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El último día: Primera parte
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El último día: Primera parte
Libro electrónico157 páginas2 horas

El último día: Primera parte

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Información de este libro electrónico

El camino más oscuro al que podía llevarle el amor.

Un día como cualquier otro en la vida de alguien puede ser simplemente un día más.

Un día como cualquier otro en la vida de alguien puede no ser simplemente un día más.

Un día como cualquier otro en la vida de alguien puede cruzarte con una persona.

Un día te cruzás con una persona que puede lograr que tu día como cualquier otro no sea un día más.

Un día puede ser el último día, solo depende de nosotros mismos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 mar 2018
ISBN9788417335328
El último día: Primera parte
Autor

Delfina Vo

Delfina Vouilloud nació en Buenos Aires (Argentina), el 21 de mayo de 1987. A los pocos años de edad, sus padres se radicaron en General Alvear, un pueblo ubicado al sur de la provincia de Mendoza. Pero a los dieciocho años volvió a Capital Federal con el objetivo de crecer en lo laboral y aprovechar la oferta educativa y cultural de una gran ciudad. Años más tarde incursionó brevemente en Publicidad, y luego realizó una carrera corta como guionista de Cine y TV. Tiempo después se recibió como licenciada en Comunicación Social. Tuvo su primer reconocimiento como escritora en formato audiovisual, con el guion del cortometraje Palermo nunca duerme, con el que ganó el primer premio en un concurso dictado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA).El último día: Primera parte es su primera novela escrita.

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    El último día - Delfina Vo

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El último día: Primera parte

    Primera edición: marzo 2018

    ISBN: 9788417335649

    ISBN eBook: 9788417335328

    © del texto:

    Delfina Vo

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    La imaginación permite a uno vivir la vida que quiere, pero la valentía de hacerla realidad es la única manera de convertirla en nuestra propia vida

    Jueves a la tarde

    Primero abrió un ojo, el que daba justo en la ranura entre una baldosa y la otra. Las arrugas que se formaban por el peso de la cara evitaban que viera con claridad a pesar de que un rayo de luz incipiente entraba por la persiana entreabierta. Al abrir el otro ojo el lugar tomó forma, pero todo estaba torcido. Cada músculo del cuerpo estaba entumecido y débil, cada movimiento de algún hueso implicaba primero tomar conciencia de ello, y al moverse se podía escuchar el ruido de las articulaciones tratando de entrar en acción como un grupo de engranajes que pretenden hacer andar una máquina. Ahora los dos ojos podían ver con más precisión pero aún tenía esa sensación de pesadez en cada párpado. El cuerpo, inmóvil, tenía un desgano notable, incapaz de levantarse por sí solo. El reloj de la habitación marcaba las cinco en punto; era un reloj bastante parecido al cuerpo de una persona robusta y de cuello muy ancho y el lugar donde van las agujas y los números en forma circular del tamaño de un plato de postre, completaba la figura humana. Cada vez que el reloj marcaba una hora en punto, sonaba las veces que indicaba la hora. El reloj sonó cinco veces con una campanada lo suficientemente grave para despertar a cualquiera que aún no lo hubiera hecho.

    Gabriel apoyó primero sus codos sobre el piso intentando levantar todo el peso de su cuerpo con ellos, pero no fue suficiente. Tomó con una de sus manos una de las patas de la cama e hizo fuerza para llegar con la otra también, una vez agarrado pudo ponerse de rodillas y, luego de lograr incorporarse en cuclillas, finalmente pudo pararse. Suspiró con aire cansado, se quedó un momento parado mientras miraba a su alrededor observando la habitación. La ventana que apenas dejaba entrar un pequeño rayo de luz, el saxofón debajo de esta, el gran toca discos herencia de su abuelo Héctor Mundez, su colección de discos de vinilo, también herencia de su abuelo. Al lado estaba la biblioteca, que es un mueble azul de madera con cuatro estantes. Gabriel se acercó y tomó uno de los libros sin tapa que estaba separado junto con otros que no tenían tapa, lo hojeó un poco y finalmente se lo llevó.

    Afuera se percibía una leve brisa de otoño y el viento hacía que los árboles se movieran y así producían un ruido calmo; Gabriel abrió un poco más la persiana y parecía que los árboles se metían y retumbaban dentro de las paredes de la habitación.

