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Constelaciones de papel
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Libro electrónico248 páginas3 horas

Constelaciones de papel

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Información de este libro electrónico

Berenice, una tímida bibliotecaria, busca un coautor para su novela y con ayuda de Julián, su inseparable amigo, contacta a Alejandro, un aprendiz de escultor que acepta el reto de sólo comunicarse por notas sin jamás verse.
Mientras coescriben su relato fantástico sobre un amor más allá del tiempo, no se dan cuenta de que ellos mismos se volverán los protagonistas de una historia fabulosa.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento1 dic 2021
ISBN9786072443112
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    Constelaciones de papel - Lourdes Walls

    Para Mariana, mi madre,

    porque siempre ha creído

    en esta historia

    Para Ana Luisa y Arnaldo,

    mis tíos, porque siempre

    han creído en mí

    Creo que parte de mi amor a la vida

    se lo debo a mi amor a los libros.

    Adolfo Bioy Casares

    pg5-6pg007

     1 

    Berenice Fiore era silenciosa, paciente y metódica. De domingo a viernes, desde la apertura de la Biblioteca Central, a las siete de la mañana, hasta el cierre, a las seis de la tarde, la joven hacía recorridos cíclicos de una hora, con un intermedio de treinta minutos, durante el cual atendía otros pendientes en la biblioteca. Siempre iniciaba el trayecto en el conjunto de mesas más cercano a la puerta principal y, a partir de ahí, seguía una ruta preestablecida que le permitía recolectar los libros abandonados para acomodarlos de la manera más ordenada y eficiente posible.

    El reloj marcaba las 09:21 a. m., hora que correspondía al minuto cincuenta y uno de la segunda ronda de ese día. Caminaba deprisa, empujando el carro de metal para transportar los libros. El ruido de las ruedas sobre el piso alfombrado cubría el sonido de su marcha, aunque evidenciaba el punto exacto en el que se encontraba. En ese momento, avanzaba con rapidez por el último pasillo del tercer piso. Aunque no había ni un alma ahí, la temprana visita de algunos lectores se podía comprobar en los libros apilados sobre las mesas cercanas al inicio del corredor. Con parsimonia, reunió los ejemplares, uno a uno, y los colocó cuidadosamente en el carro. Examinó los volúmenes y notó que todos correspondían a las repisas ubicadas a su derecha, por lo que los puso en su lugar mientras caminaba.

    Ya sin carga, dejó el carro junto a la barandilla que marcaba el inicio de la escalera de caracol y bajó. Una vez en el piso inferior, siguió de frente, hacia un corredor amplio flanqueado por filas y filas de estantes. Conforme lo recorría, confirmaba que las obras se mantuvieran en orden. Si notaba que alguna se encontraba un poco inclinada o estaba unos centímetros más adelante o más atrás que las demás, se detenía para arreglarla; si no, seguía. Así, llegó al área central de lectura: una isla de mesas, sillas y sillones rodeada por un mar de estanterías.

    Cruzó la estancia, contando a su paso los libros fuera de los estantes para estimar el tiempo que tardaría en despejarla. Había más de treinta olvidados en las mesas, aguardando su regreso a casa, y dieciocho en manos de unos cuantos lectores: una niña tenía uno, tres una señora, cinco un anciano y nueve un muchacho de veintiún o veintidós años, un poco más joven que Berenice.

    Nueve libros. Nueve. Cuatro por encima del límite permitido.

    La joven bibliotecaria pensó en ignorar la falta y pasar de largo. Intentó convencerse de que cuatro libros no eran tantos, pero al dar un paso, el séptimo punto del reglamento la ató al suelo y la obligó a detenerse frente al muchacho. Antes de razonar lo que estaba haciendo, se aclaró la garganta. Él, al oírla, alzó el rostro. En ese instante, murió la valentía. Las palabras se desmoronaron entre sus dientes y bajó la vista, incapaz de enfrentar la mirada fija en ella. Respiró profundo, armándose de valor para hablar. Aun así, tartamudeó cuando al fin logró que las palabras abandonaran su lengua:

    —Só… sólo cinco.

    El joven le sonrió avergonzado, cerró los cuatro libros más próximos y se los entregó. Ella los tomó y siguió su camino, con la mirada clavada en las puntas de sus zapatos para ocultar el color granate que ya encendía sus mejillas.

