Y si la gente se da cuenta de que no te reflejas en los escaparates, date por muerto.

    —No te preocupes, ese sentimiento es humano —explotó Laius de la excesiva sobreprotección que sentía. Estaba cansado de todo aquello, de que nunca le contase nada significativo, de sentirse atado de pies a cabeza únicamente porque apreciaba a Zen y porque sabía que en el fondo, él también lo apreciaba a él a su manera, si no, no le habría rescatado a cambio de nada cuando era un bebé. Hacer algo altruista, viniendo de Zen, significaba mucho más que lo que él deseaba aparentar. Al menos, eso pensaba. Se sintió culpable inmediatamente después de compararlo nuevamente con los humanos, aunque en cierto modo no podía dejar de pensar en que había ciertas similitudes entre aquella especie y la suya propia.

    —No me preocupas tú, me preocupa que puedan descubrir la guarida. Y deja ya de repetir que parezco humano, la próxima vez que lo digas te acordarás de mí toda la eternidad —contestó Zen siendo incapaz de replicarle nada como le habría gustado. Que Laius comenzase a faltarle el respeto de aquella manera, significaba que también estaba perdiendo la paciencia con él. Algo que terminaría alejándole. Cosa que no deseaba que sucediera bajo ninguna circunstancia.

    —Si es solo eso lo que te preocupa, descuida, yo siempre miro antes de entrar aquí. No soy estúpido.

    Laius se introdujo en la guarida sin poder evitar sentirse dolido porque Zen no le dijese nada más y sin poder evitar, al mismo tiempo, odiarse por ello. Aquello solo le haría más débil. ¿Desear la aprobación de Zen y una muestra de afecto significaba que su lado vampírico era inferior a su humanidad? ¿Y si su lado humano terminaba por debilitarle del todo? Deshizo aquellos pensamientos de su arrolladora mente. Había sido una noche muy intensa, no necesitaba más comeduras de cabeza.

    —Ten cuidado cuando salgas por ahí —contestó Zen antes de que la trampilla del árbol se cerrase. Fue lo más parecido a un permiso que se le ocurrió.

    Miró a la reciente víctima del suelo y suspiró antes de auparla sobre sus hombros dispuesto a ocultar el cadáver. Un cementerio era un buen lugar para hacerlo. Se giró hacia donde momentos antes Laius había desaparecido. Aquel chico iba a empezar a darle problemas. Lo sabía, sabía que tarde o temprano iba a llegar ese día. No podría retenerle por más tiempo.

    II

    Serían sobre las cinco de la tarde cuando Laius se despertó. Tenía intención de acudir a la biblioteca. Le gustaba mucho leer sobre temas diversos. A fin de cuentas, todos aquellos libros estaban escritos por humanos. Leerlos era una forma de psicoanalizarles, de entenderles y una forma de razonar sobre ellos.

    Por lo que Laius sabía, los vampiros mantenían una cordialidad extrema entre sí. Sin embargo, los humanos eran capaces de aniquilarse unos a otros de forma irracional e incluso entre miembros de la misma familia. Quería saber qué clase de emociones eran capaces de experimentar aquellos humanos, que dentro de sus similitudes, los hacían tan diferentes a ellos.

    El paseo hacia la biblioteca se hizo breve. A su velocidad y utilizando las calles menos transitadas, nadie reparaba en él. Nada más abrir lo que parecía una pesada puerta de la entrada a la biblioteca un extraño y adictivo aroma lo envolvió por completo. Su mente se nubló parcialmente y algo dentro de él empezó a girar, como si se cayese al vacío. Dentro el aroma era mucho más intenso. Sin saber por qué, olerlo ahora le resultaba casi terapéutico. Su sed parecía haberse equilibrado y él volvía a ser dueño de sí mismo. Aunque percibir aquella esencia era a su vez una adicción. No deseaba que se extinguiese, pero tampoco quería que su sed despertase al monstruo sanguinario que dormitaba en su interior. Allí había demasiadas personas para que algo así pudiese suceder.

    Había olvidado qué hacía allí plantado, en mitad de un mar de libros. Se limitó a sentarse alrededor de una mesa desocupada y a seguir admirando aquel aroma. De pronto, sus ojos se toparon con una humana que leía frente a él. No había nada raro en ello, salvo que esta leía un libro sobre vampiros, el cual no era el más misterioso que había sobre su mesa. No le habría dado mayor importancia si no fuese porque algo dentro de él le decía que ya la había visto con anterioridad. No pudo evitar relamerse el labio inferior mientras la observaba. Era adictiva y también la dueña de aquel aroma embriagador. Por suerte para todos, se había saciado con anterioridad y aquello era lo único que le impedía que sus instintos se abriesen paso frente a la razón. Deseaba saber dónde y en qué momento la había visto, pues jamás se habría olvidado de su aroma y, sin embargo, algo dentro de él la reconocía de alguna parte.

    Ella pasó de página con tranquilidad, aparentemente ajena a que un vampiro con sed de su sangre la estuviese observando. Laius contempló sus delicados dedos sosteniendo el pesado libro por la cubierta. Su cuello, cubierto por un pañuelo oscuro. Su rostro, inclinado hacia su lectura. Sus cabellos castaños y largos, sujetados sutilmente por una coleta baja, a un lado de su cuello. Y de repente, recordó. Ella era la joven que se había dispuesto a atacar antes de que Zen lo sorprendiera cogiéndole por el cuello. Debía de ser una coincidencia encontrarla por segunda vez. Entonces, miró de nuevo a aquellos libros. Sintió un escalofrío interno, como si su instinto le estuviera avisando de algo. Temía que lo reconociera.

    —Mierda, tengo que salir de aquí —susurró mientras se levantaba de la silla.

    Se dirigió hacia la puerta y sin querer se tropezó con la esquina de una mesa haciendo un poco de ruido. Lo suficiente para llamar la atención en una biblioteca, provocando que todos lo mirasen. Incluso ella lo miró. Sus ojos conectaron unos instantes. Los de ella eran marrones y se clavaron en los suyos color miel oscuro sin inmutarse lo más mínimo. Lo miró con la misma curiosidad que otros habían mostrado hacia él por su apariencia. Pero al mismo tiempo, ella tardó mucho menos que el resto en apartar la mirada. Como si no viese nada especial en él, salvo una molesta interrupción, algo que para la mayoría no era tan obvio. Prosiguió con su lectura. Por suerte, no parecía reconocerle.

    Laius se tranquilizó un poco, pero su curiosidad había aumentado. Observó a la multitud ligeramente mientras se escuchaba las risitas de un par de adolescentes inmaduras. Enmudecieron cuando sus ojos se posaron en ellas con indiferencia. La bibliotecaria lo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1