    Jueves a la noche

    Como cada jueves, luego de que el reloj sonara ocho veces y el cielo ya estuviera más oscuro, Gabriel tomó un abrigo, su gorro negro de lana y trató de acomodárselo en la cabeza según sus manos indicaban que estaba correctamente puesto —la costumbre de no tener espejos en su casa lo había convertido en un experto para hacer todo según su imaginación—. Abrió la puerta de su departamento, cruzó el umbral, y cuando iba a cerrarla, se dio cuenta de que se estaba olvidando de algo. Volvió a entrar, se acercó hasta la mesa del living comedor que ya estaba iluminado por la luz de arriba; agarró el libro como un adolescente lleva la carpeta del colegio, caminó hacia la puerta, y luego salió, cerrando detrás la puerta con llave. En el hall tuvo que esperar unos segundos frente al ascensor, luego de llamarlo para que viniera. Se dio cuenta por el ruido que hace el ascensor cuando pasa de un piso a otro, que estaba bastante lejos. Mientras esperaba, escuchó de repente que dos nenes se peleaban y alguien mayor los apuraba para que subieran al ascensor. Al escucharlos, se arrepintió de haberlo llamado, pero ya era tarde puesto que el ascensor ya estaba delante de él. Cuando entró, notó que el mayor que iba con los dos nenes era el abuelo de ellos, así que lo saludó. El hombre apenas lo miró a la cara para saludarlo, y Gabriel pudo notar su tono de lástima detrás de la exagerada forma de saludarlo pero, acostumbrado a esto, siguió su rumbo sin detenerse a pensar. Como era de esperar, los dos hermanos que estaban en el ascensor se callaron inmediatamente al verlo subir, y por un instante la situación se tornó bastante incómoda para todos. Los pequeños hermanos mellizos, de aproximadamente seis años, no dejaron de mirarlo en todo el viaje, y aunque él estuviera de espaldas a los tres, podía sentir que los hermanitos lo miraban y cuando su abuelo los veía, les apretaba las manos y hacía un ridículo gesto con la cara para que dejaran de mirarlo. El viaje de los tres pisos restantes hacia planta baja parecía eterno, y para agregarle aún algo totalmente indignante para Gabriel, el señor mayor no tuvo mejor idea que comentarle a este sobre cómo había refrescado la última semana, a lo que solo asintió con un Mhm y una leve sonrisa falsa sin siquiera darse vuelta.

    Cuando por fin terminó el viaje, Gabriel dijo un Adiós fugaz al abuelo de los mellizos, y tras abrir la puerta del ascensor, caminó a paso largo hacia la puerta trasera que da a la calle y salió.

    Miró la hora y apuró su caminata, dobló en la esquina pero sin cruzar, a mitad de cuadra volvió a mirar la hora y aumentó aún más la velocidad. Gabriel siempre caminaba igual: rápido, sin quitar la mirada del piso y cuando llegaba a cada esquina no se quedaba parado en su lugar esperando, sino que cruzaba para el otro lado de la calle en tanto la luz del semáforo para los autos que vinieran de frente estuviera en rojo. Así no tuviera que cruzar porque el lugar a donde se dirigía quedaba sobre ese lado de la calle, lo hacía igual, porque no soportaba esperar a que el semáforo le diera paso.

    Al cruzar a la velocidad que venía y mirando el piso no vio a una mujer que venía en la misma dirección pero del otro lado, y se la llevó por delante. A la mujer se le cayeron unos papeles, pero él solo recogió dos que volaron por el aire y los agarró antes de que cayeran al piso, se los dio en la mano, le pidió disculpas rápidamente y sin levantar la mirada del piso siguió su paso hasta llegar al otro lado de la calle. La mujer había sentido ganas de gritarle varias groserías, pero en lugar de eso, lo miró con ojos tristes, intentó olvidar el altercado, terminó de recoger sus cosas y corrió hacia el otro lado de la calle puesto que el semáforo para los autos ya estaba en verde.

    Gabriel miró por quinta vez en su caminata su reloj, este indicaba las ocho y diez minutos y como si alguien hubiera comenzado a perseguirlo, su paso ya era más parecido al de un participante de una maratón de verano que intenta llegar como sea a la meta.