    Casi por inercia llegó a la entrada de la biblioteca y fue a la mesa en la que siempre iniciaba su recorrido. Dejó los libros y apoyó las palmas sobre la madera. Cerró los ojos y forzó a sus pulmones a respirar más lento. Aborrecía hablar con extraños; odiaba sentir ese agujero en el pecho que no hacía más que recordarle que el único lugar seguro se hallaba entre el papel y la tinta. Acarició el lomo de uno de los libros y la ansiedad fue desapareciendo lentamente. Cuando se calmó por completo, parpadeó y encontró sobre la madera un ejemplar de El principito, que antes no estaba ahí. La espiga pequeña de una lavanda decoraba su cubierta.

    Sonrió. Se puso la ramita en el cabello, justo sobre la oreja derecha y sacó un dulce de su bolsa. Cambió el caramelo por el libro y reanudó su rutina inmediatamente, sin intenciones de tomar un descanso. Con ayuda de otro carrito, despejó las mesas más próximas y dobló a la derecha en el pasillo más cercano, para iniciar el trayecto hacia los sillones que esperaban en el lado opuesto de la biblioteca.

    Recorrió unos cuantos metros antes de escuchar pasos detrás de ella. No se detuvo. Las pisadas aumentaron de velocidad. Siguió como si no hubiera oído nada. La llamaron por su nombre. Ignoró la voz y continuó avanzando al mismo ritmo. De repente, sintió un par de brazos pequeños rodeándola por la cintura y un rostro infantil apoyado en su espalda.

    —¡Hola, Julián! Creí que no vendrías hoy.

    —Lo siento —contestó el niño, todavía adherido a ella—. Mi mamá tuvo que hacer mil cosas antes de salir. Pensé en adelantarme, pero ya sabes que no le gusta caminar sola en la calle y yo tengo que aprender a ser un caballero, como en los libros.

    Otra sonrisa se pintó en los labios de Berenice. No podía evitarlo cuando Julián estaba cerca. Adoraba a ese niño. No sólo era ingenioso y ocurrente, también tenía muy claro cómo usar su carisma para encantar a los demás. Sus estrategias funcionaban o, al menos, habían funcionado con ella: aunque en su primer encuentro estuvo demasiado asustada para hablarle, en el segundo ambos charlaban como si fueran viejos conocidos.

    Un estrujón le recordó que Julián seguía abrazándola. Estiró los brazos en busca de las costillas del niño y, al hallarlas, le hizo cosquillas. Julián se retorció bajo sus dedos y la dejó libre. Ya sin ataduras, se agachó para que sus ojos quedaran a la misma altura y le revolvió el cabello. Varios mechones castaños revolotearon entre sus dedos y cayeron desordenados sobre la frente de Julián, hasta cubrirle la nariz. Él sopló para despejar sus ojos y abrazó a Berenice de nuevo. Ella aprovechó la cercanía para darle un beso en la oreja: solía hacer eso con su hermano cuando los dos eran pequeños.

    —¿Tu mamá sabe que estás aquí? —le preguntó al oído.

    Julián asintió.

    —¿Y entonces piensas gastar tus vacaciones en un abrazo en lugar de ayudarme?

    En un principio, el niño se quedó quieto. Después, negó muchas veces con la cabeza.

    —Eso creí. Anda, ve por libros. ¡No corras! ¡Estás advertido!

    Julián la soltó y se alejó despacio, dando pasos tan largos que mantenía los brazos extendidos para equilibrarse. Berenice no se movió de su sitio hasta verlo desaparecer al final del pasillo. Entonces retomó su camino, aunque con una intención diferente. Ahora sólo debía preocuparse por acomodar los libros, así que se apresuró a ordenar tantos como pudo antes de que Julián volviera sosteniendo una torre de ejemplares que iniciaba en sus manos y terminaba bajo su barbilla. Berenice lo ayudó a dejar su carga en el carrito, mientras le pedía por centésima vez que no llevara tantos porque podía hacerse daño.

    Julián se escabulló a la mitad del regaño. Entendía a la perfección que los niños pequeños podían lastimarse, pero él había cumplido once años un mes atrás. Ya no era un bebé. Podía cargar todos los libros que quisiera y no le sucedería nada malo. Con esa idea, dirigió sus pasos hacia uno de los puntos de lectura. Había cinco por piso: uno en cada esquina y el último justo en el centro.

    Sabía que Berenice se había encargado de las mesas cercanas a la entrada de la biblioteca y él mismo había reunido los ejemplares de los sillones en la esquina contraria, por lo que sólo quedaban tres lugares más. Fue al centro porque prefería terminar primero con el espacio más amplio. Al llegar, juntó varios ejemplares en la misma mesa y formó una torre cerca del borde. Apoyó las yemas en la cubierta inferior del primer libro y tiró lentamente de la construcción completa. Los libros se tambalearon un poco cuando cayeron en sus manos y tuvo que estabilizarlos rápido con su mentón. Regresó en busca de Berenice, caminando casi a ciegas porque la enorme pila lo obligaba a inclinar la cabeza hacia atrás.

    La encontró varios pasillos más adelante. Como el carro ya estaba casi vacío, pudo dejar los libros y huir a toda velocidad, antes de enfrentar una mirada de reproche. Repitió la operación varias veces. Tenía claro que Berenice no quería que hiciera eso, pero la conocía lo suficiente para saber que también le gustaba la eficiencia. Terminó pronto. Echó un último vistazo para corroborar que su trabajo estaba completo y alcanzó a Berenice para escoltarla galantemente mientras ella dejaba los ejemplares en los estantes.

    —¿Te gustó? —le preguntó ella frente al hogar de El principito.

    —Sabes que sólo te dejo flores cuando me gusta una historia.

    Ella tomó el libro con cuidado.

    —Es una obra especial —aseguró—. Y ahora te toca regresarla a su lugar.

    Julián casi se la arrancó de las manos, halagado por la distinción del gesto. Se paró sobre las puntas de los pies para alcanzar la repisa, abrió un espacio y la colocó ahí.

    —¡Listo! —le dijo para incitarla a seguir.

    Pero ella no se movió. Julián imaginó cuál podía ser la razón y se le adelantó. Sacó de las repisas otro ejemplar del mismo libro y lo abrió en la página trece.

    —La nota sigue aquí, Bere.

    Ella torció los labios.

    —No importa —mintió—. Vamos.

    Paulatinamente, los corredores quedaron atrás. Varias veces, Berenice se detuvo frente a sus obras favoritas y descubrió que los mensajes que había guardado dentro de ellas continuaban escondidos entre las páginas. Al leer la última nota, Julián le preguntó por qué tenía que esperar la respuesta de un desconocido si él estaba dispuesto a ayudarla. Ella contestó que él no era su primera opción sólo porque se trataba de un proyecto para adultos.

    Terminaron pronto ese piso y encontraron la escalinata.

    —¿Vamos arriba? —preguntó ella.

    Julián sabía que ella no se sentiría lista para iniciar su hora de descanso hasta tener la certeza de que los tres pisos estaban arreglados. La tomó de la mano:

    —Vamos arriba.

     ★ ★ ★ 

    Alejandro ya había descartado ocho libros y ninguna idea surgida de ellos lo convencía. Aunque se esforzaba en concebir un concepto original, sus musas defectuosas no dejaban de bombardear su cabeza con proyectos inservibles que, además de aburridos, eran incapaces de transmitir la esencia de las historias a sus bocetos. Y sin bocetos, no habría escultura.

    Concéntrate, Murell, se dijo por enésima vez y se obligó a fijar la vista en el papel. Sin embargo, cuando retomó la lectura en el punto y coma donde se había quedado, se dio cuenta de que ni siquiera recordaba qué estaba leyendo. Derrotado, cerró el libro y lo dejó a un lado, junto con los otros. Nueve libros desperdiciados; casi tres horas de su vida perdidas.

    Pensó en retirarse de la contienda. Había demasiados artistas reconocidos concursando por la plaza que Fátima Blau ofrecía en su taller y él era un simple escultor recién graduado sin experiencia suficiente para plasmar la esencia de un libro en apenas unas semanas. Suspiró. Quería creer que había otros talleres prestigiosos en la ciudad y que Fátima Blau no era la única maestra que valía la pena, pero no podía engañarse. Si deseaba hacerse de un lugar en el mundo de la escultura, ella era su única opción.

    Reunió toda su voluntad en un último esfuerzo. Dobló las hojas garabateadas y las guardó en su portafolio, dejando sobre la mesa sólo las que estaban en blanco. Afiló algunos lápices. Tomó uno y volvió a empezar, intentando ignorar la frustración acumulada durante las horas previas de batalla campal contra su propia mente. Esbozó algo basado en Drácula y pronto lo descartó. Intentó con Frankenstein y sucedió lo mismo. Al hacer el primer trazo de una idea medianamente prometedora de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, un carraspeo atrajo su atención. Alzó la vista y descubrió frente a él a una chica menuda y bajita, de cabello como el chocolate y ojos nerviosos.

    —Só… Sólo cinco —tartamudeó ella. La voz le temblaba y un rubor creciente coloreaba sus mejillas.

    Lo habían atrapado. Tarde o temprano sucedería, pero la ofensa no le parecía tan grave en realidad. Sonrió, queriendo remediar la falta, y se mantuvo así hasta que le entregó al azar cuatro libros a la bibliotecaria. La miró alejarse. Su andar era rápido y certero, aunque su actitud sugería timidez.