    El joven Gabriel siguió su camino a paso rápido, sin otro objetivo en la cabeza más que llegar a destino, como quien camina en el medio del desierto en dirección hacia la única botella de agua que queda en el mundo, sumergido en el deseo de llegar a ese lugar, y nada más que a ese sitio.

    A dos cuadras de llegar al destino programado, había varias personas agrupadas mirando hacia el otro lado de la calle, le resultó similar a los grupos de gente que se aglutinan en un mismo lugar porque observan alguna pieza famosa, o un paisaje muy visitado que se presta para fotografías. Al pasar por al lado de esta gente, Gabriel no pudo evitar quedárseles mirando y mirar a la vez hacia donde supuestamente veían todos. Pero antes de poder descubrir qué pasaba enfrente, notó que dos japoneses comenzaron a observarlo a él sin disimulo, y entonces acomodó su gorro casi debajo de sus cejas, se metió las manos en los bolsillos, y siguió su camino.

    Solo una cuadra lo separaba del lugar, y mientras más cerca, le inundaba un aire de paz y tranquilidad. Desde esa perspectiva no había indicios de lo que era ese edificio. Recién una vez frente a la puerta se podía notar las dos puertas grandes de madera a los costados, una principal en el medio, y arriba de esta una gran cruz negra, y todo esto en conjunto en cualquier parte del mundo, indica que esa edificación así dispuesta es una parroquia.

    Una vez en la vereda subió los cinco escalones, contempló el frente, y con una leve sonrisa y un suspiro de alivio entró por la puerta del costado derecho. Antes, no habría imaginado pisar una iglesia, o sentarse en el banco a presenciar una misa, pero —y como le pasaba con muchas cosas en la vida— un día había decidido entrar a ver, y se había sentido bastante en paz y seguro. Y ese había sido el motivo por el cual iba una vez por semana.

    Como cada jueves, en el altar estaba el padre Bonifacio, y una vez que Gabriel ya se había instalado en la punta del penúltimo banco, ya estaba listo para escuchar la melodía agradable que la voz proveniente del padre le generaba. Con sus dos manos se subió un poco el gorro e inclinó la cabeza hacia la izquierda para saludar a la mujer que estaba a su lado, quien le respondió con una sonrisa cómplice.

    Abrió el libro sin tapa que traía de su casa, y en la página del índice, que era la segunda hoja, pudo leer la dedicatoria de la autora del libro que decía: A mis queridos padres, que siempre estuvieron a mi lado en los momentos más difíciles, y a Félix, mi eterno amor y seguido a esto, el título: Mis días en el hospital. Al leer esto, Gabriel hizo una mueca de sarcasmo, cerró el libro y lo dejó a su lado, en un pedazo de banco que sobraba. La mujer que estaba al lado suyo miró el libro y lo miró a él extrañada, pero este le devolvió un gesto quitándole importancia a la situación. La misa estaba empezada así que no le fue difícil perderse en el eco de la voz del padre Bonifacio, que retumbaba por las paredes del lugar y penetraba en el silencio del acto religioso. Luego de unos minutos, llegó la parte más esperada: se concentró en el altar, y con su cabeza buscaba adelante el coro y las guitarras que interpretarían el cántico del Aleluya. Su entusiasmo solo se podía comparar con el de un niño a punto de ver al animal más grande del Zoológico. Sus ojos se cerraron, sus músculos se relajaron, y podía sentir el suave rasgueo de las guitarras que generaba en él la paz interna que venía a buscar a este lugar. Una vez que terminó la canción, los participantes de la misa hicieron silencio para que el padre siguiera el curso de esta. La mujer que estaba al lado de Gabriel lo miró extrañada.

    —Estás raro hoy —le dijo la mujer.

    —¿Sabés que no sos la primer persona que dice que soy raro? —le contestó algo sarcástico.

    —Bueno, pero hoy estás más raro que de costumbre. Llegaste tarde; no trajiste libro —dijo la mujer.

    —Agarré el libro equivocado —aseguró sin quitar la mirada del altar.

    —Ahá —contestó la mujer con algo de sarcasmo.

    Los minutos pasaban y la misa llegaba a su fin. Luego de las palabras finales del cura, todos comenzaron a caminar lentamente hacia la puerta central, que solo se abría al final. Gabriel y la mujer caminaron hacia fuera, bajaron las escaleras del medio y se quedaron algunos minutos en

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