    En cuanto la joven dobló en una esquina, Alejandro regresó su atención a los ejemplares que conservaba. El Quijote ya no estaba entre ellos. Pasó varios minutos intentando retomar su idea, pero necesitaba las palabras exactas. Bocetó cuanto recordaba y, al ver que no era suficiente, dejó caer la cabeza sobre las páginas de uno de los tomos abiertos.

    Era hora de buscar material nuevo. Apiló los libros, guardó sus cosas y comenzó a vagar por los pasillos, sin saber bien qué esperaba encontrar. Caminó sin orden, hojeando los nuevos prospectos que hallaba a su paso. Se hizo de muchos y los abandonó de vuelta en sus estantes. No quería llevar a cuestas una carga que no servía para su propósito.

    Cuando sus esperanzas estaban por desvanecerse, se topó casi por casualidad con un libro pequeño y delgado que sobresalía de los demás en una de las repisas del centro. La imagen naíf de un niño de cara ovalada, cabello dorado y abrigo azul con rojo lo miró desde la portada y sacudió sus pensamientos.

    Casi corrió hacia una mesa. Recordaba el cariño que había sentido por El principito al leerlo durante su infancia, así como la admiración que le había suscitado en su adolescencia. Sabía perfectamente qué figuras representar. La víbora era una pieza clave; el principito y el piloto también.

    Se sentó y sacó deprisa sus herramientas del portafolio. La idea se construía en segundos y temía que se destruyera a la misma velocidad. Tomó un lápiz con punta afilada. Dibujó la silueta del sombrero-boa varias veces en la misma hoja, procurando que cada una fuera una réplica similar en forma y tamaño de las anteriores. Dejó la primera en blanco, pues sería uno de los dos lados de la escultura, y usó las demás para definir la otra cara de la misma obra. Para el vientre del reptil experimentó con diferentes contenidos. En la primera boa retrató el clásico elefante, sólo como referencia. En la segunda empezó a jugar y trazó el avión acompañado por el piloto y el principito. No lo convenció. Sin borrarlo, pasó a la siguiente serpiente e intentó con el planeta, el cordero y la rosa. Tampoco funcionó. Siguió con el zorro y la serpiente… ¡Un rotundo fracaso!

    Buscando un nuevo ángulo para sus pensamientos, levantó el libro a la altura de sus ojos y, mientras lo sostenía con la mano izquierda, pasó las hojas con la derecha. Por la posición y el movimiento, las páginas se relajaron cerca del lomo y soltaron una nota. El papelito planeó y aterrizó en la mesa, interrumpiendo sus ideas.

    Alejandro tomó el mensaje. Estaba seguro de que no iba dirigido a él, pero lo leyó de todas maneras: Se busca autor novato, con ánimos de acompañar a una escritora sin experiencia en una misión suicida.

    El resto del mensaje, escrito en el mismo tono desenfadado, lo invitaba a participar en la creación de una novela en colaboración con la remitente: Berenice. Él sonrió. Después de todo, resultaba que sí era el destinatario. De inmediato, quiso enviar una respuesta afirmativa por el mismo conducto, pero su deseo de esculpir de tiempo completo nubló sus buenas intenciones. Escondió el papel debajo de sus bocetos, como queriendo olvidarlo, y siguió trabajando.

    Ideas llegaron y se fueron hasta que sintió esa punzada en la cabeza que le indicaba que había hallado la opción correcta. Perfiló la silueta del piloto arrodillado, con el principito en brazos. El niño apoyaba la cabeza en el hombro del aviador y el hombre se inclinaba sobre él, sombrío. Sus cabezas formaban dos salientes que, vistas desde el lado opuesto de la escultura, le darían relieve a la copa del sombrero. Alejandro amplió el diseño en una hoja distinta y afinó detalles hasta que lo consideró terminado.

    Alistó todo para salir, pero no pudo abandonar la nota en la mesa. La miró con culpa; no era capaz de irse sin responder, aunque su experiencia literaria consistiera en un par de relatos con los que no había llegado a ningún lado. En cualquier caso, sentía que ese mensaje había llegado a sus manos por un motivo especial y que, de cierta manera, le correspondía ser el autor novato que acompañara a esa escritora sin experiencia. Era su misión suicida.

    Cortó un trozo de papel y usó la única pluma que llevaba consigo para escribir una pregunta en el borde superior. Al lado de las letras trazó su propia caricatura, desde la nariz hasta la coronilla, y englobó las palabras como si el muchacho de tinta las dijera. Luego, se enfocó en el cuerpo del mensaje, garabateado por

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